XXXIV

Tres meses y seis días después de mi llegada a Escocia, dos días después del agrio encontronazo con Oliver, subí a un avión que me llevaría de vuelta a Barcelona. Durante el viaje recordé con tristeza lo acontecido antes de mi marcha.
En Barcelona me esperaban Marisa y Nerea, que fueron mi apoyo de nuevo y las principales culpables de que, con el tiempo y su cariño, fuera recuperándome de mis heridas.
Llegó el verano y las tres emprendimos la marcha hacia Galicia para pasarlo con mi familia, para alegría de mis padres y mi querida abuela. Nos llamaba cariñosamente las tres mosqueteras, por aquello del «una para todas y todas para una». ¡No sabían la razón que tenían! Vivimos bajo el calor de la vida familiar, disfrutamos de las fiestas patronales como si se acabara el mundo y volvimos a Barcelona con las pilas cargadas y con ganas de encarar el último cuatrimestre del año con energía. Nunca estaré lo suficientemente agradecida a la vida por haberme bendecido con unas amigas como estas.
En septiembre, Marisa me sorprendió con la noticia de que por fin iba a independizarse y me propuso que compartiéramos piso en la ciudad. No me lo pensé. Necesitaba tenerla cerca y un cambio no me iría nada mal. Ya estaba harta de aquel estudio diminuto con la caldera estropeada cada dos por tres.
Don Rafael me llamó ese mismo mes para informarme de que, muy probablemente, la novela del Laird hechizado sería publicada a principios del año siguiente. Esto me alegró y me entristeció a partes iguales. Le deseé todo el éxito del mundo, ya que se lo merecía por el gran trabajo que había realizado. Era un buen hombre después de todo. Recibí correos esporádicos del aristócrata interesándose por mí durante algún tiempo y, como era de esperar dadas nuestras diferentes vidas, acabamos perdiendo el contacto.
Entre trabajo, amigas y recuerdos imborrables, fui consciente de que el tiempo pasaba muy rápido. Me encontré con que las calles de Barcelona ya lucían engalanadas con la colorida iluminación que anunciaba la cercana Navidad sin que apenas me diera cuenta. Aunque me había mantenido entretenida durante los últimos seis meses para no tener oportunidad de pensar en lo ocurrido en Escocia, a veces me era imposible no hacerlo. Intentaba con todas mis fuerzas evitarlo y desterrar mis pensamientos hacia un lugar oscuro y profundo de mi mente, pero era complicado. El puñetero espíritu navideño tampoco ayudaba mucho, ya que me hacía sentir melancólica y con la sensibilidad a flor de piel.
Me extrañé de no haber tenido más sueños con Connor durante los últimos meses. Si no recordaba mal, desde mi vuelta de Escocia apenas había pensado en él. Era tal la aversión que sentía por todo lo Scottish que hasta su recuerdo fue arrastrado al ostracismo porque me recordaba a Oliver.
Una tarde a principios de diciembre, mientras trabajaba en la portada del siguiente disco de Tarifa Plana, el móvil sonó y lo descolgué sin mirar.
—¿Señorita Elva Mota?
Una voz con un marcado acento británico me reclamaba al otro lado del teléfono, algo que me sorprendió.
—¿Sí? Dígame.
—Mi nombre es Perceval Dowley, abogado principal de la familia Murray.
Si llegan a pincharme, no sangro.
—Disculpe, pero no entiendo qué tengo yo que ver con esa familia.
—Supongo que ya conoce la noticia del fallecimiento de la señora HamiltonMurray.
—¡Oh, Dios mío! –exclamé llevándome la mano a la boca–. ¿Rosalind ha muerto?
El hombre se quedó cortado ante la metedura de pata que había cometido involuntariamente.
—Discúlpeme, señorita. Pensé que alguien de la familia se habría puesto en contacto con usted para darle tan trágica noticia. La señora Hamilton murió mientras dormía a causa de un paro cardiaco hace aproximadamente dos semanas. Siento ser yo quien le informe de tan triste suceso.
Disculpé al hombre con pesar. El pobre no tenía la culpa. ¿Cómo es que don Rafael no me había informado? Me quedé completamente compungida por las nuevas y, tras un minuto en el que se me deshizo el nudo que tenía en la garganta, pregunté al abogado cuál era el motivo de su llamada.
—En las próximas semanas se hará la lectura del testamento, y no podrá efectuarse sin la asistencia de todas las partes. Le he enviado por correo electrónico su citación. La lectura tendrá lugar en el castillo de Stonefield, el próximo quince de diciembre a las once de la mañana.
—Debe de tratarse de una confusión, yo no… –balbuceé contrariada.
—Según determinó en las cláusulas de sus últimas voluntades la señora Hamilton-Murray, era su deseo expreso que usted estuviese presente llegado el momento.
—Pero, ¿por qué? Yo no soy de la familia y no quiero nada, no quiero que haya malentendidos con sus herederos. Renuncio a todo lo que la señora Murray haya podido dejarme como última voluntad.
—Lo siento, pero eso es imposible. Legalmente tiene la obligación de asistir a esta reunión. Si luego quiere renunciar sólo habrá que convenirlo, pero primero debe hacer acto de presencia para la lectura y aceptación de los bienes.
—¿Puedo enviar a alguien en mi lugar?
—Lo siento, me temo que eso no es posible. En breve recibirá un sobre en donde encontrará el billete de ida en avión y alojamiento para dos días. No se preocupe por nada, está todo preparado.
—No se ofenda, pero ¿cree que no puedo pagarme mis propios billetes?
—No dudo de su capacidad en ese sentido, simplemente hemos seguido las instrucciones indicadas con todo detalle por la señora Hamilton-Murray.
—Perdone, pero no puedo aceptarlo –alegué sin dar crédito.
—Consulte con su abogado los términos de esta citación y contacte conmigo en este número o a través del correo electrónico. Hasta el día quince, señorita Mota.
Estuve más de diez minutos observando el teléfono, asimilando la información que aquel inglés tan educado y formal me había facilitado. Rosalind había muerto y, por algún extraño motivo, quería que volviera a Escocia. Me apresuré a mirar mi correo y, efectivamente, no se trataba de una broma, allí estaba la citación. Busqué entre los muchos correos profesionales que recibía a diario alguno de don Rafael, ante la extrañeza de que no me hubiera informado del fallecimiento de la anciana Murray y, para mi desgracia, descubrí uno remitido por Macarena en el que me informaba de la triste noticia. Me sentí tan mal que maldije de rabia por mi despiste ¿Cómo se me había podido pasar algo así?
Minutos después, abrumada por la situación, lloré al recordar a la abuela Murray y temí por lo que se avecinaba, por todo lo que representaba volver allí.