30
En la mañana del Día 9563 desperté al lado de un perfecto desconocido. Bueno, creo que era el Día 9563, o por sus alrededores al menos, quizá tanto como diez días después de que finalmente nos hubiéramos posado en la Tierra..., ¿cómo puedes decirlo seguro, con todas las correcciones relativistas y ese complicado contar? Más o menos. Y Toby no era totalmente un desconocido tampoco, y no absolutamente perfecto.
Pero casi.
Tenía un enorme muslo sobre mi (bastante grande) propio muslo, lo cual era muy amistoso pero propenso a interrumpir la circulación. Toda mi pierna estaba dormida pero, cuando me deslicé de debajo de él y me senté brevemente al borde de la cama, la parte de mí sobre la que me senté estaba alegremente despierta y recordaba los buenos y divertidos momentos de un poco antes. ¿No perfecto? Comparado con mis despertares de los últimos veinte años o más, Tobías Pettyvass era bastante perfecto.
Así que me desperté sintiéndome una mujer distinta..., no, no una mujer distinta. La mujer que acostumbraba a ser cuando era la joven y alegre Eve Barstow, Reina de los Rangers del Espacio, allá por el Día 250 o así, cuando todos éramos jóvenes y medianamente inocentes y estábamos muy muy asustados de aquello en lo que nos habíamos metido. Ésos habían sido los mejores días de toda mi vida, con Jim y yo ocupando todos los turnos disponibles en el Hotel de la Luna de Miel y Eve y Ski arrojando el rublo y Flo sólo empezando a jugar con las plantas hidropónicas. Creciendo hasta entonces. Y, después de entonces..., ¡Dios! Pero en aquel pequeño espacio de tiempo mientras aún creíamos que estábamos haciendo algo grande y nunca sospechamos que nadie nos estuviera manipulando, sí, aquellos fueron días en los que valía la pena vivir...
Y lo más curioso fue que, cuando capté un atisbo de mí misma en el espejo del cuarto de baño de Toby, ¡parecía aquella joven y fresca señora Eve Barstow! Había perdido al menos cinco kilos. Tenía el aspecto de alguien que se lo ha estado pasando en grande. No era ninguna pollita primaveral, por supuesto..., calculo que supondrán que había rebasado ya el gran cinco cero, y puede que incluso sospechen los diez mil litros de brebaje alcohólico que habían pasado por aquellos ávidos labios. ¡No era Miss América! No con eso colgante detrás de los pómulos y bajo la barbilla, sin mencionar los ojos... Y, sin embargo, ¿saben?, ¡no estaba mal! Ya no era un trozo de Masilla Tonta que caminaba como una mujer. La tensión del ejercicio a una g había sorbido todo aquello fuera de mí, y había una chispa en los viejos ojos azules.
El sol estaba muy alto sobre el magnífico Pacífico azul, lo cual significaba que era última hora de la mañana, casi el mediodía: pensé en despertar a Toby, pero el pacífico y barbudo rostro de Toby reposaba tan feliz sobre la almohada que no lo molesté. Y en la ducha me di cuenta de que estaba cantando para mí misma. Suavemente. No deseaba despertar al hombre que había estado guiándome tan maravillosamente por todas las maravillas de Puget durante el día y por todas las maravillas de su dormitorio durante la noche. Era realmente sorprendente lo que unos pocos días habían hecho conmigo, no sólo físicamente, no sólo mentalmente, no sólo emocionalmente..., no sé en qué sentido. Por ejemplo, me había estado aferrando a la ilusión de que yo era la única persona en torno a Alfa del Centauro que era esencialmente igual al común denominador de la humanidad sobre la Tierra. No me había lanzado a lo peculiar, como el resto de los adultos. No me había doblado hacia ningún lado, como los chicos. Era simplemente normal... ¡Pero no era así! La experiencia también me había cambiado. Aunque era la tonta del grupo, había aprendido el knack de aprender, y había mucho que aprender: Toby se mostró impresionado, puedo asegurarlo, de cuánto sabía y de cuánto podía hacer mientras me mostraba la soñolienta comisaría de policía y la planta de tratamiento de residuos autocontrolada y los parques y los bares de Puget. Ya no era Tía Mami..., los chicos se habían ido por su cuenta. Ya no era la esposa del famoso astronauta, ni siquiera la borracha local; era simplemente yo, Eve Barstow, y yo, Eve Barstow, parecía en aquellos momentos algo digno de ser y contemplar. Algo lo suficiente bueno, me sorprendió, como para que valiera la pena compartirlo.
¿Por qué no compartirlo?
¿Por qué no pasar el resto de mi vida allí en Puget, ayudando a aquella gente a recomponer su mundo?
Cuanto más pensaba en ello, más me gustaba; y así salí de la ducha, me envolví en una toalla y sacudí a Toby por el hombro.
—Despierta, ya casi es mediodía —canturreé—. ¡Pienso quedarme aquí en Puget!
Hay otra cosa hermosa acerca de Toby Pettyvass. Despierta de una forma encantadora. No bufa y se agita, como mi antiguo esposo, ni se sacude como la pierna de una rana galvanizada, como Ski, ni se muestra enfurruñado, ni furioso, ni hace ninguna de esas otras cosas que mis pocos compañeros de cama recientes me habían enseñado a esperar. Simplemente, abrió los ojos y despertó.
—Estupendo —dijo.
—¡Pero será mejor que te levantes! —Me incliné hacia delante para dejar que mi pelo colgara y lo envolví en la toalla. Toby se quedó simplemente tendido allí, admirándome. Un intercambio justo. Yo también lo estaba admirando: un hombre robusto, antiguo jugador de fútbol, ahora Jefe de Servicios Especiales de Darien, lo cual significaba, principalmente, que estaba a cargo de la policía y los bomberos de Puget. Y del galanteo de las damas.
—Mira el sol —le reñí.
Lo miré yo también, y la maldita cosa estaba claramente más baja de lo que había estado antes.
—Oh, Dios —dije—, ¡me equivoqué de océano! ¡Es media tarde! ¡Hemos estado en la cama todo el día! —Demasiado para la rápida y solemne Eve Barstow...
Pero no era sólo por mi cerebro por lo que Toby me admiraba.
—Me gusta tu vestido —dijo, y tendió la mano. Puesto que mi vestido consistía en una toalla mojada envuelta alrededor de mi pelo, comprendí de inmediato lo que tenía en mente. Quel homme! Era mayor que yo, y acababa de despertar de un profundo sueño después de una noche inusualmente activa, ¡y tendía su mano hacia mí! Bueno, sabía qué hacer al respecto. Tendí mi mano hacia él, y el sol estaba más bajo aún cuando reanudamos la conversación. El al menos había sabido muy bien que era por la tarde, porque se había levantado durante un par de horas antes del mediodía mientras la saciada Eve rellenaba sus poderes en el sueño, y había llamado a su departamento para ver si se le necesitaba para algo, no se le necesitaba, de modo que había vuelto a la cama sin despertarme.
—Pero, ¿no te necesitan de tanto en tanto?
Se encogió de hombros.
—Llamarán por el avisador si es importante. Hubo un pequeño incendio en la maleza de una de las colinas..., no ocurre a menudo, y les gusta tener la posibilidad de ocuparse por sí mismos de ello. ¿De qué otro modo van a aprender?
Bien, ¿ven lo rápida e inteligente que es Eve Barstow, después de todo?
No le estaba escuchando, estaba escuchando las urgencias que resonaban dentro de mi cabeza.
—Supongo que no escuchaste lo que te dije —indiqué, apartando su mano de mi pecho y besándole para demostrar que no debía tomárselo como algo personal—. Voy a quedarme aquí, Toby.
Sonrió y me dio una buena respuesta:
—Me alegro.
—¡Y voy a ayudar a tu gente! —Le rodeé con mis brazos, hermosa carne dura masculina sobre hermosos huesos fuertes masculinos, pero él no respondió exactamente. Pareció como si estuviera pensando, pero no estuviera seguro, que su avisador no funcionaba correctamente.
Cuando estoy desnuda y rodeo con mis brazos a un hombre desnudo, espero un poco más de atención que eso, no importa cuántas veces lo hayamos estado haciendo. Me sentía realmente bien, y me hundía sospechar que Toby no parecía compartir esa sensación.
—¿Qué ocurre, amor? ¿Qué es lo que dicen, Omnes triste post coito o algo así?
Me miró como si yo hubiera empezado repentinamente a hablar en griego, pero por supuesto no era así.
—Es latín —expliqué—. Significa que todos los hombres se ponen tristes después de hacer el amor, sólo que hasta ahora no habías mostrado ningún signo de ello.
—Oh, no —dijo, y pareció recuperarse—. Sólo estaba pensando en... algo. Dime. ¿No tienes hambre?
Bueno, sí tenía hambre, una vez él lo mencionó, pero de todos modos no había respondido a mi pregunta. Lo único que había hecho había sido cambiar de tema, porque realmente no podíamos salir a comer como íbamos.
Todos ustedes habrán oído muchas cosas acerca de lo que tienen que esperar los hombres mientras sus amigas se visten y arreglan. No era así con nosotros. Yo ya había salido de la ducha, y estaba metida en un vestido y unas sandalias y apoyada en el hermoso y sólido alféizar de la ventana, contemplando al hermoso y sólido Toby atarse los cordones de sus zapatos, en unos siete minutos. El fue más lento. Tuvo que abrocharse el cinturón con el gran medallón de Puget como hebilla, y cargar con su avisador y sus esposas y su linterna, y luego tuvo que llamar por el avisador para decir que volvía al trabajo. Yo me quedé sentada allí admirándole y acumulando mi apetito.
—¿No tienes que secarte el pelo o algo así? —preguntó, mientras comprobaba los cartuchos de su revólver.
—No con ese pelo mío. ¿Has disparado alguna vez esa cosa? —pregunté, porque las armas me hacen sentir como si hubiera comido ensalada de atún que lleva en la nevera un día más de la cuenta.
Sonrió.
—Normalmente no, sin contar las serpientes y de tanto en tanto algún lobo, arriba en las colinas. ¿Qué quieres comer?
—¡Pescado!
—¿Y qué más? —suspiró, y me cogió del brazo cuando salimos por la puerta. Por supuesto, el pescado era una comida habitual para Toby, porque lo llevaba comiendo toda su vida. Yo no. Llevábamos comiendo cinco veces juntos, y yo lo había pedido en cinco restaurantes especializados distintos. Había probado lenguado, pastel de cangrejo, abalone, salmón ahumado, y esa cosa que llaman delfín, aunque no lo es, y estaba dispuesta a volver a empezar con el menú, uno por uno, para desquitarme de los veintitantos años de no comer más que lo que salía de los campos hidropónicos. Incluso a los chicos les había entusiasmado la comida de la Tierra, en especial el pescado; cuando nos llevamos a Jeron con nosotros la noche antes, probó la sopa de ostras, y le encantó hasta que se encontró con una ostra en su boca. No le culpo por ello. Terminó su plato por él, y todo lo que consiguió con eso fue hacerme desear más ostras. Así que, cuando fuimos al nuevo lugar que Toby había elegido, en un hermoso edificio desvencijado que miraba directamente sobre la bahía, las pedí fritas, y un cóctel de gambas para empezar, y cuando Toby pidió una cerveza rechacé virtuosamente la invitación. Ni siquiera había abierto un coco de malta en cuarenta y ocho horas. No lo necesitaba. Ya me sentía lo bastante intoxicada estando donde estaba y pensando en todas las grandes cosas que íbamos a hacer por esa pobre gente en Puget..., y en Toby. Le expliqué todo esto mientras bebía su cerveza. Eso nos llevó todo el cóctel de gambas y las ostras fritas con patatas también fritas. Y ahí estaba de nuevo. Su rostro no se iluminó de alegría. Simplemente asintió, sin dejar de mirar a la bahía y las barcas de pesca y el gran barco maderero y los restos del crucero japonés al otro lado del agua, y eso era suficiente como para que una chica se preguntara si su desodorante había dejado de funcionar.
Así que la primera ostra fue una delicia, crujiente por fuera y blanda y fibrosa por dentro, con aquel maravilloso sabor a yodo del Pacífico; y la segunda estuvo muy buena, y la tercera bastante, pero cuando comí la quinta la sal había perdido todo su sabor. Dejé mi tenedor en el plato.
—¿Toby? —dije.
Se volvió para mirarme.
—¿Sí?
—Escucha, amor —dije, con la sensación de que debía lanzarme—, no estoy hablando de casarnos ni de nada parecido. Quiero decir, no estoy reclamando ningún tipo de derecho.
El tenía su tenedor lleno de cangrejo Louis a medio camino de su boca, y lo detuvo allí.
—Oh, no, Eve —dijo—. No es eso.
—Entonces es algo, ¿no? ¿Qué?
Se llevó el cangrejo a su boca y masticó pensativamente. Un buey hubiera podido terminar un bocado de heno antes de que él consiguiera que lo que tenía en la boca fuera lo suficiente pulposo como para tragarlo.
—Estaba pensando en toda tu gente quedándose aquí para, como has dicho, ayudarnos.
—¡Correcto! —exclamé—, ¡Habéis pasado una época mala, y deseamos que termine! Vamos a mostraros formas de vivir en las que nunca habéis soñado, no sólo los úteros vegetales y los demás presentes que trajimos con nosotros..., ¡aunque estoy segura de que no beberías ese producto de la botella si hubieras probado alguna vez un coco de malta! No. Un estilo de vida completamente nuevo, Toby querido. Hemos tenido veinticinco años para elaborarlo, y tenemos mucho que enseñaros...
Me detuve, porque su avisador había avisado. Habló en él, se metió el auricular en el oído, escuchó un momento, luego frunció el ceño. Volvió a guardarlo y me miró.
—¿Has terminado con eso? —preguntó.
—¿Qué ocurre?
Se frotó los labios con dos dedos.
—Vuestro amigo el fantasma es lo que ocurre —dijo—. Está en la nave, junto con todos los demás. Y no están solos. Está ocurriendo algo realmente curioso.
Bueno, el término «realmente curioso» puede aplicarse con facilidad a casi todo lo que se refiera a nosotros. Lo admito. Todo es un asunto de perspectiva. Si creces junto a una hermana bizca terminas acostumbrándote a ella, pero sabes que todos los desconocidos van a mirarla de una forma distinta. Así ocurre con nuestra pequeña familia. El insolente Jeron, yo la fofa, los extraños chicos..., pero el premio de ser realmente curioso corresponde a Will Becklund.
De todos modos, había allí algo curioso de una forma distinta, y eso era que Toby sabía de la existencia de Tío Fantasma. Todos habíamos bromeado con aquello, sí, eludiendo preguntas en Washington y dejando que el Presidente y Darien y todos los demás se preguntaran si sus ojos les habían jugado alguna mala pasada; pero Toby no se había dejado engañar. Y yo no sabía por qué no. En su pequeño coche a gas de color rojo brillante, mientras recorríamos la bahía hasta la playa donde se hallaba la dorada nave junto a la orilla, intenté imaginar de qué se trataba. No lo conseguí, y entonces llegamos.
Había una multitud de gente de Puget rodeando una multitud mucho más pequeña que eran todos los demás miembros de Alfa-Alef, justo frente a la nave. La gente que nunca ha visto a Willis Becklund tiene muchas y muy variadas reacciones ante él. Los de Puget las exhibían todas, pero la principal era que mantenían los ojos entrecerrados y las expresiones adustas. No yo. Mi mandíbula colgó. Porque realmente había alguien más allí. Alguien de poco más de un metro de altura, con una enorme nariz ganchuda y labios bulbosos. Cuando movió su casi transparente cabeza de un lado para otro para contemplar la multitud que le miraba, no pude dejar de reconocerle. Aunque parecía una versión burlesca con pantalones bombachos de un cómico judío, supe quién era. Había sido. Era de nuevo. ¡Lo que fuera! Era, ni más ni menos, Dieter, o a menos el fantasma de Dieter, el terrible von Knefhausen.
—Dios mío —murmuré, saltando fuera del tres ruedas de Toby y estando a punto de caer porque no miré lo que estaba haciendo. Cuando Toby rodeó el coche sujeté su mano para estabilizarme y tiré de él a través de la multitud de silenciosos habitantes de Puget.
Dieter y Will y los chicos se volvieron inmediatamente hacia mí, todos excitados y resplandecientes y, ¡oh, qué aluvión de palabras y chasquear de lenguas! Hablábamos tan aprisa que casi era habla rápida y, por supuesto, todo el mundo hablaba a la vez.
Veintitantos años con nuestra pequeña extrusión de la raza humana me habían entrenado a ciertas expectativas. Una de ellas era que, fuera lo que fuese lo que yo quisiera hacer, la primera persona con la que hablara desearía hacer otra cosa; fuera lo que fuese lo que yo pensara o sintiera, la mayor parte del resto de nuestro grupo no estaría de acuerdo; ni conmigo ni con los demás. ¡Pero no esta vez! La diferencia era casi indetectable, porque todas nuestras grandes mentes habían seguido los mismos canales. Jeron había estado haciendo un lavado de cerebro a los chicos más pequeños, que estaban ansiosos por probar el altruismo y la beneficencia ahora que habían oído hablar de ellos; Will había vagabundeado por su cuenta por toda la Tierra hasta volver con la misma idea. Y con aquella curiosamente malformada versión de Dieter von Knefhausen. No pude impedirlo; tuve que preguntar:
—¿Por qué has traído a este payaso de fantasma, y por qué...?
—¡Solitón! —corrigió furioso Will; nunca le habían gustado esos nombres raciales.
—¿Ese payaso de solitón, de acuerdo, y por qué tiene este aspecto?
—Casi estuve a punto de no hacerlo —murmuró Will, mientras el fruncido rostro de Dieter expresaba un educado interés—; pero luego pensé que se merecía una oportunidad de enmendar su karma con el resto de nosotros.
—Por lo cual —dijo educadamente Dieter von Knefhausen— te estoy inmensamente agradecido, aunque la alteración que has hecho en mi apariencia sea, debo decirlo, de lo más desagradable.
—Cállate, Kneffie —murmuró Will—, Simplemente considérate afortunado de estar aquí. ¡Escucha! ¡Esto es lo que hemos decidido! Jeron, Bill y las dos chicas se quedarán aquí, y yo también, por un tiempo. Molomy y los otros llevarán a diez terrestres de vuelta a Alfa-Alef para ser entrenados. Enviaremos un mensaje por radio pidiendo que sean construidas más naves. Montones de ellas..., ¿qué?
Knefhausen tosió y señaló a los de Puget. Su expresión adusta era más adusta que nunca. Will suspiró con un sonido parecido al de un distante freno neumático..., un suspiro irritado. Se suponía que los alegres habitantes del lugar deberían estar a aquellas alturas bailando y arrojando flores, pero no seguían el guión.
Will suspiró de nuevo.
—Resulta irritante —observó— cuando lanzas una chispa y la audiencia no prende. Bueno, si no puedo decíroslo, entonces os lo mostraré —murmuró, y lanzó un semitransparente brazo hacia el mar.
Diré en honor de Tío Fantasma que sabe crear un gran espectáculo cuando lo desea. La distante orilla empezó a fruncirse y a desvanecerse; el sol poniente se volvió translúcido, palideciendo de un color manzana a melocotón y a un suave y rielante jalea de pifia, y luego acabó de fundirse. Estábamos contemplando una enorme y aflautada concha de color, como el aspecto que creo que debía de tener en su tiempo el Radio City Music Hall, y dentro de él Will estaba desplegando un espectáculo que hubiera batido incluso a las Rockettes.
Oh, nada de aquello era real. Los de Puget sabían esto tanto como nosotros. Ni siquiera parecía real, porque todo tenía ese aspecto de celofana fruncida que es lo mejor que Will puede conseguir. A través de las partes más pálidas del despliegue podías ver el sol e incluso los varados restos del buque de guerra japonés..., pero, oh, vaya espectáculo, de todos modos. Arrojó un cielo estrellado a través de la concha. Contra él, una docena de globos dorados se deslizaron a través del espacio, luego un centenar, varios centenares..., luego uno giró directamente hacia nosotros, creció hasta hacerse enorme, cambió de forma. Se abrió por un costado y se estiró y fluyó y se convirtió en una inmensa cornucopia dorada, con todos los tesoros del mundo —nuestro mundo— derramándose de ella. Árboles que crecían y se transformaban en maderos sin corteza de diez por veinte, luego cabañas, luego preciosas casas. Delicados frutos con un centenar de formas y colores..., casi podías olerlos y tocarlos, aunque no completamente. Úteros vegetales con graciosos querubines saliendo de ellos, parpadeando sus adorables ojos y palmeando sus gordezuelas manitas con alegría..., oh, Will se estaba pasando un poco, no había duda al respecto. Nosotros nunca habíamos desarrollado casas así, aunque supongo que podíamos hacerlo si queríamos, y los bebés salían de las coles tan mojados y arrugados como cualquiera que lo hiciera por la Puerta habitual de la Madre Naturaleza.
Pero era una auténtica actuación, y lo que me sorprendió fue que cayó en saco roto. Los de Puget tragaron. Will se dio cuenta también; la visión se colapso, y el sol brilló de nuevo.
Sentí que Toby soltaba mi mano, y me di cuenta de lo terriblemente confuso que debía haber sido todo aquello para mi pobre querido.
—Todo está bien —le dije, tranquilizadora—. En realidad es bueno..., ¡no, maravilloso! ¡Todos hemos llegado a la misma conclusión, y vamos a hacer que vuestra vida dé un giro de ciento ochenta grados!
—¿Un giro de ciento ochenta grados?
Su tono me preocupó. Todos los demás espectadores estaban tendiendo el oído, pero no se apelotonaban a nuestro alrededor..., permanecían apartados, casi fuera del alcance de nuestras voces. Todo aquello era muy peculiar. Dije, impaciente:
—Vamos a proporcionaros toda la ayuda que necesitáis. Os enseñaremos cómo usar el I Ching, os mostraremos cómo manipular genéticamente vuestra descendencia para conseguir cualquier característica que deseéis..., ¡oh, Will puede incluso enseñaros cómo convertir a vuestra gente terminalmente enferma en solitones, de modo que ni siquiera tengáis que morir!
Toby suspiró profundamente y asintió.
—Imaginé que sería algo parecido —observó, y su mano fue a la culata de su revólver. Y él no fue el único. Todos aquellos que estaban a nuestro alrededor se convirtieron bruscamente en un perímetro de vigilancia, y media docena de ellos tenían armas.
—Está bien —exclamó Darien McCullough—. Quedáis todos bajo arresto. Que nadie se mueva, que nadie se acerque a vuestra nave hasta que aclaremos todo esto.
Fue uno de los peores momentos de mi vida. Quiero decir, ¡armas! ¡Los seres humanos adultos racionales no utilizan armas para resolver sus diferencias! Y estaban todos juntos en ello, aquella hipócrita de Darien, mi propio y perfecto Toby, cada uno de ellos; lo habían planeado todo desde un principio, lo tenían bien ensayado.
Les oía a servir de mucho.
Lo que no sabían, por supuesto, era que cinco de los seis chicos habían crecido bajo el tutelaje personal del Maestro Zen Ski, y todos esos años de desafiarse los unos a los otros con tallos de flores tuvo ahora su recompensa. «¡Hai!», gritó Molomy, y saltó a los tobillos de Toby; «¡Hai!», aulló Jeron, girando como una peonza con ambos puños cerrados juntos; el golpeante ariete de esos puños ensangrentó la nariz de uno de los pistoleros de Toby, mientras los pies de Jeron en el abdomen de otro lo pusieron fuera de combate. «¡Hai!» y «¡Hai!» y «¡Hai!», y Araduk y Ringo y Molomy eligieron un blanco y lo derribaron, e incluso el pequeño Jeromolo Bill, que había efectuado la mayor parte de su desarrollo a años luz lejos de Ski, se arrojó contra las dos mujeres jóvenes que se encaminaban hacia la nave. Hasta yo conseguí mover lo suficiente mis viejos huesos como para dejar fuera de combate a la muchacha que tenía detrás de mí, y Will Becklund, que no tenía cuerpo con el que cargar, se hinchó hasta convertirse en el Monstruo de Acción de Gracias de Macy's. No Santa Claus o el Ratón Mickey; se irguió como un demonio en una ópera china, con las manos del tamaño de colchones, rematadas por garras largas como lanzas, y de ellas brotaron granadas y bombas ígneas, napalm y ardientes tizones contra los de Puget. Nada de aquello era real, por supuesto. Como con todos los modelados de Will, podías ver claramente a su través cuando la luz era adecuada. Pero eran a todas luces desconcertantes. Y aulló, si pueden imaginar a una cobra aullando en vez de sisear, a un volumen inmenso pero sin ninguna voz para darle cuerpo:
—¡Alto, todos! ¡Ahora mismo!
Y, cuando nos separamos, el más fornido de los de Puget estaba revolcándose por el suelo, aferrándose los testículos, y todos los demás contemplaban absortos sus armas en manos de Araduk y Bill y Molomy, y una en cada mano de Jeron.
—Déjame levantarme —dijo Toby desde el suelo, agitándose ligeramente bajo el no demasiado considerable peso de Molomy sentada sobre su pecho.
—¿Para qué? —quiso saber Jeron, intentando apuntarle simultáneamente con sus dos armas.
Toby suspiró.
—No apuntes con estas cosas, ¿quieres? No íbamos a dispararos.
—¡No! —rió Jeron—. ¡Claro que no! ¡Solamente ibais a robarnos nuestra nave y nuestra tecnología!
Toby alzó a Molomy de encima de él y se sentó.
—Estás equivocado —dijo—. Un ciento por ciento equivocado. No intentábamos robaros nada de todo eso que tenéis. Lo único que queremos es que os lo quedéis para vosotros.
Hace mucho, mucho tiempo, cuando era una chica feliz en el hermoso sur de California, hice un regalo de aniversario a mi papá y mi mamá. El regalo fui yo. Durante dos semanas enteras antes de su aniversario no bebí ni una gota y no fumé ningún porro. Me lavé el pelo cada mañana, y lo cepillé un centenar de pasadas cada noche; ahorré todo el dinero que conseguí vendiendo joyería falsa a los turistas y me compré una blusa blanca y una falda oscura, y en el avión de viaje a casa no sólo no bebí nada de lo que me ofreció la azafata, sino que ni siquiera comí sus cacahuetes. Y, ¿saben lo que dijo mi madre cuando llegué a su puerta? Dijo: —Evelyn, ¿por qué te has puesto tan gorda? Siempre pensé que aquélla había sido la más inesperada puñalada por la espalda que había recibido en mi vida, pero eso fue antes de Puget. Simplemente no supe qué hacer, decir o pensar. Tampoco ninguno de los otros. Jeron tenía el ceño furiosamente fruncido, trasteando con las pistolas. Molomy hacía pucheros, y los demás chicos miraban a un lado y a otro, intentando imaginar qué ocurría; un auténtico cuadro. Entonces Darien rompió el silencio.
—Apartad las armas, por favor —dijo. Jeron la miró furioso, luego arrojó desdeñosamente las pistolas al suelo—. Gracias —dijo ella—. Después de todo, no podemos culparos.
—¡Culparlos! —chillé. No pude impedirlo. Ella me miró, con tristeza y simpatía.
—Discúlpame si he herido tus sentimientos, Eve. Sé que vuestras intenciones son buenas..., según vuestro punto de vista. Hemos estado escuchándoos subrepticiamente desde el día que aterrizasteis, ¿sabéis?; conocemos todo lo que os habéis dicho los unos a los otros. Creéis que podéis organizar nuestras vidas mejor de lo que lo hacemos nosotros, y supongo que eso es natural. Ese es el tipo de mundo del que salisteis. El viejo von Knefhausen, aquí presente, os enseñó cómo engañar y forzar y engatusar según el modelo de algunos de los mejores maestros del mundo, y os manipuló a los ocho, y vosotros manipulasteis a vuestros hijos, y supongo que no podéis imaginar ninguna otra forma de tratar con la gente. Ninguno de vosotros. Pero nosotros no queremos eso. Sabemos que pensáis que lo estáis haciendo por nuestro bien. Lo mismo pensaban nuestros amigos japoneses, cuando acudieron para incluirnos dentro de su Gran Esfera de Correcuperación del Pacífico, y tuvimos un montón de problemas para disuadirles. —Señaló con la cabeza al otro lado de la bahía, hacia el oxidado barco varado—. El asunto es que queremos decidir por nosotros mismos lo que es mejor para nosotros. De modo que lo que queremos es que vosotros, amigos, por favor, os marchéis. Volved a Alfa. No os molestaremos, os lo prometemos. Y tampoco dejaremos que vosotros nos molestéis a nosotros..., porque —terminó—, debo decíroslo, no significa mucha diferencia el que vosotros nos hayáis quitado nuestras armas o no. Arriba en los tejados hay otros veinte de nosotros apuntándoos con metralletas. Si empiezan a disparar, es probable que alcancen a algunas personas a las que no están apuntando, y algunos de nosotros resultaremos muertos..., al igual que todos vosotros. O todos vosotros que aún pueden ser muertos. Y, ¿sabéis una cosa? Habrá valido la pena.
Todos alzamos la vista hacia los tejados. Darien había dicho la verdad, de acuerdo. Pude ver un negro cañón apuntando hacia abajo junto a una cúpula, y otros dos sobre un techo plano, y varios más arriba y abajo por toda la avenida de la playa.
Jeron me miró. Yo miré a Jeron. Ninguno de nosotros dijo una palabra hasta que yo me decidí. Suspiré.
—Chicos —dije a Araduk y Molomy y Jeromolo Bill—, tirad las pistolas. ¿Darien? ¿Toby? Dejadnos a solas unos minutos. Tenemos que hablar un poco.