15

A doscientas mil unidades astronómicas de distancia era el cumpleaños de otro ser humano, de nombre Jeron. Era el primero. Aunque era demasiado pequeño para saberlo, no estaba teniendo una infancia feliz.

Cuando Jeron nació, de la misma y muy inusual forma que el resto de su cohorte, sus padres (todos ellos) sabían ya su sentencia de muerte. No se recuperaron rápidamente de ello. Aunque había momentos en los que parecían capaces de escudar ese conocimiento, había otras ocasiones en las que teñía cada una de sus palabras y acciones. Jeron fue rápido en aprender incluso antes de ser destetado. Sorbió actitudes con la leche de su madre, y palabras con su primera cucharada de lo que más tarde aprendería a llamar «escuacipro». Jeron era un bebé sano y fuerte, que emergió al mundo sin ese aspecto de langosta hervida de todas las generaciones anteriores a él. También era, por supuesto, desacostumbradamente inteligente. Hablaba antes de su primer cumpleaños. Respondía a palabras como «comida» y «cama» y «¿mojado?» sin saber que eran palabras, o que las palabras formaban parte de un lenguaje. Puesto que su cerebro infantil no era mucho más competente que el de un perro, aprendió del mismo modo que aprenden los perros: las palabras eran indicios, como un tono de voz o el resonar de una correa. Algunas palabras y frases eran absorbidas sin ser procesadas en absoluto. «Maldito Kneffie» y «bastardo teutón» fueron almacenadas como simples conceptos, tan a menudo las oía.

Las oyó muchas veces, en tonos furiosos o desesperados, durante sus primeros meses, porque entonces el terror y el ultraje aún ardían en sus padres. Las papillas de comida infantil que Tía Eve metía por entre sus pequeños y nuevos dientes estaban a veces saladas con sus lágrimas. Era ella la que pegaba más duro, por razones que Jeron aprendería a medida que creciera; y los otros padres eran tiernos con ella, a veces, del mismo modo que ella lo era con los bebés que cuidaba. Cuando recordaban, dejaban de tranquilizarla. Incluso Tío Will (que estaba muerto) le susurró tiernamente en una ocasión:

—Podemos vivir en la Constitución durante mucho, mucho tiempo,

Utilizó su idioma inglés natal, y eso fue otra delicadeza. La mayoría de los mayores hablaban inglés en torno a Eve, fingiendo que era por los niños en vez de por ella. Pasaría mucho tiempo antes de que Jeron comprendiera lo dolorosa que era toda aquella amabilidad.

Eve limpió un grumo de comida infantil de la comisura de la gordezuela boca de Jeron con la yema de su dedo, luego empujó la comida por entre sus labios y se giró para poner al siguiente bebé a su alcance. Por sus grandes ojos castaños Eve sabía que se trataba de Forina. Alisó el revuelto pelo negro de la niña antes de meter de nuevo la cuchara en el blando puré (cítricos/proteínas).

—Oh, seguro —murmuró—, podemos resistir hasta que se nos acabe definitivamente algo. Pero, ¿qué hay de ellos?

Aunque Tío Will era amable, o pretendía serlo, Eve y los demás tenían preocupaciones que él ya no estaba equipado para compartir.

—Todo irá bien —susurró, derivando hacia uno de sus insondables vagabundeos.

Eve giró hacia el siguiente niño.

—¡Eso te resulta muy fácil de decir a ti! —gritó tras él—. ¡Tú ya no tienes que preocuparte por morir! —Suspiró, terminó de dar de comer al último niño, tocó todos los pañales para asegurarse de que ninguno había vuelto a mojarse, y luego, por primera vez, sonrió—. De acuerdo, chicos —dijo suavemente—. Ahora viene lo divertido. ¡Todos vais a recibir vuestros regalos tan pronto como yo termine de cantar! Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz...

Aunque Jeron no lo sabía, su hogar cambió rápidamente durante su primer año de vida. La Constitución estaba disminuyendo su velocidad, aunque todavía seguía avanzando a casi un 40 por ciento de la velocidad de la luz. Fuera —aunque raras veces lo veía, y no sabía lo que estaba viendo cuando lo hacía—, el estrecho anillo arco iris de estrellas se había ampliado, se había vuelto menos intenso, y los círculos de oscuridad delante y detrás se estaban encogiendo. A cada segundo viajaban una distancia diez veces más grande que el diámetro de la Tierra que habían dejado atrás. En no mucho más de un cuarto de hora podrían haberse hundido de la Tierra al Sol..., cosa que en el fondo estaban haciendo a más gran escala, dadas las esperanzas de supervivencia a largo plazo que podían mantener de una forma realista.

Pero ya no eran realistas; habían roto aquella jaula tanto como las demás.

No era sólo en su posición en el espacio que la astronave Constitución estaba cambiando. Su aspecto también lo hacía. Ya no parecía la misma, ni por dentro ni por fuera, que cuando había abandonado la órbita baja en torno a la Tierra, y cada vez parecía más diferente. La nave que se había impulsado lentamente lejos de su órbita de ensamblaje hacía dos mil y pico días antes era simple y precisa, por dentro y por fuera. Cuando la Constitución había sido montada en el espacio, no necesitaba ser aerodinámica. Pero era más fácil hacerla radialmente simétrica que no, y además la relación superficie/volumen hacía que la forma redonda fuera la más económica.

Así que, cuando inició su avance por su propio impulso, parecía una pelota de fútbol con secciones de tuberías pegadas a los lados. Cuando rodeó su perihelio y hubo utilizado el empuje gravitatorio obtenido del Sol sus impulsores laterales fueron desprendidos. Entonces se convirtió en una auténtica pelota de fútbol, durante todo su camino hasta la órbita de Plutón y mucho más allá.

Luego empezó la construcción del nido, y las alteraciones del impulsor básico de la nave, y el accidente.

Will Becklund murió en aquel accidente, o al menos su cuerpo lo hizo. Una gran tragedia. Especialmente para Will. El accidente no hubiera tenido por qué ocurrir si todos ellos hubieran sido más hábiles, pero aún estaban aprendiendo.

Por aquel entonces toda la tripulación original de la Constitución, o todos excepto la dulce y lenta Eve, ya no eran pacientes con la torpe y primitiva obra de los diseñadores de la nave. Reestructurar el impulsor a plasma fue sólo un paso, aunque fue el más duro; aún no se habían acostumbrado a la manipulación por medio de la fuerza bruta de los metales refractarios. El resto fue comparativamente fácil. Fuera del liso casco empezaron a crecer las extrusiones parecidas a cobertizos y las esbeltas torres. Jim Barstow abrió una costura transparente a todo lo largo de la nave, a fin de poder contemplar el arco iris estelar de una forma más cómoda y hermosa. Dentro, cada uno de los ocho astronautas —o de los siete, después de que Will Becklund pasara más allá de ese tipo de preocupaciones— se modelaron para sí mismos un espacio donde vivir, y todos se unieron para ampliar los invernaderos y hacer más habitables las estancias comunes. Después de que Jim Barstow reconstruyera el impulsor fue muy fácil controlar la aceleración de la nave. Algo de empuje era útil, a fin de que supieran dónde estaba abajo; demasiado empuje era un derroche, ya que empujaban contra el incremento relativista de la masa. Llegaron al compromiso de tres cuartos de una g, luego de media, luego de aproximadamente un tercio de una gravedad durante largo tiempo, lo bastante suave como para que las paredes tuvieran que resistir poco peso y las particiones no necesitaran ser fuertes. Su hogar no era mucho más que tela y papel de aluminio, tan fácil de cambiar para que encajara con sus cambiantes estados de ánimo como una morada japonesa antes de las tormentas de fuego de la Segunda Guerra Mundial.

Jeron fue afortunado. No fue uno de los primeros nacidos. Formaba parte de la tercera cohorte. La infancia de los veintiún bebés de las cohortes anteriores fue menos atlética, pero mucho más aleatoria, porque ninguno de los padres implicados sabía realmente lo que estaba haciendo. Cuando Jeron hubo aprendido a controlar completamente todas sus funciones fisiológicas, fue decidida su principal tarea: permanecer fuera del camino. O, en resumen, permanecer simplemente con vida.

Quien hizo que la infancia de Jeron fuera atlética fue su fantasmagórico Tío Ski, cuya especialidad allá en la Tierra había sido la astrofísica y que ahora se dedicaba a alcanzar el satori a través de la educación de los chicos. Tío Ski no estaba muerto, como Tío Will Becklund; pero era a todas luces fantasmagórico. Tía Eve tenía a su cargo el cuidado físico de los bebés. Tío Ski se ocupaba de su crecimiento espiritual, lo cual implicaba una gran cantidad de correr y saltar y esconderse. Entre esos momentos y los otros, cuando no estaba aprendiendo a sujetar una cuchara con Tía Eve o siendo desafiado por una de las estratagemas crecerápido de Tío Ski, Jeron practicaba hablar con cualquiera que permaneciera inmóvil el tiempo suficiente, ya fuera adulto o niño.

No había tantos de ninguna de las dos clases como cabría esperar. Creció en un entorno inquieto y temeroso. Incluso los niños eran escurridizos; y los adultos eran en su mayor parte aterradores.

Eran los únicos adultos que Jeron había conocido nunca y no tenía bases para hacer comparaciones, pero incluso su pequeña mente infantil los consideraba extraños. Tía Mami (aún no había aprendido a llamarla Tía Eve BarstowJ estaba siempre atareada sonando una nariz o cambiando unos pañales mojados, pero era acariciantemente agradable. Como casi siempre estaba lactando, olía fuertemente a cálida leche. Los demás..., bien, luchaban, Jeron no comprendía la palabra «obsesión», pero reconocía en cada uno de ellos un impulso interno que casi los cegaba hacia otras preocupaciones. Cada uno tenía una ardiente compulsión a saber y a hacer sus cosas, de él o de ella, y, cuando se comunicaban entre sí, o con alguno de los niños, era casi siempre a un nivel muy agudo de emoción. Parecían alinearse entre la furia y la negra desesperación, y casi siempre era aterrador estar a su lado. El único adulto masculino del que Jeron se sentía cerca era Tío Will. Tío Will era el que monitorizaba los dibujos sobre su saco de dormir, hermosas imágenes de conejos y bebés que andaban a gatas exhibidos en paneles de cristal líquido, con palabras sencillas para nombrarlos pronunciadas claramente desde el altavoz situado debajo de los pañales de Jeron. Fue Tío Wil quien le enseñó a distinguir entre la g y la j y a pronunciar la d final. Jeron veía muy raras veces a Tío Will, pero la mayor parte de los demás no lo veían nunca. Era una susurrante voz incorpórea, un vibrar en el aire como la superficie de una carretera sobrecalentada o, cuando recordaba hacer un holograma, una intangible forma cristalina hecha de luz, como la silueta de una figura humana. A lo que más exactamente se parecía era a una catástrofe tomista óptica, pero Jeron aún no había cumplido los dos años y no aprendería la teoría de la catástrofe hasta dentro de al menos otro año. Primero tenía que aprender a hablar y a leer, y eso lo consiguió gracias a los displays junto a su cama de Tío Fantasma. No eran eléctricos. Aparecían en intensos colores como de frutos, amarillo plátano, melocotón, rojo manzana, verde hierba. Eran creados por algo de la magia de Tío Fantasma, Jeron no sabía cómo. No se le ocurría preguntar cómo el muerto Will Becklund creaba aquellas hermosas pinturas para él o, incidentalmente, cómo se creaba a sí mismo. Aceptaba a Tío Fantasma tai como lo encontraba; aunque raramente lo llamaba así, como hacían los otros niños. Jeron no pensaba en Will Becklund como en un fantasma, pese al hecho de que el Tío Will Becklund llevaba muerto hacía ya casi cuatro años.

Los años de los jóvenes son muy largos; es un efecto de la dilatación temporal relativista como el acelerar hacia la velocidad de la luz. Los años de Jeron fueron más largos que los de la mayoría. Al cumplir los tres ya hablaba perfectamente y estaba empezando a leer.

Por entonces ya era un niño fuerte y muy apuesto. Antes de nacer, de hecho casi tan pronto como fue concebido, su madre había permitido a Tía Flo que seleccionara entre los genes emparejados para musculatura y ojos azules y rapidez. Eve no permitiría ninguna otra manipulación, como la adición de genes de otras fuentes, pero no vio ninguna objeción en mejorar el diseño original, y así Jeron era fuerte y rápido. Era también muy listo, pero no se había necesitado ninguna selección especial para eso. Todos los padres posibles a bordo de la Constitución eran malditamente listos desde un principio, o de otro modo no hubieran estado allí. Por aquel entonces tenía ya un trabajo a tiempo completo ayudando a Tía Flo y luego a Tía Eve en los pesados cuidados y redisposición de las cubas hidropónicas. Era algo más que un ayudante. Había largos períodos en los que la única persona al cuidado, a solas entre las hileras de curiosas cosas que crecían y se desarrollaban, porque sus tías estaban ocupadas en otras partes.

Fue tomada una decisión; formó parte de la razón por la cual la atmósfera de la nave creció más y más frenética y trastornadora.

Tío Will se tomó su tiempo para explicar la decisión al niño, repitiendo cada palabra hasta que estuvo seguro de que Jeron comprendía.

—Sabes que todos nosotros fuimos engañados, Jeron —murmuró desde una sombra debajo de la plataforma del saco de dormir de Jeron—. Fuimos engañados de la forma más baja posible. Fuimos todos enviados a un lugar que no existe, y se supone que vamos a morir allí.

—Sé todo eso, Zío Will —patinó Jeron.

—Tío Will. Pronuncia bien la T, Jeron. Bueno, pues vamos hacia ese lugar de todos modos. Y, aunque no hay allí ningún lugar donde podamos vivir, vamos a crear un sitio para nosotros.

Jeron se inclinó sobre el reborde para mirar hacia la sombra. Como había pensado, no había nada que ver allí abajo. Tío Will no había decidido hacerse visible.

—¿Será difícil para nosotros conseguirlo, T1o Will? —preguntó.

—Será muy difícil. No estoy seguro de que podamos conseguirlo. Pero no tenemos otra elección.

—De acuerdo, Tío Will —dijo Jeron; y, media hora más tarde, cuando su tutor hubo discutido con él y le hubo corregido hasta que la comprensión fue completa, se sumió cómodamente en el sueño. Un concepto había hallado difícil de captar: «otro» lugar; ¿cómo podía ser otro lugar distinto a la Constitución? ¿Algo parecido a las historias que le contaba Tía Flo (y que siempre había tomado por cuentos de hadas) acerca del «hogar»?

Pero no se sintió trastornado. La traición de los seres humanos en la Tierra había sido una de las primeras cosas que había aprendido. Las primeras letras que Will había programado para enseñarle el alfabeto, brillando cálidamente sobre su saco de dormir, le habían contado la historia:

A es por América, que nos envió a morir.

B es por todos los bastardos que nos hacen sufrir.

C es por Centauro, donde pese a todo vamos a ir.

D es por el malvado viejo Dieter, que nos ha hecho venir.

Lo que no tenía Jeron era una imagen muy realista de Dieter von Knefhausen. ¿Cuernos y cola? ¿Escamas o pelos? ¿Se sentaba sobre un montón de calaveras, pedorreando sulfóxidos y eructando hollín, mientras roía la pierna de un niño humano?

Así que sus sueños eran a menudo turbados. Como lo son los sueños de todos los niños, en todas partes, en todas las épocas, mientras sus pequeñas mentes subconscientes intentan cartografiar los terrores del Infierno o el loco ataque de los hombres lobos o cualquier otra terrible fantasía que los adultos les han estado inculcando contra las pequeñas travesuras que los han enviado a la cama o privado de un juguete. Pero cuando despertaba tenía su trabajo, y sus animales de compañía, y los otros niños, y sus padres..., y los otros.

Aunque las habilidades de Tía Flo eran extremas, nunca había conseguido criar animales domésticos realmente satisfactorios. No reales. Las algodonosas plantas parecidas a conejos eran suaves y acariciantes, y tan buenas como cualquier osito de peluche para que un niño pequeño durmiera con ellas. Pero no eran mejores que eso. No comían, dormían, se mojaban ni movían. El lugar que un cachorrillo hubiera llenado para él si hubiera nacido en la Tierra era ocupado por los otros. Había veces en las que se deslizaba al sueño con otra presencia a su lado, y veces en las que cuando él y los otros tres niños de su cohorte cantaban las canciones de sus lecciones parecía como si fueran cinco voces las que se alzaban, o incluso más, más susurrantes incluso que Tío Fantasma, incluso más difíciles de ver. Tampoco eran muy satisfactorias. Así que la mayor parte del compañerismo lo extraía Jeron de sus compañeros infantiles humanos, como él mismo, o... lo que fuera en que se habían convertido los ocho originales.

Aquel tercer año, Jeron era ya lo suficientemente maduro como para responsabilidades más adultas, así que Tía Ann empezó a enseñarle chino elemental y Tío Shef lo puso a trabajar.

No estaba solo. Sheffield Jackman, a quien nadie se dirigía ya por este nombre y ciertamente nunca por el título de «coronel», reclutó a todo el mundo demasiado débil para resistirse a su proyecto. Deseaba un telescopio mejor. Lo que realmente necesitaba era un espejo de diez metros, pero no disponía de diez años para fabricarlo y enfriarlo y pulirlo. Así que eligió hacer en vez de ello diez mil espejos de diez centímetros. La capacidad de absorción de la luz sería la misma, sólo se trataba de disponerlos de modo que cada uno contribuyera con su cuota de fotones al mismo punto. Difícil, por supuesto. No imposible, especialmente puesto que podían detener el impulsor para efectuar observaciones y así librarse de los molestos efectos de flexiones y retorcimientos. En cualquier caso era necesario, porque Tío Shef iba a tener que localizar todo objeto con una magnitud de más-25 o mejor a través de una amplia sección del espacio y elegir aquellos que se movieran. Tendría que escrutar más de doscientas unidades astronómicas desde la primaria de Alfa del Centauro, y localizar todo lo que tuviera un diámetro de más de un centenar de kilómetros; y era mucho más difícil de lo que parecía. Los objetos más brillantes serían fáciles, pero no eran los que deseaba encontrar. ¿De qué servía hallar el núcleo de un cometa o gases helados o claturelinos cuando lo que necesitaba era acero estructural? Eran los objetos de bajo albedo los que más deseaba, los cuales eran, por definición, los más difíciles de ver.

La inteligencia reemplazó a la fuerza bruta. Las diez mil pequeñas conchas se enfriaron rápida y fácilmente, en especial puesto que no había ninguna razón para no hacerlas de aluminio puro en vez de cuarzo. El primer tosco modelado de cada una tomó sólo una semana, y luego cada una de las primeras cochuras de espejos estuvieron a menos de un milímetro de su forma óptima en cada uno de sus puntos. Pero no había nada para reemplazar las almohadillas y los abrasivos y la comprobación constante con el filo de un cuchillo y el rayo de luz; y ahí fue donde entraron Jeron y su cohorte y los chicos mayores. Tenían que trabajar bajo hidrógeno, debido al aluminio, con las manos metidas en mitones sellados; tenían que usar lo que Tía Flo hizo crecer como abrasivo, porque no disponían de productos de los empleados en joyería; y tenían que hacerlo bien. Al principio les tomó a cada uno de ellos la mayor parte de una semana, estropeando media docena de sábanas en el proceso, para hacer un espejo. Pero aprendieron. Aprendieron lo suficiente como para pulir cada uno cinco o seis en un día de trabajo, porque ése era el número de los que hacía Tío Shef. Mucho antes de que el último espejo estuviera en su lugar y alineado, Tío Shef había empezado a detener el empuje de la nave para iniciar sus observaciones primarias; y, cuando hubo terminado éstas, había señalado más de mil ochocientas masas de materia.

Tras cada turno, Tía Eve masajeaba sus doloridos antebrazos y abrazaba sus cansados cuerpos, y Tío Will intentaba confortar sus fatigadas mentes.

—Así es como vamos a construirnos un hogar —le susurró a Jeron desde las retorcidas lianas de los cerezos que crecían por encima de su cama—. Valdrá la pena, ya lo verás.

—Nunca lo he dudado, Tío Will —bostezó Jeron, frotándose los ojos—. Por favor, ahora ve a hablar con algún otro chico. Quiero dormir.

Y, realmente, a ninguno de los chicos les importaba; era un esfuerzo comunitario, y ellos formaban parte de él. Después de que el Tío Shef terminara su mapa celeste hubo más trabajo aún, pero no tan satisfactorio porque buena parte de él implicaba la fuerza bruta y en consecuencia cuerpos adultos. Ayudaban cuando podían. El problema eran las fuerzas V-delta implicadas en la deceleración. Antes de que la propia deceleración pudiera empezar siquiera tenían que hacerse muchas cosas..., o, mejor, deshacerse. Casi tres cuartas partes de los espejos que tan dolorosamente habían pulido tenían que ser entrados de nuevo y refundidos y vueltos a colocar como elementos estructurales que reforzaran el interior de la nave. Todas las excrecencias del exterior estaban siendo retiradas, eliminando las descuidadas alteraciones que habían efectuado a lo largo de los años cuando los impulsores trabajaban a una fuerza fraccional porque la relatividad hacía que una mayor aceleración fuera completamente inútil. El interior era puro trabajo, pero los chicos podían ayudar. El exterior era peor, y los chicos no podían hacer nada allí. La mayor parte de aquello recaía sobre Tío Shef y Tío Ski y Tío Jim, que estaban fuera del casco en sus trajes extravehiculares más a menudo que dentro, retirando todas las extrusiones y anexos que habían sido erigidos tan inconsideradamente a lo largo de los años. El Tío Jim estaba a cargo del proyecto. Dirigía a los demás, murmurando y maldiciendo. Se dirigía a sí mismo aún más duramente.

Lo que lo llevaba a tales profanidades era el recuerdo de los desechados impulsores laterales y las secciones del casco destruidas de cuando reconstruyeron el impulsor.

—¡Acero al cromo y magnesio! —gritó a través de la radio de su traje—. ¿Y dónde vamos a conseguir de nuevo ese tipo de materiales?

Cada gramo que cortaba su antorcha era amorosamente llevado de vuelta a bordo. No se molestaba en retirar hasta el último tirante o protuberancia, solamente aquellos que podían causar problemas si se producían violentas deceleraciones mientras rodeaban Alfa del Centauro para disminuir la velocidad. Cuando finalmente afirmó que el casco de la Constitución era de nuevo integral, regresó a los jardines hidropónicos, donde Jeron se había hecho cargo de las tareas para aliviar los músculos adultos, y permaneció todo un día tendido entre las brillantes lianas que olían intensamente a limón a un lado y los cerdos vegetales al otro, negándose a moverse.

Cuando Jeron cumplió los cuatro años estaban acercándose a la brillante estrella amarilla, ahora ya reconocible como un sol.

Sería más grande más tarde, cuando adoptaran una auténtica órbita y empezaran su presuntuoso proyecto de construcción de un hogar permanente. Pero ya era más grande que cualquier otra cosa que Jeron hubiera visto nunca. En su corto tiempo de vida había crecido inmensamente.

El espectáculo tuvo un terrible y alto precio para Jeron y los demás niños, porque ahora la deceleración empezó realmente. No hubo más interludios de ingravidez para juegos y emociones. Ni siquiera hubo la firme reducción del impulso con el que habían crecido; el plasma ardía más y más caliente, y la presión sobre todas las cosas se incrementaba. Los adultos odiaban aquello, pero era para lo que habían nacido. Para los niños era algo nuevo y terrible. Jeron había pesado diez kilos, más o menos; ahora pesaba veinte, luego veinticinco. Media docena de los chicos más pequeños se fracturaron huesos en una semana, y entonces Tía Eve empezó a hacerles beber horribles mezclas que decía eran ricas en calcio y que añadieron vómitos a sus miserias. Una g, luego una coma dos, luego una coma cuatro, e incluso los adultos jadeaban y se caían; y luego cabalgaron en torno a la inmensa y aterradora estrella para desprenderse del excedente final de v, nadie era tan buen navegante como para llevar a cabo suavemente aquella operación, y así hubo empujones de dos g e incluso de tres g que dejaron a los bebés demasiado débiles para lloriquear, e incluso Jeron perdió el sentido dos veces.

Pero luego todo hubo terminado, y Tía Eve abrazó y arrulló a los más pequeños, y Tío Fantasma intentó tranquilizar a los otros, y el auténtico trabajo estuvo ya a punto de empezar.

Alfa del Centauro no tenía planetas propiamente dichos. Quizá la proximidad de su compañera tenía algo que ver con ese hecho. Pero sí tenía uno o dos cinturones de restos allá donde de otro modo tal vez se hubieran formado planetas, y errantes masas cometarias dispersas por todo el espacio cercano.

—Vamos a practicar en ellos la minería —susurró Tío Fantasma desde las sombras detrás de la cohorte de Jeron mientras contemplaban el estrellado cielo por la portilla—. ¡Vamos a mostrarle a ese bastardo lo que podemos hacer!

—Maldito bastardo Knefhausen —respondió automáticamente Jeron, preguntándose cómo sería estar en un lugar y no en el eterno viaje hacia él.

La Constitución estaba preparada para los asteroides mucho antes de que su órbita fuera estable. Láseres delgados como puntas de alfiler horadaron cualquier girante roca a su alcance en el cinturón de asteroides. Los contadores de fotones atraparon y diagnosticaron los rebotes. Los pequeños mundos útiles fueron indexados y seguidos, y Tío Ski arrojó suaves redes de fuerza magnética que barrieron los objetos útiles uniéndolos en racimos elegidos por análisis. Los cuerpos carbónicos fueron a un lado, los de hierro puro a otro, los de metales pesados a otro lugar. La abundancia de elementos no era muy satisfactoria, porque reflejaba las proporciones cósmicas, no planetarias; Alfa del Centauro nunca había tenido un planeta. Eso no importaba. Había abundancia de masas de desechos, y pronto Alfa del Centauro lo tendría.

Descubrieron un pequeño planetoide ceniciento muy cerca de la estrella, pero decidieron que trasladarlo y enfriarlo era más de lo que valía; los cuerpos de un tamaño de una docena de kilómetros eran los más útiles. Cuando hubieron terminado de elegirlos y recogerlos empezó el trabajo auténticamente duro. Por aquel entonces la Constitución estaba fijada en una órbita casi circular a una U.A. y media de la estrella central, fuera del plano de su eclíptica, en un camino que mordía los bordes del primer y más grande cinturón de asteroides. Y empezaron a construir.

Fue más o menos por este tiempo que el joven Jeron, tras alcanzar ese estadio de asentamiento del juicio sobre los adultos que en la Tierra se llamaba adolescencia —tenía cuatro años y medio—, se dio cuenta de que Tío Shef se estaba volviendo loco.

Por supuesto, con Tío Shef, ¿quién podía decirlo? O, ¿cómo podías decirlo con cualquiera de los ocupantes de la Constitución, incluidos los chicos? Lo que impresionó a Jeron como extraño hubiera parecido completamente normal en cualquier lugar del mundo que habían dejado atrás: Tío Shef parecía sentirse ansioso por el cuerpo de Tía Ann.

Los conocimientos de Jeron sobre lo que era básicamente normal eran en el mejor de los casos simples esbozos. Estaban formados por casuales observaciones e historias contadas al irse a dormir, llenas de conceptos que no tenían referencia tangible a nada que hubiera a su alrededor. Carreteras. Bares para solitarios. Cuentas de gastos. Moteles. Enfermedades venéreas. Folletines por la televisión. Incursiones aéreas y misiles teledirigidos; autobuses escolares y vacaciones de Navidad; regañinas; dolores de muelas; resfriados..., nada de eso había ocurrido o existido nunca en el mundo donde él vivía y, aunque Tío Fantasma estaba siempre dispuesto a explicarlo todo, algunas cosas simplemente se hacían aún más confusas. En aquella área en especial Jeron se sentía particularmente impedido. Intelectualmente era completamente maduro, sexualmente en absoluto. Había observado lo que hacían los adultos entre sí, pero por qué lo hacían era algo que se le escapaba. También estaba el hecho observado de que unos hacían uso del cuerpo de otros de una forma más bien casual, y, ¿por qué era ese repentino interés tan poco casual? Jeron observó a Tía Ann a cada oportunidad que tuvo para intentar desentrañar el misterio. Por el análisis comparativo de las fotografías de viejas y ajadas revistas se dio cuenta de que ella había empezado a regresar a las normas de las «pinups»: había perdido peso, tras ser más bien regordeta durante varios años; se había peinado y cortado su largo cabello rubio, tras dejarlo que colgara suelto y a veces enmarañado.

Ese tipo de cambio podía ser cuantificado y comprendido bastante bien; pero había otros cambios. Tía Ann había regresado a su período chino. Había desenterrado los viejos huesos. Los lanzaba, con Shef mirando por encima de su hombro, cada vez que ambos podían hallar un momento libre del incesante trabajo de preparar la nave para su nuevo destino; y, después de escrutar los huesos y mirar los hexagramas y murmurar entre sí, normalmente hacían el amor. A nadie más parecía importarle, ni siquiera se fijaban en ello. Cuando Jeron se lo mencionó a Tío Will, la silueta de sombra pareció parpadear indecisa por un tiempo antes de que llegara el susurro:

—No le hacen daño a nadie, Jeron, ¿por qué habría que molestarles?

Pero incluso Tío Fantasma había observado que, cuanto más cercana se hacía la intimidad entre Ann y Shef, más se hundían las mejillas de Shef y más furiosamente les gritaba a todos los demás a su alrededor. Era Shef quien controlaba principalmente las complejas redes de fuerzas que buscaban y atraían a todas las familias de rocas útiles de Alfa del Centauro, y pese a que la tarea era sólo en parte física, estaba ciertamente minando sus energías.

Así que Jeron hizo preguntas, y les espió, sin saber qué esperaba ver; y, cuando vio algo completamente más allá de todo lo creíble, no lo supo. No hasta que fue mucho mayor.