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Aquella semana hubo un apaciguamiento de la guerrilla urbana en Washington. El helicóptero del doctor von Knefhausen pudo dirigirse directamente al Prado Sur de la Casa Blanca: sin fuego de francotiradores ni misiles buscadores del calor. Ni siquiera había nadie tirando piedras desde el otro lado de la verja. Por supuesto, había una manifestación en curso. ¿Cuándo no la había? Pero sólo una manifestación pequeña, sólo una manifestación bebé recién nacida: un puñado de cansados piquetes chapoteando en la lluvia bajo la atenta mirada de unos policías que les doblaban en número. No parecían militantes. Probablemente eran del Movimiento de Liberación Gay o cualquier otra cosa parecida, quizá defensores de la alimentación naturista o partidarios del impuesto único, no había límite a las preocupaciones con las que esa gente estúpida se obsesionaba a sí misma. En cualquier caso no había piedras, como las hubiera habido de los pacifistas o los racistas. Todo lo que llegó de ellos fue un pequeño y desorganizado abucheo cuando el helicóptero tomó tierra.
Knefhausen saltó ágilmente del aparato, hizo una sardónica inclinación de cabeza a Herr Omnes, y se apartó del camino cuando el helicóptero se elevó de nuevo. Cosa que hizo de inmediato. Nadie arriesgaba un valioso aparato manteniéndolo posado demasiado tiempo en el Prado Sur.
Era una cuestión de orgullo, así que Knefhausen no se molestó en correr hasta la Casa Blanca. Se limitó a avanzar a largas zancadas. No temía a aquellos simplones, aunque al parecer el piloto del helicóptero sí. Tampoco se sentía realmente ansioso de acudir a su cita con el Presidente.
El ayuda de campo que lo cacheó no le sonrió. El ordenanza que lo condujo hasta la Terraza Oeste no le saludó. Nadie le aligeró del maletín con sus diapositivas y papeles, aunque era pesado. Uno podía decir inmediatamente cuando había caído en desgracia, pensó, mientras agachaba la cabeza ante el chorro de aire de los rotores del aparato cuando el piloto trazó un amplio círculo sobre la Casa Blanca para ganar altura antes de aventurarse de vuelta a las poco fiables calles de la ciudad.
¡Había sido tan diferente hacía sólo unos meses! ¡Con qué rapidez olvidaban! Pero Knefhausen no olvidaba. Había sido allí mismo, en aquel pórtico, donde había permanecido de pie al lado del Presidente, delante de toda la prensa mundial y los fotógrafos, para hablarles del Proyecto Alfa-Alef. Había visto su foto en todas las primeras páginas, se había contemplado a sí mismo en los noticiarios de la televisión, mientras sus ojos se llenaban de estrellas y compartía su propia visión gloriosa. O parte de ella. ¡Una Nueva Tierra! ¡Todo un planeta para ser colonizado por los norteamericanos, a cuatro años luz de distancia! Recordaba el despegue hasta la órbita baja, los hombres de estado y los científicos extranjeros devorados por la envidia. Y los líderes estadounidenses joviales de orgullo. Entonces todos los ordenanzas le saludaban, por supuesto. Sus honorarios de conferenciante habían subido a cifras astronómicas. Incluso se había hablado de nombrarle candidato a la Vicepresidencia en las próximas elecciones..., y el proyecto hubiera seguido adelante si las elecciones hubieran sido entonces y si no hubiera habido el problema de que él había nacido en otro país. Luego, hacía seis semanas, se había producido el auténtico lanzamiento de la nave espacial interestelar desde su órbita de aparcamiento, y ésta había trazado su espiral hacia el sol; sí, incluso entonces se habían producido muchas expresiones de felicitación y alegría, aunque no había sido lo mismo que en Cabo; y ahora...
Ahora todo era diferente. ¡Le llevaron a la reunión en el ascensor de servicio! Sorprendente. No era que a Knefhausen le importara demasiado aquello por sí mismo, se dijo, pero, ¿de qué modo se había enterado tan rápidamente el mundo de que había problemas? ¿Eran sólo las historias en los periódicos? ¿Había habido alguna filtración?
Le mostraron un cuarto de baño —¡unos lavabos públicos!—, y se pasó un peine por su cada vez más escaso pelo, endureció sus gordezuelas mejillas, asintió una vez a su imagen en el espejo y estuvo preparado.
—Vamos —le dijo secamente al ordenanza de los marines. El soldado llamó con un solo golpe de los nudillos a la gran puerta de la sala del Gabinete, y la abrieron desde dentro. Knefhausen entró, serio y seguro de sí mismo.
No hubo ningún: «Entre, Dieter, tome una silla», del Presidente. Ningún Vicepresidente levantándose rápido para cogerle del brazo y darle unas palmadas a la espalda. El saludo fue treinta rostros silenciosos vueltos hacia él. Algunos francamente hostiles. Algunos sólo reservados. Todo el Gabinete estaba allí, junto con media docena de cabezas de departamento y los consejeros personales del Presidente, y el rostro más hostil en torno a la gran mesa oval era el del propio Presidente.
Knefhausen hizo una ligera inclinación de cabeza. No, pensó con justicia; es mejor cuando sonríe. ¡Esos dientes! Un atávico anhelo hacia los chistes de cuando era cadete le hicieron pensar en dar un taconazo y ajustarse un monóculo, pero no tenia ningún monóculo y, de cualquier modo, no cedió a esos impulsos. Simplemente se dirigió hacia el pie de la mesa. Había allí una silla vacía, pero decidió quedarse en pie. Cuando el Presidente hizo una inclinación afirmativa con la cabeza, Knefhausen dijo:
—Sí, buenos días, caballeros. Y señoras. Supongo que desean que aclare las cosas acerca de las estúpidas mentiras que están difundiendo los rusos acerca del programa Alfa-Alef.
Rubaruba, se murmuraron entre sí. El Presidente dijo, con su aguda voz de tenor:
—Así que está usted seguro de que son mentiras.
—Mentiras o errores, señor Presidente, ¿cuál es la diferencia? Nosotros estamos en lo cierto y ellos están equivocados, eso es todo.
Rubarubaruba. El Secretario de Estado miró interrogativamente al Presidente, obtuvo un signo de asentimiento con la cabeza y dijo:
—Doctor Knefhausen, usted sabe que he formado durante mucho tiempo parte de su equipo. No tengo intención de mostrar mi desacuerdo hacia ninguna de sus afirmaciones, pero, ¿está usted seguro de eso? Los rusos han emitido algunas cifras más bien persuasivas.
—Son falsas, señor Secretario.
—Oh, bien, doctor Knefhausen, me siento inclinado a aceptar su palabra, pero hay otros que tal vez no compartan este sentimiento. No chiflados ni comunistas, doctor Knefhausen, sino personas buenas y decentes. ¿Tiene usted alguna prueba para esas personas?
—Por supuesto. Con su permiso, señor Presidente.
El Presidente hizo un nuevo signo con la cabeza. Knefhausen abrió su maletín y extrajo un pequeño fajo de diapositivas. Se las tendió a un mayor de los marines, que miró al Presidente en busca de su aprobación y luego hizo lo que Knefhausen le dijo. Las luces de la estancia se apagaron, una pantalla se deslizó desde el techo en la parte de atrás de la habitación y, tras trastear con el enfoque, fue proyectada la primera diapositiva por encima de la cabeza de Knefhausen. Mostraba una enorme disposición de postes metálicos en forma de Y que se extendía hasta perderse de vista en medio de un árido paisaje de aspecto polvoriento.
—Esta imagen es de nuestro radiotelescopio en la Otra Cara, en la Luna —dijo—. Nunca es visible desde la Tierra, porque esa porción de la superficie de la Luna se halla permanentemente de espaldas a nosotros. Por esta razón fue seleccionada como emplazamiento del radiotelescopio. No hay interferencias eléctricas de ningún tipo. El instrumento está compuesto por 33 millones de elementos dipolos separados, alineados con una exactitud de uno sobre varios millones. Su tamaño real es el de un círculo aproximado de unos treinta kilómetros, pero en virtud de su distribución sus resultados efectivos son iguales a los de un telescopio con un diámetro de unos cuarenta kilómetros. Siguiente diapositiva, por favor.
Clic. La imagen de la enorme instalación del radiotelescopio fue reemplazada por otra construcción similar, pero visiblemente más pequeña y descuidada.
—Éste es el instrumento ruso, caballeros. Y señoras. Su diámetro es aproximadamente una cuarta parte del nuestro. Tiene menos de una décima parte de elementos, y nuestros informes (son clasificados, pero según tengo entendido esta reunión tiene poderes para recibir información clasificada de este tipo, ¿no?), nuestros informes indican que la alineación es más bien tosca. Terriblemente tosca, me atrevería a decir.
»La diferencia entre los dos instrumentos en su capacidad de reunir información es aproximadamente de cien a uno, a nuestro favor, por supuesto. Luces, por favor.
»Esto significa —siguió suavemente cuando la sala volvió a quedar iluminada, sonriendo por turno a cada una de las treinta personas en torno a la mesa mientras hablaba— que, si los rusos dicen no y nosotros decimos sí, apuesten por el sí. Se puede confiar en nuestro radiotelescopio. En el suyo no.
La asamblea se agitó incómoda en sus sillones de cuero. Estaban tan ansiosos por creer a Knefhausen como éste lo estaba por convencerles, pero no estaban seguros.
El Representante Belden, el presidente del Comité de Medios y Arbitrios de la Casa Blanca, estaba cerca de Knefhausen al extremo de la mesa. Habló por todos ellos.
—Nadie duda de la calidad de nuestro equipo. Especialmente teniendo en cuenta que aún nos sangran los arañazos de tener que pagarlo. Pero los rusos han hecho una afirmación categórica. Han dicho que Alfa del Centauro no puede tener un planeta con un diámetro mayor de quinientos kilómetros, o más cerca de mil trescientos millones de kilómetros de la estrella. Tengo aquí una copia del boletín de la Tass. Admite que su equipo es inferior al nuestro, pero disponen de una declaración firmada por veintidós académicos que dice que su equipo no podría dejar de ver un objeto más grande o más cercano de lo que he dicho, o ningún cuerpo de ninguna clase que fuera un lugar adecuado de aterrizaje para nuestros astronautas. ¿Conoce usted esta declaración?
—Sí. por supuesto. La he leído.
—Entonces sabe usted que afirman positivamente que el planeta que usted llama Alfa-Alef no existe.
—Sí, eso es lo que afirman.
—Más aún, otras declaraciones de autoridades del Observatorio de París y del Centro Astrofísico de la UNESCO en Trieste y del Astrónomo Real de Inglaterra en Herstmonceux dicen unánimemente que han comprobado y confirmado esas cifras.
Knefhausen asintió alegremente.
—Todo eso es correcto, Representante Belden. Confirman que, si las observaciones son tal y como han sido planteadas, entonces las conclusiones extraídas por la instalación soviética en Novo Brejnevgrad, en la Otra Cara, son inevitables. No cuestiono la aritmética. Solamente digo que las observaciones han sido efectuadas con un equipo inadecuado, y en consecuencia los astrónomos soviéticos han llegado a una conclusión falsa. Pero no quiero lastrar su paciencia con una afirmación carente de apoyo —se apresuró a añadir, mientras la gente alrededor de la mesa se agitaba y algunos Congresistas abrían la boca para hablar de nuevo—, así que les diré todo lo que hay que decir. Lo que plantean los rusos es pura teoría. Lo que tengo para enfrentarme a ello no es simplemente una teoría mejor, sino también hechos objetivos. ¡Sé que Alfa-Alef está allí, porque lo he visto! ¡Apague de nuevo las luces, mayor, y la siguiente diapositiva, por favor!
La pantalla se iluminó y mostró un resplandeciente blanco con una dispersión de puntos negros, como manchas de tinta al azar. Uno de esos puntos, más grande, aparecía en el centro exacto de la pantalla, con algunos más pequeños dispersos a su alrededor. Knefhausen tomó un puntero de luz y señaló con su flecha roja el punto central.
—Esto es un negativo fotográfico —explicó—, es decir, que lo que se ve negro es en realidad blanco y viceversa. Estos objetos son astronómicos. La foto fue tomada desde nuestro satélite Briareus Doce cerca de la órbita de Júpiter, en su camino hacia Neptuno, hará cuatro meses. El objeto central es la estrella Alfa del Centauro. Fue fotografiada con un instrumento especial que filtra la mayor parte de la luz procedente de la estrella; el instrumento es de naturaleza electrónica, y actúa más o menos de la misma forma que el conocido coronascopio que se utiliza para fotografiar las protuberancias de nuestro Sol. Esperábamos que, por este medio, podríamos fotografiar realmente el planeta Alfa-Alef. Tuvimos suerte, como pueden ver. —El puntero de luz trasladó su flecha al pequeño punto más cercano a la estrella—. Eso, caballeros y damas, es Alfa-Alef. Se halla exactamente allá donde predijimos que estaría a partir de los datos del radiotelescopio.
Hubo otro zumbar en torno a la mesa. En la oscuridad, fue más audible que antes. El Secretario de Estado exclamó secamente:
—¡Señor Presidente! ¿Podemos hacer circular públicamente esta fotografía?
—La distribuiremos a todos los medios de comunicación inmediatamente después de esta reunión —dijo el Presidente.
Rubaruba. Knefhausen aprovechó la ventaja.
—Si se me permite añadir algo más —dijo—, esto suscita la cuestión que ha tocado antes el Presidente: ¿mentiras o errores? Uno duda en decir «mentiras», pero somos realistas al respecto, ¿no? Y uno puede ver en todo esto una motivación. Los rusos leen nuestros periódicos. Saben lo que dicen los sondeos. Son conscientes de que este proyecto nuestro, este Alfa-Alef, esta Nueva Tierra que nosotros tenemos y ellos no, es la fuente individual de orgullo más significativa para todos los norteamericanos. Si pueden empañarla, ¡qué estupendo para ellos! Vivimos una época de trastornos...
—Todos somos conscientes de los disturbios en Sacramento y del bombardeo de Toledo, doctor Knefhausen..., y de los sondeos de la opinión pública también —interrumpió el Presidente—. Quizá debiéramos centrarnos en este único tema. ¿Hay alguna otra pregunta?
Una pausa. Aquellos políticos eran sensibles a las tensiones no expresadas y podían captar que había una allí, aunque no la comprendieran. Entonces el presidente del comité habló de nuevo, mirando de Knefhausen al Presidente, pero dirigiendo su pregunta a la cabecera de la mesa:
—Señor Presidente, estoy seguro de que, si usted dice que ése es el planeta que deseamos, entonces es el planeta. Pero otros fuera de esta habitación pueden hacerse preguntas al respecto, porque de hecho todos esos puntos, al menos a mí, me parecen iguales los unos a los otros. Me pregunto si Knefhausen será capaz de satisfacer la curiosidad de los legos. ¿Cómo sabemos que esa cosa de ahí es Alfa-Alef?
Knefhausen mantuvo su rostro impasible, aunque su corazón estaba lleno de regocijo.
—Diapositiva número cuatro, por favor..., y mantenga la número tres en reserva. —La misma escena, sutilmente distinta—. Observen que en esta imagen, caballeros, uno de los objetos, aquí, se halla en una posición diferente. Se ha movido. Todos ustedes saben que las estrellas no poseen movimiento discernible, por supuesto. El objeto se ha movido porque esta imagen fue tomada varios meses más tarde (de hecho, hace apenas unos días), también por el satélite Briareus Doce; el procesado por ordenador acaba de ser completado, y podemos ver que el planeta Alfa-Alef se ha movido en su órbita. Esto no es teoría, esto es una prueba, y añadiré que las cintas originales de las que se ha extraído esta imagen se hallan almacenadas en Goldstone, de modo que no hay posibilidad de errores o manipulaciones. —Rubaruba, pero en un tono más alto y excitado. Exultante, Knefhausen remachó su argumentación—. Así pues, mayor, si quiere volver a la diapositiva número tres, sí..., y si va cambiando alternativamente entre la tres y la cuatro, tan rápido como pueda..., gracias. —El pequeño punto negro llamado Alfa-Alef saltó de uno a otro lado como una pelota de tenis, mientras todos los demás puntos estelares permanecían inmóviles—. Esto, como podrán ver, es lo que llamamos el proceso de comparación por parpadeo. Espero que se me permita señalar que, si lo que están contemplando no es un planeta, entonces, discúlpeme, señor Presidente, nos hallamos ante la estrella más malditamente extraña que jamás hayamos visto. También se halla exactamente a la distancia y posee exactamente la velocidad orbital que especificamos de acuerdo con los datos del radiotelescopio. Bien, ¿hay más preguntas?
—¡No, señor!
—¡Estupendo, Kneffie!
—Claro como el coño de una vaca al cipote del toro.
—Creo que esto deja zanjado el asunto.
—¡Eso les enseñará a los comunistas cómo hay que trabajar!
La voz del Presidente se sobrepuso a todas las demás.
—Creo que podemos volver a encender las luces, mayor Merton —dijo—. Doctor Knefhausen, gracias. Le agradeceré que se quede por aquí unos minutos, a fin de que pueda reunirse conmigo en el estudio para preparar el texto de nuestra declaración antes de divulgar esas imágenes. —Despidió con una sobria inclinación de cabeza a su Consejero Científico Jefe y luego, enfrentado a los alegres rostros de su Gabinete, recordó exhibir sus dientes superiores en una sonrisa de placer.