23
Ocho fueron a Alfa del Centauro y ocho volvieron, pero no eran en absoluto los mismos ocho. El nombre del piloto era Quittyyx, lo cual significaba, entre otras extrañas cosas, que era un miembro de la décima cohorte, y en consecuencia sólo tenía seis años cuando abandonaron Alfa-Alef. Eso no era, de ninguna manera, malo: su ayudante, Jeromolo Bill, aún no había cumplido los dos.
Por supuesto, al pequeño Bill no se le confiaría el control de la nave interestelar que Shef había diseñado para ellos hasta que tuviera al menos cuatro años, pero realmente no había casi nada que hacer en ella durante la primera mitad del viaje. La rotación era el momento importante. Todo el universo se concentraba en un solo y aterrador estallido de luz, mostrando el fuego de estrellas del acto mismo de la Creación, y no había otras señales indicadoras en todo el cielo. Por aquel entonces Jeromolo Bill era capaz ya de turnarse con su hermano mayor. Ambos tenían lo que ninguno de los otros tenía, lo que ninguno de los Ocho Originales habían tenido, una capacidad genética innata para manejar mentalmente los cálculos relativistas. No eran más listos que los demás, simplemente estaban orientados a enfrentarse y medir las laderas asintóticas de masa y velocidad y tiempo y convertirlas en dirección.
El largo viaje a casa tomó cuatro años completos, pero eso era menos de la mitad de lo que le había tomado el viaje de ida a la Constitución. La razón era que tripulaban una nave mucho mejor que la Constitución. Estaban en la obra maestra de Sheffield Jackman, construida como una pelota de béisbol y llena con la genética de Flo, la óptica de Jim y las comunicaciones de Ski, y, en vez de una contribución de sus investigaciones, Tía Eve y Tío Fantasma en carne y hueso..., o, en el caso de Will Becklund, en lo que fuera en vez de carne y hueso. Era una hermosa nave de carreras mejorada en todas sus partes y, aparte el hecho de que tenían energía de sobra para quemar, había un valioso propósito en quemarla. La aceleración era algo bueno para ellos. Incluso era necesaria. Cada uno de los viajeros necesitaba acomodar su cuerpo al aplastante peso al que tendrían que enfrentarse en la Tierra.
Así que la nave inició su viaje de una forma lenta..., relativamente lenta, no más que un cuarto de g. Aun así, la mayoría de ellos se arrastraba de un lado para otro en andadores. Cuando caían, cosa que no dejaba de ser frecuente, se producía una abundante cosecha de fracturas y distensiones. Pero los cuerpos se endurecieron. Los músculos se desarrollaron. Los porosos huesos se hicieron más densos y fuertes. Cada uno de ellos (siempre exceptuando a Tío Fantasma) bebieron cada mañana y cada noche la nauseabunda savia de Flo, una solución de sales de calcio recolectadas; y luego pasaron a media g, a tres cuartos, a una gravedad y media de aceleración hacia su destino, y la nave voló según lo previsto, y Jeron era el capitán. O eso se decía él a sí mismo.
Pese a todo, fue un largo, largo viaje.
Para los seis miembros jóvenes de la tripulación, el viaje fue una especie de viaje con toda la clase a una excitante feria. Sangraron a Tía Mami toda la geografía que ésta podía recordar, y no dejaron tranquilo a Tío Fantasma, cuando pudieron hallarle, para que les contara historias y detalles y habladurías. Cuando todo eso se hubo agotado, se pelearon entre sí para divertirse; y el largo viaje se hizo más largo.
Aunque nunca lo confesaron, Tía Eve y Tío Fantasma compartían un cierto propósito. La primera parte era clara. El climax menos. Se trataba de encontrar al Sucio Dieter, si aún vivía, y, y..., y hacer algo. El qué era la parte menos clara. Incluso Jeron llevaba ese propósito no escrito en un rincón de su corazón —incluso los más pequeños, a veces—, porque sus lecciones infantiles se lo habían enseñado así. ¡El Diabólico Dieter! ¡Kneffie el irresistiblemente malvado! Pensando en él mientras se sumían en el sueño, los pequeños gruñían a veces en lo más profundo de sus gargantas, y cuando se dieron cuenta de lo terminalmente aburrido que era el largo viaje, fue a Dieter von Knefhausen a quien culparon por ello. Cuando Jeromolo Bill cumplió los tres años —la edad suficiente como para que valiera la pena perseguirle—, los otros niños inventaron el juego de «Házselo a Dieter», y convirtieron a Bill en su presa en las largas y ruidosas persecuciones por toda la nave. Incluso Jeron se unía a veces a ellos, por puro aburrimiento, mientras Tío Fantasma se retiraba a la invisibilidad y Tía Eve a su última cosecha de cocos de malta. Se consolaban pensando que al menos el ejercicio era bueno para los jóvenes músculos.
Las esperanzas de venganza no llegaban más lejos que eso. Sueños de curiosidad satisfecha, no mucho más; el concepto de satisfacción retrasada cuesta mucho tiempo de aprender, y mucho más tiempo de ser sentido como algo real. El viaje era con mucho demasiado largo para sus pequeños pasajeros. La parte buena de ello era que, por simple aburrimiento, estaban dispuestos a aprender cualquier cosa que alguien estuviera dispuesto a enseñarles, y así, en los buenos días, Tía Eve estaba lo bastante sobria como para enseñarles a hacer punto y cuidar de las plantas, y les daba charlas sobre el tema de Los Buenos Viejos Días en la Tierra. Tío Will Becklund no podía demostrar mucho de nada, pero explicaba cómo lanzar los huesos para el I Ching, y enseñaba el auténtico significado de La Luna en el Agua. No era suficiente. Shef había diseñado la nave para la velocidad y la eficiencia, no para el placer. Era un globo dorado de un centenar de metros de diámetro, con dos globos más pequeños que brotaban de sus polos como las orejas en el rostro de un muñeco de nieve y que eran los aparatos de aterrizaje; dentro, la mitad de ella lo formaban el espacio donde vivir y los almacenes de las durmientes semillas que traían a la Tierra como regalo y la maquinaria; y la otra mitad estaba tan desnuda como una pista de patinaje.
Cuando estuvieron a distancia local de la Tierra —es decir, con el Sol ya no una estrella sino un Sol, y los planetas mayores visibles—, finalmente hubo algo que hacer. Así que le dieron a Tía Eve café y la mantuvieron sobria durante algunas semanas, mientras Molomy dirigía a los chicos más pequeños en el trabajo de tomar los primeros lotes de semillas y plantarlos en los tanques sobre lo que habían sido suelos desnudos. Pero luego Eve volvió a los cocos de malta, ya no por aburrimiento ahora sino por miedo. Cuanto más se acercaban a la Tierra, más aterradora se volvía la idea de regresar a ella.
Al final del viaje, incluso el más joven, Jeromolo Bill, había cumplido ya los seis años. Era notable que no hubiera nacido ningún niño en todo el largo viaje. En parte había sido por prudencia. Nadie deseaba un chillante bebé que les atara cuando se embarcaron para la emocionante aventura de explorar la vieja Tierra. También había otras razones más prosaicas. En el reducido espacio de la nave de carreras de Shef, durante cuatro largos años, ni siquiera podrían soportarse a sí mismos, y mucho menos los unos a los otros. Sus contactos sexuales eran cortos, infrecuentes y sin solución de continuidad. Para Tía Eve no hubo sexo en absoluto durante los cuatro años de viaje, porque con los niños no quería y con Tío Fantasma realmente no podía, así que se dedicó a los cocos de malta. Pasaba la mayor parte del tiempo en su saco de dormir de flores. Costaba mucho conseguir sacarla de él.
Lo que lo consiguió, justo en el momento en que iban a empezar a rodear el Sol para la deceleración final, fue un grito a noventa decibelios.
No sólo despertó a Eve. Despertó a todos los que estaban dormidos, y atravesó los oídos de todos los que estaban despiertos. Jeron acudió corriendo al cubículo de Eve, y transcurrieron varios segundos antes de que ninguno de ellos se dieron cuenta de que el grito era un mensaje de Tío Ski.
—¿Qué está diciendo? —exclamó Eve, aterrada.
—¡Atenúalo, Eve! ¡Mantén las manos sobre tus oídos, así! —Y cuando ella siguió las órdenes de su hijo, pudo captar las palabras. ¡Era una especie de lista de compras!
—...agárico, beleño, varec, belladona, perejil, chirivía...
—¿Podéis bajarlo un poco? —gritó por encima del ruido.
—¡Lo instaló él mismo..., no sé cómo! —chilló en respuesta Jeron, con gesto hosco—. Ese mensaje nos ha estado persiguiendo durante cuatro años.
Siguió durante varios minutos:
—...atrapamoscas, rubia, yuca, arisema, col fétida...
Eve gimió, alzó un hombro hasta su oído para liberar una mano y tendió el brazo hacia otro coco de malta. Lo abrió con la daga que tenía al lado de su cama y dio un largo sorbo del lechoso líquido. Jeron frunció impaciente el ceño al coco de malta y a los gritos, y luego tuvo una idea. Con el rostro crispado, apartó las manos de sus oídos el tiempo suficiente para arrancar unos cuantos capullos del emparrado de la cama de Eve. Los convirtió en bolitas del tamaño de la punta de un dedo, hizo algo con dos de ellos, luego alcanzó la cabeza de Eve mientras sujetaba otros dos. Ella se apartó; él le gritó, y ella comprendió lo que pretendía, y dejó que le insertara los fríos y húmedos tapones en las orejas. Así diluido, el rugir del comunicador se convirtió en meramente fuerte, y fue capaz de identificar la voz. No era Ski, ni Shef, ni Jim; por supuesto que no lo era, porque una prosa en un inglés tan llano hubiera convertido a cualquiera de ellos en un puro nudo durante horas. La voz que catalogaba plantas, flores e incluso líquenes y plancton oceánico pertenecía a un hijo de la quinta cohorte de Ann y Shef llamado Araduk.
Al fin terminó.
—¡Bajo ninguna circunstancia —aulló— debéis volver sin muestras viables de todo lo enumerado! —No hubo adiós; simplemente se detuvo.
Cautelosamente, Eve se sacó el tapón de uno de sus oídos, y Jeron se levantó, flexionando las rodillas bajo el empuje de la 1,5 g.
—Supongo que vas a seguir bebiendo hasta dormirte de nuevo —dijo.
—¿Hay alguna razón por la que no deba hacerlo?
El se encogió de hombros.
—Echar un vistazo —dijo desdeñosamente—. Estamos a punto de iniciar nuestro recorrido en torno al Sol.
—Para mí —dijo ella, tendiendo la mano hacia el coco de malta— esto no es más que una repetición. Ya lo vi la primera vez.
Pero no lo decía en serio, no decía en serio la mayor parte de las cosas que le decía a Jeron cuando éste adoptaba aquel tono frío y desdeñoso con ella, del mismo modo que, esperaba, él tampoco lo decía en serio. Shef había construido su nave con muchos ojos y, aunque la mayoría de ellos estaban cerrados para la aproximación al perihelio, toda la tripulación de la nave contemplaba maravillada el inmenso mar de llamas allá abajo a través de los más pequeños y multifíltrados de ellos.
La nave giraba como un látigo en torno al Sol, cediendo velocidad, y se encaminaba desde dentro hacia la órbita de la Tierra. Quittyyx y Jeromolo Bill se vieron aliviados de sus responsabilidades por un tiempo..., la nave ya no era relativista, y las maniobras orbitales aún no habían empezado. Jeron tomó el mando. Puesto que los dos habían hecho bien su trabajo, tenía poco que hacer. La nave se arrastró hacia el punto en la órbita de la Tierra donde estaría la Tierra cuando llegaran allí; y allí estaba: la vieja y verde Tierra, salpicada de azul y blanco, con su hija color miel girando a su lado.
Cuando estaban a ochocientos mil kilómetros de distancia —sólo el doble de distancia que la Luna—, su velocidad había descendido a trescientos kilómetros por segundo. Estaban completamente dentro de los márgenes de seguridad para el programa balístico. Entraron en una órbita baja en torno a la Tierra, eliminaron el resto de su exceso de velocidad, y apagaron el impulsor.
Todos los ojos que Shef había encajado en la nave estaban abiertos ahora. Los más poderosos de ellos, visibles desde fuera sólo como una entrecerrada mancha en la resplandeciente esfera dorada, les proporcionaba una ampliación suficiente como para poder distinguir objetos en la superficie del planeta de sólo unos pocos centenares de metros. La dificultad era que la mayor parte de los objetos se hallaban normalmente cubiertos por nubes. Todos ellos habían oído hablar de las «nubes». Nadie excepto Eve y el difunto Will Becklund las había visto nunca; en el hábitat, la humedad era sorbida del aire por condensación, y la lluvia raras veces caía.
Se agruparon en torno a la estrecha portilla de ampliación.
—Bien —dijo Jeromolo Bill con su aflautada voz, poniéndose de puntillas para ver lo que los mayores y más altos que él podían ver sin dificultad—, ¿dónde vamos ahora, Papi?
Jeron lo hizo callar con una mirada. Jeron era un hombre completo ahora, en especial según su propia opinión. Había alcanzado su Día seis mil hacía apenas una semana o así, y además era el capitán de aquella nave. Considerando que aquella pregunta infantil, formulada en la aguda y ridícula voz de Jeromolo Bill, le ponía en ridículo, restalló:
—Cállate, niño. —Cuadró los hombros, y se preparó para dar sus órdenes. Estaba bien cualificado para eso, puesto que había estado estudiando en secreto historias acerca de capitanes de naves en las cintas transmitidas en la época en que aún permanecían abiertas las comunicaciones con la Tierra, hacía mucho tiempo—. Hum, hum -dijo pensativamente, imitando a Horatio Hornblower; y—: ¿Está reunida la tripulación? —imitando a Nicholas Monsarrat. Pero la tripulación llevaba reunida desde hacía rato, incluso la tambaleante y enrojecida Tía Eve, y realmente no tenía ningún indicio que le indicara lo que había que hacer. ¡Malditas nubes! ¿Cómo podía trazarse ningún plan cuando no podías ver nada de lo que estabas mirando?
Por supuesto, estaban los mapas.
Eran buenos mapas. Habían sido elaborados con los recuerdos de todos los Ocho Originales, pero sus recuerdos eran buenos, y unos cuantos días de agrias discusiones habían mediado en las divergencias. Desgraciadamente, los mapas mentían. Pretendían que había diferencias de color entre el mar y la tierra firme, e incluso entre una nación y la otra, y Jeron no podía ver nada de todo aquello.
Gradualmente, sin embargo, empezó a darse cuenta de que aquellas secciones del globo con sombras y pliegues visibles no podían ser mar, y en consecuencia tenían que ser tierra firme. Luego empezó a divisar orillas y penínsulas..., ésa, sin duda, era Yucatán, penetrando en el golfo de México. Pero, ¿dónde estaba Florida? ¿Dónde, de hecho, se hallaba el océano Atlántico?
En aquel punto se dio cuenta de que estaba mirándolo todo en sentido equivocado. Los mapas siempre se representaban con el norte en la parte de arriba. El planeta en sí no era tan considerado como eso. Esa península que en estos momentos desaparecía por el horizonte se hallaba a medio mundo de distancia de la de Yucatán.
—Oh, sí —dijo, asintiendo juiciosamente—. ¿Veis?, eso que desaparece de nuestra vista es Italia; por supuesto, supongo que habréis reconocido el mar Mediterráneo.
—Creo que he visto las Pirámides —murmuró Tía Eve, hipando ligeramente. Y era cierto. Aunque había nubes por encima del Mediterráneo oriental, un poco más al sur los cielos eran transparentes. Aquellos bloques de ángulos afilados eran inconfundibles.
Era el momento de pasar a la acción.
—Molomy —ordenó—, comprueba que nuestro primer envío de regalos esté en el aparato de aterrizaje. ¡Bill! Tú nos conducirás abajo. Te aconsejo que duermas un poco antes, así que mejor da una cabezada.
Jeromolo Bill silbó desdeñosamente pero, tras esperar la mayor parte de un segundo para indicar que lo hacía porque creía que valía la pena hacerlo, no porque se le hubiera dicho que debía hacerlo, se dio media vuelta y se encaminó a su cubículo, dejando a Jeron estudiando el globo que giraba lentamente ante sus ojos. Molomy reapareció y condujo al resto de los chicos a que la ayudaran a cargar el aparato de aterrizaje. Tía Eve, con un coco de malta en la mano pero sin beber, miró aprensivamente por encima del hombro; y Tío Fantasma, agitado e inquieto como todos los demás, se permitió dejarse ver juntó ha ellos.
—El Cuerno de África —susurró, y Eve se estremeció. El campo de visión derivaba hacia el oeste mientras la nave orbitaba, y apareció el subcontinente indio con la perla de Ceylán colgando de su punta; un puñado de islas, luego el amplio Pacífico. Australia podía verse con bastante claridad, y la mancha justo en su borde sur podía muy fácilmente ser Nueva Zelanda..., pero, se preguntó Jeron, ¿qué era ese sorprendente destellar blanco? ¿Podían ser barcos? ¿Cargueros oceánicos? ¿Enormes?
Dijo a Tía Eve, con voz casual:
—No creí que hubiera sobrevivido tanta tecnología hasta que vi esos buques de crucero.
Ella miró con ojos vacuos hacia el mar y agitó la cabeza.
—No los veo. Supongo que resulta difícil distinguirlos entre todos esos icebergs.
Jeron mantuvo su rostro inexpresivo como una máscara mientras asentía, pero se sintió impresionado. ¡Icebergs! Era como si ella hubiera dicho: Ah, sí, dragones.
—Pero los icebergs no son lo importante ahora, Tía Eve. Debemos decidir dónde aterrizar.
Tía Eve suspiró. La perspectiva de enfrentarse a von Knefhausen y a todos los demás allá abajo era un peso insoportable sobre ella.
—Bueno —dijo, dubitativa—, muy pronto verás una especie de cosa retorcida ahí arriba, creo, y eso será el istmo de Panamá. Un poco más arriba, directamente al norte de ese lugar, es donde debemos ir.
—Oh, sí —dijo él, asintiendo juiciosamente—. Florida.
—¡No! ¿Quién desea ir a Florida? Pero, una vez hayamos localizado Florida, lo único que tenemos que hacer es subir costa arriba hasta la bahía Chesapeake. Creo que la reconoceré cuando la vea, y entonces se trata solamente de seguir el río Potomac hasta Washington. Donde vive el sucio Dieter. Donde vivía. Lo que sea. Pero —añadió— creo que debo ir a ponerme presentable antes de que aterricemos.
—¡Próxima órbita! —avisó Jeron por encima del hombro de ella—. ¡Noventa minutos! ¡Estad todos preparados! Entonces —tragó saliva— bajaremos.
Cuando una de las primeras naves espaciales volvía a la Tierra, un Apolo o un Salyut o un transbordador, el cronometraje tenía que ser exacto, y la ventana de entrada era muy pequeña. Grandes bancadas de ordenadores en Houston o alguna ciudad rusa recogían las lecturas de un millar de sensores y las convertían en instrucciones simples sí-no: «Chorros», «Cortar chorros», «Chorros durante 1,3 segundos», «Chorros laterales», «Recen».
Los que regresaban de Alfa-Alef no tenían este apoyo desde tierra. Sólo tenían dos cosas, aunque cualquiera de ellas era suficiente. Primero, tenían el propio vehículo de aterrizaje, con la planta de energía de Jim y el plasma de Ski, de modo que podían bajar como si se tratara de un ascensor si así lo decidían. Y también tenían a Jeromolo Bill.
El niño de seis años se hallaba ahora a toda su capacidad. Sus genes habían sido dispuestos para las matemáticas, y no simplemente para la fase del cambio relativista o el viaje en sí a alta velocidad. Como un asunto de orgullo, estableció una trayectoria. Esto necesitó que tomara en consideración el vector de posición geocéntrica del transbordador, el parámetro gravitatorio de la Tierra, la fuerza gravitatoria debida a la distribución asimétrica de masas de la Tierra y la contribución, que variaba con el tiempo, de las mareas, la fuerza perturbadora debida a los efectos del Sol y de la Luna, la fuerza debida a los efectos de la resistencia atmosférica, y la fuerza de las presiones de la radiación solar. Puesto que no tenía datos de muchos de esos factores, tuvo que deducirlos sobre la marcha, a partir de las perturbaciones observadas en la propia nave que estaba dirigiendo. Lo hizo todo mentalmente. Era capaz de captar las respuestas de los sensores y convertirlas en instrucciones de rumbo y empuje tan bien como cualquier monstruo IBM o Cray-1 en la vieja Texas, y eso ni siquiera provocaba en él una perla de transpiración.
Las dificultades eran completamente distintas a eso. Las dificultades incluían el hecho de que el mundo no tenía el aspecto que se suponía debería de tener.
Por ejemplo, no había ninguna Florida. Donde hubiera debido estar la península había solamente una hilera de islitas. A todo lo largo de la costa, por todo el oeste, había amplias y recortadas bahías donde hubiera debido haber desembocaduras y deltas de ríos. Evidentemente, el nivel del agua del mar había ascendido. La pregunta era: ¿existía todavía un Washington, DC?
Mientras captaban la primera suave sacudida que les decía que su transbordador tenía por primera vez en su vida una atmósfera a su alrededor, apareció Eve. Estaba sobria, limpia, e iba vestida con sus mejores ropas.
Jeron era el capitán, Bill era el piloto, pero Eve era Tía Mami. Se inclinó hacia delante para contemplar el globo que se aproximaba, y los otros aguardaron a que dijera algo.
Había una tormenta sobre la costa de Virginia, y una hilera de borrascas ascendiendo hasta Pensilvania. Eso no representaba ningún problema para el aterrizaje del aparato que Shef había diseñado, pero el hecho de que la integridad del vehículo estuviera asegurada no tenía nada que ver con la integridad de los estómagos de sus tripulantes. Ninguno de ellos se había visto expuesto nunca a esa serie de bamboleos y sacudidas en un cuarto de siglo; la mayoría de ellos, nunca. Eve no pareció darse cuenta de la turbulencia. Vio un río a través de una brecha entre las nubes, muy hinchado, una isla con un monumento de mármol, una colina cubierta con piedras tumbales, un puente casi inundado, y a partir de todo ello reconoció el pantano que había sido el Aeropuerto Nacional de Washington. Clavó un dedo en la portilla.
—Ahí, Bill —dijo.
Cuando aterrizaron, el interior del transbordador estaba lleno con el olor del mareo, y Jeromolo Bill, con sus seis años, era el que estaba peor de todos. Pero los condujo hasta allí.
Tía Eve se recompuso y se izó en pie.
—¿Salimos? —apuntó Jeron, observando su rostro.
Eve miró a su alrededor, a su escolta de endurecidos aventureros: edad media nueve años, altura media no mucho más de metro veinte. Sonrió y negó con la cabeza.
—Todavía no —dijo—. Seamos buenos invitados. Permaneceremos aquí en la pista de aterrizaje hasta que ocurra algo fuera, a fin de darles tiempo a nuestros anfitriones para que se acostumbren a nosotros.