El relato La hora del Diablo corresponde a un proyecto de la primera etapa de Pessoa: en un cuaderno de aquella época, el joven «portugués a la inglesa» —como se denominó a sí mismo— tenía pensado escribir un cuento titulado en inglés «Devil’s Voice».[1]

Parece que esta misma observación podría aplicarse al poema «Satan’s Soliloquy», un proyecto de esa misma personalidad literaria inglesa de Pessoa, un tal David Merrick, que se proponía escribir el cuento.[2]

También es curioso comprobar que la presencia de Satán convive de tal forma con el joven Pessoa, que, bajo el nombre de Jacob Satan, lo vemos dialogar con Alexander Search —la personalidad literaria inglesa que substituyó a las predecesoras, de las que heredó los proyectos y las obras—, así como con el propio Pessoa, otro personaje de esa obra titulada «Ultimus Jaculatorum».[3]

Tal vez convenga recordar que, a esta edad —entre los catorce y los diecisiete años—, tras una estancia de un año en Portugal, en la que recuperó el contacto no sólo con la lengua y la cultura portuguesas sino también con la familia del Algarve de su abuelo judío, el joven puso en tela de juicio con vehemencia la educación católica que había recibido y que, hasta el momento, había practicado.[4]

En realidad, este cuento contradice los diversos mitos tramados en torno a la figura del diablo, en concreto, a la figura católica. Se diría que Pessoa quiere demostrar que el Diablo no es tan malo como lo pinta la Iglesia de Roma, como él mismo la llamó desde que se divorció de ella a una edad muy temprana. Sin embargo, este Diablo también se queja del triste personaje que le han hecho representar algunos poetas, pese a ser amigos suyos:

Me han insultado y me han calumniado desde el principio del mundo. Los propios poetas (amigos míos por naturaleza), que me defienden, no han sabido defenderme bien. Uno de ellos (un inglés llamado Milton) me hizo perder, junto con unos compañeros, una batalla indefinida que nunca llegó a entablarse. Otro (un alemán llamado Goethe) me dio el papel de alcahuete en una tragedia de medio pelo.

Pessoa —o el Diablo que habla por él— contradice en este texto el concepto dicotómico del universo como campo de batalla entre el Bien y el Mal, entre Dios y el Diablo. En cambio, de acuerdo con las filosofías orientales, Pessoa presenta al Diablo como la Luna del Sol que el Dios creador fue obligado a ser (porque, como el Diablo nos recuerda, también el creador fue creado). Así, Dios y el Diablo serían complementarios, como el día y la noche, lo cóncavo y lo convexo, el ir y venir de la misma onda. El propio Diablo lo afirma en este relato:

Las iglesias me abominan. Los creyentes tiemblan al oír mi nombre. Pero, quieran o no, tengo un papel en el mundo. […] Dios me creó para que yo lo imitara de noche. Él es el Sol, yo soy la Luna. Mi luz flota sobre todo cuanto es fútil o ha terminado, fuego fatuo, márgenes de río, pantanos y sombras. […] Tal vez, en el fondo inmenso del abismo, el propio Dios me busque, para que yo lo complete, pero la maldición del Dios Más Viejo (el Saturno de Jehová) pende sobre él y sobre mí, nos separa, cuando nos debería unir, para que la vida y lo que deseamos de ella fueran una sola cosa.

Por tanto, este Diablo aparece, no como antagonista de Dios, sino como su opuesto nocturno. No tiene como Él la función de crear, sino sólo la de hacer soñar. «Soy el Dios de la Imaginación, perdido, porque no creo», añade algo más arriba del pasaje citado. No obstante, reivindica su papel en alguna Unidad, haciéndose llamar «la encarnación de la nada».

Este Diablo es un Dios triste del que María, la mujer que ha escogido para ser la Madre de su hijo, se compadece. Es un dios esquivo: «señor absoluto del intersticio y del intermedio, de lo que en la vida no es vida». Pese a que él mismo es el Deseo, solamente lo acaricia con un gesto intercesor: «¿Qué hombre ha puesto sobre tus senos una mano que era la mía? ¿Qué beso te han dado que fuera como el mío?»

Manifiesta a María continuamente su «cansancio de todos los abismos» y revela un corazón hambriento de amor, que envidia la condición humana y siente «una nostalgia imaginaria de la tierra, en la que nunca he estado».

Finalmente, este Diablo tiene una voz arrulladora, embaucadora como la Luna, que es su «rostro reflejado en las aguas del caos», como afirma. Es una presencia materna y envolvente, como la noche que, como él dice, acoge y consuela a «los tristes y los cansados de la vida». E incluso afirma: «Como la noche es mi reino, el sueño es mi dominio.» (Y no podemos evitar pensar en esa «noche antiquísima» que Álvaro de Campos invoca en un conocido poema, seno de agua y tinieblas, a la que Bernardo Soares también pide amparo.)

Y cuando la mujer, con los ojos brillantes de lágrimas, le confiesa sentir por él una pena enorme, por su rostro pasa «una expresión de angustia, como nadie creería que pudiera existir». Y tras dejar caer, «de súbito, el brazo con el que enlazaba el de ella», desaparece, para dejarla en el mismo lugar en el que la había raptado, en la calle banal de su realidad cotidiana, exiliada para siempre de ese remoto país natal, el Sueño, del que él dice ser representante. «Solamente los sueños son siempre lo que son» —afirma—. «Es el lado de nosotros en el que nacemos y en el que siempre somos naturales y nuestros.»

Este «señor absoluto del intersticio y del intermedio» debía tener una gran complicidad con el Poeta, porque pensó en reunir su obra bajo el título genérico de «Ficções do Interludio», a la que también llamó del «In- termédio». Asimismo, refleja una nostalgia, siempre presente en la obra de Pessoa: la de vivir sin ambiciones ni vértigos, como ese «animal humano» que Alberto Caeiro quería enseñarle a ser. Este Diablo, desde su condición superior de ser inmortal, envidia a los hombres:

Tenéis la ventaja de ser hombres, y a veces, desde el fondo de mi cansancio de todos los abismos, creo que más vale la calma y la paz de una noche en familia, frente a la lar, que toda esa metafísica de los misterios a la que nosotros, los dioses y los ángeles, estamos condenados por esencia. Cuando, a veces, me asomo al mundo, veo a lo lejos, alejándose del puerto o regresando a él, las velas de los barcos de pescadores, y mi corazón siente una nostalgia imaginaria de la tierra, en la que nunca he estado. Felices los que duermen en su vida animal, que es un sistema peculiar de alma, velado con poesía e ilustrado con palabras.

Álvaro de Campos, en un poema que invoca (más que evoca) a su maestro Alberto Caeiro, ya fallecido por entonces, declara: «Me has despertado, pero el sentido de ser humano es dormir.» Lamenta que lo haya «despertado», que lo haya iniciado en una nueva dimensión, en la que le falta el aire: «¿Por qué me llamaste para subir a los montes / Si yo, niño de las ciudades del valle, no sabía respirar?» Y termina diciendo: «¿Para qué me volviste yo? ¡Debieras haberme dejado ser humano!»

Ser humano es algo cálido y agradable: «Es cálido tener padre y madre, hermanos y hermanas», dice Sakyamuni (Buda) en una obra poco conocida.[5] Y las Veladoras del «drama estático» El marinero dudan entre las solicitaciones del Cielo y de la Tierra. Una de ellas suspira: «Ser pequeño da calor.»

Quizá para sentir el calor de la lar de ser mortal, el Diablo quiere encarnarse en esa criatura terrenal, que ya está de camino a la vida desde hace tres meses, en el seno de una mujer. Por eso la rapta de su banalidad cotidiana y, durante un «viaje extraño», le proporciona las enseñanzas que, en realidad, van dirigidas al hijo que lleva en el vientre, y al que quiere iniciar, esto es, consagrar como poeta.

Los largos monólogos del Diablo, dirigidos abiertamente al Hijo, y no a la Madre (que hace intervenciones breves y muy espaciadas), al final, tienen el valor de una iniciación. Este Diablo, que se declara un Iniciado, también es un Iniciador. Y este cuento puede leerse como el relato en prosa de ese «poema que escribió casi en sueños», donde el Hijo del Diablo, que se ha convertido en un poeta de talento, anuncia el viaje en el que se decidió su nacimiento y su destino. No obstante, hasta deja de ser importante quién es el narrador de este cuento, porque todos los poetas aparecen como hijos del Diablo…

Así pues, se trata de un viaje iniciático, que empieza con una suerte de rapto de lo real, en el que una mujer no es la víctima, sino la elegida, María, una esposa corriente, embarazada de pocos meses, que acude a un baile de disfraces, donde conoce a un extraño personaje vestido de rojo, que la lleva a casa, y a quien ella llama una vez Mefistófeles y otra doctor Fausto, en los dos finales distintos que Pessoa imaginó para la historia.

Al principio, el narrador-dramaturgo deja entrever dos escenarios. Primero, el de una calle cualquiera (precisamente, enfrente de una cerrajería), donde vive una mujer cualquiera con un marido impreciso, y sella esa unión familiar con rituales que han perdido su significado, como el beso «de costumbre, que al darlo nadie sabe si es costumbre o es beso». No obstante, este escenario se abre sobre otro fantástico y sin límites, que ya no es un lugar donde se vive, sino por donde se viaja al margen del espacio y del tiempo: «Abajo, a una distancia más que imposible, como astros dispersados, había unas grandes manchas de luz…, ciudades, sin duda, de la tierra.»

De ese viaje-sueño, María se apea en un puente, que era el lugar de concurrencia de dos planos y al que el narrador se refiere como «estación terminal de trenes» y el Hijo como «un subterráneo». Ambas metáforas desembocan en la realidad, «exactamente aquí, al final de la calle», dice el Hijo al explicar su sueño. Y no puedo evitar recordar a Campos, que, en sus constantes viajes lejos de la «prisión de la personalidad» —expresión, esta, de Bernardo Soares—, regresaba siempre «a la normalidad como a la estación terminal de una línea».[6]

Aparentemente, no sucede nada en este «viaje sin objeto real ni propósito útil», aparte de los monólogos raras veces dialogados entre el Diablo y María. Para que no quede sombra de duda, él hace la siguiente aclaración: «No hablo contigo, sino con tu hijo…» Y es que, en realidad, el Diablo fecunda el fruto de su vientre con el Verbo, y así lo aleja de su condición de ser un cualquiera y lo consagra como poeta de talento. María, a semejanza de la Virgen del mito católico, no será más que «la maleta» que lo transportará al mundo (esta es la expresión que Caeiro usa peyorativamente en el «Octavo Poema del Guardador de Rebaños»).

Pessoa nos presenta a los dos caminantes como «peregrinos del misterio y del conocimiento». Esta expresión es del Diablo, que se dispone a iniciar al Hijo elegido en el lado oscuro de la verdad aparente; no en la verdad absoluta, que no está al alcance de los hombres, pues es, como él dice, «inalcanzable».

Este Iniciador también es un propiciador de vértigos. Para él, los hombres y los dioses no son más que grados de una escala vertiginosa de la que no se vislumbra ni el principio ni el fin. «Dios es el Hombre de otro Dios mayor», dice Pessoa, y piensa Fausto, protagonista del poema dramático homónimo en el que Pessoa trabajó a lo largo de su vida.

A su vez, este Diablo hace afirmaciones similares:

Los problemas que atormentan a los hombres son los mismos problemas que atormentan a los dioses. Lo que está abajo es como lo que está arriba, dijo Hermes Tres Veces Máximo, que, como todos los fundadores de religiones, se acordó de todo, menos de existir. Cuántas veces Dios me ha dicho, citando a Antero de Quental, «¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¿Y quién soy yo?».

Todo es símbolo y atraso, y nosotros, los que somos dioses, sólo tenemos un grado más alto en una Orden, cuyos Superiores Incógnitos no sabemos quiénes son.

En una obra desconocida, Sessão dos Deuses,[7] Júpiter se dirige a los hombres de la siguiente manera:

Soy dios supremo donde soy dios supremo, ni un sólo palmo más allá. A mí me llaman el padre de los dioses, porque soy el padre de quienes son mis hijos; no obstante, yo mismo soy hijo, y los que son mis padres tuvieron sus padres. Nadie sabe si la falta de final de todo se debe a que andamos siempre hacia adelante, hacia donde nunca se llega, o porque andamos siempre en círculos, donde no hay dónde llegar.

Hombres y dioses serían, pues, según Júpiter, apenas unos puntos, distintas etapas en una espiral sin fin. En cierto momento del cuento, el Diablo también afirma:

Son eras sobre eras, y tiempos tras tiempos, y sólo hay que andar sobre la circunferencia de un círculo que alberga la verdad en el punto del centro.

Inmediatamente antes de este monólogo, el Diablo introduce otro elemento en la escala-escalera vertiginosa dios-hombre-animal:

El hombre no difiere del animal más que en saber que no lo es. Es la primera luz, que no es más que oscuridad visible. Es el fin, porque es descubrir con la vista que se ha nacido ciego. Así, el animal se vuelve hombre por la ignorancia que nace en él.

Y vuelven a aparecer ecos de Fausto: «Saber es la inconsciencia de ignorar.»

En este nivel, el dios que precede al hombre solamente tiene ante sí un panorama más extenso de su ignorancia. El contorno del horizonte que va más allá de aquello que no conoce es más extenso; sólo sabe en mayor grado que no sabe nada.

Este Diablo no se jacta de que va a enseñarle a encontrar la verdad, que es inalcanzable. Sólo quiere acostumbrar su mirada para que pueda sortear los obstáculos que suelen aparecer, para situarlo ante el vértigo del abismo:

Todo es mucho más misterioso de lo que se cree, y todo esto (Dios, el universo y yo) no es más que un falso refugio de la verdad inalcanzable.

La verdad es un punto en el centro de un círculo inabarcable, quizás el mismo donde Bernardo Soares piensa al escribir: «Y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe más que por una geometría del abismo.»[8]

En la «Oda triunfal», Campos escribe:

En la noria del huerto de mi casa

El burro anda en la rueda, anda en la rueda,

Y el misterio del mundo es tan grande como esto.

Sin embargo, esa circunferencia —para que la verdad inalcanzable sea aún más vertiginosa y fugaz— es una órbita dentro de ilimitadas órbitas concéntricas:

Todo este universo, y todos los otros universos, con sus diversos creadores y sus diversos Satanes (más o menos perfectos e instruidos) son vacíos dentro del vacío, nadas que giran, como satélites, en la órbita inútil de ninguna cosa.

Alberto Caeiro, el Maestro, fue creado para transmitir las enseñanzas que van en el sentido contrario a las del Diablo, Maestro que, como él, es un subversor. Y es que Caeiro enseña a no mirar más allá de la curva del horizonte para no tener vértigo, a dormir la vida como «el animal humano» que nos quiere enseñar a ser. «Dichosos los que duermen en su vida animal», no deja de comentar el Diablo, en un momento en que está cansado de su condición divina.

Como la verdad es inalcanzable, el Diablo se limita a asistir, desde lo alto, a su manifestación plural:

Aquí, en estas esferas superiores, desde donde se creó y se transformó el mundo, nosotros, para decirle la verdad, no entendemos nada. A veces me asomo sobre la vasta tierra, me tiendo al borde de mi altiplanicie, que se encuentra sobre todas las cosas (la altiplanicie de la Montaña de Heredón, como ya he oído que se la ha llamado), y cada vez que me asomo, veo religiones nuevas, nuevas iniciaciones importantes, nuevas formas, todas contradictorias, de la verdad eterna, que ni Dios conoce.

El Diablo sabe que ninguna de esas «nuevas religiones» puede revelar la verdad, porque esa «verdad eterna, que ni Dios conoce» no está en ninguna religión específica, aunque tampoco deja de estar en todas. Ninguna la abarca, pero todas presentan indicios de ella. Por eso afirma:

Todas las religiones son verdaderas, por más opuestas que parezcan entre sí. Son símbolos distintos de la misma realidad, son como la misma frase, expresada en varias lenguas.

Esta es, por otra parte, una convicción profunda que Pessoa expresa en otro pasaje[9] bajo su propio nombre.

La actitud del Diablo acerca de la verdad se asemeja a la de Pessoa. Al ser esta el centro inalcanzable de dichas circunferencias concéntricas, ambos se contentan con asistir a su manifestación plural en el mundo de los hombres. Pessoa afirmó que, dado que la perfección absoluta —la Unidad— es imposible de alcanzar, tenía que contentarse con la perfección relativa, que se manifiesta a través de la pluralidad. Por ello su manifestación como poeta fue plural:

Y porque son astillas

Del ser, las cosas dispersas

Hago el alma trizas

Y personas diversas.

Y así, se contentaba con asistir desde lo alto, como el Diablo, a la dinámica del diálogo de sus propias contradicciones, encarnadas en cada uno de esos seres en los que se multiplicó. Y podría decirse de él, Poeta, lo que el Diablo dice de las religiones: que su verdadera voz no está concretamente en ninguno de los heterónimos, sino en todos, juntos o separados.

Mi intención ha sido demostrar que este relato no es un caso aislado en la obra de Pessoa. Y no lo es por distintas razones.

Ante todo, porque a través de él se manifiesta ese espíritu religioso que Pessoa decidió ser, aunque siempre incapaz de asentarse en una verdad cualquiera, que sólo admitía en su forma múltiple. Aun así, esto no le impedía buscarla sin cesar.

Pessoa es un místico que quiere creer, pero descree por tentación y por principio. Su espíritu religioso lo impulsa a creer, pero el pensador lo pone todo en duda. Ricardo Reis afirma en prosa: «La religión es una metafísica recreativa.»[10] Y como «cada uno de nosotros debe tener una metafísica propia, porque cada uno de nosotros es cada uno de nosotros»,[11] la religión que corresponde a cada uno debe ser individual. El propio Pessoa lo dice con la voz de una de sus personalidades literarias, António Mora: «Es fácil que la metafísica adopte una actitud religiosa. Muchas metafísicas no pasan de ser religiones individuales.»[12]

Todo el peligro está en institucionalizar ya la religión, ya la filosofía. En la nota autobiográfica que escribió el año de su muerte, el 30 de marzo de 1935, se declara «cristiano gnóstico y, por tanto, enteramente opuesto a todas las iglesias organizadas, sobre todo, a la Iglesia de Roma». Con la pluma de Bernardo Soares, escribe en el Libro del desasosiego:

Y ese, que en un breve momento ve el universo desnudo, crea una filosofía o imagina una religión; así, la filosofía se extiende, y la religión se propaga, y los que creen en la filosofía pasan a usarla como una vestidura que no ven, y los que creen en la religión pasan a usarla como una máscara de la que se olvidan.[13]

El uso colectivo y rutinario de una religión o de una filosofía quita a cada individuo la distancia que debe mantener en relación con ese traje que viste su desnudez y esa máscara que le cubre el rostro. Él, Pessoa, usa la vestidura, pero no se olvida de ella, como si fuera algo obvio. Al contrario, la contempla, la analiza. Y cuando se pone la máscara, la acepta, pero no permite que se le adhiera al rostro.

Lo que impedía que Pessoa, con su espíritu misionario, cayera en actitudes dogmáticas, era esa manera lúdica de hacer que su metafísica siempre fuera «recreativa» y su religión no pasara de ser «individual». A través de sus ficciones, Pessoa jugaba a creer en los dioses. De ahí el neopaganismo y su maestro Caeiro… Veamos qué dice, a través de la pluma de Soares, en el Libro del desasosiego:

Quien tiene dioses, no tiene tedio. El tedio es la falta de una mitología. Para quien no tiene creencias, hasta la duda es imposible, hasta el escepticismo carece de la fuerza necesaria para desconfiar. Eso es el tedio: el extravío por el alma, de su capacidad de engañarse, la ausencia en el pensamiento de la escalera inexistente por la que este asciende con firmeza a la verdad.[14]

Aunque sólo fuera para combatir el tedio, Pessoa quiso ser, según sus propias palabras, «un creador de mitos». De ahí sus ficciones, que no por ello dejan de ser su expresión más profunda.

Para Pessoa, la ironía y la paradoja nunca son un ejercicio superficial. Para el Diablo de este cuento, la paradoja es la única forma de decir la verdad, esa verdad relativa que se permite a los hombres, porque la otra, la «verdad eterna», «tampoco Dios la conoce», dice.

«Soy poeta por naturaleza, porque soy la verdad que habla mediante el engaño», afirma el Diablo. Al igual que Lucifer, y según la etimología de los nombres, su misión es iluminar: «Corrompo, pero ilumino», dice. Y precisa: «No soy, como dice Goethe, el espíritu que niega, sino el espíritu que contradice.»

Así pues, el Diablo sería, como Caeiro —ambos, maestros—, un subversor. El propio Pessoa se atribuye el papel de «sublevador de almas». Por eso también se hace llamar «creador de anarquías».

La ironía es una de las armas de esta subversión. En este relato, el Diablo admite ser un ironista:

Existo desde el principio del mundo y, desde entonces, soy un ironista. Ahora bien, como usted debe de saber, todos los ironistas son inofensivos, salvo si quieren usar la ironía para insinuar alguna verdad. Yo nunca he pretendido decirle la verdad a nadie, en parte porque de nada sirve y en parte porque no la conozco. Creo que mi hermano mayor, Dios todopoderoso, tampoco la conoce.

La ironía es la pirueta que impide que se le tome demasiado en serio cuando aborda esos asuntos que orientaron —y desorientaron— su pensamiento a lo largo de toda la vida.

Como toda la obra de Pessoa, este texto abarca todos los géneros literarios, sin pertenecer a uno de ellos propiamente dicho. Tiene en común con la mayoría de estos que es un viaje en busca de la «verdad inalcanzable», emprendido por ese «peregrino del misterio y del conocimiento» que Pessoa siempre fue.

Fausto, el poema dramático que escribió a lo largo de su vida, como quien se expresa en un diario, presenta, en relación con este texto, muchas marcas propias. En uno de los finales escritos para este cuento, incluso aparece el personaje de Fausto en lugar del Diablo. Ambos tienen la misma actitud ante la existencia y su misterio insondable. Ambos textos se reducen a un monólogo, ya que los interlocutores, en sus raras apariciones, se limitan a dar pie al protagonista. Es curioso que, en ambos casos, ese interlocutor se llame María, una mujer sin presencia ni individualidad, una mera representante del género femenino.

Ambos textos corresponden a dos de los proyectos más antiguos del joven Pessoa, de la época en que aún vivía en Durban. En ambos casos fue escribiendo fragmentos, según su manera peculiar de hacerlo, cada uno de los cuales constituye un momento creativo, como un poema.

Podría decirse que este es el cuento de un poeta filósofo con vocación dramática.

Dijo de sí mismo que quien quisiera encontrar la clave de su personalidad, tenía que recordar que él era, ante todo, un poeta dramático, incluso cuando sus textos no presentan los rasgos exteriores del género.

La actitud especulativa del filósofo se manifestó en él ya desde su pubertad literaria, en textos ortónimos o firmados por Charles Anon.[15]

Conviene recordar que, pese a ser conocido sobre todo como poeta, su actividad como prosista fue, en términos cuantitativos, superior a la del poeta, aunque gran parte de esa obra esté inédita o esté publicada de forma aislada. Aparte de notas dispersas, y de distinto tenor, hasta hoy sólo se han reunido y publicado como un conjunto los fragmentos del Libro del desasosiego, firmado por Bernardo Soares,[16] de las Notas para a recordação do meu mestre Caeiro, atribuidas a Álvaro de Campos,[17] y de algunas obras de teatro.[18]

A pesar de todo, Pessoa fue un narrador aplicado. Primero, en inglés, cuando aún estaba en Durban. En un cuaderno de notas, donde apuntaba sus proyectos y escribía sus composiciones, dejó el título en inglés, «Devil’s Voice», de lo que parece ser un cuento. En torno a esta época —entre 1903 y 1905—, Pessoa se fue desdoblando en distintas personalidades literarias inglesas, que fueron suplantando a sus predecesoras, y heredando sus proyectos. Así pues, la cadena de narradores es la siguiente: David Merrick, Charles Robert Anon, James Faber, Alexander Search.[19] En una recopilación de esos cuentos, titulado «Tales of a Madman», figura precisamente lo que entonces se llamaba «La voz del Diablo», «The Devil’s Voice».

Una vez en Portugal, la personalidad literaria portuguesa que creó, Vicente Guedes, que también escribía cuentos,[20] emprendió la traducción de esos «Cuentos de un loco», como anunciaba en sus proyectos.

Quedan por conocer o reunir las obras de otros prosistas narradores: no se sabe si Bernardo Soares es el autor de una novela titulada «Marcos Alves»,[21] en la que Pero Botelho (esa obsesión permanente con el Diablo) contaba la historia de un detective llamado doctor Abílio Quaresma[22] que, a su vez, explicaba numerosas historias «policíacas», creando personalidades varias, como el Tío Porco… Ricardo Reis escribió, en verso, «somos cuentos contando cuentos», y su creador, Fernando Pessoa, dio forma de personas a esa idea, a la que el Diablo se aproxima cuando alude a la cadena interminable de dioses creadores.

Podría decirse más sobre la presencia obsesiva de Satán en la obra de Pessoa. Limitémonos a observar tres referencias en textos distintos. En una de sus muchas reflexiones de tenor filosófico, afirma que «en el orden de las cosas y de las almas, todos somos súbditos de aquel a quien San Pablo, gran iniciado, llamó el Príncipe de este Mundo».[23] En un texto de Notas para a recordação do meu mestre Caeiro, Álvaro de Campos, que firma el texto, dice «del propio Satán, que no es más que la sombra disforme de Dios, proyectada por la luz de lo aparente».[24] Y es curioso observar en un pasaje firmado por Bernardo Soares para el Libro del desasosiego, que hace alusión, no sólo a la figura del Diablo, que aparece en este cuento, sino también a la de María, la esposa que es aparentemente fiel a su marido en su matrimonio corriente, en el que la rutina ha matado el amor (idea que Pessoa desarrolla en otros textos), pero que no puede huir de las fantasías que corrompen su imaginación:

Todos los cónyuges del mundo están mal casados, porque cada uno guarda para sí, en los secretos donde el alma es del Diablo, la imagen sutil del hombre deseado que no es aquel, la figura voluble de la mujer sublime que aquella no llega a ser.[25]

Con esta extensa nota epilogal, he tratado de explicar que este texto no es una curiosidad aislada. Al contrario, se ocupa de un tema que siempre ha estado presente en la obra del autor, y atestigua la manera de ser del poeta filósofo que jugaba a creer y descreer en los dioses de forma consciente. Y es que sus ficciones siempre fueron su realidad cotidiana, y esa realidad fingida fue para él más verdadera que la de la vida llamada «abusivamente» real. Y el adverbio es suyo.

En este texto, siguiendo la línea habitual, Pessoa se expresa a través de unos fragmentos que corresponden a un momento creativo y de inspiración —como un poema—, poco unidos al hilo narrativo que los articularía entre sí. Estas son las cartas con las que tenemos que jugar, piezas móviles dentro de la baraja que constituyen en su conjunto.