Salieron de la estación, y, cuando llegaron a la calle, ella se asombró al ver que estaba en la misma calle en la que vivía, a pocos pasos de casa. Se detuvo. Luego se volvió hacia atrás, para expresar ese asombro a su compañero; pero detrás no había nadie. La calle presentaba un aspecto lunar y desierto, y no había un edificio que pudiera ser o parecer una estación terminal de trenes.
Aturdida, somnolienta, pero interiormente despierta y alarmada, fue hasta su casa. Entró, subió; en el piso de arriba encontró a su marido, que aún estaba despierto. Estaba leyendo en su despacho, y, cuando ella entró, dejó el libro a un lado.
Ella le dijo:
—Todo ha ido muy bien. El baile ha sido muy interesante.
Y añadió, antes de que él preguntara:
—Unos conocidos que había en el baile me han traído en automóvil hasta el principio de la calle. No he querido que me acercaran hasta la puerta. Me he bajado allí mismo; he insistido. Ay, ¡qué cansada estoy!
Hizo un gesto de gran cansancio y fue a acostarse, olvidándose de dar un beso.
Su hijo, cuando nació, nació con un aspecto normal, y no tardó en revelar que era un hombre con talento. Sus poemas tienen una apariencia extraña y lunar. Se cierne sobre ellos un deseo de grandes cosas, como si fuera alguien que un día se hubiera cernido sobre todas las ciudades de la tierra. Sus versos evocan una visión de grandes puentes, que no puede explicarse con ninguna experiencia que se le conozca. Y en una ocasión, en un poema que escribió casi en sueños, dijo que le tentaron con algo, como a Cristo, en las grandes alturas desde las que se ve el mundo.
Abajo, a una distancia más que imposible, como astros dispersados, había unas grandes manchas de luz, ciudades, sin duda, de la tierra. El Diablo las señaló.
—Son las grandes ciudades del mundo: aquella es Londres —y señaló una abajo, en la distancia—. Aquella es Berlín —y señaló otra—. Y aquella, allí, es París. Son manchas de luz en la oscuridad, y nosotros, en este puente, pasamos muy alto por encima de ellas, peregrinos del misterio y del conocimiento.
—¡Qué cosa tan pavorosa y tan bonita! ¿Qué es todo aquello de allá abajo?
—Aquello, señora mía, es el mundo. Este es el lugar desde el que tenté a su Hijo, Jesús, por incumbencia de Dios. Pero no dio resultado, como yo esperaba, porque el Hijo era más iniciado que el Padre, y estaba en contacto con los Superiores Incógnitos de la Orden. Fue una prueba, como se dice en lenguaje iniciático, y el Candidato se portó admirablemente.
—No lo he entendido bien. Entonces, ¿en realidad tentó a Cristo desde aquí?
—Así es. Está claro que, allí donde ahora hay un valle inmenso, entonces había una montaña. En el abismo también hay geología. Aquí, por donde estamos pasando, estaba la cima. ¡Cómo me acuerdo! El Hijo del Hombre me repudió como hiciera Dios. Seguí, porque era mi deber, el consejo y la orden de Dios: le tenté con todo lo que existía. Si hubiera seguido mi propio criterio, le habría tentado con lo que no existe. Así, la historia del mundo en general, y la de la religión cristiana en concreto, tal vez habrían sido diferentes. Pero, ¿qué pueden hacer contra la fuerza del Destino, arquitecto supremo de todos los mundos, el Dios que este creó, y yo, el Diablo territorial que, al negarlo, lo sustenta?
—Pero, ¿cómo puede sustentarse algo por negarlo?
—Es la ley de la vida, señora mía. El cuerpo vive porque se desintegra, sin desintegrarse del todo. Si no se desintegrara segundo a segundo, sería un mineral. El alma vive porque es tentada constantemente, aunque se resista. Todo vive porque se opone a algo. Pero, si yo no existiera, nada existiría, porque no habría a qué oponerse, como la paloma de mi discípulo Kant, que, al volar en el aire leve, pensaba que podría volar mejor en el vacío.
—La música, la luz de la luna y los sueños son mis armas mágicas. Sin embargo, por música no debe entenderse sólo la que se toca, sino también la que queda eternamente por tocar. Tampoco debe suponerse que al hablar de la luz de la luna sólo me refiero a la que emite la luna y convierte los árboles en grandes perfiles; existe otra luz de la luna, que el propio sol no excluye, y oscurece en pleno día lo que las cosas fingen ser. Solamente los sueños son siempre lo que son. Es el lado de nosotros en el que nacemos y en el que siempre somos naturales y nuestros.
—Pero, si el mundo es acción, ¿cómo puede ser que el sueño forme parte del mundo?
—Es que el sueño, señora mía, es una acción convertida en idea; y por ello conserva la fuerza del mundo y rechaza la materia, que es el estar en el espacio. ¿Acaso no es cierto que en nuestros sueños somos libres?
—Sí, pero despertarse es triste…
—El buen soñador no despierta. Yo nunca he despertado. Dudo incluso que el propio Dios no duerma. Ya me lo dijo una vez…
Ella lo miró sobresaltada y, de súbito, tuvo miedo, una expresión de lo más profundo del alma, que nunca había sentido.
—Pero, al final, ¿quién es usted? ¿Por qué va disfrazado así?
—Contestaré con una sola respuesta a sus dos preguntas: no voy disfrazado.
—¿Cómo?
—Señora mía, yo soy el Diablo. Sí, soy el Diablo. Pero no me tema ni se sobresalte.
Y, con una mirada fugaz de terror absoluto, en la que había un placer nuevo y vacilante, de repente, se dio cuenta de que era verdad.
—Así es, soy el Diablo. Pero no se asuste, porque soy realmente el Diablo, y por eso no hago daño a nadie. Algunos de mis imitadores, tanto en la tierra como sobre la tierra, son peligrosos, como todos los plagiadores, porque no conocen el secreto de mi forma de ser. Shakespeare, a quien inspiré muchas veces, me hizo justicia: dijo que yo era un caballero. Así que esté tranquila, pues está a salvo en mi compañía. Soy incapaz de pronunciar una palabra, de hacer un gesto que pueda ofender a una señora. Cuando no era así por mi propia naturaleza, Shakespeare me obligaba a serlo. Aunque, en realidad, no era necesario.
»Existo desde el principio del mundo y, desde entonces, soy un ironista. Ahora bien, como usted debe de saber, todos los ironistas son inofensivos, salvo si quieren usar la ironía para insinuar alguna verdad. Yo nunca he pretendido decirle la verdad a nadie, en parte porque de nada sirve y en parte porque no la conozco. Creo que mi hermano mayor, Dios todopoderoso, tampoco la conoce. Sin embargo, eso son asuntos de familia.
»Tal vez no sepa por qué la he traído hasta aquí, en este viaje sin objeto real ni propósito útil. No ha sido, como parecía que iba usted a pensar, para violarla ni para seducirla. Esas cosas suceden en la tierra, entre los animales, entre los que se incluyen los hombres, y parece que proporcionan placer, creo, según me han dicho ahí abajo, hasta a las víctimas.
»Además, no podría. Esas cosas ocurren en la tierra, porque los hombres son animales. Dada mi posición social en el universo, sería imposible, no porque la moral sea mejor, sino porque nosotros, los ángeles, no tenemos sexo, y esa es, al menos en este caso, la garantía principal. Así que puede estar tranquila, porque no le faltaré al respeto. Sé muy bien que hay otras formas de faltar al respeto accesorias e inútiles, como las de los novelistas modernos y las de la vejez. Pero incluso estas se me niegan, porque mi falta de sexo data del principio de todas las cosas, y nunca he tenido que pensar en ello. Dicen que muchas hechiceras han tenido relaciones conmigo, pero es falso; en realidad, han tenido relaciones con su propia imaginación, que, en cierto modo, soy yo.
»Así pues, esté usted tranquila. Corrompo, es cierto, porque hago imaginar. Pero Dios es peor; cuando menos, en un sentido, porque creó el cuerpo corrompible, lo cual es mucho menos estético. Los sueños, al menos, no se pudren. Pasan. Mejor así, ¿no es cierto?
»Eso significa el Arcano 18. Confieso que no conozco bien el Tarot, porque aún no he conseguido aprender sus secretos de las muchas personas del mundo que lo entienden a la perfección.
—¿Dieciocho? Mi marido tiene el grado 18 en la Masonería.
—De la Masonería, no: de un rito de la Masonería. Sin embargo, a pesar de lo que se ha dicho, no tengo nada que ver con la Masonería, y mucho menos con ese grado. Me refería al Arcano 18 del Tarot, es decir, de la clave del universo entero, de la que, además, mi conocimiento es imperfecto, como mi conocimiento de la Cábala, de la que los doctores de la Doctrina Secreta saben más que yo.
»Pero dejemos este tema, que es puramente periodístico. Recordemos que soy el Diablo. Seamos, pues, diabólicos. ¿Cuántas veces ha soñado conmigo?
—Que yo sepa, nunca —respondió María, sonriendo, mirándolo con los ojos muy abiertos.
—¿Nunca ha pensado en el Príncipe Encantado, en el Hombre Perfecto, en el amante inagotable? ¿Nunca ha sentido a su lado, en sueños, a alguien que la acariciara como nadie la acaricia, alguien que fuera suyo como si la incluyera en él, alguien que fuera padre, esposo e hijo a la vez, en una triple sensación que es sólo una?
—Aunque no lo entienda muy bien, sí, creo que lo he pensado y lo he sentido alguna vez. Cuesta un poco confesarlo, ¿sabe?
—Era yo, siempre yo, que soy la Serpiente (fue el papel que [me] adjudicaron), desde el principio del mundo. Mi papel consiste en tentar, pero, bien entendido, en un sentido figurado y vulgar, porque no vale tentar útilmente.
—Fueron los griegos quienes, al interponer la Balanza, convirtieron en once los diez signos originales del Zodíaco.
»Fue la Serpiente quien, por interposición de la crítica, convirtió realmente en doce la década original. […]
—Realmente, no entiendo nada.
—No entienda: oiga. Otros entenderán.
»(…) Mis mejores creaciones, la luz de la luna y la ironía.
—No es que sean cosas muy parecidas…
—No, porque yo no me parezco a mí mismo. Este defecto es mi virtud. Por eso soy el Diablo.
—¿Y cómo se siente?
—Cansado, principalmente, cansado. Cansado de astros y de leyes, y a veces con ganas de salir del universo y distraerme seriamente con nada. Ahora no hay vacío ni ausencia de razón; y recuerdo cosas antiguas (sí, muy antiguas) de los reinos de Edom, que existieron antes de Israel. Estuve a punto de ser rey de esos reinos, y hoy vivo en el exilio de lo que nunca tuve.
—Nunca tuve infancia, ni adolescencia, ni, por tanto, llegué nunca a la edad viril. Soy el negativo absoluto, la encarnación de la nada. Lo que se desea y no se puede obtener, lo que se sueña porque no puede existir, ahí se encuentra mi reino vano y ahí está establecido el trono que no me fue otorgado. Lo que podría haber sido, lo que debería haber existido, lo que la Ley o la Suerte no me concedieron, lo arrojé a manos llenas al alma del hombre, y esta se perturbó al sentir la vida viva con lo que no existe. Soy el olvido de todos los deberes, la incertidumbre de todas las intenciones. Los tristes y los cansados de la vida, tras despertar de la ilusión, alzan la mirada hacia mí, porque yo también, a mi modo, soy la Estrella Brillante de la Mañana. ¡Y hace tanto tiempo que lo soy! Otro vino a substituirme (…).
—La humanidad es pagana. Ninguna religión ha conseguido penetrarla. En el alma de un hombre vulgar tampoco reside el poder de creer en la supervivencia de esa misma alma. El hombre es un animal que se despierta, sin saber dónde, ni para qué.
»Cuando adora a los Dioses, los adora como si fueran amuletos. Su religión es un sortilegio. Así ha sido, así es y así será. Las religiones no son más que aquello que pasa de lo misterioso a lo profano, y no pueden ser entendidas como tal, porque, por naturaleza, no pueden ser algo profano.
Las religiones son símbolos, y los hombres entienden los símbolos, no como vida (que son), sino como cosas (que no pueden ser). Propician a Júpiter como si este existiera, nunca como si viviera. Cuando se derrama sal, se echa una pizca con la mano derecha por encima del hombro izquierdo. Cuando se ofende a Dios, se rezan unos cuantos Padrenuestros. El alma sigue siendo pagana, y Dios aún está por exhumar. Pocos han depositado la acacia (la planta inmortal) sobre el túmulo, para levantarlo después, llegada la hora. Pero esos son los que, por saber buscar, fueron elegidos para hallarlo.
»El hombre no difiere del animal más que en saber que no lo es. Es la primera luz, que no es más que oscuridad visible. Es el fin, porque es descubrir con la vista que se ha nacido ciego. Así, el animal se vuelve hombre por la ignorancia que nace en él.
»Son eras sobre eras, y tiempos tras tiempos, y sólo hay que andar sobre la circunferencia de un círculo que alberga la verdad en el punto del centro.
»El principio de la ciencia es saber que ignoramos. El mundo, que es el lugar donde estamos; la carne, que es lo que somos; el Diablo, que es aquello que deseamos: los tres, en un Momento Culminante, mataron al Maestro que íbamos a ser. Y aquel secreto que él guardaba, para que nos convirtiéramos en él, ese secreto se perdió.
—Yo también, señora mía, soy la Estrella Brillante de la Mañana. Ya lo era antes de que Juan hablara, porque hay un Patmos antes de Patmos, y misterios anteriores a todos los misterios. Sonrío cuando piensan (pienso) que soy Venus en otro esquema de símbolos. Pero, ¿qué más da? Todo este universo, con su Dios y su Diablo, con los hombres y las cosas que ellos ven, es un jeroglífico que quedará por descifrar eternamente. Soy, por menester, Maestro de la Magia: sin embargo, no sé qué es.
»La máxima iniciación acaba con la pregunta materializada de si hay algo que exista. El amor más elevado es un gran sueño, como aquel en el que nos encanta dormir. A veces, yo mismo, que debería ser un iniciado de alto grado, pregunto a la parte de mí que trasciende a Dios, si todos estos dioses y todos estos astros no serán más que sueños de sí mismos, grandes olvidos del abismo.
»No se asombre de que hable así. Soy poeta por naturaleza, porque soy la verdad que habla mediante el engaño, y toda mi vida, al final, es un sistema especial de moral, velado con alegorías e ilustrado con símbolos.
—No siempre —dijo ella riendo— tiene por qué haber una religión verdadera… Eso —dijo riendo más aún—, o entonces todas son falsas.
—Señora mía, todas las religiones son verdaderas, por más opuestas que parezcan entre sí. Son símbolos distintos de la misma realidad, son como la misma frase, expresada en varias lenguas; de modo que no se entienden los unos con los otros, pero dicen lo mismo. Cuando un pagano dice Júpiter y un cristiano dice Dios, están manifestando la misma emoción con distintos términos del intelecto: están pensando de forma distinta en la misma percepción. El reposo de un gato al sol es lo mismo que la lectura de un libro. Un salvaje contempla la tormenta del mismo modo que un judío a Jehová, un salvaje contempla el sol del mismo modo que un cristiano a Cristo. ¿Y, por qué, señora mía? Porque trueno y Jehová, sol y cristiano, son símbolos distintos de una misma cosa.
»Vivimos en este mundo de símbolos, en el mismo templo claro y oscuro…, oscuridad visible, por decirlo de algún modo; y cada símbolo es una verdad sustituible por la verdad, hasta que el tiempo y las circunstancias restituyan la verdadera.
—Corrompo, pero ilumino. Soy la Estrella Brillante y de la Mañana…, frase, por cierto, que ya ha sido aplicada dos veces, no sin criterio o conocimiento, a otro que no se parece a mí.
—Mi marido me dijo una vez que Cristo es el símbolo del sol…
—Sí, señora mía. ¿Y por qué no iba a ser verdad lo contrario, que el sol es el símbolo de Cristo?
—Usted lo vuelve todo del revés…
—Es mi deber, señora. No soy, como dice Goethe, el espíritu que niega, sino el espíritu que contradice.
—Contradecir es feo…
—Contradecir actos, sí… Contradecir ideas, no.
—¿Y por qué?
—Porque contradecir actos, por malos que sean, es estorbar lo que mueve el mundo, que es la acción. En cambio, contradecir ideas es dar pie a que nos abandonen, y caer en el desaliento y, de ahí, en el sueño, y, por tanto, pertenecer al mundo.
—Señora, hay tres teorías distintas con respecto a lo que sucede en este mundo: una es que todo es obra de la Casualidad, otra, que todo es obra de Dios, y, la tercera, que todo es obra de varias cosas, combinadas y entre- lazadas. En general, pensamos en función de nuestra sensibilidad, por eso todo se convierte en un problema del bien y del mal; hace mucho que soy objeto de muchas calumnias a causa de esa interpretación. Parece que a nadie se le ha ocurrido todavía que las relaciones entre las cosas —suponiendo que existan cosas y relaciones— son demasiado complicadas para que algún dios o diablo las explique, o ambos las expliquen.
—Soy el maestro lunar de todos los sueños, el músico solemne de todos los silencios. ¿Recuerda lo que ha pensado alguna vez al hallarse sola, frente a un inmenso paisaje de arbolados bajo la luz de la luna? No lo recuerda, porque pensó en mí, y, debo decirlo, en verdad, no existo. Si algo existe, no lo sé.
»Las aspiraciones vagas, los deseos fútiles, el tedio que nos produce lo vulgar, aún cuando lo amamos, los aborrecimientos de lo que no aborrece, todo ello es obra mía, y nace cuando me echo a la orilla de los grandes ríos del abismo y pienso que tampoco sé nada. Entonces, mi pensamiento desciende, efluvio vago, hasta las almas de los hombres, y ellos se sienten diferentes de ellos mismos.
»Soy el eterno Diferente, el eterno Aplazado, lo Superfluo del Abismo. Quedé fuera de la Creación. Soy el Dios de los mundos que antes fueron del Mundo, los reyes de Edom, que reinaron mal antes de Israel. Mi presencia en este universo es la de alguien que no ha sido invitado. Llevo conmigo recuerdos de cosas que no llegaron a ser, pero casi llegaron a ser. (Entonces reinaba la oscuridad, y no había equilibrio.)
»Sin embargo, la verdad es que no existo; ni yo, ni nada. Todo este universo, y el resto de universos, con sus diversos creadores y sus diversos Satanes (más o menos perfectos e instruidos) son vacíos dentro del vacío, nadas que giran, como satélites, en la órbita inútil de ninguna cosa.
—No hablo contigo, sino con tu hijo…
—No tengo ningún hijo… Es decir, voy a tenerlo dentro de seis meses, si Dios quiere…
—Con él es con quien hablo… ¿Dentro de seis meses? ¿Seis meses de qué?
—¡¿De qué?! Seis meses…
—¿Seis meses solares? Ah, sí. Pero el embarazo se cuenta por meses lunares, y yo mismo no puedo contar si no es por los meses de la Luna, que es mi hija, es decir, mi rostro reflejado en las aguas del caos. Con el embarazo y todas las porquerías de la tierra no tengo nada que ver, ni sé por qué gracia quisieron medir esas cosas con las leyes de la luna, que yo creé. ¿Porque no inventaron otro sistema? ¿Para qué necesitaba mi trabajo el omnipotente?
—Me han insultado y me han calumniado desde el principio del mundo. Hasta los poetas (amigos míos por naturaleza), que me defienden, no han sabido defenderme bien. Uno de ellos (un inglés llamado Milton) me hizo perder, junto con unos compañeros, una batalla indefinida que nunca llegó a entablarse. Otro (un alemán llamado Goethe) me dio el papel de alcahuete en una tragedia de medio pelo. Pero yo no soy quien creen que soy. Las iglesias me abominan. Los creyentes tiemblan al oír mi nombre. Pero, quieran o no, tengo un papel en el mundo. No soy el sublevado contra Dios, ni el espíritu que niega. Soy el Dios de la Imaginación, perdido, porque no creo. Soy yo quien hizo que, de niña, tuvieras aquellos sueños de juguetes; soy yo quien hizo que, ya hecha mujer, tuvieras que abrazarte de noche a los príncipes y a los dominadores que duermen en el fondo de esos sueños. Soy el Espíritu que crea sin crear, cuya voz es humo, y cuya alma es un error. Dios me creó para que yo lo imitara de noche. Él es el Sol, yo soy la Luna. Mi luz flota sobre todo cuanto es fútil o ha terminado, fuego fatuo, márgenes de río, pantanos y sombras.
»¿Qué hombre ha puesto sobre tus senos una mano que era la mía? ¿Qué beso te han dado que fuera como el mío? En aquellas grandes tardes cálidas, cuando soñabas tanto, que soñabas que soñabas, ¿acaso no viste pasar, en lo más profundo de tus sueños, una figura velada y rápida, la que te daría toda la felicidad, la que te besaría indefinidamente? Era yo.
»Soy yo. Soy aquel al que siempre has buscado y nunca podrás encontrar. Tal vez, en el fondo inmenso del abismo, el propio Dios me busque para que yo lo complete, pero la maldición del Dios Más Viejo (el Saturno de Jehová) pende sobre él y sobre mí, nos separa, cuando nos debería unir para que la vida y lo que deseamos de ella fueran una sola cosa.
»El anillo que llevas y amas, la alegría de un pensamiento vago, sientes que está bien en el espejo en que te ves, no te engañes: no eres tú, soy yo. Yo soy quien ata bien los lazos con los que se decoran las cosas, quien dispone con acierto los colores con [los que] las cosas se adornan. De todo cuanto no vale la pena, hago yo mi dominio y mi imperio, señor absoluto del intersticio y del intermedio, de lo que en la vida no es vida. Como la noche es mi reino, el sueño es mi dominio. Lo que no tiene peso ni medida, eso es mío.
—Los problemas que atormentan a los hombres son los mismos problemas que atormentan a los dioses. Lo que está abajo es como lo que está arriba, dijo Hermes Tres Veces Máximo, que, como todos los fundadores de religiones, se acordó de todo, menos de existir. Cuántas veces Dios me ha dicho, citando a Antero de Quental, «¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¿Y quién soy yo?».
»Todo es símbolo y atraso, y nosotros, los que somos dioses, sólo tenemos un grado más alto en una Orden, cuyos Superiores Incógnitos no sabemos quiénes son. Dios es el segundo en la Orden manifiesta, y no me dice quién es el Jefe de la Orden, el único que conoce (se conoce) los Jefes Secretos. Cuántas veces Dios me ha dicho: «Hermano mío, no sé quién soy».
»Tenéis la ventaja de ser hombres, y a veces, desde el fondo de mi cansancio de todos los abismos, creo que más vale la calma y la paz de una noche en familia, frente a la lar, que toda esa metafísica de los misterios a la que nosotros, los dioses y los ángeles, estamos condenados por esencia. A veces, cuando me asomo al mundo, veo a lo lejos, alejándose del puerto o regresando a él, las velas de los barcos de pescadores, y mi corazón siente una nostalgia imaginaria de la tierra en la que nunca he estado. Dichosos los que duermen en su vida animal, que es un sistema peculiar de alma, velado con poesía e ilustrado con palabras.
—Ha sido una conversación interesantísima…
—¿Esta conversación, señora mía? Pero si esta conversación, aunque haya sido tal vez el hecho más importante de su vida, en realidad nunca ha tenido lugar. En primer lugar, es bien sabido que yo no existo. En segundo lugar, como coinciden los teólogos, que me llaman Diablo, y los librepensadores, que me llaman Reacción, ninguna conversación mía puede ser digna de interés. Soy un pobre mito, señora mía, y, lo que es peor, un mito inofensivo. Sólo me consuela el hecho de que el universo (sí, esa cosa llena de varias formas de luces y vidas) es un mito también.
»Hay quien dice que todas estas cosas pueden esclarecerse a la luz de la Cábala y de la Teosofía, pero nada sé de esos asuntos; y Dios, a quien una vez hablé de ellos, me dijo que tampoco los comprendía muy bien, ya que pertenecían de forma exclusiva, en sus arcanos, a los grandes iniciados de la Tierra, que, por lo que he leído en libros y periódicos, han sido y son numerosos.
»Aquí, en estas esferas superiores, desde donde se creó y se transformó el mundo, nosotros, para decirle la verdad, no entendemos nada. A veces me asomo sobre la vasta tierra, me tiendo al borde de mi altiplanicie, que se encuentra sobre todas las cosas (la altiplanicie de la Montaña de Heredón, como ya he oído que se la ha llamado), y cada vez que me asomo, veo nuevas religiones, nuevas iniciaciones importantes, nuevas formas, todas contradictorias, de la verdad eterna, que ni Dios conoce.
»Confieso que estoy cansado del Universo. Tanto Dios como yo dormiríamos de buen grado un sueño que nos liberase de los cargos trascendentes con los que fuimos investidos, no sabemos cómo. Todo es mucho más misterioso de lo que se cree, y todo esto (Dios, el universo y yo) no es más que un falso refugio de la verdad inalcanzable.
—No imagina cuánto me ha gustado conversar con usted. Nunca he oído a nadie hablar así.
Habían salido a la calle, bañada con la luz de la luna, cosa en que ella no reparó. Se calló un momento.
—Pero, ¿sabe? (es curioso) ¿sabe realmente, y después de todo, lo que siento?
—¿Qué? —preguntó el Diablo.
Ella se volvió para mirarle con unos ojos repentinamente brillantes.
—¡Una gran pena por usted…!
Una expresión de angustia, como nadie creería que pudiera existir, pasó por el rostro y la mirada del hombre rojo. Dejó caer, de súbito, el brazo con el que enlazaba el de ella. Ella dio unos pasos, constreñida. Luego se volvió hacia atrás para decir cualquier cosa —no sabía qué, porque no había entendido nada— a fin de disculparse por el disgusto que había causado.
Se quedó atónita. Estaba sola.
Sí, era su calle, el extremo de la calle, pero aparte de ella, allí no había nadie. La clara luz de la luna daba, no en la salida del funicular, sino en las dos puertas cerradas de la cerrajería de siempre.
No, aparte de ella, allí no había nadie. Era la calle de día, vista por la noche. En vez del sol, la luz de la luna, nada más; una luz clara, muy normal, que mostraba las casas y las calles tal como eran. El claro de luna de siempre, de modo que se dirigió hacia su casa.