—Dígame una cosa, madre… Dicen que algunos recuerdos maternos pueden transmitirse a los hijos. Hay algo que me aparece constantemente en sueños y que no puedo relacionar con nada que me haya sucedido. Es el recuerdo de un viaje extraño, en el que aparece un hombre de rojo que habla mucho. Primero sale un automóvil, y luego un tren, y en ese viaje, el tren pasa por un puente altísimo, que parece dominar toda la tierra. Después hay un abismo y una voz que dice muchas cosas, que, si las oyera, quizá me dirían la verdad. Luego salimos a la luz, es decir, a la luz de la luna, como si saliéramos de un subterráneo, que está exactamente aquí, al final de la calle… Ah, es verdad, y en el fondo o al principio de todo, hay una especie de baile, o fiesta, donde aparece ese hombre de rojo…

María dejó sobre su regazo lo que estaba cosiendo. Y, volviéndose de cara a Antonia, dijo:

—Tiene gracia. Está claro que todo eso de los trenes y coches y todo lo demás es un sueño, pero, realmente, hay una parte de verdad… Fue aquel baile del Club Azul, en Carnaval, hace muchos años (sí, unos cinco), unos seis meses antes de nacer él. ¿Te acuerdas? Bailé con un muchacho cualquiera que iba vestido de Mefistófeles, y luego vosotros me trajisteis a casa con vuestro automóvil, y yo me quedé al final de la calle (donde él dice que sale del abismo…)…

—Ay, sí, hija, me acuerdo perfectamente… Nosotros queríamos dejarte en la puerta de tu casa, aquí, pero tú no quisiste. Dijiste que querías andar ese tramo bajo la luna…

—Eso mismo… Pero tiene gracia, hijo, que hayas acertado algunas cosas, que estoy segura que nunca te he contado. Bueno, claro, no tiene ninguna importancia… ¡Qué cosas tan curiosas son los sueños! ¿Cómo puede componerse una historia de esta manera, con cosas verdaderas (y que la misma persona no puede adivinar) y tantos disparates, como el tren y el puente y el subterráneo?

—¡Ingrata humanidad! Esa es la gratitud que mostráis al Diablo.[1]