MCMXCVI



¡Pasen y vean, damas y caballeros! ¡Bienvenidos al mayor espectáculo del mundo! ¡El Circo Mangante! ¡Recién llegado del misterioso continente africano! ¡Con enormes elefantes, feroces leones, habilidosos prestidigitadores y divertidos payasos! ¡Pasen y vean! ¡Sólo dos libras la entrada!

En la pista central hace su aparición el Gran Tartán con sus elefantes amaestrados. Véanlo persiguiéndolos por toda la pista mientras grita "¡Angagua! ¡Angagua!" y trata de lograr que hagan lo que él quiere. O, por lo menos, que se queden quietos y dejen de destrozar la pista (por favor, que alguien aparte a esos malditos bichos antes de que echen la carpa abajo como hicieron la última vez).

Ahora entran en escena los Fabulosos Monos Humanos, fantásticos acróbatas que realizarán las más complejas maniobras en el aire, sin red protectora. Comienzan a escalar con habilidad su poste mientras nuestros gallardos encargados retiran delicadamente a los elefantes del número anterior, que todavía danzan por aquí (¡he dicho delicadamente, maldita sea! ¡Cuidado con el poste! ¡El poste! ¿Cuál va a ser? ¡El de los Fabulosos Mo...! ¡Ay!).

Por favor, damas y caballeros, no se espanten. La rotura del poste estaba prevista. Es parte de la actuación. Parece real, ¿eh? (¡Que alguien llame a los enfermeros, rápido! ¡Y la próxima vez ponemos la maldita red protectora!).

Pero fíjense, damas y caballeros, en la pista número tres donde acaba de entrar Chitón, el Chimpancé Pistolero, y su bella ayudante Jane. Vean cómo dispara con asombrosa puntería contra los plátanos que ella coloca sobre su cabecita (y recemos por que esta vez el maldito mono afine esa asombrosa puntería, que ya llevamos tres bellas ayudantes). Chitón carga sus dos armas (ay), apunta al plátano (ay),... ¡Y dispara dos veces! ¡Y Jane sigue entera! Digooo... ¡Y el plátano ha sido reventado con el primer disparo, mientras que el segundo... ! (¿Dónde rayos ha ido el segundo disparo? ¿Dónde dices? Ah... Bueno, no importa. Después de la caída, a los Monos Humanos no les viene de una herida más).

¡Y entran en la pista número dos los Divertidos Payasos Cameron y Smith! Vean con qué gracia se estampan merengues en la calva y... y... y son arrollados por Tartán, que acaba de entrar en escena perseguido por los malditos elefantes que ya tendrían que estar en su jaula (¡sacad a esos bichos de aquí! ¡No me importa si hay que usar el látigo! ¡No, tampoco me importa si se usa con Tartán!).

Ejem...

Pero miren, damas y caballeros, las terribles abominaciones de la naturaleza que pueden encontrar en nuestra Sala de los Horrores. Vean al único ejemplar en cautividad que se conoce de un Guerrero Copito, el Africano Blanco. Vean al asombroso Guía Nativo que no Exagera al Hablar. Contemplen y espántense ante la Mujer Barbuda.

— ¡Oiga, más respeto! ¡Que yo sólo soy una espectadora! 

Uy, perdón... Con las prisas...

— Habrase visto...

Estooo... ¡Y hacen su entrada en la pista central los feroces leones! Con sus terroríficas fauces, con sus melenas, con sus... Con sus... (¡Eh! ¡Eh! ¿Eso son los leones? ¿Eso? ¿Que de qué me quejo? Para empezar, sólo hay uno. ¡Y, para seguir, eso es un gato! ¡Un maldito gato negro! ¿Queréis llevarme a la tumba o qué? ¡Sacad a ese minino de la pista antes de que...!).

Eeeh... ¡Jejejejejeeee! Qué divertida la actuación de los... esteee... ¡Los Payasos Felinos! Jejejejeee... ¡Un aplauso para ellos!

Y entra en la pista dos el Esotérico Mago Biggs. ¡No se pierdan su maravilloso truco final, en el que hará desaparecer ante sus ojos cuarenta kilos de fruta fresca! 

Redoble de tambores.

¡Atención, damas y caballeros! ¡Por fin, el número que todos ustedes habían estado esperando! ¡En la pista central ya sale... Stern el Lanzador de Cuchillos! Vean cómo arroja sus armas a blancos que no son mayores que un mosquito. Y ahora...

Redoble de tambores.

¡El número final!

Stern disparará tapándose uno de sus ojos, el izquierdo, para mayor dificultad. Y para aumentar el riesgo, esta vez el blanco será diferente. ¡Veamos la nueva diana!

Apartamos la cortina de encaje que la cubre y nos encontramos... ¡Con su mamá!

— ¡Sorpresa, hijito!


Stern despertó envuelto en sudores y en una gorguera.

Se incorporó y miró a su alrededor. Estaba dentro de su tienda, en el mismo lugar donde habían acampado la noche anterior. Notó cómo iba recuperando el aliento poco a poco. Vio que ya era de día y decidió levantarse.

Varios pensamientos confluyeron en su mente mientras se quitaba las arrugas de su traje de seda a rombos y se ponía los zapatitos de charol y el gorro con borla. Según sus cálculos ya no debía de estar muy lejos del Kilomanjares. Después de eso, una pequeña escalada y...

...Y aquellas pesadillas no volverían a aparecer. Por lo menos, eso era lo que esperaba. El Ídolo era una herramienta que le proporcionaba un poder increíble, pero a veces se pasaba con sus espectáculos sobrenaturales. Como herramienta empezaba a resultar algo insoportable. Las llaves inglesas, por ejemplo, se limitaban a apretar las tuercas cuando uno quería. No se le aparecían a uno en sueños con un bombín y un monóculo, bebiendo té y diciendo: "Querwidou, deberwías usarme parwa aprwetar tuercas. Te darwía un poder incrweíble". Y, desde luego, tampoco le cambiaban a uno la forma de la ropa.

Pero Stern seguía conservando el control. Mientras supiera que el Ídolo era algo de lo que se podía aprovechar, mientras se acordara de tomar de él lo que necesitara sin dar demasiado a cambio, seguiría siendo el dueño de la situación. Y él, Hardy Stern, haría lo que quisiera. Ningún trozo de piedra esculpido con una forma graciosa dirigiría su destino.

Sin saber por qué, se puso a cantar una extraña canción.

— Había una vez... Un cir-co.


En el exterior del campamento los esclavistas estaban reunidos en corro, susurrando entre ellos. Habida cuenta de su colorista nueva indumentaria, aquello parecía un cuadro cubista pintado por un daltónico al que le sobraban cuatro tubos de naranja. Daba la impresión de que todo un parterre de flores silvestres había asesinado al jardinero y ahora realizaba el baile de la victoria alrededor de la hoguera.

Stern salió de su tienda dando zancadas con los brazos abiertos y una ridícula sonrisa en la cara, mientras gritaba:

— ¿Cómo están usted...? —el líder de la expedición se dio cuenta de la expresión con que lo miraban todos los ojos de aquel círculo de psicodelia y se detuvo a mitad de la frase—. Ejem... Esto... Hola.

Aquel maldito tesoro indígena iba a tener que lucirse mucho si quería que Hardy olvidara todas las afrentas.

Y ahora que lo mencionaba...

Stern volvió rápidamente a su tienda. Los esclavistas se miraron entre ellos; algunos tragaron saliva de forma sonora. Stern salió lentamente de su tienda.

— ¿Biggs? —dijo, con una calma tan absoluta que hacía pensar que el huracán Katrina estaba escondido detrás de los arbustos conteniendo la risa.

— Eeeh... ¿Sí, señor? —respondió el capataz, acercándose al paso vacilante de quien desea obedecer a su respetado jefe pero está dispuesto a batir los récords mundiales de velocidad en cuanto éste dé señas de ir a ponerse nervioso otra vez.

— ¿Has visto el tesoro?

— Eeeh... ¿Tesoro, señor?

— Sí, Biggs. El tesoro indígena. Mi tesoro. Una estatua de un humano bajito y paticorto que estaba en mi tienda cuando me fui a dormir ayer. Una estatua que no está donde la dejé —Biggs comenzó a sudar, pues el metafórico huracán comenzaba a ser visible en lontananza—. Una estatua a la que nunca he visto salir a estirar los huesos, por lo que dudo que pueda moverse sola. Biggs, deja de mirar de reojo a los demás. ¿Por qué me da la impresión de que sabes dónde está mi tesoro? ¿Por qué me da la impresión de que todos menos yo sabéis dónde está? ¿Por qué me da la impresión de que voy a tener que sacar el frasco de agua de colonia y buscar un hormiguero?

El capataz se aprestó a interrumpir aquella poco halagüeña línea de pensamiento.

— ¡Nonononono, señor! ¡No es necesario, señor! ¡Sabemos lo que ha pasado con la estua... con la eusta... con el Ídolo, señor!

— ¿Y bien, Biggs?

— ¡Lo tiene Kimbal, señor!

— ¿Kimbal? ¿El doctor?

Biggs asintió. Nadie tenía demasiado aprecio por el doctor de la expedición, cuyos métodos normalmente eran peores que las enfermedades, pero todos sabían que él era necesario. Incluso después de haberle pedido que te extirpara una muela casi sin sufrimiento —la palabra "dolor" se quedaba corta—, incluso después de probar sus pestilentes medicinas que hacían que nunca más te quejaras de estar enfermo, todos sabían que el doctor era alguien imprescindible. Nunca se sabía cuándo ibas a necesitar un torturador...

— ¿El doctor tiene mi tesoro, Biggs?

— Eeeh... Sí, señor.

Hardy Stern perdió finalmente la compostura.

— ¡Kimbal tiene mi tesoro! ¡Mi tessssoro! ¡Kimbal trampón! ¡Nos ha robado, ssssí, nos ha robado el tessssoro! ¿Qué tiene en el bolsillo? ¡Nuestro tessssoro, tiene! ¡Nuestro regalo de cumpleaños!

Stern calló de golpe, notando una vez más la afilada mirada de sus hombres. Era una mirada que prometía frases tranquilizadoras, una camisa de fuerza y reconfortantes duchas frías.

— Eeeh... ¿Está bien, señor?

— Sí —mintió Stern—. Perfectamente.

— Eeeh... Entonces... ¿Se pondrá usted de pie?

Hardy se dio cuenta de que estaba en el suelo, a cuatro patas, con los ojos todavía hinchados y la piel ligeramente más pálida de lo normal. Y, ¿por qué tenía ganas de comer pescado crudo?

— Sí —dijo, con determinación, mientras se incorporaba—. Claro.

Nota mental: En el futuro no utilizar herramientas más sobrenaturales que un destornillador, ni más inteligentes que el mocasín común.

— Ejem... ¿Y cómo ha pasado?

— Pues... Kimbal entró en su tienda esta mañana, lo cogió y se escapó con él gritando como un loco, señor.

— ¿Me estás diciendo... que visteis... cómo el doctor se lo llevaba... y no lo impedisteis?

— Eeeh... Sí, señor —respondió el capataz, quien por algún motivo preveía que su futuro tenía forma de clavo al rojo vivo perfumado. Pero Stern respiró hondo y mantuvo el control repitiendo el mantra "yo soy el dueño de la situación, un trozo de piedra no dirige mi destino".

— Entonces... ¿Puedo preguntar, si no es mucha descortesía, por qué demonios no habéis impedido a ese maldito matasanos que robara la estatua?

— Eeeh... Es que Kimbal nos dijo que si le cogíamos el Ídolo seríamos quemados en vida por él.

— ¿Y creísteis esa estúpida excusa? —berreó el jefe de esclavistas, convencido de que todos menos él se habían vuelto locos.

— Eeeh... Sí, señor.

¿Y por qué? —chilló, las amígdalas intentando escapar de la zona de guerra en que se había convertido su garganta y solicitando asilo en la cavidad nasal.

— Parecía muy seguro de lo que decía, señor.

— ¿Parecía muy seguro? —repitió Stern, al borde del síncope.

— Eeeh... Sí, señor. Porque el Ídolo lo estaba incinerando a él con llamas de dos metros, señor.

Stern fue a replicar, pero quedó con la boca abierta. Su enfado se disipó súbitamente.

— Ah... —dijo, sin saber qué más añadir.

De modo que era aquello. El Ídolo no iba a permitir que lo robaran. Había escogido a Stern. Por eso había atacado a Kimbal. Por eso las pesadillas habían sido más fuertes aquella noche. El Ídolo estaba avisando a Stern de que algo malo pasaba.

Tenía que recuperarlo.

Hizo acopio de la energía que le quedaba y gritó a sus hombres:

— Escuchen, señoras y señores. Un fugitivo lleva huido noventa minutos. La velocidad media campo a través si el ídolo indígena no lo ha transformado en restos de barbacoa es de seis kilómetros por hora. Eso nos da un radio de nueve kilómetros. Lo que quiero de cada uno de ustedes es una búsqueda exhaustiva. De cada gasolinera, residencia, almacén, granja, gallinero, cobertizo y caseta de perro de esa zona. Habrá controles cada veinte kilómetros. El nombre del fugitivo es doctor Richard Kimbal. Cójanle.

Nadie se movió del sitio, excepto un esclavista que fue a ver si por casualidad tenían alguna camisa de fuerza entre sus nuevos ropajes.

— Necesito una copa —musitó Stern. Dicho esto, se metió de nuevo en su tienda.


En el principio del tiempo, los Grandes Espíritus crearon el mundo. Empezaron alzando la tierra y llenando mares, ríos y lagos. Después cubrieron todo aquello con el cielo y ordenaron al Padre Sol y a la Madre Luna que protegieran incesantemente tan vastos territorios de caza. Diseminaron las estrellas y las nubes, las colinas y las montañas, los valles y los bosques. Poblaron toda aquella creación con las más variadas formas de vida. Hicieron crecer baobabs, elefantes, peces, pájaros, mosquitos, leones, cocodrilos, serpientes y hienas. Y seres humanos, claro.

Entonces se dieron cuenta de que todavía les quedaba un trozo de mundo bastante grande por amueblar y el único material que les quedaba en el almacén era piedra. Así que dejaron caer desordenadamente algunas rocas por allí y dijeron: "Bueno, qué más da. Con todo lo que hemos hecho, nadie se va a fijar en esta chapuza".

Precisamente aquél era el terreno que estaban recorriendo Angagua, Jane, Gayumbo y Yuyu.

El elefante, tan meditabundo como siempre, estaba pensando que no le parecía buena idea ir de cabeza a la aldea Masayá. Si aquellas mujeres eran llamadas "brujas", sería por algo. Sin embargo, dado que Yuyu estaba muy seguro de sí mismo y Angagua lo admiraba secretamente, el proboscídeo prefirió no ser él quien sembrara la semilla del miedo en el grupo. No hizo comentario alguno sobre lo que pensaba.

Jane se lamentaba de haberse quedado sin papel para tomar notas. Con todo lo que estaba viviendo iba a tener material periodístico suficiente para el mayor reportaje de la historia del Times. El reportaje más completo sobre la vida en África. Eso interesaría a los lectores, sin duda alguna. Incluso podía escribir un libro sobre su viaje, si quería. Aunque, claro, dado el nivel medio de seriedad de las aventuras que estaba viviendo, tendría que ser forzosamente un libro de humor.

Gayumbo estaba preocupado. Conocía a las Masayás únicamente por referencias, pero no tenía demasiada confianza en que fueran a prestarles su ayuda porque sí. Las Masayás tenían fama de ser muy extrañas y, sobre todo, impredecibles. Sus reacciones para con los forasteros parecían variar entre el Grado 10 —"Devoción Únicamente Debida a los Grandes Espíritus"—y el Grado 0 —"Oh, Grandes Espíritus, Aceptad Este Sacrificio"—, según las vibraciones psíquicas que captaban las brujas, las conjunciones de los astros en el firmamento, los patrones del vuelo de los pájaros o si había salido cara en vez de cruz.

Yuyu meditaba, concentrando en ello cada fibra de su ser como le había enseñado su maestro. Era difícil saber los pensamientos que surcaban su mente, que tal vez analizaba los acontecimientos pasados para poder anticiparse al futuro, o quizá se unía con la Naturaleza para potenciar al máximo la magia chamánica que iba a necesitar próximamente. Pero Yuyu tenía un problema de vegetaciones y eso significaba que sus meditaciones no dejaban meditar a los demás. Ni siquiera con el Ritual Yemeyé.

Así que nadie habló mucho hasta que llegaron al poblado.

"Las Masayás son especiales", había dicho Yuyu, "En su tribu no mandan los hombres. La aldea Masayá está dirigida por un matriarcado. Los hombres están sometidos a las órdenes de las mujeres, porque ellas tienen poderes ocultos y terroríficos. Todos los varones obedecen sin discutir lo que dicen las matriarcas, porque están convencidos de que ellas son mucho más valiosas que ellos para la supervivencia de la tribu. Si una matriarca Masayá ordena a un hombre que luche contra un enemigo, aunque esto suponga una muerte segura, el hombre obedecerá sin dudarlo hasta entregar su última gota de sangre. Pero, de todas maneras, las Masayás no tienen enemigos declarados, porque nadie conoce exactamente hasta dónde alcanzan sus poderes mágicos".

Angagua se detuvo bruscamente, cosa que provocó una sacudida que desper... interrumpió las meditaciones de Yuyu. Abrió los ojos y miró lo que tenía ante sí, un tanto asombrado.

Estaban en la aldea Masayá.

Algunas cabañas se apoyaban contra las rocas. Otras estaban separadas de las pétreas prominencias del terreno. Todas eran circulares o semicirculares y de dimensiones enormes incluso para alguien que no fuera del tamaño de un Pigmento. Al verlas, quedaba claro por qué no había árboles en los alrededores: Habían sido sacrificados para construir las chozas Masayás. Eran chozas recias, compactas. Y, sobre todo, habitadas.

Los varones fueron visibles muy pronto, pues en cuanto habían notado la intromisión en su territorio habían salido para defenderlo,... aunque no parecían tener el físico necesario para tales pretensiones. Eran delgados, frágiles y bajitos. Las lanzas que portaban apenas pasaban de ser hermanas mayores de los palillos. Su actitud tampoco era demasiado feroz. De hecho, hubo un momento en que a Gayumbo se le escapó un estornudo y todos los Masayás retrocedieron un par de metros (salvo uno que retrocedió un par de kilómetros, lloriqueando). Eran débiles, sí. Pero eran muchos. Y detrás de ellos se estaban desplegando sus mujeres.

Las brujas Masayás.

Al contrario que sus hombres, las Masayás eran corpulentas y musculosas. Su mirada ardía con el amenazador Fuego Primigenio que forjó el universo. Aunque no hubieran sabido lo de sus poderes sobrenaturales —y lo sabían— ni Gayumbo ni sus amigos se habrían atrevido a iniciar hostilidades contra las poseedoras de tan aterradora mirada... y tan desarrollados bíceps.

Mientras las y los Masayás se colocaban alrededor de Angagua, sus jinetes mantuvieron un respetuoso y pacificador silencio.

Entonces Jane hizo una pregunta.

— ¿Eso que llevan no son rodillos de cocina?

— No —respondió Yuyu—, son los famosos Cetros Sagrados de Poder de las matriarcas Masayá.

— Pues a mí me parecen rodillos de cocina...


Para comprender cómo pudieron Stern y sus hombres seguir tan rápidamente el rastro al doctor Kimbal tal vez sean necesarias ciertas explicaciones previas.

En primer lugar, Hardy Stern conocía a sus hombres. El esclavista no contrataba a cualquiera que quisiera ganarse algún dinerillo fácil con la trata de blancas. Elegía personalmente a los miembros de la expedición basándose en su carácter, que debía cumplir unos estrictos requisitos. Esto, añadido al hecho de que Stern se vanagloriaba de ser un gran conocedor del espíritu humano, hacía que le resultara muy sencillo anticiparse a los movimientos del evadido médico de la expedición, de intuir sus acciones incluso antes de que éste las hubiera llevado a cabo.

Por otro lado, todavía había una docena de supervivientes del grupo de esclavistas original. Por consiguiente, podían permitirse el lujo de avanzar en abanico si lo deseaban, buscando cualquier indicio que los ayudara a localizar al ladrón de ídolos mágicos robados. Esto, llegado el caso, podía contribuir a reducir el tiempo de búsqueda drásticamente.

Además, todos los hombres leales a Stern —así como él mismo— eran veteranos de los territorios africanos. Conocían su vegetación, sus animales, sus senderos. Eran capaces de descubrir marcas en el camino que a cualquier otro le hubieran pasado inadvertidas. Para no ser encontrado por tan hábiles rastreadores hacía falta ser una mezcla entre un maestro ninja, un mosquito y Casper el fantasma amistoso.

Y, por último, si robas un ídolo mágico que te hacer arder cual fundición de acero y escapas entre la reseca maleza en pleno verano de África, la verdad es que dejas unos rastros bastante fáciles de seguir.

De hecho, en ocasiones Stern y sus hombres tuvieron que apagar algunos fuegos para poder ir por el carbonizado camino que había tomado Kimbal.

Sin embargo, no fue al doctor al primer ser humano que encontraron. El primero fue un explorador solitario.

Estaba mirando con extrañeza los rastros ennegrecidos de lo que hasta hacía unas horas había sido vegetación. Cuando los esclavistas lo encontraron, miró al grupo y se dirigió a Hardy Stern directamente. Sin embargo no fue para presentarse. Aunque hablaba el perfecto inglés de cualquier hijo de la Gran Bretaña, la frase que dijo causó perplejidad entre los rastreadores. Era una frase a la vez afirmación y pregunta. Las palabras que pronunció mientras le tendía la mano a Stern fueron, literalmente:

— El doctor Livingstone, supongo.

— ¿Cómo dice? —respondió Stern.

El extraño pareció decepcionado y bajó la mano.

— ¿Usted tampoco es el doctor Livingstone?

— ¿Yo? No —el esclavista volvía a tener la preocupante sensación de que todos habían perdido el juicio menos él. Y ésa era una sensación realmente preocupante, porque Stern sabía que su cordura en aquellos momentos era tan de fiar como una góndola de papel en el Diluvio.

— Ah. ¿Y alguno de sus compañeros puede serlo?

— Tampoco —Stern decidió dejarse de tonterías e ir al grano; tal vez aquel hombre había visto a Kimbal, así que le preguntó— ¿Lleva mucho tiempo aquí?

— Treinta años.

— ¿Cómo dice?

— Treinta años —repitió el extraño—. Aunque la mayor parte del tiempo la he pasado en Gran Bretaña. Pero —continuó, con una sonrisa que supuestamente le convertía en alguien de gran ingenio y sumamente gracioso— si se refería a cuánto tiempo llevo ante estos hierbajos quemados, pues,... más o menos un ratito —entonces señaló al rastro churruscado—. ¿Sabe si esto es un fenómeno natural en este lugar?

Stern hizo caso omiso a la voz que le pedía que hiciera como los demás y enviara la cordura de vacaciones a las Antillas, y siguió dirigiendo el sutil interrogatorio. Era lo único sólido a lo que aferrarse.

— Si lleva... "más o menos un ratito"... aquí... tal vez pueda ayudarnos... Estamos buscando a nuestro doctor.

El explorador asintió en un gesto de complicidad, comprendiendo lo que Stern quería decir.

— Livingstone, supongo —respondió.

— No, Kimbal.

El extraño se extrañó.

— ¿Kimbal, supongo?

Una ceja de Stern se alzó por propia iniciativa.

— ¡Yo qué sé lo que supone, pero se llama Kimbal!

— ¿Quién, el doctor?

— Sí.

— ¿Livingstone?

— ¡Kimbal!

— Mucho gusto, yo soy Stanley. ¿Ha visto a Livingstone, Kimbal?

Hardy meditó la respuesta, porque empezaba a tener serias dudas de si se llamaba Stern, Kimbal, Livingstone o Estrellita Castro.

— Yo... no... soy... Kimbal —dijo, reflexivo, jugándose el todo por el todo en la afirmación.

— Oh, vaya. Cuánto lo siento —respondió el extraño educadamente—. Yo tampoco. Es una lástima este jaleo de los nombres, ¿verdad?

— ¿Sí? —aventuró Stern mientras sus hombres seguían la conversación como si fuera un partido de tenis.

— Sí. Por ejemplo, está el de Livingstone. Uno diría que es fácil encontrar a alguien con este nombre en África, ¿verdad? Después de todo, no puede haber demasiadas personas llamadas "Livingstone" por aquí.

— ¿Sí? —Stern había decidido dejarse llevar, sin escuchar realmente la conversación. Era lo más seguro.

— Sí. Y eso fue precisamente lo que me dijeron en el Herald: "Ve a buscar a Livingstone", dijeron. "No te costará mucho", dijeron. "Seguro que será el primer hombre blanco que te encuentres allí", dijeron. Así que yo voy y me lo creo. Incluso me preparo una bonita frase histórica para el momento: "El doctor Livingstone, supongo". Es buena, ¿verdad? Mezcla la flema británica y el humor más sutil, como si no importara mucho haber ido a buscar a vaya-usted-a-saber-qué explorador desaparecido vaya-usted-a-saber-dónde.

— ¿Sí?

— Sí. Y yo voy y suelto la frase al primer hombre blanco que me encuentro. Y, ¿sabe lo que me dice el tío?

— ¿Sí?

— Me dice, me dice, "¿mande?". ¿Se imagina? ¡Acuño una frase histórica y me responden "mande"! Claro, luego me dijo que no era Livingstone. Ni él, ni los otros diecinueve. Y usted y sus hombres, tampoco. Estoy empezando a pensar que debería preguntar también a los indígenas. ¿Usted qué cree?

— ¿Sí?

— En fin, me gustaría quedarme a charlar, pero todavía tengo mucha África que registrar. Espero que usted tenga más suerte con su doctor que yo con el mío. ¡Adiós!

— ¿Sí?

El reportero se marchó, dejando a los esclavistas en el mismo lugar donde los había encontrado. Allí se quedaron bastante tiempo. Exactamente hasta que tumbaron a Stern a la sombra, le dieron un vasito de agua, le susurraron palabras bonitas, le hablaron de su mamá y lograron que dejara de responder "¿sí?" a cualquier cosa que le dijeran. Entonces siguieron la búsqueda del fugitivo doctor Kimbal.

Respecto al misterioso caballero que tal desbarajuste neuronal había provocado a Stern, hay que comentar una cosa. Todo el mundo sabe que cuando Stanley finalmente encontró a Livingstone le dijo: "El doctor Livingstone, supongo". Lo que la historia no nos ha transmitido es que cuando éste respondió "pues sí", Stanley musitó entre dientes: "Ya era hora, jolines".


Resultó que las Masayás aceptaron con una fría cordialidad a los visitantes. Incluso con dos frías cordialidades. Hacía tanto tiempo que no recibían visitas voluntarias (las víctimas para inmolaciones no contaban, claro), que las matriarcas permitieron que la curiosidad se impusiera a la seguridad. De todos modos, tampoco era como si aquellos dos hombrecitos y la extraña mujer pálida que los acompañaba fueran a suponer algún peligro. De los recién llegados a la aldea, quien más preocupaciones bélicas podía despertar era Angagua; pero como en aquel momento se dedicaba discretamente a terminar el proceso digestivo detrás de una roca, nadie le prestaba mucha atención.

Las Masayás no dejaron que sus huéspedes —Gayumbo rezaba por poder ser considerados como tales y no como futuros adornos de pared; y no lo decía porque sí, había visto el interior de una de las chozas— se explicaran. Los acompañaron a la mayor de las cabañas y, gran honor para unos varones, les concedieron una improvisada audiencia ante el Consejo Supremo de la tribu Masayá. Que era una gruesa mujer llamada Abunda.

— La Madre Tierra nos avisó de que vendríais —explicó, desde sus dos tronos adosados—. Nos dijo que pediríais respuestas a algo para lo que la respuesta no éramos nosotras sino vosotros, pues, según dijo, la respuesta a una pregunta está en la misma pregunta y no en la respuesta a otras preguntas no formuladas.

Yuyu, Gayumbo y Jane se miraron discretamente entre ellos y se volvieron hacia las demás Masayás que había en la choza, a ver si alguna hacía de intérprete. Abunda se encogió de hombros y prosiguió.

— La verdad, a veces no hay quien entienda a la puñetera Madre Tierra. Por eso ya nadie habla con ella. Pero bueno, lo cierto es que nos dijo que vendríais y así ha sido. A ver si el significado del resto lo descubrimos ahora. ¿Qué tal si empezamos por quiénes sois? Aparte de lo obvio, claro —dijo, señalando con un gesto vago la estatura y los tatuajes de los dos Pigmentos.

Yuyu se nombró portavoz del grupo. Gayumbo sabía que su maestro tenía la misma habilidad innata para la diplomacia que veinte hienas con urticaria a dieta de aceitunas rellenas. Por eso comenzó a pensar cómo convencería a las Masayás de que, a pesar de que tenían los mismos tatuajes e idéntica complexión física, su maestro y él no se conocían de nada y habían coincidido por casualidad en el lomo de un elefante que iba hacia la aldea Masayá.

— Nosotros —dijo Yuyu— somos enviados de la tribu de los Pigmentos. Hemos realizado un largo viaje sólo para veros, pues sabemos de vuestra inmensa sabiduría que abarca todo lo conocido y lo desconocido.

Gayumbo suspiró, aliviado. Su maestro lo había hecho mejor de lo que pensaba. Aunque el verbo correcto habría sido "temía".

— ¿Y la mujer? —preguntó Abunda, señalando a Jane.

— ¿Quién? —se desconcertó Yuyu— ¡Ah, ella! Sólo nos acompaña, no importa. 

La temperatura del lugar bajó veinte grados.

— ¿No importa? —dijo, pausadamente, el monopersonal Consejo Supremo Masayá.

Gayumbo se llevó una mano a la cara.

— No —respondió Yuyu, sin darse cuenta de que sus palabras eran el equivalente de una cerilla en un almacén de pirotecnia—. Sólo es una mujer blanca que nos acompaña.

— ¿Sólo es una mujer? —repitió Abunda, inclinándose hacia Yuyu.

"Es curioso, pero lo último que recuerdo es que estaba en mi aldea, la de los... los Pintados, que somos muy parecidos a los Pigmentos, y luego me desperté y estaba en un elefante en el que viajaban este estúpido anciano y esta maravillosa e inteligentísima mujer a la que por supuesto admiro, como a todas las mujeres. Pero no los había visto antes para nada. Además...".

— Me llamo Jane —intervino la joven antes de que Yuyu, que había abierto la boca, pudiera contestar—. Vengo de las tierras del hombre blanco. Me encontré por casualidad con estos dos mientras volvía a casa a lomos de mi elefante y permití que se creyeran superiores. Para poder utilizarlos mejor. Porque estos dos hombres parecen débiles, pero son el chamán de los Pigmentos y su aprendiz. Consideré que eran apropiados para mi viaje.

— Ah, los has utilizado —se tranquilizó Abunda, echándose atrás en sus tronos y provocando con ello el grito de clemencia de decenas de juncos—. Ya me parecía. Desde luego, un simple hombre no podría haber hecho un viaje tan largo sin ayuda. ¿Y dices que es un chamán? ¡Eso es una tontería, mujer! ¡Qué sabrán los hombres de chamanismo!

Gayumbo comenzaba a pensar que Abunda y Yuyu eran más parecidos de lo que había creído en un principio. Esperó que a la obstinación de su maestro no le diera por hacer una visita de cortesía, porque lo último que necesitaban en aquel momento era que el anciano se empecinara en expresar sus ideas sobre el papel de las mujeres en la sociedad moderna. Se giró para ver cómo se estaba tomando Yuyu todo aquello. Y se aterrorizó al ver que tenía el ceño fruncido y se disponía a hablar.

— De hecho —empezó—... ¡Au!

El anciano calló de golpe al recibir el poco sutil codazo de su aprendiz.

— De hecho —siguió Jane, reconduciendo la Riada Masculina de la Tozudez al Embalse Femenino de la Sensatez—, por extraño que parezca, en la tribu de estos dos hombres son considerados chamanes. Aunque, por supuesto, sólo se aprovechan de la superstición de los débiles.

Esta afirmación provocó un coro de asentimientos entre las Masayás y una fulminante mirada de orgullo herido procedente de Yuyu.

— Consejo Supremo —intervino una de las matriarcas reunidas, con un guiño de complicidad que no pasó inadvertido a Gayumbo—, si esto es cierto podría suponer una ventaja... adicional.

— Tienes razón, Oronda —asintió el Consejo Supremo, mientras el joven Pigmento se preguntaba "¿adicional a qué?"—. Tienes razón. Pero nuestros invitados todavía no nos han dicho qué pregunta querían hacernos...

Nadie dejó que Yuyu hablara. Cuando hizo ademán de intentarlo, Gayumbo le tapó la boca y Jane rompió rápidamente el silencio:

— Lo que nos ha traído aquí en pos de vuestra sabiduría es que el Ídolo Mangante ha sido robado por hombres blancos y...

Jane se detuvo al ver la expresión de Abunda. Era una mezcla entre furia y asombro. Miró al resto de mujeres y descubrió que tenían el mismo envaramiento súbito.

— ¡El Mangante ha sido robado! —exclamó una Masayá llamada Hamona.

— Eso lo explica todo... —dijo Abunda, asintiendo.

— ¿Explicar? —preguntó Jane.

— El desorden del mundo espiritual —aclaró el Consejo Supremo—. Los muertos están volviendo a la vida. Criaturas desaparecidas vuelven a caminar por la tierra y buscan una manera de quedarse para siempre. Hay un caos inexplicable en los números de los capítulos. Lo que conocemos como realidad se está resquebrajando. Otros mundos se filtran en el nuestro. Por supuesto, era imposible que unos simples hombres supieran esto, aunque se hagan llamar chamanes. Pero —y con esta breve palabra logró que los instintos primarios de Gayumbo le gritaran que volviera a su madriguera o subiera al árbol más alto que encontrara— se suponía que los Pigmentos eran los encargados de velar por la seguridad del Templo Mangante.

— ¡Esto demuestra que no se puede dejar nada en manos de los hombres! —apostilló, despectiva, Oronda.

— Sin embargo —defendió Jane—, están intentando corregir su error. Gayumbo y Yuyu han venido en busca de vuestra sabiduría para que les digáis dónde pueden encontrar a los hombres blancos que robaron el Ídolo. Así dejarían las cosas como antes, ¿no?

Las Masayás se mantuvieron en silencio.

— ¿No? —repitió la reportera, preocupada.

— Puede ser —respondió Abunda tras meditar sobre ello—. Puede ser.

— Entonces —dijo Yuyu, que se había cansado de no interrumpir—, ¿nos vais a ayudar o no?

Abunda sonrió, cosa que extrañamente logró un efecto más terrorífico que cualquier mirada furibunda.

— Lo haremos —dijo, finalmente—. Ayudaremos a nuestra nueva familia.

— ¿Familia? —preguntó Jane.

— Sí. Los Pigmentos. Porque a cambio de los servicios de nuestra hechicería, él —señaló a Gayumbo— se casará con una de nosotras y vivirá aquí por el resto de su vida.


El doctor Richard Kimbal estaba ardiendo. De algún modo, la magia del Ídolo Mangante lo había mantenido con vida. Lo encontraron de pie, esperándolos, con una mirada nerviosa de lunático en la cara, el Ídolo en la mano izquierda y un revólver en la derecha. Apuntando a la sien del Mangante.

— ¡Si os acercáis más, lo mataré! ¡No bromeo! —gritó, mirando rápidamente de un lado a otro.

Los esclavistas se detuvieron a una señal de su líder. Todos apuntaban al doctor con sus armas, esperando en silencio la orden de atacar.

— No se puede matar a un pedazo de piedra —replicó Stern pistola en mano, casi exasperado porque le había costado mucho recuperar su salud mental y todo el mundo se empeñaba en volvérsela a quitar.

Como si notara la presencia tranquilizadora de su amo, el Ídolo Mangante apagó lentamente las llamas con las que había cubierto al usurpador Kimbal. Con ello dejó al descubierto que, a pesar de que el doctor seguía con vida por ignotas razones, las llamas mágicas habían producido quemaduras bastante reales en su piel. El fugitivo miró a su ahora apagado cuerpo como si no diera crédito a sus ojos y sollozó.

— ¡No lo entiendes! —dijo— ¡Te está manipulando! ¡Nos manipula a todos! ¡Y cuando nos haya usado, nos destruirá! ¡No puedo permitirlo! ¡Cuando dispare, la piedra reventará y toda esta pesadilla habrá terminado!

Stern decidió adoptar un papel al que no estaba habituado: El de persona tranquilizadora. Lo hizo con la esperanza de que sus palabras hicieran desistir de su empeño al doctor y lo dejaran a él anclado en la deseada cordura.

— Lo único que hará el Ídolo es darnos poder, Kimbal. Cuando lleguemos a LA Fuente, toda una legión de espíritus estará bajo nuestras órdenes por haberles abierto el paso a este mundo. ¿No lo ves? ¡Imagina lo que podremos hacer con una tal fuerza! ¡El Emperador lo sabe y tiene miedo! ¡Por eso quiere destruirte! ¡Únete a mí y juntos gobernaremos la Galaxia, como padre e hijo!

Kimbal frunció el ceño, extrañado.

— ¿Qué?

Stern quedó un momento en silencio, mientras reordenaba sus pensamientos y le preguntaba mentalmente al Mangante si le importaría dejar de trastear con su cerebro, gracias, de nada.

— Quiero decir... Quiero decir que somos nosotros los que estamos manipulando el poder del Mangante. Le dejaremos llegar sólo hasta donde nosotros queramos. Eso. Sólo hasta ahí.

Lamentablemente, Stern podía ser un gran esclavista pero no habría triunfado como psicólogo en el Teléfono de la Esperanza. Kimbal leyó la duda en el rostro de su jefe y apretó con más fuerza el Ídolo, mientras amartillaba su arma y lloraba de desesperación. Entonces, justo cuando todo parecía perdido, el Ídolo logró establecer el vínculo mental con Stern que había estado buscando y le transmitió las palabras adecuadas.

— Si el Mangante es malvado, ¿por qué sigues vivo? —recitó, al dictado del artefacto mágico.

Una grieta se abrió en las convicciones de Kimbal.

— ¿Eh? —dijo.

— Sí. Dices que es malvado, pero te ha dejado seguir con vida hasta aquí. ¿Por qué? Podría haberte matado sin más. Pero ha dejado que sigas viviendo. ¿Por qué lo ha hecho?

La grieta se agrandó. Unos pedacitos de yeso de las convicciones cayeron al suelo.

— Eh... No lo sé.

— Deja de que te lo explique. El Ídolo sabía que tú dudabas de él y que pretendías destruirlo. Él sabía que tú estabas equivocado con respecto a su naturaleza. Por eso no te quiso hacer daño. Sabía que si tenías la posibilidad de hablar conmigo, yo podría hacerte ver la verdad. Así que dejó que lo robaras y me llamó para que viniera a sacarte de tu terrible confusión. El Ídolo no quiere destruirte, ni a ti ni a ninguno de nosotros. El Ídolo se ha portado como un buen amigo contigo.

La grieta partió por la mitad la pared maestra. Como pasa siempre en esos casos, el edificio se desplomó. Y causó una víctima.

— Eh... ¿De verdad crees eso? —dijo Kimbal, bajando Ídolo y revólver.

— No —respondió Stern, matando al doctor de un tiro en la cabeza.

El hombre se desplomó y el Mangante rodó medio metro, como si sufriera un "shock" y quisiera alejarse de su secuestrador. Stern cogió la estatuilla y le habló con un tono de seriedad absoluta.

— Ahora explícame por qué lo dejaste con vida.


Gayumbo había quedado asombrado. Luego, su asombro se había transformado en incredulidad. En aquel momento comenzaba a sentirse realmente furioso.

Las Masayás hablaban en serio. No ayudarían a recuperar el Ídolo —a pesar de la importancia que sabían que tenía— si Gayumbo no accedía a sus pretensiones matrimoniales. No sólo eso, sino que tampoco permitieron discusión alguna. Sin dejar que Gayumbo diera su opinión al respecto, como si la frase "a cambio de los servicios de nuestra hechicería, él se casará con una de nosotras" no fuera el inicio de una negociación sino la constatación de una realidad indiscutible, habían sacado a los visitantes de la choza de Abunda y los habían encerrado en otra. A fin de prepararse para la ceremonia, habían dicho.

Gayumbo había comprobado que la puerta no se abría de ninguna de las maneras.

Yuyu tampoco tenía intención alguna de salir en su defensa. Aseguraba que su aprendiz debía ser capaz de sacrificarse un poco, no sólo por el bien de su tribu, sino por la seguridad de todo el mundo y la realidad tal y como la conocían. Aquella argumentación le había parecido rara a Gayumbo, procediendo de su maestro. Tal vez habría estado más tranquilo sabiendo que la verdad era que Yuyu se sentía muy ofendido con lo ocurrido. Pero se sentía ofendido porque habían elegido a Gayumbo para la unión en vez de a él. Y es que lo más parecido a un ligue que había tenido Yuyu fue cuando Mandanga le dio un beso en la mejilla por curarle las paperas a su hijo. Sólo eso en ochenta años. Y Mandanga era muy fea.

Jane había sido la única que se había puesto de su lado. Había argumentado sibilinamente sobre la necesidad de que los dos chamanes trabajaran juntos, había recalcado la importancia de que Gayumbo los acompañara en aquella misión, había replicado a las Masayás diciendo que con aquella actuación se convertían precisamente en todo lo que ellas odiaban.

Fue entonces cuando los encerraron.

Gayumbo sabía por qué lo querían precisamente a él. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de cuál era el común denominador entre los hombres de la aldea Masayá: Todos eran bajitos, delgados, enclenques. Gayumbo tenía exactamente la misma corpulencia que parecía ser el estándar de los varones locales.

Por lo visto, el ideal de atractivo masculino para las enormes Masayás era un hombrecillo al que se pudiera dominar.

Entre las brujas, las dos formas tradicionales de conseguir futuros maridos eran la procreación y la captura. Pero, por razones obvias, preferían no abusar de la endogamia. De modo que la llegada de alguien como Gayumbo —bajito, joven, que además aseguraba tener los poderes místicos de un chamán— había debido de suponer para ellas un golpe de suerte similar al que habría sentido Don Quijote si le hubieran dicho que no sólo podía seguir dando tortazos a los molinos de viento, sino que lo iban a llevar de vacaciones a una planta de energía eólica.

La puerta de la cabaña se abrió, interrumpiendo los pensamientos del trío de prisioneros. Los condujeron de nuevo a la choza que habían visitado antes. Allí volvían a estar reunidas todas las Masayás.

— Las Matriarcas se han congregado de acuerdo con los Antiguos Ritos —dijo Abunda, alias Consejo Supremo, con voz esotérica—. Todo está preparado para la Ceremonia del Enlace. Los Espíritus han bendecido la Unión con Sus Poderes. De acuerdo con lo Escrito, el Consejo Supremo conducirá el Ritual. El poder del Sagrado Cetro que ahora Empuñaré guiará sus Pasos. ¿Dónde Narices Está El Sagrado Cetro que ahora Empuñaré, Hamona?

La aludida enrojeció, al darse cuenta de su olvido.

— ¡Uy, perdón! —dijo, y le tendió a la Bruja Suprema un objeto que a Jane seguía recordándole un rodillo de cocina. Abunda continuó entonando las palabras rituales.

— Ejem... El poder del Sagrado Cetro que ahora Empuño y No Precisamente Gracias a Algunas, Estoy Rodeada de Incompetentes, guiará sus Pasos. Que se adelante el Marido.

Una Masayá empujó a Gayumbo.

— Eres Gayumbo, anteriormente un Pigmento. Hoy serás una Masayá. ¿Quién reclama a este hombre?

Dos mujeres se abrieron paso entre las demás y se adelantaron hasta quedar junto a Gayumbo.

— Soy Melona, de las Masayás, y reclamo a este hombre —dijo la primera.

— Soy Bo Mbona, de las Masayás, y reclamo a este hombre —dijo la segunda. 

Gayumbo palideció. Aquellas brujas eran descomunales, incluso para la media de la tribu. Si le hubieran dicho que su trabajo consistía en arrancar baobabs de raíz con las manos desnudas o pulverizar granito a mordiscos, el joven Pigmento no se habría asombrado. El tamaño de sus hombros sugería que los arrecifes de coral no eran el único ser vivo visible desde el espacio. Si un marido cariñoso deseara masajear aquellas espaldas, debería contratar a doscientos obreros y quince masajeadoras industriales para cachalotes y tenerlos trabajando a destajo cuatro días (con brújulas y planos para no perderse por la epidermis, claro está).

— Soy Gayumbo, de los Pigmentos, y estoy aviado —musitó el aprendiz. 

Entonces sonó otra voz. Una voz imponente como un terremoto, grave como el rugido de un incendio forestal, terrorífica como el saludo de un inspector de hacienda, y —a pesar de pertenecer a una mujer— tan poco femenina como las maquinillas de afeitar eléctricas, los cigarros puros y las tapas de los retretes subidas. Una voz que, si fuera un arma, sería el equivalente de sustancias altamente inestables y/o radioactivas introducidas con cuidado en enormes misiles que tuvieran la palabra "megatones" al lado de un número muy largo.

— Soy Ta Nketa, de las Masayás —dijo—, y reclamo a este hombre.

Al oír aquellas palabras, las superhembras que habían pedido tan dulcemente en matrimonio a Gayumbo se miraron con expresiones de terror en sus rostros. El círculo de brujas se abrió para dejar paso a la poseedora de aquel tremendo chorro de voz. Una mujer que obligaba a medir su masa con notación científica. Una silueta que hacía que las demás Masayás parecieran virginales jovencitas correteando entre los campos de azucenas. Unos brazos que, de un extremo a otro, medían lo suficiente para dar un fuerte abrazo a un continente. Un tronco que podía rivalizar con las Pirámides de Egipto y ganar. Unas piernas que habrían podido utilizar plazas de toros como pulseras de tobillos. Una cara que habría tenido que ser reducida para poder esculpirla en el Monte Rushmore. Si un aventurero de película hubiera querido rescatar de una muerte segura a aquella mujer, llevándosela en brazos mientras se balanceaban de un lado a otro del abismo, lo más sensato habría sido olvidarse de lo de colgar de una cuerda y llamar directamente a tres transbordadores espaciales para remolcarla. O, mejor, dejarla en el suelo y esperar a que la muerte segura intentara hacerle algo si se atrevía.

Era la Gran Ta Nketa, la más poderosa de las Masayás. Por eso, tanto Melona como Bo Mbona se amilanaron cuando vieron que ella también quería a Gayumbo. Se echaron atrás gimiendo que se habían apresurado, que todavía eran muy jóvenes para casarse. Y es que todas las Masayás conocían las numerosas leyendas sobre la vida de Ta Nketa: Ta Nketa contra el León Desaprensivo, Ta Nketa y el Taponamiento del Volcán Irreverente, Ta Nketa en el Caso del Desprendimiento Juguetón, Ta Nketa contra el León Desaprensivo 2 — La venganza, Ta Nketa y los Sesenta Rinocerontes Magullados, Ta Nketa y la Noche sin Mosquitos...

— Bueno —dijo Abunda—. Si nadie más quiere reclamar a este hombre, entonces deberé otorgarlo a la única mujer que...

— ¡Un momento! —interrumpió Jane— ¿Cualquier mujer puede reclamarlo? ¿Incluso si no es de la tribu Masayá?

Las miradas de todas las congregadas se dirigieron hacia aquella osada y pálida mujer. El Consejo Supremo fue quien contestó.

— Los Antiguos Ritos no prohíben a extranjeras reclamar marido en la Ceremonia del Enlace. Pero si dos mujeres reclaman al mismo hombre, como está escrito, deberán luchar por él.

— Entonces... Soy Jane, de los hom... de las mujeres blancas, y reclamo a este hombre.

Hubo una serie de murmullos apagados por toda la estancia. Gayumbo cogió a Jane por el brazo y se la llevó aparte para preguntarle entre susurros:

— ¿Se puede saber qué estás haciendo?

— Te reclamo. Es la única manera de que puedas salir de aquí y venir con nosotros.

El Pigmento se llevó las manos a la cabeza. Yuyu estaba en un rincón con los brazos cruzados y cara de enfado, preguntándose qué tendría Gayumbo que no tuviera él y por qué las mujeres no sabían valorar la belleza intrínseca en la sabiduría de la edad.

— ¿Te has vuelto loca? —dijo el aprendiz, nervioso— ¿No has oído lo que ha dicho Abunda? ¡Vas a tener que enfrentarte a esa mole!

— Ya lo sé —fue la única respuesta de la reportera. 

Ante esto, Gayumbo quedó sorprendido.

— ¿Eh? Jane, escucha —insistió, lanzando miradas de soslayo a la descomunal Ta Nketa—... Odio señalar lo evidente, pero... ¡Te va a matar!

— Puede ser, pero no importa —respondió, testaruda—. Piensa. Necesitamos encontrar el Mangante para salvar el mundo. Yuyu no tiene ni pizca de sentido común y yo no conozco nada de las costumbres africanas. Así que te necesitamos. Necesitamos que vengas con nosotros. Si te obligan a quedarte aquí, dudo que tu maestro y yo tengamos éxito. Tenemos que estar los tres juntos. Trabajo en equipo. Así que voy a luchar por ti.

Jane era reportera y las palabras eran herramientas que ella sabía manejar con destreza. De modo que conocía la manera de llegar a las emociones de la gente y convencerla de que adoptaran otros puntos de vista. Cuando Jane terminó de hablar, intuyó que había persuadido al joven Pigmento de que su plan era el único posible. Gayumbo se mantuvo unos segundos en silencio, mirando a los ojos a la reportera sin moverse. Después, habló.

— ¡Te va a matar! —repitió. 

Jane resopló.

— Mira, Gayumbo, eso no lo sabemos. Ni siquiera sabemos qué tipo de combate vamos a hacer. Puede que sea alguna especie de duelo de ingenio. Las mujeres no somos tan violentas como vosotros. Intentaré ganar. Y si veo que no puedo, siempre me queda la posibilidad de rendirme, ¿no?

Cuando Abunda declaró que la lucha se celebraría acto seguido en el Lugar Señalado por los Grandes Espíritus y ordenó que todo el mundo saliera de la cabaña, Gayumbo se dio por vencido. No había nada que él pudiera hacer. A partir de aquel momento, todo dependía de Jane.

El Lugar Señalado era muy extraño para tratarse de una zona sagrada dispuesta con el objetivo de realizar rituales en ella. Tenía forma cuadrada, de unos cinco metros de lado, y su perímetro estaba marcado por tres gruesas cuerdas paralelas atadas a postes que se encontraban clavados en las esquinas. Las cuerdas eran de los colores rojo, blanco y azul.

A la vista de que se iba a producir una lucha ritual, los muchos varones Masayás se unieron al grupo de mujeres que se colocaban alrededor del cuadrilátero con la esperanza de poder ser testigos de un buen espectáculo. Angagua también estaba presente, disimulado entre las corpulentas mujeres, quienes lo habían tomado por una de ellas. El Consejo Supremo Masayá avanzó hasta el centro del cuadrado y ordenó guardar silencio. Jane, Gayumbo y Yuyu no sólo lo guardaron sino que cerraron el candado, tiraron la llave al mar y enterraron la caja a veinte metros.

— Dos mujeres reclaman al mismo hombre —gritó Abunda—. De acuerdo con la Antigua Sabiduría, deberán luchar por él —la Bruja Suprema hizo una pausa y se giró hacia Ta Nketa—. ¡En la esquina derecha, con un peso de trescientos veintidós kilos, la campeona indiscutible de las Masayás! ¡Taaaaaaaa Nketaaaaa!

De algún modo, la gigantesca mujer logró pasar por entre las tres cuerdas y colocarse junto a Abunda, con los brazos en alto. La muchedumbre aplaudió. El Consejo Supremo dirigió entonces su mirada hacia Jane, y siguió la presentación.

— ¡En la esquina izquierda, con un peso indeterminado pero que parece muy poco, la aspirante al título! ¡Jaaaaaaaaane!

Animada por unas palmaditas en la espalda dadas por los Pigmentos, la reportera se colocó al otro lado de Abunda. No le aplaudieron tanto como a Ta Nketa.

— La lucha será con Cetros Sagrados de Poder —explicó el Consejo Supremo—. ¡Que traigan los Cetros!

Alguien pasó a Jane un objeto demasiado parecido a un rodillo de cocina, mientras Ta Nketa se dirigía al borde del cuadrilátero a recoger el suyo. Los grandes luchadores siempre acaban poniendo nombre a sus armas preferidas: Tizona, Excálibur, Lucille,... El Cetro de Ta Nketa, que era a los rodillos de cocina como el Cometa Halley a las tabas, tenía inscrito el nombre de un poderoso Espíritu de la Guerra: Gma 'Nolo.

Abunda explicó las reglas del combate.

— Para conseguir a vuestro hombre deberéis derrotar a la otra. Lucharéis con los Cetros hasta la inconsciencia o la muerte. ¿Entendido?

Gayumbo levantó la mano.

— ¿Sí? —preguntó Abunda.

— ¿No has querido decir "hasta la inconsciencia, la muerte o la rendición"?

— No. En la lucha de Cetros Sagrados no es posible rendirse.

— Ups —dijo Jane, encogiéndose de hombros.

Cuando Abunda dio la señal de inicio, la reportera no tardó en darse cuenta de que para su rival no quedaba muy clara la diferencia entre la inconsciencia y la muerte. Un golpe de Gma 'Nolo que logró esquivar abrió en el suelo un agujero por el que asomó un topo, aturdido por el estrépito. Así que no podía permitir que Ta Nketa le golpeara ni una sola vez.

Afortunadamente, Jane era mucho más rápida. Sólo tenía que ir corriendo de un lado a otro del cuadrilátero y esquivando los rodillazos —o "cetrazos"—que pasaban a su lado a Mach 4.

Desafortunadamente, Ta Nketa era mucho más fuerte. Tarde o temprano acertaría y entonces Jane se convertiría en la primera reportera en el espacio, adelantándose al mismísimo Tintín.

Jane retrocedió y buscó un lugar donde golpear a Ta Nketa.

Todos los grandes guerreros tienen un punto débil. Algo que, bien utilizado, puede suponer su eventual destrucción, sin importar lo poderoso e invencible que el guerrero haya sido antes. Supermán tenía la kriptonita. Aquiles tenía su famoso talón. Smaug tenía aquel pequeño punto de su piel que no había quedado cubierto por las gemas de su tesoro. Gila, a Telefónica. Y así sucesivamente.

Resulta argumentalmente correcto que los adversarios contra los que los protagonistas de las historias deben enfrentarse tengan puntos débiles, a fin de que resulten rivales peligrosos pero finalmente fáciles de vencer. Crea el suficiente clímax para la historia saber que, por muy complicadas que parezcan en un principio las cosas, los buenos van a acabar ganando. La realidad tiene mucho que aprender en este aspecto.

Ta Nketa, como es obvio, también sufría esta clase de "Síndrome del punto débil heroico". Sin embargo, existen dos razones por las cuales Jane no pudo aprovecharse de él. La primera y más obvia es que Jane no tenía ni idea de que Ta Nketa tuviera un punto débil, o cuál era. Es comprensible. Si tienes una debilidad que puede suponer tu eventual destrucción no te haces una camiseta que ponga: "Pégame en el talón y verás qué risa". Lo mantienes en secreto para que nadie se entere y te compras botas altas.

La segunda razón que impedía a Jane sacar partido del punto débil de su rival, sin importar lo argumentalmente correcto que habría resultado lo contrario, se encontraba en la propia naturaleza del susodicho punto débil. En el caso de la Masayá, se trataba de una enfermiza y avergonzante obsesión por tejer calceta, que había mantenido oculta a lo largo de los años. Resultaba difícil obtener una ventaja táctica en combate a partir del hecho de que tu adversaria tuviera en su armario más calcetines de lana de los que iban a necesitar los países desarrollados en quince años. Por lo tanto, al final consuela saber que Jane no conocía el punto débil de su rival.

La reportera dio un rápido golpe en la barriga de Ta Nketa. Las ondulaciones en la grasa que este movimiento produjo dejaron un momento inmóvil a la Masayá. El público contuvo el aliento. Pero Ta Nketa pronto se recuperó y sonrió maliciosamente, alzando a Gma 'Nolo para una nueva embestida. Jane retrocedió de un salto.

Entonces noto en su espalda el tacto de uno de los postes. Estaba acorralada.

Ta Nketa se dio cuenta y amplió su sonrisa. Arañó el suelo con su pie y cargó.

Jane vio a cámara lenta cómo el Cetro Sagrado de su rival describía un arco descendente hacia su cabeza, mientras la portadora del arma infernal acortaba distancias con sus desmesuradas zancadas.

En un movimiento desesperado, Jane se agachó y se escurrió entre las piernas de Ta Nketa. El golpe fue descargado, lo que hizo que uno de los postes se hundiera medio metro y el topo huyera del lugar, pensando que había un terremoto.

Con la lentitud inexorable de las mareas de lava, Ta Nketa se volvió y repitió la carga. Esta vez a Jane le resultó más fácil esquivar el golpe, porque tenía más espacio de maniobra. Sin embargo, se estaba dando cuenta de una cosa. Contrariamente a lo que había creído, Ta Nketa no era fácil de cansar. La gente da por sentado que las personas corpulentas se fatigan antes que las delgadas. Lo que no tienen en cuenta es que una persona digamos grande que debe cargar con su propio peso todo el día acaba desarrollando unos buenos músculos. Y los de Ta Nketa además estaban ejercitados.

Lo que significaba que, además de ser más débil, Jane se estaba cansando antes.

Sus reflejos irían disminuyendo y entonces Ta Nketa sólo debería dar el golpe de gracia (que también sería la primera sangre) para convertirla en diorama. Jane empezó a sentirse realmente preocupada. Las posibilidades ya estaban claramente en su contra. Sin embargo, no había tenido en cuenta a la suerte. Porque, como ocurre siempre en estas circunstancias, la mala suerte apareció y las cosas fueron a peor.

Intentando esquivar un golpe lateral, Jane tropezó y cayó al suelo. Al verlo, Ta Nketa dejó escapar una sonrisa y pisó el piececito de la reportera con su pezuña izquierda. La multitud aulló. Gayumbo y Yuyu gimieron. Angagua buscó una toalla para arrojarla (o por lo menos, para limpiar las futuras salpicaduras). Inmovilizada, Jane vio cómo la Masayá alzaba lentamente su Cetro Sagrado de Poder mientras decía:

— ¡Sólo puede quedar una!

Sin pensar muy bien en lo que hacía (porque de haberlo pensado no lo habría hecho), Jane señaló el cielo y gritó:

— ¡Mira, un burro volando!

Y, rareza entre las rarezas, funcionó.

Ta Nketa detuvo su ataque y miró al punto donde señalaba Jane. Ésta aprovechó el descuido de su rival para hacer que su Cetro impactara contra el pie que la tenía sujeta. Ta Nketa, por acto reflejo causado por el leve dolor, levantó la pierna. Jane rodó en el suelo y quedó tras la Masayá, que todavía no había tenido tiempo de reaccionar. Aprovechando esto, se levantó y obsequió a la nuca de la ciclópea luchadora con el más potente golpe de Cetro Sagrado que pudo dar.

Los observadores callaron. Aquel golpe habría podido causar un hematoma al Naranco de Bulnes, o batear una de las piedras de Iñaki Perurena. Jane, jadeando por el esfuerzo, contempló los efectos que producía en su adversaria. Y se desmoralizó del todo al ver que Ta Nketa volvía a darse lentamente la vuelta, aparentemente tan ilesa y dispuesta a convertirla en masa de pizza como antes.

La Masayá se había cansado de juegos. Decidió acabar de una vez por todas con aquel estúpido combate. Empezó a mover su cetro de un lado a otro, en un amplio arco a media altura, impidiendo a Jane escapar por cualquiera de los lados o por debajo. La reportera fue retrocediendo poco a poco, sin saber qué hacer. Cuando vio que volvía a estar entre el poste y el rodillo, un sudor frío recorrió su espalda. Como último recurso, intentó detener los golpes de Ta Nketa con su propio cetro. Lo que logró con esta maniobra fue que se le torcieran las muñecas y que su arma saliera por los aires mientras la enorme Masayá seguía avanzando y alguien entre el público gritaba "ay". Había sido como intentar fundir una avalancha de nieve con una vela encendida.

Entonces una de las lentas conexiones neuronales de Ta Nketa logró transmitir al conjunto del cerebro el mensaje que le habían entregado tiempo atrás: "Atención, atención, hemos sido golpeados en la nuca por un cetro de madera maciza moviéndose a ciento ochenta kilómetros por hora. Todos los sistemas vitales deben quedar en situación de espera. Iniciando protocolo de desmayo y curación. Esto no es un simulacro. Repito, esto no es un ---".

Ta Nketa puso una cara de estúpida felicidad y se desplomó lentamente. Al caer, todo tembló y los presentes se encontraron durante medio segundo a cinco centímetros del suelo.

Al cabo de un rato de silencio, la gente se dio cuenta de lo que había pasado. Jane había ganado. Tanto los Pigmentos como las Masayás aplaudieron a rabiar. Un grupo de brujas cogió a Jane en volandas y la paseó por el cuadrilátero. Cuando la volvieron a dejar en el suelo, Jane salió de la zona de lucha, se acercó a Abunda y preguntó:

— ¿El hombre es mío?

El Consejo Supremo asintió.

— De acuerdo con la Antigua Sabiduría, sí. 

Todas las Masayás aplaudieron.

— Otra cosa más, Consejo Supremo —dijo Jane—. ¿Nos ayudaréis ahora? 

Abunda sonrió ante la osadía de aquella mujer. No podía evitar que le cayeran bien las mujeres atrevidas como Jane.

— De acuerdo —respondió—. Seguidme.

Los guió a través de la aldea en dirección a su límite septentrional. Detrás de ellos iban todas las Masayás a excepción de Ta Nketa. Las primeras miraban a Jane con caras de respeto y miedo. La segunda había quedado en el cuadrilátero y ahora era transportada por veinte varones de la tribu, que habían decidido usar troncos rodantes y cuerdas para tan titánica tarea. Las generaciones venideras hablarían de ello, maravillándose de que hubieran sido capaces.

— Para este tipo de información —explicó Abunda mientras salían del poblado—, lo mejor es leer los posos del té. Una buena lectura de posos siempre da mucha información. Ahora os llevaré ante nuestra Maestra Lectora, la gran Ktu Mbona.

A medida que hablaba, pudieron ver una cabaña algo destartalada y bastante alejada de las demás. En el exterior de la vivienda había una mecedora de madera reforzada y apuntalada con armazones de marfil y bronce para poder soportar el peso de la inmensa anciana que se balanceaba sin piedad. La arrugada mujer tenía unos extraños objetos cilíndricos de color rosa en el pelo, sujetos por horquillas metálicas, que le daban un aspecto terrorífico. En las manos llevaba un cuenco al que observaba con detenimiento. Junto a ella reposaba una enorme tinaja con varios litros de un humeante líquido en el interior, una caja con hierbas desecadas y trituradas, y varios cuencos vacíos, todos similares.

La comitiva se detuvo frente a la anciana y esperó de forma reverente. Como la mujer seguía mirando fijamente el contenido de su cuenco, al final Abunda rompió el silencio.

— Gran Ktu Mbona...

— ¡Chsssst! —interrumpió la anciana con un brusco gesto de la mano, sin dejar de observar lo que hubiera en el recipiente— ¡Ahora no! Están a punto de explicar quién es el asesino. Han encontrado unos zapatos manchados de barro en el contenedor. Seguro que ha sido ese canalla del mayordomo. Nadie sospecharía de él...

El Consejo Supremo Masayá se volvió hacia Gayumbo y susurró:

— De entre todas nosotras, la gran Ktu Mbona es la que mejor lee los posos. No sólo los lee, sino que los declama muy bien. De modo que decidimos que ése fuera su trabajo. Siempre está leyendo, para avisarnos de cualquier cosa que pueda interesarnos. Lo que pasa es que los posos sólo ponen informativos tres veces al día, con breves avances cada hora, así que el resto del tiempo Ktu Mbona hace zapping. Le encanta leer historias de misterio.

La anciana dejó de balancearse y levantó la vista del cuenco.

— Con el jaleo que estáis armando no hay quien lea —dijo—. A ver, dejad que ponga el punto de página, para no perderme. En seguida estoy con vosotros.

Ktu Mbona cogió una delgada tira de tela y la colocó cuidadosamente sobre el cuenco que había estado leyendo. Acto seguido, dejó el recipiente en el suelo y volvió a mecerse.

— Ya está —dijo—. A ver, ¿qué queréis?

— Gran Ktu Mbona, estos extranjeros desean saber dónde pueden encontrar a los hombres blancos que les han robado el Ídolo Mangante. Querríamos pedirte que leyeras en los posos para nosotros.

La Maestra Lectora quedó un momento pensativa, sopesando las palabras que Abunda le había dicho.

— Hmmm... Un trabajo de búsqueda y documentación... Hace mucho que no miro por los archivos. Puede ser interesante, para variar. A ver...

Cogió uno de los cuencos y lo llenó con el líquido humeante, que resultó ser agua. Acto seguido echó un puñado de las hierbas y esperó. Al cabo de unos minutos, bebió la infusión. Entonces, comenzó a inspeccionar concienzudamente los posos que se habían formado en el fondo del cuenco.

— Ajá —dijo, triunfal—. Aquí está. Ejem, ejem... Magumba. Capítulo primero. En el corazón de África hay un templo. Lleva allí mucho más tiempo del que es posible imaginar. A su alrededor ha crecido tal vegetación que las secuoyas y los baobabs se sentirían allí como...

Abunda interrumpió a la anciana.

— Gran Ktu Mbona, creo que sería mejor que fueras directamente a la sinopsis y a las críticas. No tenemos tiempo para una lectura completa.

La Maestra Lectora pareció un poco decepcionada.

— Oh. Vaya. Bueno, como queráis. A ver... Sí, aquí está. Ejem... Sinopsis. Blablablá, el viaje iniciático de un aprendiz de chamán, blablablá, Tartán el hombre mono y su chimpancé Chitón, blablablá, recuperar el ídolo sagrado de su tribu, ajá, esto es, a ver: "Saltando de una situación cómica a otra, el pintoresco trío de exploradores recorre una curiosa parodia del continente africano con el objetivo de recuperar el ídolo sagrado de su tribu y restablecer el equilibrio cósmico. Esta divertida obra de Fabián Plaza... ". No, ya está, eso es todo lo que pone la sinopsis al respecto.

— ¿Sólo eso? —dijo Gayumbo.

— La verdad, así es mejor —replicó Ktu Mbona—. No te imaginas la cantidad de textos de solapa que te fastidian el final de la historia. Yo prefiero que quede algo de suspense.

— Y, ¿qué dicen las críticas? —quiso saber Abunda—. Alguna dará la respuesta.

Ktu Mbona escudriñó su cuenco, haciendo el equivalente en los posos de té de pasar páginas apresuradamente.

— A ver... Aquí no... Aquí tampoco... La verdad es que las críticas no son muy buenas... Aquí tampoco... Parece que ninguna habla mucho sobre el argumento de la historia... ¡Un momento! ¡He encontrado algo! ¡Oh! —entonces, Ktu Mbona frunció el ceño y quedó en silencio.

— ¿Algún problema? —preguntó Abunda.

— Sí —respondió, preocupada, la Maestra Lectora de las Masayás. Después volvió a enmudecer.

— ¿Algo muy malo? —preguntó Jane, súbitamente inquieta.

— Sí —contestó Ktu Mbona. Y, tras dejar pasar otro largo rato de silencio, alzó la vista hacia sus interlocutores y continuó—. No sé quién ha escrito esto, pero deberían retirarle la licencia. ¡Es el texto peor redactado que he visto! ¡Parece el manual de instrucciones de un electrodoméstico! ¡Mis cuarenta años de Maestra Lectora me piden que suspenda al autor en Ortografía!

— ¡Bueno, ya está bien! —saltó Yuyu, que había pasado demasiado tiempo callado para su gusto— ¿Quieres leer lo que pone o no? ¡Perdona que te meta prisa, pero es que queríamos salvar el mundo antes de que sea destruido, si no te importa!

El tenso silencio que siguió sólo perdió intensidad cuando Ktu Mbona miró a Yuyu fijamente a los ojos y dijo, sonriendo:

— Vaya, un hombre con carácter. Je. Son difíciles de encontrar hoy en día. Me recuerda a mi difunto marido. Siempre refunfuñando.

Gayumbo y Jane contuvieron las risitas.

— Venga, vamos a ver lo que pone —dijo Ktu Mbona, condescendiente, volviendo a fijarse en los posos del té—. Ejem... Es la istoria mas dibertida que e leido jamas... Me dan ganas de vomitar leyendo esto... Mi trozo faborito es cuando Gayumbo, Yuyu y Jane visitan a los Zulucus y ablan con su jefe, o cuando luego llegan a Sakrabita y tienen que enfrentarse a Hardy Stern... Y eso es todo, afortunadamente.

Agradecieron a Ktu Mbona su ayuda y ésta volvió a leer ávidamente el cuenco de misterio que había dejado a medias. Al ver que debían dirigirse hacia la aldea Zulucu, y en vista de experiencias pasadas, Gayumbo pidió a las Masayás que le indicaran el camino y que le explicaran también dónde estaba aquella "Sakrabita". Yuyu, Jane y Gayumbo intercambiaron sonrisas de complicidad cuando Abunda llamó al lugar "la ciudad perdida del hombre blanco". Mientras se alejaban de la choza de Ktu Mbona, Yuyu comentó que aquello era vida, sentado todo el día al sol sin hacer otra cosa que beber té y leerlo.

— No es un trabajo tan fácil como parece —repuso Abunda.

— ¿Por qué? —preguntó Jane.

— El té es diurético y Ktu Mbona apenas puede moverse.


Un nuevo sentimiento había tomado el control del ya de por sí bastante frágil sistema emocional de Hardy Stern y amenazaba con convertir su delicada cordura en restos que podrían desenterrar los arqueólogos siglos después. Hardy Stern estaba preocupado.

El Ídolo no había perdonado la vida al doctor Kimbal. Simplemente, no había podido acabar con él. Sólo había sido capaz de impedir que el médico lo destruyera y hacer que se limitara a robarlo envuelto en llamas, pero nada más. Al parecer, a medida que pasaba el tiempo, la estatua perdía los poderes que había absorbido por contacto con el Templo Mangante. Sus facultades sobrenaturales irían desvaneciéndose poco a poco hasta el momento en que no fuera más que un cacho de piedra normal y corriente (sí, y esculpido con una forma graciosa). Entonces Hardy Stern estaría solo y desarmado frente a las legiones de espíritus.

Únicamente había dos maneras de evitarlo. La primera era devolver el Ídolo a su lugar de reposo y Stern no pensaba hacerlo. La segunda era sumergir por fin el Mangante en la fuente de la eterna juventud y conseguir con ello que sus poderes quedaran restablecidos para siempre. Entonces, Hardy Stern sería el amo del mundo.

Stern, empero, ignoraba tres cosas: Primero, que el mundo que podría dominar estaría igualmente habitado por legiones de espíritus, que nunca han tenido fama de ser agradables conciudadanos (con o sin Mangante). Segundo, que para llegar a la fuente tendría que pasar antes por la aldea Zulucu y luego conquistar la Sakrabita del Preste Juan. Y tercero, que gracias al giro argumental provocado por la huida de Richard Kimbal, los esclavistas se habían apartado considerablemente de su ruta. Esto significaba que los primeros en llegar a la aldea Zulucu serían Gayumbo y sus compañeros. ¿Lograrían salvar el mundo? ¡No se pierdan el emocionante próximo capítulo!