¿Qué viene después del III? ¡Ah, sí! ¡IV!
Volemos con la imaginación hacia el norte. Sigamos el trayecto que, si el argumento no lo remedia, recorrerá Gayumbo tarde o temprano. Allí, muy lejos, en el corazón de África, hay una ciudad.
Es cierto. Habíamos dicho que en el corazón de África lo que hay es un templo. Y no pretendemos dar a entender que África tiene más corazones que estómagos una vaca. Es sólo una licencia literaria. Un medio a través del cual el autor (o sea, yo) quiere transmitir la idea de un lugar ignoto e inaccesible. Sé que suena a tontería, pero así son las licencias literarias. Otro hubiera llamado a esto "descripción incoherente", "escasa imaginación" o "palabrería sin sentido"; sin embargo, se llama "licencia literaria". O "metáfora". No me lo invento.
También es una licencia literaria el hecho de que la ciudad esté rodeada de una escarpada cordillera montañosa, cosa que nos recuerda a la vegetación que rodeaba al Templo Mangante. Con esta licencia, al igual que con la anterior, el autor pretende sutilmente entrelazar la descripción del templo y la de la ciudad en cuestión. Porque son lugares parecidos en muchos aspectos: Es difícil llegar a ellos, son focos de actividades misteriosas y juegan un papel muy importante en este relato.
Y el que cuenta la historia soy yo, así que aparecerán las licencias literarias que a mí me dé la gana.
Aclarado quién manda aquí, examinemos las montañas desde nuestra imaginaria vista aérea. Majestuosas. Llevan mucho tiempo aquí. Son casi eternas. Desde su cima se puede ver gran parte de África. Si es que llegas a la cima. Interminables abismos, resbaladizas pendientes, tortuosos senderos y varios tramos de escalada vertical sin asideros son dificultades más que suficientes para que sea muy complicado conseguirlo.
Y mucho más encontrarte con la Gran Montaña. El pico más elevado de África. El Kilomanjares.
Nosotros no tenemos que seguir los caminos humanos. Podemos volar sobre ellos. Hagamos, pues, un picado y planeemos casi a ras de suelo. Mientras avanzamos, vemos cómo la cordillera se cierra frente a nosotros. Entonces, en el último momento, nos elevamos grácilmente. Y descubrimos la vista más hermosa de todo el continente, el famoso Kilomanjares. Una montaña tan alta que hasta a nosotros nos resulta difícil llegar arriba.
Pero lo hacemos. Desde esta altura, la vista es mucho más impresionante. Pero, ¡un momento! ¿Qué es ese punto que hay ahí abajo?
Sí, lo han acertado. La famosa ciudad. Bajemos a observarla de cerca.
Lo primero que se distingue es que no parece una ciudad. Por lo menos, no desde nuestra altura. Ha sido edificada con la misma piedra del Kilomanjares y por el color resulta difícil de ver. Está escondida en un hueco de la Gran Montaña y, a menos que alguien la busque, cuesta encontrarla.
Ahora podemos empezar a vislumbrar su arquitectura. Es en este preciso momento cuando nos sorprendemos. No se parece a ninguna edificación africana. Sus murallas son demasiado gruesas. Las casas desentonarían en cualquier aldea nativa. Incluso en las ciudades del hombre blanco. Pero lo que más llama la atención es una construcción que hay en lo alto de la ciudad. Es un castillo medieval.
La curiosidad hace que volemos más cerca del lugar. Vemos que todos los edificios se corresponden con el tipo de construcción que el hombre blanco usó en la Edad Media. Panaderías, herrerías, sastrerías, tabernas,... Hay hasta una pequeña iglesia.
La gente viste con jubones y capas. Algunos llevan armaduras y espadas. En el castillo podemos observar, mientras revoloteamos, brillantes estandartes ondeando al viento. Vemos, en una de las calles, un arquero que nos apunta con su flecha. Y dispara. Caemos al suelo y nos lleva a su casa, a desplumarnos. Hoy cenará ave.
La ciudad se llama Sakrabita. Este nombre ni
siquiera a los guías nativos les diría algo. Sakrabita ha pasado
mucho tiempo sin ser descubierta.
Sí, su intuición de lector ha acertado. Ahora voy a explicar otro de los misterios de África. ¡Y los que les quedan todavía por leer... !
Resulta que hace mucho tiempo hubo un grupo de hombres blancos que, para variar, decidió salirse de los continentes en los que le había tocado vivir y viajar a otros lugares buscando nuevas civilizaciones y penetrando audazmente donde ningún hombre blanco había estado jamás. En aquella época muchos hombres blancos bebían uva exprimida y fermentada (lo llamaban vino), llevaban leotardos (los llamaban jubones), algunos se recubrían de acero todo el cuerpo (lo llamaban armaduras) y se abrigaban con capas (las llamaban capas).
Los hombres que no llevaban ni leotardos ni acero ni capas no eran más normales. Éstos iban con vestidos (los llamaban hábitos) y se dedicaban a explicar a la gente que había un ser todopoderoso que quería ser conocido por todo el mundo. Entonces los hombres de los jubones, armaduras y capas se marchaban y hacían de agentes publicitarios de dicho ser todopoderoso. A veces las armas ni siquiera eran necesarias.
La cuestión es que un grupo de estos hombres se adentró más de lo normal en África. Y, obviamente, se perdieron. Estaban buscando algún río para seguirlo hasta su desembocadura (y habrían encontrado el Guanguani, para frustración de Sir Oswald), cuando una fuerte tormenta los obligó a cobijarse en el Kilomanjares. Allí encontraron la fuente.
Perdón, lo he dicho mal. Déjenme volver a intentarlo.
Ejem, ejem...
Allí encontraron LA Fuente.
Cuando bebieron de sus aguas cristalinas y probaron su dulce sabor, descubrieron que una nueva energía llenaba todo su cuerpo. Se sintieron capaces de caminar durante días, se sintieron capaces de mover montañas, se sintieron capaces de rellenar los impresos de la declaración de la renta. Incluso se sintieron capaces de dejar el vino. Al menos por un tiempo.
Pero lo más importante es que notaron que aquella agua milagrosa no sólo les daba vigor, curaba sus heridas, era un ingrediente indispensable del aguamiel y servía para lavar la ropa. Además, bebiendo de LA Fuente nunca envejecían.
Perdón, me ha vuelto a pasar. A ver si ahora...
Ejem, ejem...
Además, bebiendo de LA Fuente... ¡nunca envejecían!
Por supuesto, esto tardaron en averiguarlo. No fue que a la primera noche uno de los soldados dijera: "Oye, me siento como si hoy no hubiera envejecido. Tiene que haber sido LA Fuente". Lo cierto es que llevó más tiempo. Como unos años. En ese tiempo, hasta el más idiota de los soldados (y había muchos soldados idiotas) se dio cuenta de que no habían envejecido en absoluto. Al cabo de unos siglos la cuestión estaba más allá de toda duda.
Intuyo su pregunta. ¿Por qué narices se quedaron estos hombres en el Kilomanjares durante unos siglos?
En primer lugar, les recuerdo que se habían perdido y no sabían volver. Supongo que estarán de acuerdo conmigo en que eso ya de por sí es un motivo algo importante. En segundo lugar, a ninguno de los hombres (y varias mujeres de dudosa virtud) que había en el grupo de exploradores religiosos (los llamaban cruzados) le hacía especial gracia volver. Quedarse en el Kilomanjares significaba una vida eterna de descanso y tranquilidad, olvidándose de la guerra y dedicándose a asuntos más espirituales, como pillar cogorzas de elefante cada día. Por contra, regresar a las tierras del hombre blanco significaba volver a pagar impuestos, volver a aguantar a las parientas y volver a estar sobrio la mayor parte del tiempo. Así que se quedaron.
Por eso tuvieron la ocasión de averiguar que bebiendo de LA Fuente... ¡nunca envejecían!
Con el tiempo, la gente de Sakrabita —el nombre fue puesto por el cura que había entre los cruzados, una de las dos personas cultas del grupo— descubrió que necesitaba beber con regularidad del agua de LA Fuente para no volver a envejecer. Y éste fue el motivo que terminó de decidirles a quedarse allí.
Ahora bien, ¿quiénes formaban este pintoresco grupo que subsistió sin ser hallado durante siglos?
Podríamos empezar hablando del líder. El famoso Preste Juan. Él fue el que propuso introducirse todo lo que pudieran en África en busca de feligreses y los demás decidieron seguirle. El Preste Juan era muy carismático. Además, tenía unos bíceps como melones y era capaz de partir a cualquiera en dos usando su hacha de guerra. Pero entre la gente de Sakrabita eso se consideraba parte del carisma.
Juan era un gran hombre. Lo cierto es que debía de medir unos dos metros cúbicos (eso sin armadura) y que con cuatro o cinco como él apilados se podría haber construido un castillo; sin embargo, cuando decimos que era un gran hombre nos referimos a la otra acepción de la expresión. El Preste Juan era valiente en la lucha, alegre en las celebraciones, amistoso con sus amigos y enemistoso con sus enemigos. Además, era tan amante del vino como cualquiera. Sí, la gente de Sakrabita tenía en gran estima a su señor.
Y uno de los que más lo apreciaban era el capellán, Fray Marcos de la Puerta. Si el Preste Juan era el líder militar de Sakrabita, Fray Marcos era el líder espiritual. Para desgracia de las almas sakrabitanas. No era que el sacerdote no lo intentara con todas sus fuerzas o que no tuviera buena intención. Sin embargo, sus actos y sermones de poco servían para la salvación eterna. De hecho, el primero que necesitaba un buen sermón era Fray Marcos. Si se podía entrar en el Infierno por haber caído en los pecados de la gula y la pereza, Fray Marcos ya tenía asegurado no sólo un lugar allí, sino todo un complejo urbanístico infernal a su nombre. Y es que Fray Marcos era un gran hombre, pero en la primera acepción de la expresión. El capellán era tan gordo que, de haberlo colocado en paños menores junto a Bombo, habrían parecido luchadores de sumo.
Hay que decir a su favor, sin embargo, que sus obras habían logrado que Sakrabita fuera un lugar intocado por la mano de Satán. Pero era porque los servidores del Maligno procuraban mantenerse alejados de allí, no fuera que con sus actos lograran que algún alma descarriada volviera al buen camino. Era difícil hacerlo peor que Fray Marcos.
Entre los notables de Sakrabita también estaba otro sujeto, Frank N. Stein. Pero de él hablaremos en otra ocasión.
Y es que hemos desviado la atención de los
verdaderos protagonistas y, ya que cobran más que el resto del
reparto, justo es que nos centremos un poco en ellos. Bueno, puede
que no sea justo. Pero por lo menos es sensato. O eso dice nuestro
contable.
Jane, Yuyu y Gayumbo seguían su camino hacia el norte, montados en su elefante (al que la reportera llamaba "Angagua", como recuerdo de Tartán). Llevaban casi un día dando botes a horcajadas sobre el cuello del paquidermo (lo cual era más incómodo para los varones que para la mujer), cuando la realidad hizo su aparición estelar en boca de Gayumbo.
— Tengo hambre.
— Ahora no podemos detenernos, así que haz uso de tus maravillosos y nuevos conocimientos de chamán y aguántate —replicó Yuyu, sin mirarle, con algo de cinismo.
— Yo no soy chamán —dijo Jane— y también tengo hambre.
— En la selva la vida es dura. Aunque sólo seas una mujer, tú también vas a tener que aprender a controlar tu cuerpo y aguantarte.
La mirada de Jane dio a entender que las palabras "aunque sólo seas una mujer" eran un bonito epitafio. La aventura del trío habría acabado muy rápida y drásticamente si Gayumbo no hubiera intervenido. Aunque no fuera para mejorar la situación.
— Qué fácil es decir eso, ¿no, maestro? —dijo.
— ¿A qué te refieres?
— A que creo que está claro de quién es la culpa de todo esto —siguió, conteniéndose.
— ¿La culpa de que tengáis hambre?
— ¡Por ejemplo! —estalló, finalmente, el aprendiz— ¿No se te ocurrió coger siquiera un poco de comida de nuestra aldea antes de partir?
— Pronto encontraremos comida, así que esperad —a su edad, Yuyu sabía ser imperturbable y lo demostraba siempre que podía. Hubo un silencio incómodo.
El silencio incómodo duró un poco más.
Y un poco más todavía.
Y Gayumbo no pudo seguir aguantando las palabras en su interior.
— ¿De verdad no te das cuenta de que no se trata de la comida? ¡Lo estás volviendo a hacer! ¡Siempre tienes que tener razón tú! ¡Nunca te paras a pensar en otros puntos de vista! ¡Nunca escuchas! ¡Y menos cuando está claro que te has equivocado!
— Así que ahora resulta que me he equivocado. ¿Y en qué, si puede saberse?
— ¿Lo ves? ¡Ni siquiera lo sabes! —Gayumbo respiró hondo, se calmó y prosiguió—. Te has equivocado en lo de mi prueba. Sabes que merezco ser chamán. También te has equivocado al no coger provisiones antes de partir alocadamente. Y te has equivocado al no explicarme nada de lo del Ídolo Mangante.
— No pienso discutir acerca del Ídolo delante de una extraña.
— ¿Y eso por qué?
— Porque el Ídolo Mangante es algo sagrado.
— ¿Cómo va a serlo, si no nos preocupamos por él?
— Pero somos sus guardianes.
— ¡Si lo fuéramos, montaríamos guardias a su alrededor, en vez de dejar que el primer esclavista que pase se lo lleve! Estamos yendo hacia el norte en busca del Ídolo y todavía no sabemos ni por qué es tan valioso ni a dónde vamos.
Yuyu hizo que Angagua se detuviera. Meditó en silencio durante un momento y luego se volvió hacia su insubordinado aprendiz.
— De acuerdo —dijo—. ¿Quieres saber a dónde vamos? Te diré a dónde vamos. Vamos al Cementerio de los Elefantes. Ahí es donde vamos.
¡El Cementerio de los Elefantes! De todos los
lugares misteriosos de África, éste es uno de los más aterradores.
De hecho, según la National Geographic Society, en la lista de
Lugares Misteriosos y Aterradores de África, el Cementerio de los
Elefantes ocupa el privilegiado duodécimo lugar. Le siguen de cerca
la Tumba del Gran Rey Mosquito, la Plantación del Negrito del
África Tropical que Cantaba Cultivando y los Servicios de
Caballeros del Bar de la Estación de Bentosi Dades.
Cuando un elefante siente que su muerte está próxima (cosa que le indica su médico de la Seguridad Social), se dirige sin pensarlo a este lugar secreto. Allí puede morir en paz, sabiéndose unido a todos sus antepasados y ahorrando a los familiares el dinero del sepelio. Esto es lo que han hecho los elefantes desde hace siglos, y ahora el Cementerio es un inmenso osario de paquidermos y un lugar sagrado para todos los seres capaces de barritar (Leticia Sabater no está incluida en el grupo).
Muchos hombres blancos tienen hermosos sueños en los que logran encontrar el Cementerio de los Elefantes. Allí, cual autoservicio duty-free, pueden servirse todo el marfil que deseen y venderlo a precio de oro al volver a sus países. Entonces suena el despertador y dejan de soñar.
Porque los hombres blancos también tienen terribles pesadillas en las que logran encontrar el Cementerio de los Elefantes. Allí, las manadas que guardan el lugar sagrado les hacen una exhibición en directo de lo útiles que serían los proboscídeos en el negocio de los derribos. O como apisonadoras. Entonces, por suerte, suena el despertador.
Y Yuyu quería ir de cabeza a aquel sitio.
Gayumbo no pudo evitar sentir un sudor frío por su espalda. Desde pequeño le habían enseñado a temer y reverenciar el Cementerio. No eran las típicas supersticiones tribales: Gayumbo sabía a ciencia cierta que el Cementerio y sus horribles historias eran una realidad. Y ahora su maestro había decidido acercarse voluntariamente al lugar. Una parte de él no pudo sino asombrarse del coraje de Yuyu y volvió a pensar que tal vez había subestimado el poder de su maestro. Y la otra parte de él le decía que tal vez le quedaba muy poco tiempo de vida para asombrarse.
Durante el resto del viaje no pudieron sacarle más información al chamán, que se mantuvo tan silencioso y meditabundo como Angagua. Jane, al ver que la mención de ese "Cementerio de los Elefantes" había hecho callar a Gayumbo, se preguntó si no sería más sensato regalarles a los Pigmentos la montura y seguir el camino a pie, o volver para vivir con Tartán y Chitón.
Dentro de su tienda, Hardy Stern no dejaba de
mirar el extraño ídolo. Le resultaba difícil de creer que aquel
cacho de piedra esculpido con una forma graciosa pudiera tener
algún valor. Pero el guía había sido tajante al respecto: Era un
objeto de incalculable valor para no-sé-qué tribu. Tal vez esa
tribu tuviera algo realmente importante por lo que cambiar aquella
estatua, como oro o plata. Unos nativos capaces de edificar algo
tan terrible como aquel endiablado templo y sus trampas seguro que
podían prescindir de unas cuantas bagatelas. Y si no, siempre podía
esclavizar a toda la tribu y llevarse el Ídolo de vuelta a Europa,
para venderlo a alguna rata de biblioteca.
Y sin embargo...
Por algún motivo, no le hacía gracia desprenderse de aquella efigie. Lo intrigaba su forma de humano bajito y paticorto. Lo intrigaba el motivo por el que debía estar tan bien custodiada, no siendo más que una estatua. Hardy Stern cogió el Ídolo Mangante y miró sus ojos, o el lugar donde debería haber tenido los ojos...
...una escalada en la enorme montaña. Dos enanos y una mujer montados en un elefante. La luz de la puerta, la puerta está abierta. Mosquitos por todas partes. La fuente de la vida, un baño y todos vivirán para siempre. Un mono vestido con una falda escocesa. El Cementerio de los Elefantes...
El Ídolo Mangante cayó al suelo cuando Stern lo soltó, asustado por primera vez en su vida.
— ¿Qué diablos... ?
El esclavista no podía creer lo que había ocurrido. De repente, toda una serie de imágenes sin sentido habían pasado por delante de sus ojos. Y, sin embargo, de alguna forma, Stern sabía que aquellas imágenes no habían sido una especie de alucinación. Creía que aquello debía de tener algún significado. Miró al Ídolo que yacía, inocentemente, en el suelo. Se agachó y lo cogió. Volvió a mirarlo a los ojos...
...el Cementerio de los Elefantes. El enorme Ping Pong. Un viaje a la ciudad del pasado, donde vive el hombre del futuro. El verdadero poder de un chamán. Dos chamanes encerrados. Enemigos. La muerte. La vida. La eternidad.
Hardy Stern volvió a soltar el Ídolo, pero esta vez delicadamente. Las imágenes habían desaparecido. Stern había aguantado hasta el final, pero la visión se había ido. Y ahora comenzaba a entrever el poder de aquel ídolo, la fuerza que podía darle. El Ídolo quería a alguien con determinación, alguien que no se aterrorizara ante sus visiones. Y Stern había superado la prueba. El Ídolo sabía en manos de quién estaba. Si sabía sacarle partido...
— No puede ser...
Pero así es.
— ¿Qué?
Que así es.
— ¿Quién ha dicho eso? —preguntó, nervioso, el esclavista.
Yo. El narrador de la historia.
— ¿Cómo? —Stern empezaba a preguntarse si no sería otra especie de prueba del Ídolo.
Pero no lo es. Y si lo fuera, también la superarías, Hardy.
— Tal vez me estoy volviendo loco... —dijo, con poca convicción. Estaba seguro de que aquella voz era real.
Y lo soy, Hardy. Más que tú, incluso. Pero no creas que te estás volviendo loco. Es sólo un efecto secundario de haber tocado el Ídolo Mangante y haberle abierto tu mente. Ahora estás en conexión con el universo y puedes hacer cosas extraordinarias, como tener las visiones del futuro y el pasado que has tenido hace un momento. O hablar conmigo, el narrador.
— Muy bien —dijo, recuperando el control tras aquella retahíla de tonterías. Y luego pensó: "Si eres el narrador de la historia, también puedes leer mi mente".
Efectivamente, Hardy. Puedo leerla. Yo escribí tu mente.
— ... —dijo el esclavista.
Veo que aún te cuesta creerlo. Pues te voy a dar otra prueba. Ahora va a entrar Biggs en tu tienda y te va a decir que os habéis quedado sin víveres.
— ¡Ja! —bufó Stern —Ahí has metido la pata hasta el fondo. Nos avituallamos en el bosque donde estaba el templo. Tenemos bastantes frutas para aguantar por lo menos...
— ¿Señor? —interrumpió Biggs desde fuera de la tienda—. Soy yo, Biggs. ¿Puedo entrar?
Stern palideció. Luego, recuperó la compostura suficiente para hacer pasar a su capataz, el cual entró y miró a su jefe con cara de preocupación.
— Me pareció que hablaba usted con alguien, señor —dijo, tímidamente—. ¿Se encuentra usted bien?
— Sí. Estupendamente —mintió Stern—. ¿Qué quieres?
— Es que... Verá, señor... Es inexplicable, pero... Nos hemos quedado sin víveres.
— ¿Qué? —graznó Stern, haciendo un gallito. Su mejilla derecha comenzó a moverse espasmódicamente, víctima de un tic nervioso.
Te lo dije.
— ¡Cállate!
— Perdón señor, creí que querría saberlo y...
— ¡No es a ti, imbécil!
— Ah, claro, claro, no es a mí —concedió el capataz, tranquilizador—. Es a otra persona. A la otra persona que hay aquí, ¿verdad, señor?
— Eso. Eso mismo.
Silencio incómodo.
— Y bien, ¿cómo ha ocurrido? Teníamos fruta de sobras. Es imposible que cuarenta kilos de fruta se hayan estropeado en un día.
Pues eso ha pasado.
— Pues eso ha pasado.
— No puede ser —musitó Stern—... Era cierto...
— ¿Cierto, señor?
Él piensa que estás loco y eso hace que te tenga más miedo, ¿sabes, Hardy?
— ¡Deja de llamarme Hardy!
— Deee... de acuerdo, señor. ¿O tal vez ha sido el otro? ¿Quiere que me lleve al otro de aquí?
— ¡No! ¡Tenemos que hablar él y yo! ¡Vete!
— Cla... claro, señor. Tienen que hablar ustedes dos... Descanse, jefe. Creo que lo necesita —dicho esto, Biggs salió de la tienda.
Te lo dije.
— Sólo has tenido algo de suerte. No eres más que una alucinación. No eres "el narrador de la historia", como tú dices.
Sí lo soy. Y soy más que eso. Soy el escritor. Puedo hacer que pase cualquier cosa. Y deberías escucharme.
— ¡Pues eso es lo que no voy a hacer! —gritó Stern— ¡Si empiezo a escucharte y a hacerte caso, todos pensarán que me he vuelto majara!
— ¡En absoluto, señor! —respondió Biggs desde fuera de la tienda— ¡Nosotros jamás pensaríamos eso! Ahora descanse, por favor...
— Demasiado tarde —musitó el esclavista—... Ya creen que estoy loco.
Ya lo creían antes, Hardy. De todos modos, te voy a dar una prueba que nadie va a poder pasar por alto. Te voy a demostrar que yo estoy escribiendo esta historia. La fruta se estropea normalmente, ahí tienes razón. Ha sido un truco muy tonto. Pero estarás de acuerdo conmigo en que la ropa no cambia de forma, ¿verdad?
— ¿Qué quieres decir?
Sólo que te mires detenidamente.
Stern lo hizo. Y cayó al suelo de nalgas. Sus ropas de explorador habían cambiado. Ahora su atuendo era de seda, pintada a rombos blancos y negros, con una gorguera en el cuello. Llevaba unos zapatitos de charol con hebillas doradas, pulcramente abrillantados. Y, en la cabeza, un gorro cónico a juego con el estampado de la ropa. Con una borla en la punta.
— Estoy vestido de payaso... —gimió.
Y eso no es todo, Hardy. Lo mejor viene ahora.
— ¿Se... señoooor? —imploró la voz de Biggs desde el exterior—. Creo que debería venir a ver esto... Está pasando algo muy rarooo...
Haciendo acopio de valor, quitándose el sombrero y ocultando como pudo la gorguera, Stern asomó la cabeza. Y volvió a caer de nalgas. Biggs lo miraba con una patética expresión desde su nuevo uniforme. Era rojo, amarillo y azul, a cuadros. Tenía una enorme flor amarilla en el ojal y unos zapatones desmesurados. Su salacot ahora era un sombrero negro con una cinta naranja. Los demás esclavistas iban vestidos de forma parecida. Por aquí había una gran nariz colorada, por allá un brillante pantalón con perneras demasiado anchas,... Habían dejado de parecer esclavistas. Ahora parecían fugitivos de un circo.
— Cuando cuente tres despertaré y todo esto habrá desaparecido —se dijo Stern, cerrando los ojos. Contó mentalmente y volvió a abrirlos, temeroso de lo que viera.
Luego los volvió a cerrar y volvió a contar. Y otra vez.
Cuando llegó a ochenta y nueve, se convenció de que aquello no iba a desaparecer. Volvió a entrar en la tienda y se dejó caer sobre la esterilla.
— De acuerdo —dijo—. Tienes toda mi atención.
Así me gusta, Hardy. Verás, el Ídolo Mangante quiere que le hagas un pequeño favor. Escucha atentamente y te darás cuenta de que tú también sales ganando. Resulta que en el corazón de África hay una ciudad...
Los blancos huesos de miles de elefantes se
extendían por doquier. El sepulcral silencio no era roto ni por el
zumbar de los mosquitos. La visión de los centenarios restos, la
sola idea de que todos aquellos paquidermos hubieran acudido a
morir al mismo sitio, resultaba sobrecogedora.
— No me lo digas. Hemos llegado a ese Cementerio —dedujo, sagaz, Jane.
Angagua se detuvo, reverente, y miró a sus pasajeros con el ceño tan fruncido como puede ponerlo un elefante. Angagua sabía dónde estaba y no le gustaba que hubiera humanos hollando aquel territorio sagrado. Bueno, técnicamente no lo estaban hollando todavía, pero tarde o temprano tendrían que bajar de su lomo y hollarían el territorio y entonces el sacrilegio sería terrible. Si ponían un solo pie en la tierra sagrada, las manadas que vigilaban el lugar acudirían a despedazarlos como castigo a su insolencia. Si bajaban de su lomo, una pavorosa muestra de la violenta vida salvaje africana tendría lugar. Desde luego, era más fácil que Angagua se alejara con sus jinetes e impidiera el sacrilegio, pero a los elefantes les gusta divertirse con un buen espectáculo como a cualquiera.
— Sí —musitó Yuyu—. Hemos llegado. Y ahora viene lo peligroso.
— Define "peligroso" —pidió, calmada, Jane.
Angagua barritó con todas sus fuerzas.
— En este contexto —aclaró Yuyu lentamente—, "peligroso" es una manada de elefantes con intenciones de descuartizarte por haber profanado las tumbas de sus antepasados.
El suelo empezó a temblar rítmicamente, y de los bosques cercanos comenzó a oírse el barritar de los guardianes del Cementerio respondiendo a Angagua.
— Ah —dijo la reportera, todavía calmada—. Eso. Bien. Desde luego, eso entra dentro de la categoría de "peligroso".
Los elefantes comenzaron a ser visibles y no eran una visión precisamente agradable. Había decenas de ellos y todos venían al galope hacia el lugar donde se encontraban los tres humanos. Algo en su mirada hacía saber que aquel lugar pronto podría llamarse el Cementerio de los Elefantes y los Tres Intrusos.
— Vas a hacer algo, ¿verdad? —preguntó Gayumbo, compartiendo con Jane la calma más allá de la histeria.
— Sí —replicó Yuyu, categórico, mientras bajaba del lomo de Angagua y se colocaba entre él y las manadas asesinas—. Voy a hacer magia. Verdadera magia de chamán. Así que mira y aprende.
Yuyu empezó a canturrear y Gayumbo se sorprendió de ver que aquel hechizo no lo conocía él. Parecía magia auténtica. Un hechizo que nunca había visto usar a su maestro. Y lo más sorprendente del caso era que, a medida que Yuyu realizaba la invocación, los elefantes reducían su paso. Yuyu comenzó a sudar a causa del poder acumulado. Los elefantes dejaron de correr. Siguieron acercándose, pero ya no parecía que fuera con la intención de hacerles una cura de adelgazamiento superintensiva; ahora parecía que se acercaban por curiosidad hacia Yuyu.
El chamán tenía todo el cuerpo en tensión. Los elefantes se detuvieron a escasos dos metros del anciano. Yuyu terminó de canturrear, aunque siguió enrojecido por el esfuerzo de controlar todos sus músculos.
Pero uno falló.
PRRRRRRRRT.
Durante un momento, nadie dijo nada.
No había fallado precisamente uno de los músculos vitales, pero Yuyu enrojeció más todavía. Esta vez era de vergüenza.
Angagua apartó la trompa para no tener que oler. Finalmente, Jane se aventuró a hablar.
— ¿Eso ha sido...?
— Sí —interrumpió, rápida y azoradamente, Yuyu—. Y no me molestes ahora, que es cuando más concentración necesito. Voy a hablar con ellos.
Yuyu miró a los ojos al elefante líder y pronunció unas palabras que, gracias al hechizo realizado, dejaron de ser habla humana y se transformaron en lenguaje animal. Gayumbo y Jane sólo oyeron al anciano barritar torpemente, pero lo que los elefantes oyeron fue esto:
— ¡Saludos, jefe de la manada, y perdón por la intromisión en vuestro terreno sagrado!
Los elefantes se miraron, sorprendidos de ver un humano que hablara su lengua. El aludido contestó.
— Saludos, saludos... Normalmente no entendemos a los humanos, así que debes de ser un chamán. No veíamos uno desde... desde el dos de marzo de hace catorce años. A las dos y media de la tarde. Lo recuerdo como si fuera ayer. Soplaba viento del norte y mi padre se había levantado con dolor de cabeza. Me dijo que...
— Estooo... —intervino Yuyu—, bueno, no pretendo ser descortés. Vuestra memoria es legendaria, pero me temo que no tenemos tiempo para esto. Preferiría ir directo al grano. A menos, claro —añadió rápidamente—, que eso sea insultante para vosotros y vayáis a atacarnos por la desfachatez.
— ¿Atacaros? Oh, no. Si eres un chamán, no hay problema. De acuerdo con los términos de nuestro pacto de no agresión, firmado hace doscientos cuarenta y tres años, tres meses, cinco días y dos horas, los elefantes no atacamos a un chamán en servicio y él no doblega nuestra voluntad con la fuerza de su magia. Las palabras exactas del acuerdo, que si la memoria no me falla fue suscrito por Gran Puyante, hijo de Fango, chamán de los Patusis, quien además estaba emparentado por parte de padre con la tribu de los Masayás (y que hubiera resultado un buen partido para cualquier jovencita, como sabe todo el mundo, pero prefirió no casarse y dedicarse por completo a la vida de chamán; aunque no se le dio mal del todo, claro; y algún asunto de faldas dijeron que tenía, al fin y al cabo), las palabras exactas, decía, fueron: "La buena voluntad entre hombre y naturaleza...".
— Eeeeeh... Sí, sí, claro —dijo Yuyu, que se había perdido en la tercera oración subordinada—. La buena voluntad. Es precisamente por esta buena voluntad que queríamos...
— Sí, la buena voluntad —siguió, imperturbable, el elefante—. "La buena voluntad entre hombre y naturaleza", nos dijo, "debe ser el bastión que guíe nuestro camino común, ya que...".
— La verdad, tenemos un poco de prisa.
El proboscídeo interrumpió su discurso, algo fastidiado. Era la primera vez en muchos años que tenía ocasión de repetirlo ante alguien que no lo recordara tan bien como él.
— Esta bien —concedió—. ¿De qué se trata?
— Querríamos pediros un favor —dijo, aliviado, Yuyu—. Se trata de que llaméis a los Antepasados.
Todos los elefantes presentes se escandalizaron.
— ¡A los Antepasados? Sabes perfectamente que nunca lo hacemos. Hay un orden cósmico que respetar y cientos de razones por las que no debe hacerse.
— Sí, sin embargo el orden cósmico se ha roto. El hombre blanco ha robado el Mangante y necesitamos saber dónde está. Necesitamos la sabiduría de los Antepasados.
— Está bien, está bien —el elefante se volvió hacia sus compañeros—. A ver, ¿os parece bien que llamemos a los Antepasados?
Se oyó un asentir generalizado de "vaaale" y "bueno, un día es un día, qué diablos".
El líder de la manada volvió a mirar a Yuyu, serio y solemne. Su voz grave pronunció las palabras rituales.
— Prepárate, oh humano, a contemplar la gran maravilla. Tus ojos jamás verán prodigio igual por más que vivas —su voz volvió entonces a la normalidad y, aparentemente dirigiéndose al aire que los rodeaba, dijo las palabras finales con un tono algo desganado—. Antepasados, acudid.
¿De verdad podemos?, respondió el aire.
— Qué remedio —bufó el elefante—. ¡Pero sólo un rato!
Acto seguido, comenzó a materializarse otra manada de elefantes. Unos elefantes fantasmales, incorpóreos y numerosos. Tantos como cadáveres había en el suelo. Se podía saber porque había uno junto a cada grupo de huesos. No hacía falta ser Sherlock Holmes para darse cuenta de que estaban viendo los espectros de generaciones de elefantes muertos.
¡Por fin!, dijo uno de ellos, ¡No nos habían dejado salir desde la lluvia de estrellas de hace noventa y cuatro años! Fue espectacular.
No tanto como la que yo viví hace ochocientos seis años, dijo otro, Eso sí fue una lluvia de estrellas. En mis tiempos las cosas eran muy diferentes.
Tú qué vas a saber, bufó un tercer fantasma, Sólo tienes ochocientos años. Las cosas eran fáciles, entonces. Te olvidas de que...
¿Olvidar?, replicó el aludido, Mira, resulta que olvidar es precisamente una de las cosas que yo no hago... Recuerdo perfectamente cuando aquí no había más que pastos hasta donde alcanzaba la vista, y una cría podía jugar tranquilamente en la calle sin peligro. Ahora las cosas no van tan bien como antes, te lo digo yo.
Oye, intervino otro paquidermo mirando a un congénere que tenía cerca, ¿tú no eres el hijo de la vieja Daraba?
Sí, contestó, orgulloso, el interpelado.
Ah, pues si crees que he olvidado que tu tatarabuelo insultó a mi tatarabuela en la Fiesta de la Cría de hace setecientos años estás muy equivocado, chaval. Lo tengo muy fresco en la mente.
Yuyu miró al líder de los elefantes vivos.
— Orden cósmico y cientos de razones, ¿no? —preguntó.
Si hubiera podido hacerlo, el elefante se habría encogido de hombros.
— Sí. Ésta es una de las razones.
Y el Cementerio lo tienen todo descuidado. Fíjate, los huesos por ahí tirados como si tal cosa. Así no me extraña que no vengan visitantes.
Di que sí. Si no sabemos cuidar las atracciones turísticas que tenemos, ¿cómo vamos a prosperar?
— ¿Crees que va para largo? —inquirió el chamán.
— Si los dejo solos, pueden estar siglos hablando. Ellos ya están muertos.
Y esa estampida tan patética... No asustaba a nadie. Se están perdiendo las tradiciones.
¿Tú qué vas a saber de tradiciones, si sólo llevas noventa años aquí?
Pues resulta que en vida fui Presidente de la Liga de Tradiciones Elefantiles, para que te enteres.
Presidente de la Liga de Tradiciones... Como si no recordáramos todos el escándalo de tu desfalco. Es algo que no se olvida fácilmente, y menos si sólo han pasado noventa años.
¡Aquellas acusaciones nunca se aclararon!
— ¿Crees que podrías hacer que se centraran? —preguntó Yuyu.
— Lo intentaré, pero no prometo nada...
¡Fui un respetable miembro de la comunidad!
El jefe de los vivos interrumpió el monólogo múltiple.
— ¡Eh, chicos! ¿Os importa? Hay gente que ha venido a hablar con vosotros.
Los fantasmas se callaron, intentando asimilar el novedoso concepto de "hablar con".
— Sólo era una pequeña pregunta —intervino Yuyu—. Veréis, nos han robado el Ídolo Mangante y querríamos saber dónde está, para restituirlo a su lugar de reposo.
¿El Mangante, robado?
Eso ha dicho. Oye, ¿no es un Pigmento?
Sí, eso parece. Debe de ser Yuyu, hijo de Gambo, hijo de Trompo, hijo de Bamba, hijo de Cumbia, hijo de...
— Estooo... Como ya he dicho, tengo algo de prisa. Y no hace falta que me recordéis mi árbol genealógico.
De acuerdo, de acuerdo. Te echaremos una mano.
...Mundo, hijo de Fandango,...
¿Quieres hacer el favor de callarte?
...hijo de Perra...
¡Cómo? ¡Oye, no te consiento... !
No, no... Es el nombre de su antepasado. Hijo de Mundo, hijo de Fandango, hijo de Perra. ¡De verdad!
Pero... ¿Perra?
Sí, lo recuerdo bien. Era un tipo que venía de tierras lejanas. Alto, rubio, con bigote, hachas y mucho metal por encima. Como se quemaba si se ponía mucho al sol, hacíamos la broma de que estaba al rojo vivo. Ya sabes, por el metal. Perra. Me acuerdo de él como si fuera ayer. Todo un Don Juan. Avergonzó a muchas señoritas.
No era una broma muy buena, la verdad.
Y lo que tuvo que sufrir Fandango. Por lo de ser "Fandango, hijo de Perra". Se hizo chamán por eso. Y ni aun así lo respetaron mucho.
— ¿Va para largo? Ya os he dicho que conozco perfectamente mi genealogía y habría sido mucho más feliz si no me la hubierais recordado, gracias.
Perdona. Decías que habían robado el Mangante, ¿no?
— Sí.
Pues... Ésta es nuestra respuesta a tu pregunta: Encontrarás el Mangante en la Ciudad Perdida del Hombre Blanco.
Yuyu esperó, educadamente. El elefante espectral lo miró. Yuyu le hizo gestos, animándolo a que siguiera.
Me temo que eso es todo, dijo el paquidermo.
— ¿Sólo eso? ¿"Encontrarás el Mangante en la Ciudad Perdida del Hombre Blanco"? ¿Y ni siquiera me vas a decir de qué maldita ciudad me estás hablando? ¡Ni siquiera conozco las ciudades encontradas del Hombre Blanco! ¿Cómo voy a saber dónde han perdido una?
Oye, a nosotros no nos vengas con ésas. Nosotros no somos oráculos. Sólo somos elefantes.
Eso. Si quieres oráculos, vete a ver a las brujas Masayás.
Eso.
— O sea —siguió Yuyu, procurando mantener la calma—, que he hecho un viaje de kilómetros que no me ha servido de nada.
Sí. Más o menos.
Bueno, te hemos dado valiosas informaciones adicionales.
Sí, te hemos recordado lo de tus ancestros.
Eso. Y lo de la lluvia de estrellas.
Sí. Fue realmente preciosa.
Aunque la mía fue mejor.
¡Ja! ¡Eso te crees tú!
Mientras comenzaba de nuevo el fuego a discreción de palabras al azar, el elefante líder habló a Yuyu.
— Ya te avisé que...
...no reconocerías una buena lluvia de estrellas ni aunque te cayera en la cara...
— Sí, lo sé —replicó el chamán, malhumorado; afortunadamente para ellos, los Antepasados ya estaban muertos—. El equilibrio cósmico y las razones.
... y mejor que te disculpes por lo de tu tatarabuelo...
— Compréndelo, es la edad...
...perfectamente honrada. Además, no dejé pruebas. Quiero decir, que no las hubo porque no hubo desfalco...
— Lo comprendo. Se comportan como críos.
...incluso creo que ese Perra fue y fundó su propia tribu...
— Es muy profundo lo que has dicho. Como si la vida fuera cíclica y el final sólo fuera el comienzo.
...¿Y los huesos? ¿Alguien nos colocará un poco los huesos? Porque están hechos un asquito, la verdad...
— ¿Eso he dicho? Yo creía que había dicho que se portaban como críos.
...y más te vale que le tengas un respeto a la edad...
— Ah. Pensaba que hablabas metafóricamente.
...hijo de Perra... Si lo piensas, tiene su gracia...
— Oye, no es que sea de mi incumbencia, pero... ¿Vas a dejar que sigan así mucho tiempo?
...pastos, pastos hasta donde alcanzaba la vista. Bueno, pastos y huesos de elefante. Eso no ha cambiado...
— La verdad es que me daban algo de pena. Por todo el tiempo que pasan sin poder hablar, ya sabes. Pero me parece que ya es bastante —se dirigió a la troupe de comediantes paquidérmico-ectoplasmicos y deshizo la invocación con el mismo tono casual del principio—. Antepasados, retiraos.
...¡Eh! ¡Yo había pedido turno de réplica!...
...hijo de Perra... Je, je...
...¿Puedo saludar?...
Silencio.
— Gracias —dijo Yuyu—. Me estaban dando dolor de cabeza.
— De nada. Espero que te hayan ayudado.
— ¿Estás de guasa? ¡No me han ayudado para nada! ¡A saber dónde encuentro yo esa maldita ciudad!
— Bueno, ya has oído lo que han dicho los Antepasados...
— ¿Qué? ¿Lo de los pastos?
— No, lo otro.
— ¿Lo de los huesos mal colocados? —el elefante líder negó con la cabeza— ¿La lluvia de estrellas? ¿El desfalco? ¿Su tatarabuelo? ¿El mío? ¿La Liga de Tradiciones?
— Nooo —atajó el proboscídeo, impidiendo que los palos de ciego de Yuyu hirieran a algún inocente—... Hay que ver, qué poca memoria tenéis los humanos. Han dicho: "Si quieres oráculos, vete a ver a las brujas Masayás".
Yuyu meditó unos instantes aquella frase.
— Ya —murmuró, finalmente—... Las Masayás... Pues nada, habrá que ir a verlas... Gracias por todo.
— A mandar.
Yuyu volvió a subirse al lomo de Angagua, desde donde lo miraban Gayumbo y Jane, que habían asistido a la dantesca escena sin comprender nada de nada.
— ¿De verdad has hablado con los elefantes? —le preguntó la reportera.
— Sí.
A Jane la respuesta le hizo pensar en algo.
— ¿Y qué te han dicho? —quiso saber Gayumbo.
— Que vayamos a ver a las Masayás.
— Oye, Yuyu —dijo Jane, a la que se le acababa de ocurrir una idea—... ¿Podrías hacerles una pregunta de mi parte?
— Bueno.
— Diles que por qué acuden a la llamada de Tartán si luego no le obedecen.
Yuyu se lo preguntó. Los elefantes le contestaron.
— Dicen que no acuden. Odian ese chillido y buscan al que lo hace para pisotearlo.
— Lo sospechaba...
Angagua se puso en marcha de nuevo hacia el norte. El trío de humanos se despidió de los Guardianes del Cementerio de los Elefantes. Su líder, con cara de haber estado dándole vueltas a una idea durante algún rato, dijo para sí:
— Así que hijo de Perra... Quién lo hubiera dicho...
Los elefantes volvieron a sus pacíficas ocupaciones (como esperar a que pasara otro incauto a quien despedazar y, esta vez, despedazarlo). El Cementerio volvió a quedar tranquilo. A excepción de...
...a excepción de los huesos. Cuando nadie los miraba, como si tuvieran vergüenza, comenzaron a moverse. Solos.
¿Habéis visto eso?