I
En el corazón de África hay un templo. Lleva allí mucho más tiempo del que es posible imaginar. A su alrededor ha crecido tal vegetación que las secuoyas y los baobabs se sentirían allí como niños de párvulos junto a jugadores de baloncesto. Sus pasillos están tan recubiertos de polvo que el mayordomo de la tele necesitaría un kilo de algodón para una prueba decente. No se oye ni un ruido a su alrededor, puesto que hasta los animales tienen miedo de acercarse.
Pocos de los nativos saben quién construyó el templo, o cuánto hace de eso. El hombre blanco, que cuando llegó se encontró el templo ya hecho, ni con toda su ciencia ha encontrado las respuestas. Claro que, tratándose del hombre blanco, lo justo sería decir que ni siquiera ha hecho las preguntas. No es el tipo de cosa que el hombre blanco hace cuando se encuentra un templo de una civilización perdida. Lo primero es robar los tesoros y expoliar las piezas arqueológicas. Después ya tendrás tiempo de demoler lo que quede y edificar sobre el terreno un hotel de cinco estrellas para turistas. Entonces y sólo entonces es cuando puedes empezar a hacer preguntas estúpidas. Es el destino que han corrido muchos templos, a lo largo de siglos de exploración del hombre blanco. Es curioso que el hombre blanco tenga esta obsesión por salirse de los continentes en los que le ha tocado vivir y viajar a otros lugares buscando nuevas civilizaciones y penetrando audazmente donde ningún hombre blanco ha estado jamás. Da que pensar. Y, claro, luego encuentran templos de otra cultura, no los tratan como es debido y pasa lo que pasa.
Es el destino de muchos templos, pero no de éste. Éste es el Templo Mangante. En lo más recóndito de su interior se oculta una estatua. No dejaría de ser un cacho de piedra esculpido con una forma graciosa si no fuera porque es un artefacto sagrado para la tribu de los Pigmentos. El Ídolo Mangante. Su solo nombre estremece a muchos nativos. Un tótem de poder, capaz de provocar la ira de los Grandes Espíritus. Capaz de traer la muerte y la destrucción por doquier. Sí, también es capaz de ser vendido por un precio exorbitado en una subasta de arte indígena, pero ya hemos dicho que el hombre blanco no ha llegado nunca a robar el Ídolo.
Y no es porque no lo haya intentado cientos de veces. En lo que se refiere a buscar tesoros ocultos, el hombre blanco se parece más a un lemming que a una persona. Poco importa que decenas de exploradores hayan ido a buscarlo antes y ninguno haya vuelto (por lo menos con los órganos de su cuerpo colocados donde deberían). Todos parten con la ingenua seguridad de que él será quien logre "recuperar la pieza por el bien de la arqueología". Como este hombre que se acerca. Fijémonos en él. Vamos a ver por qué nadie ha robado nunca el Ídolo Mangante.
Parece un hombre curtido. Los hombres curtidos llevan chaqueta de cuero, barba de tres días modelo "encienda una cerilla en ella", sombrero pasado de moda y látigo. Este caballero posee todos los implementos. Incluso la chaqueta, que tiene que estar achicharrándolo.
Su nombre es Jones. Es profesor de Universidad. Sí, y arqueólogo. Y, en sus ratos libres, Recuperador de Piezas de Valor Incalculable y Salvador del Mundo. En realidad, aunque ponga esto en su tarjeta de visita, es una exageración. Sólo ha Salvado el Mundo una vez. Un asuntillo sin importancia referido a un arca perdida.
El profesor Jones (aunque no le gusta que le llamen así) acaba de encontrar la entrada del templo. Le ha costado mucho llegar hasta aquí. El pobre no sabe que lo peor viene ahora (pero se lo imagina; son cosas que suelen pasar en los templos ocultos).
Espanta a los mosquitos y se dispone a entrar. Sí, ya sé que habíamos dicho que los animales no se atrevían a acercarse al templo, pero esto no incluía a los mosquitos. Ningún biólogo en su sano juicio los consideraría animales. Son demasiado avanzados. Es su sistema de localización de víctimas, que haría enrojecer de vergüenza a cualquier satélite espía; es su número casi infinito; es su práctica indetectabilidad hasta que han llevado a cabo su ataque. Es un montón de pequeños detalles, demasiados para nombrarlos todos. No, desde luego los mosquitos no son meros animales. Y mucho menos insectos.
Numerosas teorías han intentado explicar por qué están los mosquitos en este mundo. Las más inocentes se limitaban a farfullar tonterías sobre la evolución de las especies, la cadena alimentaria y que las ranas tenían que comerse a alguien para estar aquí y que alguien se las comiera a ellas. Por descontado que estas teorías ni se acercaban a la verdad.
Otras, un tanto coloristas pero no del todo carentes de exactitud, apuntaban a una invasión alienígena futura preparada por unos discretos agentes de campo (los mosquitos, por supuesto). Según estas teorías los mosquitos nos vigilan y estudian todo el tiempo, chupando nuestra sangre para analizar nuestra composición genética, zumbando toda la noche para realizar con nosotros experimentos de privación de sueño y probando en nuestra piel armas biológicas para ver cuál de ellas nos provoca más picores durante más tiempo. En honor a la verdad, hay que decir que los autores de tales teorías suelen tener una curiosa tendencia a ver a Elvis en extraños sitios, y a comer setas que no aparecen en la "Guía del buscador de setas aficionado". O, si aparecen, es con un gran círculo rojo a su alrededor, muchos signos de admiración, una enorme calavera sobre un fondo negro y el teléfono de información toxicológica debajo.
Lo cierto es que el hombre no es la especie dominante en este planeta. No, tampoco son los delfines. Ni las hormigas. Y si la Naturaleza tuviera que empezar de nuevo, no lo haría con las abejas, estúpidas ellas. De hecho la Naturaleza ya empezó de nuevo una vez. Con el hombre. En su primera especie inteligente (los mosquitos, por supuesto) se le fue la mano. Demasiado listos. Demasiado peligrosos. La Naturaleza tenía remordimientos, así que creó al hombre para intentar corregir su error. No hace falta decir que, vistos los resultados, la Naturaleza no piensa volver a intentarlo.
Pero nos estamos olvidando de Jones y hemos roto todo el clímax con esta divagación. Por favor, no me distraigan más, que pierdo el hilo de la historia. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! Jones se dispone a entrar. Lleva su látigo en una mano y una antorcha (que ha hecho mientras nosotros hablábamos de mosquitos) en la otra. Atraviesa el umbral del templo y respira hondo, para darse valor.
Y medio kilo de polvo entra en sus pulmones. Toda una colonia errante de ácaros hace una sentada en su tráquea y decide que es un buen lugar para vivir y ver crecer a sus hijos. Jones tose violentamente y provoca el desahucio.
El explorador se recupera y comienza a caminar. La luz de la antorcha ilumina tenuemente los pasillos que recorre. Su innato sentido de la orientación y sus conocimientos de arquitectura antigua (y el hecho de que no nos serviría de nada para esta historia que Jones se perdiera por el templo un par de veces) lo llevan por el camino apropiado. Jones tiene la sensación de que se está acercando. No se equivoca.
Entonces, sin previo aviso, el suelo se abre bajo sus pies. Con un movimiento ágil, instintivo, provocado por años de entrenamiento, su látigo alcanza un saliente del techo y se enrolla en él. Jones se ha salvado. Está colgando sobre una trampa inteligentemente diseñada por los creadores del templo.
Quienquiera que construyera este lugar, no tenía ni idea de lo que era un detector de presión, un sensor de movimiento, una célula fotoeléctrica o un circuito cerrado de televisión. Ni falta que le hacía. En opinión de los constructores del Templo Mangante, cuando tienes un suelo quebradizo, unas estacas afiladas y un poco de curare, lo demás son tonterías.
Jones se balancea, sujetando el látigo con una mano (contrariamente a lo que puedan opinar las leyes de la física, no se le ha caído la antorcha). Con movimientos felinos, se dispone a llegar al otro lado del pozo. Casi se puede oír una música heroica sonando. Entonces el saliente del que pende toda la masa de Jones se rompe y el aterrizaje al otro lado dista mucho de ser felino y heroico.
Jones —al que no hemos hecho caer en el pozo porque lo mejor viene ahora— acaricia su trasero magullado y comprueba que no tiene nada roto. Y piensa que fuera cual fuera el propósito por el que se construyó este templo, no era para que los feligreses vinieran cada domingo.
Jones reemprende la marcha. Nos saltaremos la descripción de cómo Jones escapa milagrosamente de unas cuantas muertes seguras más. Lo bueno de ser Salvador del Mundo, opina Jones, es que tienes una inmunidad de guión que te protege de caer en determinadas trampas tontas, como parejas de cuchillas del tamaño de una rueda de molino, puentes colgantes que se desmoronan, ataques enfurecidos de ángeles vengadores y demás.
Jones lo ha conseguido. Ha entrado en la cámara principal. En el centro, sobre una especie de altar circular, está el famoso Ídolo Mangante. Tiene forma humana. De un humano bajito y paticorto, eso sí, pero humano al fin y al cabo. Detrás del Ídolo, en la pared, hay unas extrañas inscripciones. Cualquier hombre blanco que se tomara la molestia de preguntar a un guía nativo sobre dichas inscripciones oiría una respuesta parecida a ésta:
— Es una maldición, bwana. Quiere decir: "Que la negra Muerte caiga sobre aquellos que interrumpan el reposo del Ídolo Mangante. Que los Grandes Espíritus desencadenen su cólera. Que el mundo tiemble hasta que el Ídolo sea repuesto o hasta que no haya mundo".
En realidad, en la inscripción pone "no tocar" (todo el mundo sabe lo teatrales que son los guías nativos). Pero, desde luego, la idea que los constructores del Templo Mangante querían dar era algo parecido a lo que dicen los guías, ahora que lo mencionan. Y si hubieran tenido imaginación (o hubieran leído historias de la selva), apuesto que hasta habrían empleado las mismas palabras.
Pero Jones no piensa en esto ahora. Está sopesando un saquito que ha llenado de tierra. ¿Por qué? Porque Jones se conoce estas trampas. Cuando quite el Ídolo, activará un mecanismo a menos que lo sustituya con celeridad por algo del mismo peso. Ni más ni menos. Y suerte que no tenían detectores de presión.
Jones se aproxima al Ídolo, sudando. En su mano izquierda, el saquito. La derecha está preparada para coger la estatuilla. El látigo está guardado y la antorcha la ha colocado en un soporte que los edificadores del templo dejaron para cuando algún explorador blanco sobreviviera a sus trampas y quisiera robar su ídolo sagrado con comodidad.
La mano derecha se cierra lentamente sobre el Ídolo. La izquierda está lista para saltar. ¡Ahora! Jones hace el cambio con una habilidad profesional. El saquito está donde antes estaba la estatua (que ahora está en sus manos) y el mecanismo no ha tenido tiempo ni de decir "¡caray, qué rápido!". O eso cree Jones.
CLIC. BRRRRRRMMMMM.
Jones mueve la cabeza de un lado a otro, fastidiado. Ha hecho saltar la trampa.
El altar donde reposaba el Ídolo está bajando, enterrándose en las profundidades del templo. Se oye un ruido, como de roca moviéndose sobre roca.
BRRRRRRRMMMMMMMMMMM.
Ya conoce este tipo de trampa. Ahora se abrirá una compuerta detrás suyo, de la cual caerá una enorme piedra que lo perseguirá rodando hasta la entrada del templo, donde estará a salvo.
BRRRRRRRRRRMMMMMMMMMMMM.
Jones se vuelve, mira detrás. Sonríe, pensando: "Venga, ábrete sésamo. Preparados, listos, ya. Seguro que te gano".
BRRRRRRRM.
El ruido se para. Jones se queda extrañado. No se ha abierto ninguna compuerta detrás suyo. No sabe qué pasa. Lo cierto es que Jones no ha tenido en cuenta la regla de oro del arqueólogo/expoliador de tesoros: Cuando alguien te quiera aplastar con una roca gigante, no te dará dos segundos de ventaja. Te la tirará directa a la cabeza.
Jones mira arriba, pero es demasiado tarde.
CHOF.
Bueno, ya sabemos por qué nadie ha robado nunca el Mangante. Aunque esto no es cierto. Hubo una ocasión en la que un hombre blanco estuvo a punto de quedarse con el Ídolo (y provocar una catástrofe mágico-espiritual, de paso). Se habría salido con la suya si sus planes no hubieran sido desbaratados de la forma más ridícula que uno pueda imaginar.
Pero no quiero adelantar más acontecimientos, porque en este libro se narra la historia de ese hombre. Y de aquellos que se le opusieron. Sigan leyendo y sabrán casi tanto como yo.