CAPITULO XVII

ABIGAIL Hale jamás se había dignado reconocer su soledad, y era igualmente opuesta a admitir los naturales achaques de su edad. Pero en realidad de verdad, la repulida casita de Evergreen parecía cada vez más vacía al pasar los años, y cada vez salía menos de ella. Cuando se movía con presteza, el reumatismo se le fijaba entre los hombros, se aceleraba su respiración y sentía en el corazón repentina angustia. Ya no podía tender la ropa sin resentirse, no podía fregar los suelos, ni subir las escaleras de prisa, ni cuidar el jardín, ni plantar pinos... Después hubo de acortar sus horas de permanencia en la cocina si no quería estar agotada antes de la hora de acostarse. Siempre fué parca en el comer, pero se enorgullecía de su buena mesa, y jamás hubo en su despensa el pan de la panadería ni las conservas de la tienda. Ahora, cocer el pan o las frutas era agotar las últimas energías. Se encontraba con la alternativa de admitir ayuda mercenaria o proteger al tendero de la esquina.

Después de reflexionar, optó por lo primero. Desde hacía años colaboraba en las tareas domésticas un semiinválido llamado Mem Mears, que vivía a mitad del camino entre Evergreen y la aldea de Hamstead. Una máquina de segar le había arrancado un brazo cuando era joven; pero a pesar de su defecto, trabajaba mucho. Además, Mrs. Hale poseía buenas máquinas, y no hallaba dificultad para contratar hombres para arar y trillar, puesto que ella a su vez les prestaba las máquinas para sus necesidades. Mem cuidaba de todo esto, y era para Mrs. Hale de inmenso valor, pero sólo cobraba su sueldo con intervalos irregulares y poco frecuentes, pues decía que prefería que le guardasen el dinero con más seguridad, y así no le daba la tentación de gastarlo. Sin embargo, los vecinos decían que gritaba si se le quitaba una perra, además de que tenía cuentas importantes en los mejores Bancos, y libre de gravámenes la propiedad de su pequeña finca.

El nombre de Mem era Remembrance, pero casi todo el mundo había olvidado cómo se llamaba en realidad. Era honrado, trabajador, tranquilo y perspicaz. Su mujer, Sue, se le parecía mucho, y a ella recurría Mrs. Hale en todas sus dificultades. Iba a Evergreen tres veces por semana para lavar, fregar y hacer el pan, y volvía a su casita para continuar infatigable sus continuas ocupaciones, y aún tenía tiempo para aceptar pedidos de bizcocho de nueces y otras delicadezas, en cuya confección estaba especializada. Tanto ella como Mem querían mucho a Mrs. Hale, y nunca la abandonaban más que cuando Dios enviaba una riada, que anualmente inundaba los prados en que vivían, y hacía impracticable la carretera de Evergreen.

Cuando Sue no estaba con ella, Mrs. Hale solía permanecer sola. En la aldea todos la respetaban más que la querían, por tenerle cierto miedo. Era una mujer mordaz y pedante, que conocía los clásicos a la vez que los menudos acontecimientos de la actualidad, desconocidos por sus vecinos. Aunque conversaba con ellos, reconocían su superioridad por el conjunto de circunstancias que en ella concurrían, incluyendo el que vivía con más desahogo.

Ella hubiera sido la primera en alegrarse si se hubiera roto la invisible barrera que la separaba de sus convecinos. En realidad, había hecho para conseguirlo repetidos esfuerzos, pues su aislamiento la disgustaba y hería su orgullo. Pero mientras todos reconocían que su labor en la Junta de las Escuelas y en la Sociedad para la mejora de la localidad era sobresaliente, despertaba más admiración que afecto. Allí donde siempre se empleaban los nombres de pila o sus diminutivos afectuosos para designar a casi todas las personas, muy pocos había que llamasen Abigail a Mrs. Hale, y no había quien la llamase Abbie. Era un personaje de importancia.

La llegada de Noel a su encierro fué para ella fuente inagotable de gozo. El pequeño la quería entrañablemente, y se lo demostraba. Cuando su primera visita, no hubiera creído que Eunice le iba a traer con regularidad y frecuencia a Evergreen; pero al ver que iba a pasar con ella todo el verano, apenas podía refrenar su alegría desbordante. Durante las noches de invierno, sentada frente a su repleta chimenea, haciendo labor de aguja y mirando sus pinos desde la ventana, iba contando los meses; luego, las semanas, y finalmente, los días que faltaban para que llegase Noel. Y cuando se volvía a marchar, escuchaba atentamente cualquier ruido que le recordase, el de la tapa de la caja de los dulces, el del carrito en que recogía el niño las hojas secas, y le parecía oír su vocecita, que decía: «¡Abuela! ¿Dónde estás?» Y tardaba mucho en volver a hacerse a la idea de su soledad y a reconciliarse con el silencio que seguía a su partida.

Después de la estancia de Noel, lo que más le agradaba eran las visitas de Francis, aunque eran pocas y cortas. Nunca se quedaba mucho tiempo, y siempre se presentaba y se marchaba de improviso. A veces acompañaba a su mujer e hijo cuando venían al Norte, que solía ser después del 4 de julio, o volvía para llevárselos a Virginia después de la fiesta del Trabajo. Pero lo más a menudo llegaba sin avisar, se estaba tres o cuatro días, alegrando la vida de Evergreen, y se volvía a marchar como había venido. Los vecinos le apreciaban, y frecuentaban más la casa cuando él estaba allí que en el resto del año; las excursiones de pesca con Paul Manning, iniciadas en la primera visita de Francis a Hamstead, se repitieron muchas veces, y todos coincidían en que era «el alma de la fiesta» cuando se celebraba alguna a beneficio de la Legión o de la Biblioteca pública. Engatusaba y halagaba a Mrs. Hale, quien decía que estando a su lado se olvidaba de las penas. Cuando él se marchaba y quedaba sola con Eunice, después que Noel se iba a dormir, era el momento en que hacía preguntas a su nieta, y la reprochaba por la manera de llevar las cosas en el Retiro.

Era mucho más severa con Eunice que con Francis, aunque pensaba que cometía una injusticia, porque la conducta de Eunice, aparte de sus extravagancias, había sido irreprochable, mientras que no cabía duda de la indolencia y los devaneos, por no decir otra cosa, de Francis. Pero no esperaba otra cosa de él, a menos que Eunice hubiera sido suficientemente enérgica para rescatarle de sus pasajeras distracciones y encajarle en actividades adecuadas. Estaba disgustada porque su nieta carecía de sagacidad y prudencia para hacerlo. Si ella misma se hubiera casado con el joven misionero que se fué a la India en vez de hacerlo con el palurdo labriego que se afanaba año tras año en Hamstead, podría haber hecho algo más útil.

Algunas veces se le escapaba un suspiro cuando pensaba en ello, aunque ni Mem ni Sue ni nadie la oyera quejarse jamás. Esto ocurría solamente cuando se encontraba sola, sin otra compañía que el gato que ronroneaba junto a la chimenea. Ponía las cartas que recibía del Retiro en el cajón de la mesita que tenía junto a la ventana, y durante los descansos de sus trabajos de aguja las sacaba y las leía.

«Querida abuela —escribía Noel—. Estoy bien, y espero que tú también lo estés. Tengo una nueva jaquita, y papá me va a llevar a la feria de Warrenton. Se llama Jolly, que es un nombre muy bonito. También tengo perritos nuevos. Estoy aprendiendo a sumar, y mamá me enseña a quitar seis de diez. Papá dice que lo hago muy bien, pero él no me enseña nada. Tenemos buen tiempo. Besos de

»Noel.»

«Querida Abbie —escribía Francis, que, al revés que sus vecinos, siempre la llamaba así—. Como habrá visto por el membrete, estoy en Middleburg otra vez. Como ya está terminando la temporada, me parece mal perderme el final, especialmente cuando Eunice cuida de todo en el Retiro perfectamente en esta estación sin necesidad de mi presencia. Vine el viernes, para llegar a las carreras. No he traído caballo, porque Patrick me da uno mientras esté aquí. Y hablando de Patrick, me ha pedido que le envíe recuerdos. Los dos debían ser ustedes buenos amigos, pues una vez salvado el primer obstáculo, se llevarían muy bien. Su nuera no me ha encargado nada para usted.

»Corro mucho, solo y en pareja, y al fin me he decidido a saltar obstáculos, después de decir que jamás lo haría. Creo que Noel será mejor jinete que Eunice y que yo. Ya maneja bien el freno, y no se cansa. Si usted quiere, llevará su nueva jaca cuando vaya a Hamstead este verano. Eunice piensa ir más pronto esta vez, posiblemente hacia mediados de junio; pero yo quiero que espere a que terminen las ferias de primavera, porque Noel se está divirtiendo mucho y va a correr por primera vez este año.

»Bueno; voy a tomar el desayuno, aunque ya es casi mediodía. Usted, en cambio, ya irá a comer, y me parece que estoy oliendo la salsa de manzanas y oyendo cómo cruje la carne en el horno. Recuerde en sus oraciones a este infame, que le arrebató su corderita, y reciba muchos abrazos del renegado

»Francis, el caprichoso de Fielding

Estas eran las cartas que últimamente había recibido Mrs. Hale, muy parecidas a la mayor parte de las anteriores. Las de Eunice eran más largas y serias; escribía regularmente todos los domingos, aunque nada especial tuviera que decir. Mrs. Hale no sacó su última con las otras dos, pues la primera vez que la leyó la había aburrido, y no veía el motivo para volver a aburrirse una vez más.

Pensaba en esto cuando sonó el teléfono. No era muy partidaria de este adelanto de los tiempos, que le parecía un estorbo cuando estaba ocupada, y una molestia cuando descansaba. Solía hacer como que no lo oía para seguir en su tarea. Aquel día ya lo había hecho varias veces, y después de un momento de indecisión, resolvió persistir en su conducta. No se imaginaba quién desearía hablar con ella a aquella hora de la noche, pues eran cerca de las nueve. Puso las cartas otra vez en el cajón y echó fuera el gato. Después dobló su labor y se puso a leer un capítulo de la Biblia antes de subir a acostarse. Apagó la luz eléctrica y encendió una vela de las que tenía en la mesa del vestíbulo desde que, recién casada, llegó a Evergreen.

Desde entonces, tampoco había cambiado de dormitorio. En su cama había unas cubiertas de almohada que llevaban bordadas estas palabras:

Dormía y soñaba que la vida era belleza.

Desperté, y encontré que la vida era deber.

La primera línea estaba en la cubierta de la izquierda, y la otra en la de la derecha. Las letras eran grandes, de algodón rojo, y muy adornadas. Mrs. Hale las quitó y dobló cuidadosamente, colocándolas luego sobre el sofá del rincón. Después retiró y dobló con igual cuidado la colcha de damasco. Luego se lavó y peinó en el lavabo de porcelana de la habitación, a pesar de que había un cuarto de baño contiguo. Desnudóse luego, disponiendo ordenadamente la ropa en una silla que le servía a ese propósito, y se puso un camisón de mangas largas; y apagando la vela, se arrodilló junto a la cama para rezar.

Todavía decía sus oraciones de niña, aun cuando con los años había modificado la lista de personas para las que pedía a Dios su bendición después de suplicar al Señor que recogiese su alma si moría durante el sueño; muchas de ellas ya estaban gozando de su presencia en el Cielo. Noel, Francis y Eunice eran ahora los que realmente la interesaban en sus oraciones, y pedía por ellos en este orden. Después, como por obligación, pedía al Todopoderoso que se acordase de los pobres, de los ateos, de los perversos, del presidente de los Estados Unidos, del jefe de la Iglesia y de todos sus vecinos. Y, por fin, empezaba la oración del Señor:

Padre nuestro, que estás en los Cielos,

santificado sea tu nombre...

No cabía duda que alguien llamaba en la puerta de fuera. Trató de no oírlo, como había hecho con el teléfono, y siguió rezando.

Venga a nos el tu reino, y hágase tu voluntad

así en la Tierra como en el Cielo...

Pero golpeaban en la puerta con más fuerza, y aguzó el oído involuntariamente al reconocer casi una voz.

—¡Abuela, abuela! ¿No me oyes? ¡Ábreme!

Se puso en pie, olvidando lo que le dolía hacerlo de prisa. Hubo de apoyarse un momento en la cama antes de envolverse en su bata para asomarse a la ventana. Al hacerlo, volvió a oír una voz, que decía:

—¡Abuela! ¡Sal a la puerta! Soy Eunice. Somos Eunice y Noel.

Mrs. Hale abrió la ventana y sacó la cabeza.

—¡Pero, Eunice! ¿Qué haces aquí a estas horas? Y dando voces como para despertar a los muertos...

—Oh, abuela, creí que no me ibas a oír nunca. Ya te lo explicaré todo después. Pero déjanos entrar primero. Estamos tan cansados, que nos vamos a caer aquí mismo si tardas en bajar.

Mrs. Hale buscó las cerillas, encendió la vela y bajó la escalera. Luego recordó que había luz eléctrica, y poniendo la bujía con las otras sobre la mesita, encendió las luces del vestíbulo y abrió la puerta. Eunice empujó a Noel y luego entró, cerrando por sí misma la puerta antes de echar los brazos al cuello de su abuela.

—¡No abras, sea cualquiera el que llame! —murmuró con gran agitación—. Francis podría venir a buscarme para quitarme a Noel. ¡No se lo permitas!, Es muy malo, y le he dejado para siempre. Vengo a quedarme en Evergreen.