CAPITULO VII
ERA todavía muy temprano, conforme a los usos del Continente, cuando Eunice caminaba por las losas que conducían desde el pabellón de forasteros al rancho. Entró en la sala de armas, donde estaba Crispin Wood sentado junto a la ventana que daba al campo, haciendo solitarios. Se levantó con rostro placentero al ver acercarse a Eunice.
—Venga a ayudarme. Llevo seis solitarios y no me sale ninguno.
—Me parece que le voy a servir de poco, pues tengo siempre muy mala suerte.
—Bueno; con tal de que no la tenga en asuntos más importantes... ¿Qué le parece si jugásemos a las damas?
—¿A las damas? —repitió ella.
Siempre había creído las damas un juego infantil, y le parecía fantástico que quisiera jugar un hombre tan complicado como Crispin Wood.
—Nada hay como una tranquila partida de damas para un cansado agricultor a media mañana.
—¡A media mañana! —exclamó involuntariamente Eunice, volviendo a repetir sus palabras.
—Pues sí —siguió diciendo Crispin—. No olvide que estoy levantado desde las cuatro y media, que es la hora habitual de levantarse en este país. Pero nunca he obligado a hacerlo a mis invitados, como alguno de mis vecinos. Hay uno que adelanta el reloj una hora cuando se acuesta para poderse levantar a las tres y media, y a las nueve de la noche corta la electricidad, y así todo el mundo tiene que irse a la cama.
—¿Es que está loco?
—No, es que es escocés. En realidad es una persona muy simpática. Le conocerá esta noche. Vendrá a la cena poi.
—¿La cena poi?
—Sí. O a un luau, que es su primo hermano. La única diferencia entre una cena luau y una cena poi es que la primera se celebra bajo los árboles, y la segunda en un lanai. Ya sabe en qué consiste el luau, ¿verdad?
—Vagamente. Pero yo había venido a decirle, Crispin...
—El luau es nuestra fiesta hawaiana tradicional —siguió diciendo Crispin, como si ella no le hubiese dicho nada. Tenía tendencia a interrumpir cuando la conversación no era de su gusto, pero lo hacía tan afablemente, que no chocaba—. Se asa cerdo, y pescados, y pollos, y frutos del pan al aire libre en un horno de piedra enterrado, llamado imu. Después lo comemos con poi, que es una especie de pasta gris hecha de taro y con otras especialidades que no suelen apreciar los malahinis. Pero les gusta el canto y el baile que acompañan a la comida y el ambiente festivo en que transcurre la misma. Creo que ya es el momento de que asista usted a esta fiesta, y para ello he invitado a unas cincuenta personas.
—Es usted muy amable —dijo Eunice, interrumpiéndole a su vez, aunque no con tanta gracia como él, pero esta vez habló con considerable decisión—. Pero yo he venido a decirle que siento que esta misma noche nos tengamos que marchar. Nada sabía que usted proyectase la cena poi. Ha sido usted de una admirable hospitalidad; pero ya no podemos demorar más nuestra partida para el Japón. Mañana sale un barco de Honolulú para Yokohama.
—Sin duda; pero no hay barco de Lihue para Honolulú, pues no salen todas las noches. ¿No lo sabía? Sólo tres veces por semana, así que hasta el lunes ya no hay otro. Lamento que tenga usted que quedarse aquí algo más.
—¿No hay barco hasta el lunes?
—No. ¿La contraría mucho?
—Sí, Crispin; me contraría muchísimo.
Mientras hablaba con Eunice, Crispin alineaba sus cartas; pero ahora las dejó, levantándose.
—Desde el principio ha estado aquí con repugnancia. ¿Es que soy tan mal anfitrión, Eunice?
—Lo hace usted maravillosamente, y usted lo sabe muy bien. Pero la verdad es que siempre pensé que era mejor no haber venido, y ahora creo que lo mejor es marcharnos. Espero me perdone por decírselo; no quisiera ser descortés con usted, que es tan amable.
Sonrió Crispin con gesto enigmático, y se encogió de hombros.
—Es usted una mujer muy cándida. Y también muy sencilla, lo que, desde luego, contribuye a su encanto. Pero quisiera que por su propio bien fuera algo más astuta y reservada.
—¿Por mi propio bien?
—Sí. Evitará terribles heridas si se construye una especie de coraza defensiva, a no ser que prefiera luchar con las mismas armas con que la ataquen.
Eunice volvió la cabeza sin contestar, esperando que Crispin no hubiera advertido el temblor de sus labios y el fuego de sus ojos. La esperanza fué del todo inútil.
—Siento no haberla convencido de que mi consejo es desinteresado. Pero la conducta más sabia que puede seguir en este momento es comenzar a coquetear conmigo.
—Oh..., eso sería imposible.
—Bien; si no le agrada conmigo, hágalo con Guy.
—¡Guy! Él no pensará semejante cosa.
—Evidentemente sabe usted muy poco acerca de la mentalidad masculina. Pero no me sorprende que crea usted a Guy más seguro que yo. En realidad, poco importa con quien coquetee usted..., quiero decir en lo que la respecta. El quid está en que usted comience a coquetear en seguida.
—Ya se lo he dicho, Crispin... Sería un imposible.
—¿Y por qué lo cree imposible?
A pesar de su desesperada preocupación, conmovió a Eunice la ternura de su acento, por lo que le contestó con mayor candor todavía:
—Jamás se me ocurriría coquetear con nadie. Nunca lo hice..., ni siquiera antes de casarme. Nunca supe hacerlo; pero ahora que estoy casada, sería del todo imposible. No sólo porque creo que no se debe hacer, que desde luego así lo creo, sino porque además... estoy perdidamente enamorada de mi marido.
—Ya lo sé, Eunice. Y lo mismo le pasa a él. Si no estuviera seguro de usted, no la engañaría.
—No me ha engañado. Es decir, no lo ha hecho hasta...
—Hasta que se ha encontrado con la primera mujer joven que le ha tentado inesperadamente. Y eso que llevan casados sólo unas semanas... Si tan pronto se desvía su marido, ¿qué cree usted que va a pasar cuando lleven casados varios años? A menos que usted tome alguna medida preventiva.
—No sé qué hacer.
—Pero yo, sí. Y no puedo imaginar que haya nada más propicio al desastre que lo que usted se propone hacer. No estoy seguro de que pueda separar a Francis de Edith teniendo en cuenta el punto a que han llegado sus relaciones, al parecer. Pero lógrelo usted o no, él acusará el golpe, y su éxito le irritará. ¿Por qué no espera a que se canse de ella? No tardará mucho, y entre tanto, usted podrá pasarlo bien con tal de que no sea tan arisca.
—Es inútil, Crispin. Usted y yo seguimos distinto camino, y no creo que pueda resultar nada bueno de sumar un error a otro error.
—No he dicho yo eso. Y no la he propuesto que haga nada incorrecto. ¡No sea usted tan terriblemente seria para todo, Eunice! Yo sólo le propuse que escuche el mandato de la Biblia para que, como cordera entre lobos, proceda con la astucia de la serpiente. Y no me conteste recordándome que el demonio también puede citar las Escrituras en su provecho.
—No lo haré. Pero cualquier cosa será mala para mí si yo creo que lo es.
Crispin volvió a encogerse de hombros, y esta vez su sonrisa fué aún más enigmática que antes.
—Bueno; siga por su camino..., o lo más cerca que pueda. El Cielo sabe que no he de pretender impedirlo, sino todo lo contrario. Y a propósito: no creo que Edith la moleste mucho hoy. Cuando llegó gimiendo que estaba agotada y enferma y todo eso, le dije que se quedase en cama hasta reponerse, y le envié a Suki para que le haga compañía y la tenga cerca por si necesita algo. Suki no se apartará de su lado hasta que yo se lo ordene. Y Edith no se levantará hasta que se convenza de que no le pasa nada.
Sonrió maliciosamente.
—Es una contrariedad que no vaya a la cena poi, pues siempre le han gustado fiestas de esta clase. Pero no hay otro remedio, pues volvería a recaer en su cansancio... ¿Sigue usted pensando lo mismo y no quiere jugar conmigo a las damas? Perfectamente... Me parece que he hecho un ligero progreso en congraciarme con usted al fin.
Todavía estaban jugando cuando llegó Guy una hora después, y entonces propuso Crispin a Eunice que fuese a ver si Ruth no querría unírseles para una partida de bridge. Pasó la mañana rápida y agradablemente. Eunice recordaba de cuando en cuando lo que Crispin le había dicho. No estaba preparada en manera alguna para actuar según su consejo, pero al mismo tiempo no podía apartarlo del pensamiento. Además, en ausencia de la más mínima referencia a lo que ocurrió la noche anterior, comenzó a sentirse menos segura de los motivos de su huida; y cuando al fin apareció Francis, ya no había tensión en la atmósfera, ni oculta ni manifiesta. Después del almuerzo, cuando Crispin dijo que iba a inspeccionar los preparativos para la cena poi, Francis ocupó su puesto en la mesa de juego, y cuando Eunice y él se retiraron al pabellón de huéspedes para vestirse, aprovechó la oportunidad para excusarse.
—Me parece que he estado terriblemente desagradable anoche, querida. Había pasado por una prueba que me deshizo los nervios.
—Lo comprendo, y también siento mucho el haber estado antipática.
Francis se la quedó mirando, pero no encontró sino la inescrutable expresión de su candidez. Buscó otro modo de aproximación.
—Entonces, ¿estoy perdonado?
—No hay qué perdonar, excepto tu mal humor, que no es propio de ti. Pero ya supongo que hasta tú has de estar alguna vez de mal humor.
Sacó del armario un vestido de chiffon verde y lo examinaba minuciosamente, sin darse cuenta, al parecer, de que Francis le había pasado un brazo por la cintura.
—Dame un beso antes de arreglarte, amor mío.
—No debemos retrasarnos para la cena poi, Francis. Pero si insistes, toma.
El «toma» fué un mero roce de los labios sobre la mejilla de Francis. El vestido verde ofrecía, al parecer, cierta dificultad para ajustarse, y cuando terminó de vestirse abrió la puerta y echó a correr, seguida de Francis.
Al llegar cerca del rancho se encontraron con que ya habían empezado los preliminares de la cena poi. Llegaban los músicos, los hombres vestían trajes blancos y anchas fajas a la moda española, y las mujeres llevaban holokus de tan vivos colores y confección tan complicada, que pensó Eunice que los misioneros que llevaron al país a la Madre Hubbard, de quien adoptaron estos graciosos atavíos, experimentarían ahora cierta dificultad para reconocer los modelos de que eran responsables. Después de breves y nada ceremoniosas presentaciones, comenzaron a la vez los cantos y las danzas, con interpolaciones de hula entre las espirituales baladas. Luego se organizó una procesión musical hacia la espesura, en que lucían farolillos colocados en lo alto, alrededor del imu, de donde iba a ser sacado el asado con la debida ceremonia.
Rodeando un montículo de tierra oscura, que recordaba vagamente una tumba de niño, había un grupo de hombres, que llevaban en las manos palas enhiestas. Reunidos invitados y músicos, hubo unos momentos de silencio, que parecía doblemente tenso después del canto sensual que lo había precedido. Después se elevó de repente un canto monótono, penetrante y sincopado, mientras los hombres apartaban con sus palas la tierra del imu con gran velocidad. Desapareció el siniestro montículo, y de la tierra se escapó un vapor de olor penetrante. Sonaban las palas contra las piedras calientes que ocultaban el asado, y que fueron retiradas después, y finalmente, con la pompa de un rito sagrado, fueron llevados en triunfo hasta el adornado lanai el pescado envuelto en hojas de ti, el suculento fruto del árbol del pan, el chamuscado cerdo y el pollo ahumado.
El lanai estaba iluminado por muchas docenas de farolillos y adornado con ramas de árbol del pan, que colgaban suspendidas del techo. Debajo estaba una mesa en forma de doble T, capaz para cincuenta cubiertos y ornada de helechos. Grandes fuentes de poi, y otras con tomates y cebollas, alternaban con el contenido del imu, y comenzó el festín entre el sonido de las guitarras y el baile característico.
Danzaba una sorprendente muchacha, que llevaba el pelo negro, contrariamente a la costumbre, peinado liso y alto, y cuyo holoku escarlata marcaba las líneas y los movimientos de su gracioso cuerpo. Destacábanse los músculos de su bella espalda bajó la piel bruñida, y se alzaba su hermoso pecho en una sucesión de suaves suspiros, cada vez más rápidos. Al principio movía lentamente las caderas, pero poco a poco comenzó a hacerlas oscilar hacia atrás y hacia adelante con ritmo de creciente velocidad. Crispin vió que enrojecía Eunice y que bajaba los ojos, como si deseara escapar a la sugestión de la danza mirando a otra parte.
—Esta es una de las hulas primitivas, que llaman «Alrededor de la isla» —dijo—. La muchacha que baila lo hace de manera soberbia, mejor que todas las que he visto... No se asuste del espectáculo... Quisiera presentarle a la bailarina, que es pariente lejana mía.
—No me asusto, pero me resulta chocante. ¿No le parece demasiado sugestiva?
—¿Sugestiva de qué? ¿De un deliquio vital? ¿Es lo que le choca, Eunice?
—No; pero no me agrada evocar el origen de la vida mediante una danza..., ni con ninguna demostración pública. Es algo demasiado sagrado.
—La hula era sagrada en su concepto primitivo, y no fueron los hawaianos los que la comercializaron, sino los americanos. A veces simbolizaba un rito real, y otras veces traducía una emoción espontánea. Desde luego, hay varias clases de emoción..., alegría y pena, triunfo y desesperación, por ejemplo. La próxima hula es muy diferente de esta que acaba de ver. Quizá le guste más.
Mientras hablaba se presentó en el lanai un pequeño grupo de aspecto matriarcal, presidido por una mujer majestuosa vestida con un vaporoso holoku y adornada con un lei de flores de jengibre. Se sentó con dignidad y compostura para dirigir la selección de danzas que ejecutaban sus nietas, acompañándolas con agradable zumbido y palmadas enfáticas. La muchacha mayor, que tocaba el ukulele, estaba convencionalmente ataviada con una falda de fibra y una blusa de seda anaranjada; pero la más joven, que aún era una niña, acababa de confeccionar su traje con hojas de ti recién arrancadas del árbol. El fresco verde crujía deliciosamente al bailar, y cuando se sentó a descansar, cubrió graciosamente sus tostadas rodillas y sus pequeños pies cruzados.
—Este es el primer programa de Sally. Sus danzas son muy sencillas —dijo la abuela con desdeñosa modestia; pero sus ojos brillaban de orgullo al posar la mirada sobre la niña.
Sally rituaba las danzas con tal naturalidad, que parecía personificar la melodía del movimiento. Plegaba muñecas y rodillas y ondulaba su figura, semejando languidez en un momento y flexible vivacidad en el siguiente. Los cuatro elementos, tierra y aire, fuego y agua, que intervenían en su sencilla vida, las lindas flores que eran sus constantes compañeras, las amables criaturas con las que jugaba..., todo lo interpretaba, convirtiéndose en su encarnación.
Crispin había observado a Eunice con la misma atención con que ésta había contemplado la danza. Advirtió que su expresión había cambiado por completo y que esta vez revelaba una indudable admiración. Pero esperó a que las danzarinas se retirasen, entre generales y calurosos aplausos, antes de hablarle.
—¿Qué le ha parecido esta interpretación?
—Increíblemente bella.
—¿Y ahora no le parecía la personificación del pecado?
—No, es lo que usted decía: más bien la representación de algo sagrado. Entre las dos danzas he quedado deslumbrada y aturdida.
—No importa que se haya deslumbrado; pero lo cierto es que está usted encantada, por lo que ahora debemos bailar nosotros mientras le dure el encantamiento.
Se levantó con bastante diligencia. Ya había bailado muchas veces con Crispin, por lo que la idea no la soliviantó como la primera vez, y otras numerosas parejas daban vueltas por la terraza pavimentada y por la hierba de alrededor. Había una gran variedad y libertad para bailar, pero todos se entregaban a una especie de gozoso abandono, como si bailasen algo distinto de lo que se suele bailar entre cuatro paredes, en la atmósfera artificial de una sala de baile. Como había dicho Crispin, era una expresión espontánea de emoción, a la que había que entregarse de un modo natural y gracioso. Eunice se contagió de esta especial manera de sentir.
—Si siguiera usted mi consejo y se quedara con nosotros, absorbería nuestro espíritu antes de que se diera cuenta —observó Crispin cuando dejaron de bailar. Rara vez hablaba mientras bailaba, y cuando Eunice bailaba con él, ya no le hacía preguntas. Le faltaba el aliento, en parte por el ejercicio y en parte por su excitación; pero Crispin, que había bailado sobre la hierba con su usual ausencia de esfuerzo, parecía guardar mayor compostura aún que al principio de la velada—. Aprende usted muy de prisa —siguió diciendo—. Ya se irá dando cuenta, aunque todavía se sienta enojada. Aún disfrutamos del tiempo de Kona... Rara vez tenemos una noche como ésta. Sentémonos unos minutos para que le cuente lo que le voy a enseñar si decide no marcharse.
Tampoco hizo objeciones esta vez Eunice. Se sentaron en el borde de la loma, bajo un árbol que tamizaba la luz de la luna sin ocultarla.
—En realidad, tal vez debió haber ido primero a Kona —continuó diciendo en tono pensativo—. Ya se había hecho el propósito, y le hubiera gustado ver aquella bahía, llegar las olas hasta los prados verdes, y los pequeños sanpans ir y venir junto al rompeolas. Y le hubiera agradado pasear en un sanpan. Yo la hubiera llevado sobre el mar azul y agitado, y tal vez hubiésemos visto cómo nos seguía un tiburón. En Kona suelen verse tiburones; pero conmigo iría segura.
—Cuente más —dijo Eunice con ansia.
—Le seguiré contando mientras quiera escucharme. Desde luego, mientras esté usted en la isla mayor debe ir a ver Halemaumau, o sea, la casa del Fuego-Eterno. La laguna es aparentemente lisa como un vaso de ágata, pero cuando se mira al fondo se ve una superficie como de barro, cruzada de líneas rojas sembradas de puntos brillantes. Y de repente surgen chorros de llamas de ese enrejado. Toda clase de formas extrañas aparecen en la lava, y a veces hasta la misma Pele, la esplendorosa cortesana.
—¿La propia Pele?
—Sí. Halemaumau es su estuche. Se sienta en un trono con los pies sobre la espuma escarlata, y así recibe. A veces habla también. ¿Le gustaría oírla?
—No..., no estoy segura.
—Pues yo creo que usted desea ver a Pele y oírla hablar también. Yo lo arreglaré. Pero por mucho que yo desee que usted vaya a verlo, aún deseo mucho más que vaya a Molokai.
—¿Donde viven los leprosos?
—No tiene por qué ver dónde viven los leprosos, sino las profundidades que sirven de vivero a los sándalos y por donde vive en libertad el antílope manchado. Los antílopes son primos hermanos del ciervo sagrado de Nara. Allí se multiplican desde que vinieron del Japón como un regalo para el rey Kamehameha. Pero si no me engaño, le agradaría más ir a las dehesas para verlos pastar tranquilamente y saltar graciosamente los arroyuelos, que perseguirlos y matarlos.
—Desde luego que sí. Nunca he podido cazar zorras..., y ésa es una de las muchas razones por las que no acabo de encajar en Middleburg.
—Pues encajará muy bien en Molokai.
—No estoy segura. No estoy segura de encajar bien en ninguna parte, Crispin, a no ser en Vermont. Pero quiero que me cuente más del sándalo... ¿Había dicho algo de los viveros?
—Sí. Datan de los tiempos en que el sándalo era el principal artículo de exportación. Cuando los indígenas comenzaron a cortar árboles en los bosques, descubrieron tales concavidades, y convinieron en llenarlas con el resultado de cada día de trabajo. Los sobrecargos que venían de la costa en representación de los capitanes de los barcos de vela, traficaban con los jefecillos indígenas a base de la fragante madera que veían amontonada ante sus ojos. Trabajadores, comerciantes y reyes se juntaban en estas colinas alrededor de las concavidades de tierra roja, y se entendían ante el testimonio de sus propios ojos en cuanto a lo que constituía un buen contrato y un peso justo... Tal es la historia gloriosa, que aún no se ha escrito como es debido.
—¿Y por qué no la escribe usted de esta manera como me la ha contado?
—Oh, no soy literato; pero algún día cogeré por aquí algún autor o, mejor, una autora que sea joven y encantadora, si es que existe, y que quiera ser mi invitada en Molokai mientras escribe la historia de nuestra madera de sándalo.
—Conozco una autora que podría hacerlo si quisiera. Se llama Honor Bright.
—Ah, sí; ya he oído hablar de Honor Bright. Me imagino que hace diez años hubiera cumplido con mis requisitos. Pero ¿no se casó con alguien de la aristocracia americana? ¿No es ahora la personificación de la felicidad conyugal en vez de refulgente antorcha de los círculos literarios y la espléndida muchacha de su época? No quiero un marido que estorbe continuamente a mi joven y encantadora autora. En realidad, es que estoy ahora hastiado de maridos molestos.
—Creí que me iba usted a hablar de los sitios que no he visto, en vez de hablar de maridos.
—Eso iba a hacer. Realmente, hay mucho que ver en Kauai. Todavía no ha visto usted la cueva Haena, de la que Guy le habló la noche que nos conocimos.
—¿La cueva Haena? —dijo Eunice dudando—. No creo que me gustará verla, Crispin; me tientan mucho más los sanpans y el sándalo, pero las hienas no me llaman mucho la atención.
Crispin Wood echó hacia atrás la cabeza para reír.
—¡Es usted muy divertida, Eunice! Cada vez descubro en usted nuevos atractivos. He dicho Haena y no hiena.
—Pues creí que era lo mismo..., y también pudiera decir de usted lo que acaba de decir de mí...; pero ¿no se da cuenta de que todavía le conozco muy poco? Sólo sé que es usted un hombre poderoso, que ejerce gran atractivo. A la hora de haber conocido a Francis, ya conocí a su familia y ya conocía la mayor parte de su historia y la de sus antepasados.
—Mi historia es más larga que la suya; pero mi familia es más pequeña. Ya hablaremos de ello en otra ocasión... Creo que estoy buscándome enemigos entre mis demás invitados al monopolizarla de este modo. Volvamos ahora al lanai, y mañana exploraremos la cueva Haena.
Se durmió Eunice pensando en esta exploración. Mientras Crispin le hablaba, recordó en efecto la observación de Guy acerca de las ninfas que allí nadaban, según se decía, y la significativa réplica de Crispin afirmando que así era en realidad. Naturalmente, no había creído aquella fantasía, como tampoco creyó la historia acerca de Pele. El proyecto de visitar la cueva la había dejado suspensa, a la vez que excitada. Francis la encontró provocativamente indiferente cuando trató de hablarle al volver al pabellón de forasteros en la madrugada.
—Ha sido una bonita fiesta, ¿verdad?
—Sí, me he divertido en cada minuto.
—Cada vez que te he mirado, así me lo pareció. Pero no siempre pude verte.
—¿Me buscaste?
—No mucho... ¿Es que te fuiste a dar un paseo?
—Sí, eso despeja mucho después de bailar. Recuerdo que así me lo dijiste la noche que conocimos a Crispin y Guy en Waikiki y te pregunté qué habíais hecho Edith y tú. Fué un largo paseo, ahora recuerdo. ¿O es que estuvisteis sentados en la arena?
—Supongo que no tratarás de enfadarme, ¿verdad, Eunice?
—Claro que no. ¿Para qué?
—No veo el motivo. Y hablando de Edith, es una vergüenza que haya tenido que faltar a la cena poi.
—Sí; pero creo que estará mejor por la mañana. Crispin habló de ir a la cueva Haena. ¿Qué creerás que entendía? ¡Hiena! Hay que ver cómo se reía de mi equivocación.
—¿Admites entonces que no eres infalible?
—Desde luego. ¿Es que he dicho alguna vez que lo fuese? Pero no debemos discutir a estas horas de la madrugada. Parece que ya sale el sol. Entonces, Crispin no se podrá acostar hoy.
—Tienes siempre a Crispin en los labios.
—Sí; ya me dijiste que era irresistible. Todavía no estoy del todo convencida; pero comienzo a dudar de que tuvieses razón, lo mismo que en otras muchas cosas. Buenas noches, querido, que descanses; o mejor dicho, buenos días.
A pesar de su excitación durmió profundamente, y al despertar advirtió que, por primera vez, Francis se había despertado antes, saliendo de la habitación sin que ella le sintiese. Como Suki estaba al cuidado de Edith, una de las criadas del rancho trajo a Eunice el desayuno; pero cuando lo pidió hubo de esperar algo más que cuando la ubicua japonesita atendía a su servicio. Comió con apetito, se bañó y vistió despacio. Había olvidado dar cuerda al reloj, pero no le importaba no saber la hora que era. Precisamente uno de los encantos de la vida en el rancho era la libertad de acción; pero cuando al fin entró en la sala de armas, se asombró al oír dar las dos en el alto reloj antiguo. Eso quería decir que ya habría terminado el almuerzo, y que Crispin, siguiendo la costumbre del país, se había retirado a sus habitaciones para dormir la siesta. Como el juego de las damas, era para él un hábito, que parecía a Eunice no armonizaba con su vida tan activa y su viril personalidad; a pesar de que se levantaba antes de la aurora y no se acostaba hasta media noche, no le concebía Eunice como partidario de la siesta. Solamente pensarlo la ponía nerviosa, y ahora, al sentarse en la mesita de juego, decidió probar su suerte con los solitarios en aquella tarde, que parecía tan vacía como la estancia en que se encontraba.
El reloj del vestíbulo dió las tres cuando dejó Eunice las cartas con disgusto, preguntándose qué haría; pero oyó pasos en las losas de fuera, y un momento después entró Guy con la pipa en una mano, y en la otra un número del Punch.
—Hola —dijo alegremente, acercando una silla para sentarse al lado de Eunice—. Supongo que habrá dormido bien. Lo necesitaba usted de verdad después de la agitada noche. Pero tengo que darle la enhorabuena, pues fué usted lo mejor de la fiesta.
—No diga cosas absurdas, Guy.
—Pues sí. Todo el mundo se hacía lenguas de su belleza, de lo bien qué bailaba y de su encanto especial.
—No lo creo. Dice usted todo eso para agradarme y darme el aplomo que cree necesito. Y de paso, dígame: ¿dónde se ha metido la gente?
—Los que vinieron a la cena se han marchado ya, desde luego. Edith está convaleciente bajo la vigilancia de Suki, y Ruth padece hoy de jaqueca.
—¿Jaqueca?
—Sí, así llamamos en Inglaterra al dolor de cabeza, sobre todo cuando lo padece una joven. Sin embargo, creo que en los Estados Unidos lo llamarán una borrachera.
—¡Ruth con una borrachera!
—Sí; se salió de sus casillas. La convencieron con mala intención para que tomase bebidas, que, desgraciadamente, eran muy variadas, y el colmo fué la cena poi. La pobre chica no podía enrollar entre los dedos la pasta gris del taro, y mucho menos tragarla. Sólo el verla le producía náuseas, y no digamos el olor del pescado y del cerdo. Me pareció que le sentaría bien un poco de aire fresco, y la hice levantarse de la mesa. Fuimos al garaje, pero en aquel momento el único medio de locomoción disponible era una furgoneta.
—¿No había ningún coche?
—Todos estaban ocupados; pero la llevé a dar un largo paseo, y desde el principio no pareció darse cuenta de lo que le hablaba. Fué todo el tiempo dando tumbos, hasta que temía que cayese de cabeza, y decía muy enojada: «Puede que éso le guste a usted, Mr. Grenville, pero a mí no.» No tengo ni la más remota idea de lo que entendía por eso.
—Parece mentira que Ruth estuviese así. ¿Y qué pasó cuando terminaron el paseo?
—Tal vez se sonroje usted, pero la llevé a su habitación y la deposité sobre la cama. Le quité los zapatos, y dudé si debía aflojarle las ropas como solían decir los novelistas Victorianos. Pero supuse que ya estarían bastante flojas, así que la dejé sumida en un casto sopor, y no se despertó hasta esta mañana, en que Francis la oyó gemir.
—¿Y dónde anda Francis?
—Dijo que iba a dar un paseo a caballo después de almorzar; pero no sé si ha ido o no al fin. Confieso que sucumbí y me quedé dormido, pero Crispin no ha dormido su siesta ni ha venido a almorzar, pues le llamaron esta mañana porque algo ocurría en el molino de azúcar, sin que todavía haya vuelto. Seguramente no es nada grave, pero le han estropeado el día.
—Y el mío también, pues me había prometido llevarme a la cueva Haena.
—Yo sé ir, y quedaré encantado si me acepta como sustituto.
Eunice sintió un gran desaliento. Era verdad que cuanto más trataba a Guy, más le agradaba, pero nada le sugería de magia o misterio, por lo que no representaba el ideal acompañante para la visita a la portentosa cueva. Dudaba, pero no encontró motivo para rehusar la invitación, ni, por lo demás, quería herir su susceptibilidad. Contestó antes de arrepentirse:
—Usted, siempre tan atento. Muchas gracias; estaré encantada en ir con usted. ¿Cuándo vamos?
—Si usted quiere, iremos en seguida. Voy a buscar un coche, pues está demasiado lejos para ir andando, y esta vez no quisiera recurrir a la furgoneta.
Subió Eunice al automóvil sin gran entusiasmo, y rodaron por la hermosa carretera del oeste de la isla, atravesando una gran arboleda de kukuis y corriendo a lo largo de la playa de Hanalei, en la que el sol reverberaba sobre la arena. Al final de la carretera dejaron el coche y caminaron por un sendero en dirección a la falda de una montaña. El camino desaparecía de repente en la inmensidad de una oquedad que se abría amenazadora ante la estupefacta muchacha. Sobre ella veía una oscura roca saliente que proyectaba su pesada masa sobre una gruta inundada de extraña luz esmeralda que parecía salir, como por arte de magia, de una profunda y resplandeciente laguna. Sombríos canales salían de esta laguna y desaparecían en la distancia, y mientras Eunice se quedó extasiada, esforzando la vista para seguir su curso, oyó un sonido sibilante, y surgió de la oscuridad una blanca forma que a través del verde resplandor se movía, avanzando por el agua de uno de los canales hacia la laguna. Eunice tembló, reteniendo la respiración.
—¿Es de verdad una ninfa? —murmuró—. ¿Es el hada de la gruta verde?
Por un momento casi creyó que era, y sólo le faltaba la confirmación de Guy para que fuese completa su credulidad.
—Al menos debe ser la personificación del encanto de Kauai —contestó.
Hablaba como si también estuviese sumido en un místico arrobo, pero faltaba convicción en sus palabras. Pasó su brazo por debajo del de Eunice y la apretó la mano suavemente para darle confianza, pero el daño ya estaba hecho. Se apartó de Guy.
—No hay tal ninfa —dijo llanamente—. Es una joven, y además no está sola.
Y era verdad. Una segunda forma seguía a la primera, pero diferente en figura y movimiento, y más confusa que la otra. Parecía algo más ancha y más oscura, pero se discernía apenas. Cuando el duende emergió del canal, moviéndose lentamente hacia la laguna, su compañero desapareció en la oscuridad. Como por mágico artilugio quedó inundada de luz la figura femenina, y mientras nadaba fulguraba su pelo como si fuera de oro reluciente. Después salió del agua esmeralda y quedó en la orilla como estatua bella y perfecta. La caverna parecía inundada de fresca y luminosa radiación.
—Es Edith —dijo Eunice atropelladamente—. Es Edith, y Francis está con ella.
—Eunice, no debe usted decir eso; sabe usted que Edith está enferma en cama y que Suki no la abandona ni un segundo. Debe ser alguna muchacha hawaiana. Ninguna europea nada así, con el pelo en el agua.
—¿Es que hay hawaianas con el pelo rubio? Ahora mismo me echo a nadar en la laguna y los sorprenderé antes de que salgan.
Trató de liberarse del brazo de Guy, que fué más fuerte. Todavía pugnaba por desasirse cuando la segunda figura, que tanto tiempo había estado sumergida en la sombra, apareció sobre el agua verdosa. Concentró Eunice toda su energía para observar. La figura era ahora menos confusa, y se veía evidentemente un hombre, pero no se percibía su rostro. Volvía la espalda a la boca de la cueva cuando salió nadando de la laguna, y ahora miraba a la muchacha que tenía al lado con la cara todavía desviada. Pero algo había en él que no oscurecía la distancia ni las sombras, y le pareció a Eunice ver su rostro en la cara iluminada de la mujer. No necesitó mucha imaginación para ver cómo la cogía cuando trató de huir de él, y cómo la sujetó por los hombros. Un instante después estaban unidos en apasionada abrazo.
Guy sujetaba todavía a Eunice del brazo, y ahora puso la otra mano sobre su boca a tiempo para ahogar el grito que subió de su corazón a los labios. No sabía cómo hacer para salir de la cueva sin ser vistos ni oídos; pero guiado de un ciego instinto y murmurando palabras de aliento y precaución, protegiéndola y ayudándola a trepar hasta la boca de la cueva, logró salir con Eunice del antro. No estuvo tranquilo hasta que sus pies se posaron sobre la tierra del sendero.
—Quiero que se siente usted un minuto y me escuche —dijo—. Si trata de huir, tendré que sujetarla. Porque es muy importante que usted oiga lo que le voy a decir.
Sin esperar respuesta, se sentó Guy en una piedra medio oculta por los arbustos, y la hizo sentarse a su lado.
—Quiero que me prometa olvidar todo lo que ha visto, o lo que crea haber visto, en la cueva —dijo con tono imperativo—. Yo mismo no estoy seguro de lo que realmente vi, y usted tampoco puede estarlo. Con una luz tan fantástica son posibles todas las ilusiones ópticas. Sólo una cosa de hoy debe recordar: que Edith está acostada en el pabellón de invitados, y que Francis pasea a caballo por el otro extremo de la isla.
—¿Me toma usted por una tonta?
—No; la tomo por una verdadera señora..., por una mujer que no debe olvidar ni un instante su dignidad y su nobleza. Apenas tiene importancia el que otras personas recuerden que poseen estas cualidades con tal de que las posean de verdad; pero en usted, no.
—¿Quiere usted que vea que otra mujer me roba el marido sin hacer el menor movimiento para evitarlo?
—Supongo que no hará usted caso de que otra mujer trate de robarle su marido. Pero usted no sabe nada de cierto.
—Sé que Edith obsesiona a Francis; que ya está cansado de mí; que...
—Le he dicho que usted nada sabe de cierto. Edith es una linda vampiresa que anda en busca de presa, se lo concedo. Pero no siempre la consigue ni logra conservarla. Francis se cansaría de ella en seguida, y después de todo, ¿qué podría usted decir si quisiera hacer acusaciones concretas? Solamente que fuimos seis personas a pasear por las cañas de azúcar y que dos se extraviaron. ¿Le parece que es algo serio?
—Usted sabe que no se perdieron; usted sabe...
—No sé nada, ni usted tampoco. Recuérdelo, Eunice, haga el favor. Será mucho más feliz recordándolo.
No la engatusaba como lo había hecho Crispin por la mañana, sino que discutía con ella, pero Eunice no admitía ninguna forma de persuasión; todo le parecía vano y odioso.
—Quiero resolver yo mis propios asuntos. No tolero que los extraños se interpongan entre mi marido y yo.
—Yo creí que era eso precisamente lo que usted temía.
—Quiero decir que ni Crispin ni usted intervengan. Cuando dije extraños, me refería a Crispin y a usted, sin pensar en Edith.
—Lamento que me tome por un extraño. Esperaba ser considerado como un amigo. ¿Es que Crispin ha intervenido ya?
—Sí. Me habló ayer una y otra vez —siguió diciendo Eunice atropelladamente, sin hacer caso de las advertencias de Guy—. No sólo de Francis y Edith, sino de otras cosas además; por ejemplo, de mi estancia en las islas. Y casi decidí quedarme, pero ahora pienso de modo distinto. Esta noche sale un barco de Linue y quiero embarcar.
—¿Sola?
—Desde luego que no. Con Francis. Cuando le vea lejos de las islas todo será diferente. Como lo era antes.
—No maldiga de las islas, Eunice. Tampoco debe culpar a Francis. Y quiera Dios que no se culpe a sí misma algún día. Bueno; si está decidida a hacer lo que dice, debemos regresar. De otro modo perderá el barco.
Le dió la mano para ayudarla a levantarse, pero esta vez no retuvo la de Eunice. El regreso al rancho fué silencioso, sin el consuelo de una amigable conversación. Al llegar al pabellón de los invitados, Guy vió con espanto que Eunice, en vez de dirigirse a su habitación, se fué hacia la de Edith, donde Suki estaba agazapada en el umbral. La inexpresiva cara de la criada tomó una expresión de advertencia y puso un dedo ambarino junto a los labios.
—Señolita duelme —susurró—. Señolita mu cansada. Dulmió toda la talde.
—¿Cómo toda la tarde?
Pareció Suki reflexionar un instante, sin apartar su dedo de la boca.
—Suki dió señolita su caldo a las doce, al mismo tiempo que otla señolita almolzaba. Señolita enfelma dulmió desde entonces.
Como si ya no tuviera más que decir, Suki se hundió en el silencio, y Eunice trató de avanzar.
—No te creo. Quiero verla, quiero verla en la cama.
Con el mayor desaliento vió Guy que Eunice escrutaba en el interior de la habitación de Edith por encima de la vigilante Suki. Lo que vió fué, al parecer, indudable. Guardó silencio un momento y se dirigió al lanai de su habitación. Guy la siguió con la vista hasta que desapareció. Después puso en marcha el motor del coche y lo metió en el garaje, viendo entonces cómo Francis dejaba su caballo enfrente de la cuadra. Saludóle alegremente, y entregando las riendas a un criado, atravesó la hierba que le separaba de su amigo.
—Hola. ¿Qué has hecho toda la tarde?
—Llevé a Eunice a ver la cueva Haena. Parece que Crispin la invitó a ir ayer, y estaba disgustada al saber que había tenido que ir a otra parte.
—Has sido muy amable. Estoy seguro de que ella te lo ha agradecido. ¿Sabes dónde estará ahora?
—Creo que está en su habitación.
—Entonces, voy allá. No la he visto en todo el día. Nos veremos en el aperitivo.
Desapareció, rodeado de los perros. Ciertamente no parecía culpable, ni siquiera preocupado, pensaba Guy viéndole alejarse. Por el contrario, semejaba un alegre y perfecto recién casado. Guy Grenville disfrutaba de mucho sentido común y de un temperamento tranquilo, pero comenzaba a trastornarse, encontrándose perplejo. Decidió buscar a Crispin para ver si podía resolver la situación, por lo menos para que aplazase la partida de los Fielding, aunque nada pudiera hacer para aclarar los amenazadores misterios.
Pero Crispin aún no había vuelto. Telefoneó a primera hora de la tarde desde el molino de azúcar, diciendo que sentía tener que demorar el regreso, pues había dificultades en la maquinaria. El criado que tomó el recado informó que de sus cinco huéspedes, los tres que estaban buenos habían salido, lo que pareció satisfacerle, pues dijo que entonces no se daría demasiada prisa. Quería dejar todo arreglado en el molino antes de volver al rancho.
Guy entró en la sala de armas y se sentó a fumar. No ocupó sus manos con las cartas, como había hecho Eunice más temprano, pero, lo mismo que ella, escuchaba dar las horas en el reloj del vestíbulo. No estaba seguro de la hora de salida del vapor interinsular, aunque creía que era a las ocho, y consideraba a Eunice capaz de marcharse, dado su estado de ánimo, sin aguardar a decir adiós a Crispin. Se levantó y anduvo inquieto de un lado a otro durante unos momentos, y hasta tomó dos o tres escopetas para dejarlas luego en su sitio. Pero todo lo hacía mecánicamente, y volvió junto a la ventana a contemplar el campo, que siempre había llamado su atención. Pero esta vez apenas lo vió, en parte, por su agitación, y en parte, porque la luz ya era escasa. Siempre había echado de menos el crepúsculo en esta tierra en que no existía; pero nunca como ahora sintió su falta tan intensamente.
Cuando, al fin, entró Crispin en la estancia, ya estaba vestido para comer. Guy, que usualmente era el más meticuloso de los dos, se dió cuenta en seguida de su desgreñado aspecto al compararse con la inmaculada blancura del atuendo de Crispin. También Crispin se dió cuenta de ello.
—¿Es que te vas a volver indígena, Guy? Siempre creí que eras la personificación del inglés legendario, que invariablemente se viste «por su propia estimación», aunque resida en una isla deshabitada. No es que te critique...; en realidad, siempre pensé que el inglés en cuestión debía estimarse bien poco si necesitaba estar recordándolo continuamente... ¿Dónde están los demás?
Era la misma pregunta que había hecho Eunice y Guy hubo de repetir su categórica respuesta.
—La pobre Ruth aún padece su pítima.
Hizo un gesto Crispin.
—Si no andamos con cuidado, en nuestra próxima fiesta la veremos hacer eses. Parafraseando un antiguo refrán, nada hay tan tonto como un tonto virtuoso.
—Y Edith todavía duerme.
—Bien: pues, volviendo a los refranes: dejad dormir a los perros.
—Y Eunice está haciendo la maleta.
—¿Cómo?
—Sí; ha decidido tomar el barco esta noche.
—¿Y por qué ha tomado tan repentina decisión?
—Esta tarde he cometido un gran error. Sin duda, encontrarás un refrán que se adapte a mi caso.
—¿Qué es lo que hiciste?
—La llevé a la cueva Haena. Parece que le habías hablado de llevarla y la desilusionó el ver que no podías hacerlo.
—¿Y qué?
—Pues que cuando llegamos había otros visitantes. Una especie de ondina entró en la laguna de uno de los canales. Creo que Eunice hubiera admitido fácilmente que la aparición era una ninfa si no hubiera ido acompañada de un hombre. Los bañistas salieron del agua y se entregaron a un intenso ejercicio amoroso. Desde luego, nos marchamos sin haberle visto la cara al hombre, pero la ondina se parecía mucho a Edith. Eunice lo advirtió inmediatamente.
—Pero si Edith está en la cama, bajo la vigilancia de Suki...
—Ya lo dije; pero de nada sirvió. No daba crédito a sus ojos cuando, al volver, ha visto a Edith en la cama y a Suki a la puerta de su habitación.
—¿Cuál es tu opinión?
—Que tienes que darte prisa si quieres evitar que Eunice tome el barco de esta noche.
Salió Crispin y, sin duda ni prisa, se encaminó hacia el pabellón de invitados, llamando en la puerta de los Fielding. Como las demás puertas estaban abiertas, no pudo evitar Guy el escuchar sus palabras.
—Eunice, ¿puedo hablarle un momento? Es algo muy urgente.
No se entendió la apagada respuesta desde dentro, pero no fué Eunice la que abrió la puerta, sino Francis, que hablaba con tono grave.
—Siento que Eunice no pueda salir en este momento. Está ultimando los preparativos de marcha. Dice que encargó a Guy te dijese que lamentamos tener que irnos esta noche. Es sensible, pero, considerándolo todo, es lo mejor.
—¿Qué quiere decir considerándolo todo?
—Muchas cosas; pero, sobre todo, el disgusto que hoy has proporcionado a Eunice, si me perdonas la expresión.
—¿Le he dado yo un disgusto?
—Sí; ¿es que quieres que te cuente los detalles?
—No he visto hoy a Eunice en todo el día.
—No; pero, al parecer, ella no te ha quitado de su imaginación. La habías invitado a ir a la cueva Haena, y al no encontrarte, fué sin ti. Lo siento Crispin, pero no tengo nada más que decirte. En primer lugar, Eunice no quería haber venido aquí, y además, tiene terribles sospechas acerca de lo que ha visto esta tarde.
Inconscientemente se encontró Guy que iba hacia el pabellón de invitados, mientras pensaba cómo puede uno convertirse en asesino en un momento, precisamente en un momento como aquél. Hubo de hacer un gran esfuerzo para mantener la calma. Francis había dejado de hablar, y la pausa que siguió fué tan acerba como para provocar otra vez el asesinato. Esperó Guy a que terminara a punto de perder el dominio de sí. Pero el final del silencio no fué la violencia que esperaba, sino una carcajada. La risa de Crispin fluía musicalmente, a la vez que su advertencia final a Francis.
—Si ése es tu cuento, guárdatelo —le decía.
Al principio, sus palabras aliviaron la confusión de Guy, pero al seguir hablando Crispin, volvió a sentir que la inquietud le hería dolorosamente.
—Me das risa. Quisiera que diviertas a Eunice tanto como me diviertes a mí. Podré reírme de ti... ahora y después. Me reiré el último de los dos. Y no olvides que el que ría el último será el que ría mejor.