CAPITULO XII
AL principio de vivir en el Retiro, Eunice contaba el tiempo por días; pero pronto contó por estaciones, y algunas veces por años.
Crió a Noel hasta que cumplió diez meses, por lo que sus actividades durante el invierno y el verano siguientes al nacimiento del hijo estuvieron limitadas por esta necesidad. El doctor Tayloe insistía mucho en que no se cansase ni tomase calor, y advirtió Eunice que la familia Fielding no necesitaba argumento alguno para coincidir en que no debía dedicarse a la jardinería, ni a la cocina, ni a otra cosa que supusiera trabajo físico, hasta que el niño estuviera destetado. Cuando la tía Cynthia se preparaba, llorosa, a abandonar la casa, transcurridas seis semanas, adiestró a una negra joven llamada Edna, algo pariente suya, para que fuese la niñera de Noel. Edna era fuerte, voluntariosa y muy fea. La tía Cynthia explicó cuidadosamente que la nueva niñera no se iría al bosque en compañía masculina. Edna también lo explicó de modo diferente.
—Siempre estaré al lado de Miste Noel —dijo valientemente cuando Eunice comenzó a interrogarla acerca de sus condiciones—. No quiero hombres a mi alrededor. No soy como Violet, que siempre lleva detrás a Elisha y a Malacchi.
Temía Eunice que cuando fuera mayor, el niño cogiese algo del horrible lenguaje de la negra, pero tanto Francis como la lía Cynthia insistieron en que debía probarse a Edna, y pronto se convencieron todos de que no frustraba la confianza que en ella se había depositado. Su devoción hacia Noel era verdaderamente conmovedora, y como poseía bastante inteligencia, pronto dejaron el niño al cuidado de Edna durante la siesta y los paseos. Pero no renunció a bañarle junto al fuego ni quiso abandonarle por las noches. Sin embargo, pronto pudo disponer de algún tiempo libre, que dedicaba a organizar más sistemáticamente su vida en el Retiro, continuando la obra de restauración y mejoras que había emprendido.
La servidumbre de la casa había aumentado ya algo antes de la llegada de Edna, y progresivamente fué haciéndose mayor. Ya no había que esperar que Blanche, a pesar de sus buenas intenciones, arreglase sola la casa, y su trabajo quedó confinado en la moderna cocina, donde consideraba con cierta sospecha los adelantos introducidos, prefiriendo hacer las cosas como siempre las había hecho, aunque fuese con más trabajo. Virgin se había prestado mejor a aprender, y aunque parece que se molestó algo la primera vez que Francis, hablando con el mecánico de Mr. Hogan, se refirió a él como «el mayordomo», pronto mereció la designación, y se mostraba muy orgulloso de su cargo. Eunice había favorecido también a otros hijos de Blanche, no sin pagarles, como Bina propuso en una ocasión cuando llegó la nueva señora del Retiro, sino a sueldo, que les colmaba de regocijo. Violet, que era guapa y atrevida, hacía de doncella y a veces ayudaba en el comedor; Kate, que tenía los ojos azules y se había casado con un blanco, teniendo que volver a refugiarse en las faldas de la madre por la desgracia de su matrimonio, era la lavandera, mientras Orrie, Elisha y Drew andaban ocupados en el jardín y en la huerta.
Eunice siempre consultaba con Francis sus proyectos, después de aquella vez que se lo dijo en el pabellón, y con gusto le hubiera dejado la responsabilidad de emplear a la servidumbre masculina, especialmente los que tuvieran su ocupación fuera de la casa, pero él renunció riendo, y afirmando que ella era más a propósito para la inspección de cualquier trabajo. Y resultaba Eunice una meticulosa ama de casa. Blanche había de dar cuenta de cada libra de azúcar y de cada solomillo que entrase en la cocina; Virgin no podía dejar ni un cuchillo fuera de su sitio, ni dejar de llenar un vaso sin que le llamase la atención; Violet aprendió que no podía pasar un roto ni la falta de un botón sin una reprimenda. Si alguno dejaba de observar la corrección más estricta en su trabajo o en su persona, el regaño era algo seguro e inmediato. Orrie, Elisha y Drew tuvieron que ponerse delantales para trabajar, y cuando Blanche no se había cambiado la bata, cuando Virgin se presentaba en el comedor con una manga deshilachada, o cuando Violet llevaba una mancha en su delantal, Eunice les advertía que la repetición del hecho significaría la pérdida de su empleo. Nunca se había oído en el Retiro semejante amenaza; todos pertenecían a la casa, a su entender, pero pronto se dieron cuenta de que Eunice hacía lo que decía. Violet, que se permitió dudarlo, fué enviada a la cabaña, sin sueldo, antes de que se hubiera dado cuenta de lo que ocurría. Con lágrimas y tiempo, y gracias a la intervención de «Miss Alice», le proporcionó Eunice una segunda oportunidad para trabajar en la casa, y no volvió a caer en falta.
—Voy a desir a Miss Eunice que me desnude un día para que vea cómo llevo de limpia la camisa —dijo, murmuradora, a Edna.
—No tiene nesesidad de desnudarte, habladora. Ya lo sabe con sólo verte —replicó Edna con tono de superioridad.
Edna se daba importancia porque nunca había sido amonestada, ni en realidad había dado motivo para ello. Pero en una ocasión temió Eunice una censura. Había reñido a Elisha porque tenía costumbre de entrar en la casa con un gorro tan sucio que no se sabía de qué color era, y le dijo, muy enfadada, que no quería volver a vérselo puesto. A la mañana siguiente, mientras encendía el fuego el muchacho, advirtió Eunice que en el vértice de la cabeza de Elisha había una calva prematura, que era, al parecer, lo que quería ocultar con el gorro. Su impulso fué decirle inmediatamente que estaba arrepentida de haberle hablado con tanta severidad, pero Francis le había advertido que jamás debía admitir ante los criados el haber caído en falta, y que sólo indirectamente podía remediarlo. Compró, pues, a Elisha varias gorras blancas, diciéndole que eran muy a propósito para su clase de trabajo. Él lo comprendió y quedó agradecido, mostrándose orgulloso de distinguirse de los demás por su gorra blanca, como ya lo estaba con sus gafas de aro dorado que llevaba.
Los resultados que consiguió Eunice fueron asombrosos, y hasta logró infundir a los negros el miedo al fuego, cosa que su suegra siempre creyó imposible; nunca se cuidaban de que el tubo de la cocina, al rojo, pudiera incendiar no sólo la cabaña, sino la casa entera; pero amenazóles, mitad en serio y mitad en broma, que parecía que querían quemar la casa, y que tendría que avisar a la Policía. Pero si ella era la mejor organizadora, Francis era aún más rígido reglamentista, y todos los criados sabían que era más exigente de lo que parecía, que carecía de la paciencia de Eunice, y que a veces era brusco, cuando ella era amable y compasiva. Sabían también que la mejor manera de complacer a Miste. Francis era hacer lo que Miss Eunice hubiera planeado u ordenado. Y ellos la respetaban, porque aunque era exigente, era a la vez cariñosa. Y adoraban a Francis, que no siempre lo era.
Cuando la casa, el pabellón y la cabaña quedaron arreglados, y el jardín y la huerta quedaron lo mejor posible, Eunice dirigió su atención a los alrededores. El antiguo granero la había fascinado en cuanto lo vió un día que iba de paseo con Francis, a primera hora de la tarde, a poco de su regreso de Singapoore. Era muy grande, con un tejado gris, situado en la loma del sur de una colina. Sus cimientos de arenisca roja formaban como una muesca, sólidamente cerrada por detrás y los lados, y abierta por delante, con pilares también de arenisca. El espacio así formado estaba dividido para alojar el ganado.
—¿No tendrán las vacas demasiado calor en verano? —preguntó Eunice.
—En verano nunca están aquí, sino en los establos, arriba en la colina. ¿Quieres que vayamos?
—Sí, ahora mismo. Francis, esta parte es para los caballos, ¿verdad? Hay una docena de pesebres.
—Sí, hay demasiados, pues como ya sabes, sólo tenemos dos caballos decrépitos. Son de la misma época que el faetón en que fuí a buscarte a Solomon Garden, y de los demás viejos vehículos, como las dos calesas que hay en la parte oeste del edificio.
—Tenemos que repararlo y ponerlo en condiciones en seguida, y cuando esté listo, pondremos muchos caballos. Me parece que está bien con una docena, porque somos nueve, contando a Noel, que antes de que nos demos cuenta ya podrá montar una jaquita, y siempre habrá que contar con algunos forasteros, y por lo menos con espacio para que dejen sus caballos.
—Estaría muy bien, desde luego... ¿No te interesaría también criar vacas, carneros y cerdos, Eunice?
Ya lo creo que le interesaba, y siempre había contado con tenerlos en gran número, y la molestaba oír a Blanche decir todas las mañanas: «Ahora da leche la vaca, Miste Francis; ya puede tomar la que quiera.» ¿La vaca? ¡Veinte debiera haber por lo menos en el Retiro! Cuando estuviese dispuesto el alojamiento conveniente, habría toda clase de animales en el Retiro, incluso gallinas y patos, que armasen mucho ruido. Una noche que estaba con Francis junto al fuego de la sala de atrás, antes de irse a la cama, se asustó al oír golpear en los cristales. Francis le dijo que eran otra vez los fantasmas, pero después la hizo salir, y haciéndole seña de que estuviese muy quieta, pudo percibir cómo tres gallinas de Guinea picaban en los cristales al verse reflejadas... ¿De modo que en el Retiro había gallinas de Guinea, que era lo que más le gustaba? Le parecían empingorotadas damiselas envueltas en su manteleta...
No se contentó con la renovación y repoblación de los establos. Al lado había descubierto una antigua prensa para hacer sidra, ennegrecida con el tiempo, y de construcción rudimentaria. Pero Eunice insistió en que todos los otoños debían hacer sidra en el Retiro, y que había que llevar los barriles de vinagre a la cámara de la carne para que se pusiese más fuerte y se clarificase. Cuando supo que antes se ahumaban y salaban los peces del río, sugirió el reanudar la costumbre, y aunque se tomó a broma al principio, acabó por hacerse su voluntad.
—¿Y no querrás que fabriquemos jabón? —preguntó Francis—. Mi abuela solía hacerlo, después de la guerra, del blando y del duro. ¿O prefieres matar cerdos para hacer chacina? Puedes ir a ver los bártulos en la cocina vieja.
—Ya los he visto —replicó Eunice—. Hay una caldera para hacer el jabón; otra, para escaldar los cerdos, y otra, para una cosa que habías olvidado: para los tintes. Tu abuela tejía lana y algodón para los trajes de hombre, y hacía bufandas y guantes de punto para los niños, y en sus ratos de ocio hacía galletas en forma de panes y de peces. Esta idea la sacó de la Biblia, pues leía tres capítulos, además de las Meditaciones de Hall, todas las noches antes de «retirarse». Tenía la Biblia y los dos tomos de las Meditaciones junto a la cesta de la costura, en la mesita de al lado de la cama. Pero jamás se retiraba hasta haber arreglado las camisas de su marido a la luz de las velas y hasta haber oído las oraciones de los niños, con los que cantaba algunas plegarias. No creo que para ella fueran las noches largas y aburridas en el Retiro.
—¿Y te parecen a ti largas y aburridas?
—No; ahora que estoy aquí, no me lo parecen. Pero antes tenía mis dudas, pues Millie me había dicho que era algo terrible el vivir aquí.
Francis soltó una atrocidad, cosa que solía hacer cuando se citaba a Millie, y luego preguntó si era ella la que había informado a Eunice acerca de tantos detalles como sabía de la abuela.
—No, ha sido Honor. Dice que tu abuela era una mujer admirable, y que en un tiempo pensó en escribir su historia. Cree que su nombre es a propósito para la heroína de una novela romántica. Sylvestra Cary..., ¡un nombre adorable!
—Reconozco que era admirable..., y adorable también. Los Fielding solían casarse con mujeres así —dijo Francis cogiendo a Eunice de una oreja—. Pero si tú sigues por el camino que has emprendido, la dejarás chica. ¿Te ha hablado Honor de la matanza de cerdos? Solía venir a presenciarla, y supongo que también lo tendría que poner en la historia.
—No, no me dijo nada de los cerdos. Cuéntamelo tú.
Eunice se estremecía con sólo oír hablar de la matanza, pero sabía que le gustaba a Francis hablar de todo lo del Retiro. Habían paseado por la huerta mientras hablaban de Sylvestra Cary, y ahora Eunice se había sentado en un banco rústico frente a un macizo de lilas amarillas, que distraían su vista mientras escuchaba los horrores que le desagradaba oír.
—La matanza era un gran acontecimiento cuando yo era niño —dijo Francis, sentándose a su lado—. Lo recuerdo perfectamente. Los cerdos estaban todo el verano y el principio del otoño en los bosques, comiendo todo lo que encontraban, las nueces que caían de los árboles, o raíces, por ejemplo. Por las mañanas muy temprano, y por las noches, los reunían, y el tío Nixon les daba maíz, pues con lo que buscaban durante el día no tenían bastante alimento. Los chicos nos divertíamos mucho oyendo cómo los llamaban desde la colina gritando en todas direcciones.
—Y después de haberlos visto tan vivos y alegres, ¿no te daba pena el ver cómo los sacrificaban?
—No; los niños suelen ser crueles por naturaleza. Yo contaba los días que faltaban para que entrasen los cerdos en las pocilgas para engordarlos, que solía ser a principios de noviembre. En diciembre era la matanza, cuando ya hacía bastante frío. Empezaba por la mañana temprano, antes de amanecer, para acabar en el día. El fuego que encendían debajo de la caldera que has visto, esparcía una luz enorme.
—¿Y para qué servía esa caldera?
—Para hervir agua para escaldar los cerdos y poder quitarles el pelo. A los niños no nos dejaban acercarnos mucho, pero oíamos chillar a los cerdos y reír a los hombres, y cómo actuaban los matarifes a la luz del fuego y metían luego los cerdos en el agua hirviente. Después colgaban los cerdos de un palo muy largo, sostenido por otros verticales, para limpiarlos, y entonces ya nos dejaban aproximarnos más.
Eunice se estremeció de nuevo.
—¿Y no te daba lástima?
—No... Los cerdos no me parecían ya criaturas vivientes, sino sólo jamones. Después de la matanza se preparaban los embutidos... Creo que no te gustará saber cómo lo hacían. Y asábamos los rabos en el fuego, debajo de la caldera. Recuerdo que sabían a ceniza, y aunque no me gustaban, tenía que comerlos, porque si no me llamaban remilgado. A los niños nos daban las vejigas para jugar en la Navidad. Quisiera darle una a Noel para su cumpleaños.
—Sí... Y si estabais orgullosos de vuestros jamones del Retiro, debíamos volver a hacerlos.
—¿Habla usted en serio, lady Sylvestra Cary?
—Claro que sí. Tendremos jamón de nuestra marca, y yo buscaré un nombre adecuado.
Se hallaba tan absorbida en su obra restauradora, que apenas se dió cuenta del calor del principio de aquel verano. Se levantaba temprano y acostaba tarde, aprovechando las primeras horas de la mañana para inspeccionar, y las últimas de la noche para hacer cuentas, escribir cartas y consultar con Francis. Reposaba después de comer, porque le habían dicho que la insuficiencia de descanso podía repercutir desfavorablemente sobre el niño, afirmando el doctor Tayloe que, de otro modo, habría de destetar a Noel antes de que llegara el tiempo frío.
—Pierde usted mucho peso —dijo, acariciándose la barba y jugando con la cadena del reloj—. No es que el niño pierda, pues es sorprendente lo bien que se cría, y aunque haya un antiguo dicho, que no debe tomar muy en serio, según el cual «las mejores vacas son las delgadas». Pero si usted sigue adelgazando, acabará por enfermar y habría que destetar a Noel con estos calores. Quiero que su segundo hijo sea tan hermoso como el primero —añadió, guiñando un ojo.
Y al protestar Eunice de que no había señales de otro niño, prosiguió diciendo:
—Me alegro de que sea así... por el momento. Pero eso no altera su necesidad de reposar, y, por lo que veo, usted es incapaz de hacerlo en el Retiro. He oído que van a reconstruir el antiguo edificio para pabellón de invitados y acomodar para Francis la antigua oficina. ¿Es que no va a dejar nada sin restaurar?
—La familia es incorregible; sobre todo, el cabeza —dijo Francis, que entraba en aquel momento—. Y como no puede cambiarnos, tiene que hacerlo todo ella. Y creo que lo hace muy bien, ¿verdad, doctor Tayloe?
—Sí; pero me gustaría que se tomase más descanso. ¿No podía usted llevársela fuera un mes, por lo menos? Por ejemplo, para ver a su abuela. Me parece que la buena señora estará suspirando por conocer a un bisnieto como éste. Y con este tiempo tan caluroso de la canícula, Vermont es mejor sitio que Virginia para una madre lactante.
Abrió Eunice la boca para protestar, pero se adelantó Francis:
—Desde luego, tiene usted razón, doctor Tayloe —dijo—. Debí haberlo pensado antes. Nos iremos en seguida. Me gusta a mí también ir a Vermont, sobre todo ahora, en agosto, y no en noviembre, como la otra vez. ¡Qué frío hacía entonces! Pero en esta época no creo que nos helemos si nos abrigamos bien y tenemos buen fuego en la casa.
Nunca creyó Eunice que Francis iba a aceptar tan bien la idea de ir a Vermont. Desde su regreso de Singapoore no se le había ocurrido proponerle tal viaje, y las pocas veces que se fué a las carreras fué solo y por su propia iniciativa. El viaje en automóvil, con Edna en la parte de atrás, al lado de la cunita de mimbres del niño, fué para ella una delicia. Lo hicieron sin prisa, escogiendo los caminos más bonitos y pasando las noches en los hoteles, que comenzaban a abundar por todas las carreteras, y cuando llegaron a Evergreen se encontraron con que Mrs. Hale les había preparado un recibimiento verdaderamente regio, muy contenta por la visita.
—Bueno: ya sé lo duro que es para un matrimonio joven salir de su propia casa —les dijo—. Pero ya comenzaba a temer que me iba a morir sin conocer a vuestro hijo. Dejadme verle bien —tomó al paciente niño en sus brazos de alambre y le contempló con interés que el niño pareció devolverle a su vez—. No sé exactamente a quien de vosotros dos se parece —dijo al cabo de un rato—. Me parece más tranquilo que tú, Francis. Eso lo ha sacado de Eunice. Pero tiene tu color, de lo que me alegro infinito. Me gusta que los niños se parezcan a su padre.
—Pero con tal de que no haga lo que él, ¿verdad, abuela? —preguntó Francis.
—No quiero saber nada de tus acciones —replicó Mrs. Hale dándole un empujón—. Espero que encontrarás en qué pasar el tiempo mientras estéis en Hamstead —añadió, sin venir a cuento—. La pesca no está del todo mal en Silver Pond, según dice nuestro vecino Paul Manning, que debe saberlo, porque está pescando todo el día. Me dijo que si tú querías, podías ir con él. A veces acampa allí, en una tienda, sobre todo los días de fiesta. Yo, en cambio, me los paso en la iglesia; pero tú haces lo que te parezca.
—La vieja quiere quitarme de en medio para poder hablar contigo a sus anchas —dijo Francis a Eunice aquella noche.
Pero aunque ella lo negó, su protesta fué más bien débil. Sabía que su abuela no era una entremetida, aunque sí curiosa, a la manera de las mujeres del Norte, y estaba ya preparada para responder a las preguntas que Mrs. Hale planteó tan pronto como Francis se fué con Paul Manning a Silver Pond.
—No tienes muy buen aspecto, Eunice. Espero que sea por lo que dices, por el esfuerzo de haber amamantado al niño tanto tiempo, y que no te quejarás de nada.
—No, no tengo ninguna queja.
Le divertía a Eunice la palabra que su abuela había elegido, pues sabía que en el país se empleaba la palabra quejarse para designar una enfermedad o indisposición, y Mrs. Hale, a pesar de su excelente educación, siempre tendía a emplear el dialecto local. Pero la anciana se dió perfecta cuenta de que su nieta podía interpretar mal su expresión, y le ofrecía la ocasión para el equívoco, por si quería hablar.
—Bueno: eso consuela —dijo con voz de indudable sinceridad—. Desde luego, tu marido parece muy testarudo. Te lo dije desde el principio, pero no quise desaconsejarte ese matrimonio, como hizo tu poco sesuda madre... ¿Todavía no has llevado el niño a Tívoli?
—No; todavía, no. Esperábamos que refrescase el tiempo.
—Bueno: y tu madre, ¿no ha ido a visitaros?
—Sólo algún día que otro; pero como le molestaba todo, quería tenerlo todo en orden antes de invitarla a quedarse. Ahora ya lo tengo dispuesto, y en cuanto regresemos le escribiré... Patrick sí se ha quedado una o dos veces, además de las visitas que ha hecho acompañando a mamá. Le gusta mucho el Retiro.
—¡Miren el señorito! —dijo Mrs. Hale con desprecio.
Se veía que estaba enojada porque el rico irlandés con quien se había casado tan impremeditadamente su nuera hubiese conocido a su bisnieto y a su casa solariega antes que ella; pero también era evidente que se consolaba porque el primer viaje del niño hubiera sido a Evergreen y no a Tívoli. Sin embargo, pronto tornó a la materia que no quería abandonar.
—Me disgustó que no hubieras ido a la India —dijo—. Ya sabes que era mi capricho.
—Sí; pero ya te escribí lo que pasó: cuando Francis estuvo en condiciones de salir de Singapoore ya no había tiempo para seguir el viaje y estaba demasiado avanzada la estación para ir a la India. Lo mejor era regresar cuanto antes a casa, después de lo malo que estuvo. Por otra parte, yo iba a tener el niño, y...
—Cuando saliste de Singapoore no era posible que supieses que ibas a tener un niño —dijo desdeñosa Mrs. Hale—. ¿Crees que ni siquiera sé contar por los dedos? Sé que Francis ha estado enfermo y todo eso, pero sigo creyendo que hubo algo más que no sé. El viaje fué bueno, ¿verdad?
—Sí, abuela; muy bueno.
—¿Y cómo se porta ese joven tunante? ¿No anda por ahí pingoneando? Supongo que no se presentará borracho en casa. ¿No te ha citado el Evangelio para demostrarte que el marido manda y obedece la esposa?
—Francis nunca se emborracha, abuela. Sabe beber y no le preocupa la bebida, y conociéndole, debías saber ya que no es capaz de citar el Evangelio.
—Sólo me contestas a medias, Eunice. Un hombre no tiene necesidad de citar ningún pasaje de la Biblia para actuar según le convenga. Apuesto a que Francis ha hecho algunas cosas que las Escrituras prohíben terminantemente.
—Siempre aciertas, abuela. Claro que Francis me domina, pero no de la manera que te imaginas.
—Nunca he supuesto que te pegase, Eunice —dijo agriamente Mrs. Hale.
—Pues podía haberlo hecho —replicó Eunice, llenando de consternación a la abuela—. Una vez, hablando de una persona que conocemos y que es una salvaje, dijo que si fuera su marido, le daría una paliza a menudo, única manera de enseñar a una muchacha de esa clase. Pero yo no soy así; la primera vez que vi a Francis me prometió una vida de esplendor, y me la ha dado. ¿Cómo crees que no acepte ser gobernada por el hombre que lo ha hecho? ¡Yo, sí! Le adoro, y, si tiene algún defecto, no me importa. No hay en el mundo más gloria para mí que la que encuentro en sus brazos.
Su tono era triunfal y retador. Su abuela la contemplaba fijamente y se humedecieron sus ojos al desviar la mirada. El esplendor de Eunice brillaba en su rostro y no podía soportarlo la anciana señora, cuyo único amor había muerto en la India hacía cincuenta años.
Pasaron varios días antes que Mrs. Hale volviese a interrogar a Eunice. Se hallaba un tanto acobardada ante las respuestas de Eunice, a pesar de su espíritu intrépido, pero encontró nueva oportunidad y atacó el asunto por el lado que le interesaba más después de la felicidad de su nieta:
—Por lo que he oído, estás mejorando considerablemente la casa de tu marido —comenzó diciendo, con la debida precaución.
—Es la casa solariega de esa rama de los Fielding. Desde luego, ahora me interesa más, porque es la casa, de Noel.
—Bueno: pero lo que pensaba ahora es en la gran cantidad de dinero que has empleado allí.
Eunice no contestó.
—Son muy costosas las reparaciones —prosiguió Mrs. Hale—. Sólo con pintar y empapelar ya te sube el precio, y si te metes en fontanería, calefacción y alumbrado, te sube en seguida un pico. Y tú has hecho aún más, Eunice.
—Bueno: pero el dinero que gasto es el mío.
—Sí; es el tuyo; pero eso no quiere decir que debas dilapidarlo.
—Abuela, tú misma me aconsejaste que invirtiese dinero en el Retiro.
—Te aconsejé que no lo dejaras caerse a pedazos; pero nunca te pude aconsejar que lo convirtieras en una garçonnière, ni hicieras un establo para doce caballos, ni que pagases sueldos a ocho negros. Ya sé que posees una buena renta, Eunice, pero no sé cómo has podido hacer todo eso sin tocar a tu capital.
—Cuando termine de arreglarlo todo, ya no tendré que tomar más. Sólo es los dos primeros años.
—Entonces, ¿es que has tocado al capital?
—Un poco, abuela, y he pedido prestado algo también.
Mrs. Hale lanzó una exclamación de espanto.
—Eso me ha llegado al alma, Eunice Hale. Si tu padre lo supiera, saldría de su tumba.
—Entonces me alegro de que no lo sepa. Pero no es un crimen pedir dinero prestado, abuela.
—Es peor que un crimen: es un acto de locura —dijo, crispada, Mrs. Hale—. Dime inmediatamente cuánto has pedido y lo pagaré en seguida. Tengo bastante ahorrado. ¡Una Hale dilapidando su capital! Esas son las enseñanzas de los Spencer.
—Después de todo, abuela, los Spencer han demostrado muy buen sentido para los negocios.
—¡Buen sentido para los negocios! —repitió con sorna Mrs. Hale—. Todo lo que han hecho es comprar unas tierras áridas. Si hay una familia que ha prosperado por pura suerte y no por inteligencia, ha sido la de Spencer. ¡Acuérdate de aquella madera que compraron antes de la guerra, cuando parecía que iba a escasear el combustible y creían que necesitarían leña. El carbón desapareció y comenzaron a fabricar azúcar de madera como subproducto.
—Pero no te olvides que hicieron dinero, abuela.
—No se me olvida nada, y tú eres la que no ha de olvidar que el dinero se va en tonterías. Tú, pidiendo dinero prestado, y ni siquiera has pensado en ir a Spencerville para ver cómo andan tus cosas en estos dos últimos años.
—Vamos a ir, abuela, antes de volver a Virginia. Pero Francis no acaba nunca con esas partidas de pesca que tú le has buscado. Creo que le gustará ver las aceras de la estación del ferrocarril y las casitas de los obreros, todo de mármol. Es un caso único.
Mrs. Hale volvió a resoplar.
—Si es único, debéis quedaros allí. Y, para mi modo de ver, más importantes son las canteras que las aceras de mármol. Debías pasar, por lo menos, una parte del año en Vermont, mirando por tus intereses, en vez de estarte siempre en Virginia gastando más dinero del que debes...
—Abuela, si vuelves a hablarme de que estoy mermando mi capital, te contestaré algo fuerte y poco respetuoso. Haz el favor de no tentarme.
La abuela apretó los labios; después se levantó, se fué a la ventana a contemplar sus árboles, como siempre hacía en los momentos de disgusto o contrariedad.
—Presumo que no habrás ahorrado un centavo para la educación de Noel —dijo, al fin—. Y ya va a cumplir un año. Tendré que plantar más pinos en seguida.