CAPITULO XVI

DESPUÉS de la muerte del niño perdió Eunice la noción del tiempo en el Retiro, y contaba los años por los acontecimientos.

Había el año en que Purvis fué a la Universidad, y el año en que Bella se casó, y el año en que Mamie Love fué confirmada. Éstos coincidieron con los años en que el rector tuvo una enfermedad, Honor Bright escribió otro libro, y Freeman Stone fué elegido para el Congreso.

Noel seguía creciendo fuerte y juicioso. Eunice le enseñaba a rezar y a leer, y como todos los niños de la casa desde tiempo inmemorial, tomó sus primeras lecciones de equitación. No era un niño encantador ni precoz, pero tenía buen humor y estaba sano, muy dócil para su madre y tan prendado de su padre, que se anticipaba casi siempre a los deseos de Francis. Nunca era insolente ni rabioso; su abuela Fielding expresaba su admiración al compararle con sus propios hijos y hermanos, pero no mostraba por él tanto afecto como por Ada, Amy y Alicia, las tres malcriadas hijitas de Bina, que pasaban grandes temporadas en el Retiro. Jenifer Dymoke no resultó al fin tan buen partido, y como los estudios médicos de Peyton le tenían fuera de casa la mayor parte del tiempo, y Purvis había preferido siempre vivir en la casa grande, pareció lógico —a todos menos a Eunice— ofrecer la garçonnière al joven matrimonio para sus «vacaciones».

—Has de saber, querida —decía Mrs. Fielding a Eunice—, que en el Retiro hemos recibido siempre con los brazos abiertos a todos los yernos y nueras. Tú misma lo has experimentado, ¿verdad? Me agrada extraordinariamente que Jenifer se decida a estar aquí tan largas temporadas. Si también pensara así el marido de Bella...

Bella había tardado en casarse más que Bina. Durante algún tiempo continuó mariposeando con unos y otros, y al final recayó su irresponsable elección en un guardiamarina que conoció en Annápolis durante las fiestas de junio, que sustituían ahora a la semana de Pascua de la Universidad. El guardiamarina, que se llamaba Ned Norris, procedía de Indiana, y no tenía, al parecer, medios de fortuna, pero Bella no se detuvo en mercenarias consideraciones. Hizo un «verdadero matrimonio de amor», como decía su madre, y hasta resultó una novia más guapa que Bina, aunque fué mucho el trabajo y el esfuerzo que hubo que hacer antes de la boda. Cuando ya todo estaba dispuesto y se acercaba el día del casamiento, circuló de improviso una extraña misiva poligrafiada por todo el condado. Llevaba el membrete del barco de Ned, y estaba dirigida a «Mis parientes y amigos y los de la familia de mi prometida, Rosa Belle Fielding». Aunque se veía que estaba hecha de prisa, la carta estaba dividida en cuatro partes, sucesivamente numeradas. En la primera anunciaba que por circunstancias ajenas a su voluntad, el novio se veía obligado a aplazar la boda, pues su permiso había sido cancelado y no podía abandonar el barco. En la segunda parte se disculpaba por la forma de anunciar el aplazamiento, explicando que la hoja poligrafiada era el único medio de que disponía para «notificar a todos lo ocurrido lo antes posible, y para causar el mínimo de molestias», enviando copias a sus parientes y amigos, y confiando a su novia la tarea de hacerlo con los suyos. En la tercera parte se disculpaba del aplazamiento, y en la cuarta anunciaba que esperaba que en un próximo futuro podría anunciarles otra cosa.

La primera reacción de Bella fué de violenta rabia. Recibió un paquete de circulares acompañado de una nota escrita de prisa, que no la apaciguó, a pesar de que contenía apasionadas protestas de amor y lealtad. El aplazamiento de la boda a propuesta del novio constituía una afrenta que no había sufrido ninguna novia de la familia Fielding, aunque varias, entre ellas Bina, habían introducido variaciones de fecha en el último momento, pero por su voluntad. No le parecía a Bella suficiente motivo la imposibilidad en que Ned se encontraba de modificar las circunstancias. Sólo al recordar Eunice que la circular había sido ya enviada a los amigos y parentela del guardiamarina, evitó que Bella proclamase la perfidia del joven y retirase su palabra. La rabia de la muchacha cayó entonces sobre Eunice, y a duras penas permitió que se enviara la circular, esperando como un tigre el momento de saltar sobre el que se mofase o la interpretase mal. Su madre desfalleció en seguida, y hubo de permanecer encerrada en su habitación; sus hermanos asumieron una actitud beligerante análoga a la suya, y las hermanas, aunque le demostraron su simpatía, dieron a entender que a ellas no les hubiera ocurrido lo mismo.

Millie fué la primera visita que apareció por el Retiro después del envío de las circulares, y Eunice salió a recibirla a la puerta, deseosa de evitar una escena violenta.

—¿Has visto algo más divertido en tu vida? —preguntó Millie ya antes de entrar—. No he dejado de reír desde que recibí esa carta. ¿Has contado las veces que el novio contrariado emplea las palabras posible e imposible? ¿Y has conocido algún hombre que numere las razones de no poderse casar con una muchacha?

—Supongo que el pobre chico no tendría tiempo para pulir demasiado su estilo literario. Tuvo que enviar la carta con mucha prisa, y debía estar tan disgustado, que no podría pensar con claridad. Lo siento mucho por él, pues debe haber sido un gran golpe.

—Más golpe habrá sido para Bella. ¿Cómo lo ha tomado?

—Está desconsolada, desde luego. Un cambio de plan siempre es molesto; pero, después de todo, es una persona razonable, y comprende que algunas circunstancias no se pueden remediar.

—Eunice, no te creía capaz de mentir. Apuesto a que Bella está echando espuma por la boca y rompiéndose el vestido en este momento, y a que la prima Alicia está con un ataque de nervios, y a que Francis ha echado mano a su revólver.

—Tal vez debieras aplazar tu visita, Millie, si es que ves así la situación. Desde luego, me alegro muchísimo de verte, y me gustaría que tomásemos las dos el té en el jardín. Pero si crees que Francis va a salir a recibirte con un revólver...

—Bueno, pues correré el riesgo, y me gustará ver a Francis con un revólver. Has convertido esto es un sitio agradable. A Free se lo dice todo el mundo, y Honor te tiene por la octava maravilla del orbe.

—Mucho me enorgullece la opinión de Honor, que estoy segura que comprende las circunstancias y hace lo posible por suavizarlas ante los demás. Me alegro de que estén aquí Honor y Jerry.

Honor contribuyó, en efecto, a suavizar los ánimos, y la tensión pasó pronto, felizmente. La boda se celebró unas semanas después, y para compensar en lo posible los malos ratos que había pasado Bella, Eunice la alentó a celebrarla con la mayor pompa. Las gentes se quedaron estupefactas ante «el arco de aceros», el pastel cortado por una espada y las demás ceremonias de gala propias de la Marina. La tragedia se tornó en triunfo, y Bella estaba alborozada.

Tuvo que ir con su marido a Guantánamo, que la encantó, aunque encontraba demasiado cara la vida en Cuba, por lo que tuvo que cablegrafiar pidiendo dinero, que hubo de enviárselo Eunice, como es natural. Mientras viajaba su marido, se quedaba en el Retiro, y sus hijos, a los que dió juiciosamente los nombres de familia de Hilary y Charlotte, nacieron allí. Algún tiempo después de su nacimiento, el doctor Tayloe habló a Eunice, con visible embarazo, acerca de su cuenta.

—No me gusta hablar de esto —dijo, acariciando la cadena del reloj—, pero ya sabe usted que vivo de mi carrera. Los hortelanos me pagan con patatas, nabos y coles cuando asisto los cólicos de sus niños y visito a sus mujeres cuando enferman de cáncer o tuberculosis. Los pescadores me llevan ostras y peces a cambio de iguales servicios. Desde luego, en cierto modo eso equivale a dinero. Pero siempre estoy pensando en que puedo perder Barren Point, como Fendal perdió Merridale.

—Desde luego que no perderá usted Barren Point, doctor Tayloe. ¡No lo permitiría yo! Ya sabe usted que en cualquier momento le firmaría una letra...

—¿No ha firmado usted ya muchas desde que está aquí, Eunice?

—He firmado unas cuantas..., pero mi crédito todavía es bueno y no carezco de fondos. ¿Cuánto le debe Bella, doctor Tayloe? ¿Es lo corriente por cada niño, o hay alguna cosa más? Le extenderé en seguida el talón.

Le daba vergüenza a Eunice pagarle tan poco; pero a pesar de su optimismo, el balance del Banco no le era tan favorable que no se resintiera seriamente; y aquella misma mañana había recibido una carta inquietante del director de la Spencer Marble Works en la que le explicaba que, debido a la importancia de los pedidos aceptados de antemano, el negocio no había sufrido tanto como otros en el primer choque de la depresión financiera; en particular les había salvado un contrato, que ya estaba firmado, para uno de los edificios más importantes del Gobierno en Washington; pero ahora escaseaban los pedidos, tanto en número como en volumen, y para aguantar la competencia creía necesario bajar los precios. Esperaba el director no verse obligado a despedir gente, especialmente los dibujantes y escultores y los hijos de los que habían pasado su vida en aquella industria; pero por el momento parecía que pronto habría que tomar estas medidas...

Temía Eunice enseñar la carta a Francis, por varias razones. En primer lugar, había descubierto ya hacía tiempo que, aunque le gustaba que consultase con él, era mejor asegurarse de antemano de que habría de acomodarse a su consejo. Esto era invariablemente fácil en cuanto a los asuntos de los negros, a la casa y a las diferencias familiares, pues sabía que nadie como Francis podía restablecer la disciplina y el orden después de aquella catástrofe del campamento, o suavizar las asperezas en la casa, a pesar de las opiniones contrarias de la familia. Pero el asunto del dinero podría ser motivo de discrepancia, puesto que sabía Francis que el dinero era todo de ella, y además Eunice no podía dejar de tener en cuenta que su largueza había sido mal agradecida, ya que se apreciaba poco lo que representaba, había una tendencia manifiesta a seguir aprovechándose de ella, y se veía imposibilitada de resarcirse de la inversión realizada. Dada la baratura y abundancia de mano de obra, las ventajas del clima de la región y el conocimiento de los recursos naturales del Retiro, podía Francis haber ganado dinero una vez que la finca quedó arreglada y en orden, en vez de seguir despilfarrando cada vez más. Por lo menos, éste era el punto de vista de Eunice, porque el de su marido nunca había podido saberlo. Pensaba que era posible que tras su irritabilidad cuando se trataba de dinero, hubiese una oculta vergüenza por su propia indolencia y responsabilidad. Pero ni de esto estaba segura.

La segunda razón por la que temía hablar a Francis acerca de las canteras de mármol, era que al exponerle los actuales problemas, confesaba la posibilidad de un fracaso. Siempre había sentado que su prosperidad, como la de la finca de su abuela, era tan firme que nada podría minarla. Nunca había dicho que los hábitos de economía y los productos del Norte no eran comparables con las indolentes costumbres y métodos anticuados del Sur, pero lo había dado a entender en más de una ocasión. Si ahora confesaba que hasta el mármol no era suficientemente sólido para resistir el choque de la depresión del mercado, que había comenzado hacía un año, era inevitable la discusión, que para ella resultaría bien amarga.

Y todavía había una tercera razón para que le repugnase decírselo a su marido. Ya no reñían con la frecuencia y violencia de antes, pero era que cada año que pasaba se iba haciendo más grande la brecha abierta entre ellos. Reñían menos porque cada vez estaban más distanciados. Al principio, la influencia que Eunice ejercía sobre su marido se debía a su encanto tanto como a su riqueza. Pero una vez asegurada su posesión, ya resultaba menos atractiva. Si ella no podía ya subvenir a sus necesidades de dinero, perdería del todo su influencia sobre Francis.

Sería algo horrible... Pero había que hacer frente a las circunstancias, pues Francis le había dicho la verdad cuando dijo que nunca podría separarle de su pensamiento ni de su corazón. Todos sus pensamientos se dirigían hacia él, escuchaba sus pasos, y se estremecía a su contacto. Durante los largos períodos de separación, le echaba de menos, y jamás se le ocurrió que llegase un día en que él aceptase su ausencia filosóficamente. Y ese día había llegado. Una vez, al regresar al Retiro, se encontró Eunice con que él había llevado todas sus cosas al cuarto de Noel, había hecho quitar la cama de Edna y la cunita del niño, e instalado dos camas para él y para Noel, con gran contento de éste y satisfacción de Francis. Eunice sintió demasiado orgullo para protestar y demasiado cariño para rechazar a Francis cuando acudió a ella, dando por supuesta su aquiescencia...

Volvía la primavera, y se hallaba sentada en el jardín cuando llegó el doctor Tayloe. No estaba demasiado lejos de la casa para ver las abejas bullir por la cerca del alero y oler la miel que fabricaban. Cuando llegó al Retiro por primera vez, había visto gotear la miel por la pared desconchada, y ahora que ya estaba compuesta, era inútil querer desalojar de allí a las abejas. Por eso, todos los años había que aguantar el zumbido.

Cada vez amaba más el jardín, y aunque no lo había arreglado con tanta perfección como la casa, había llegado a ser uno de esos sitios que explotan los periodistas y desean ver los viajeros. Durante las mejoras había hecho quitar las florecillas más humildes, pero al ver ahora cómo de nuevo florecían las margaritas y las estrellas de Belén, sintió como si fuesen seres humanos obligados a un exilio sin haber cometido ninguna falta, y que la reprochaban con su tranquila presencia. Por eso no permitió que las arrancasen de nuevo, y llegaron a crecer tanto, que había verdaderas masas de mimosas, que formaban un fieltro verde con bolas doradas.

La sacó de su ensueño el ruido de la azada. Se levantó y fué por el camino hasta encontrar a Elisha inclinado sobre un arriate de iris, al parecer tratando de destruirlo. Lanzó una exclamación de disgusto.

—¿Qué estás haciendo ahí, Elisha? ¿No te he dicho una docena de veces que no quiero que estropees ni destruyas más flores?

El negro, que estaba en cuclillas, se enderezó con su gorra blanca ladeada. La luz del sol se reflejaba en sus lentes de cerco de oro y los hacía brillar, lo mismo que sus dientes blancos.

—No estropeo ni destruyo nada, Miss Eunice —dijo—. Estoy arreglando esta planta.

—¿Arreglando?

Levantó un rollo de raíces entrelazadas para que Eunice lo viese.

—Cuando las raíces crecen así, hechas un ovillo —dijo con aire de maestro paciente que explica algo que debiera estar claro para el alumno más lerdo—, las pobres plantas lo pasan mal. ¿No le ha chocado que ésta no haya dado flores este año? Pues ha sido por eso. Ahora las estoy separando, para que el año que viene vea las preciosas flores que da.

Volvió a su tarea sin más explicaciones, y Eunice se dió cuenta de que incluso había olvidado su presencia, al continuar limpiando la tierra y colocando las plantas más espaciadas. Los negros se habían arrepentido de aquella desastrosa pelea cuando la asamblea del campamento, hasta el punto que Eunice se conmovió cuando salieron del hospital y la cárcel, y volvió a dejarles estar en el Retiro, su única esperanza. Desde la ventana de su dormitorio los veía muy tranquilos entonces. La tía Cynthia había hecho colocar su cama cerca para que aprovechase el poco aire que corría en aquel caluroso septiembre, y desde allí veía a Drew sentado en los escalones sacando punta a un palitroque tras otro, y a Elisha en pie a su lado en actitud despectiva; esperaban a que volviera Francis. Cuando apareció su amo, llevaba un látigo en la mano. Eunice sabía que había montado a caballo, pero los dos negros no lo pensaron, aunque era cosa frecuente, y se abatieron como si esperasen que el látigo cayese sobre sus espaldas. Sin embargo, aquel día no fueron latigazos los golpes que les propinó Francis, sino que les dijo que si no habían matado a Orrie no fué por otra cosa que por la dureza de su cráneo; pero que, en cambio, habían matado al hijo de su amo tan seguramente como si hubiesen disparado un arma sobre él. Habían cometido un asesinato y merecían ser colgados. Si volvían a aparecer por allí, ya vería él lo que hacía. Miss Eunice había estado muchas semanas a las puertas de la muerte, y si hubiera muerto, él mismo los ahorcaría.

Sólo el oír la palabra ahorcar hacía estremecerse a Eunice, y cuando Francis despidió a los negros y los vió alejarse con la cabeza baja y los brazos caídos, intercedió por ellos.

—Ya no puede volver el niño a la vida —dijo tristemente a Francis—. Después de todo, no lo he perdido por culpa de ellos, y a lo más que podemos culpar es al defecto de un sistema o de un orden social. Tal vez fuera mía la falta al no querer aceptar los resultados naturales de ese sistema. Trataste de hacerme comprender, y no lo comprendí. Deja volver a esos chicos. Es cruel el despedirlos así.

—Si tú lo crees así, los admitiré pasado algún tiempo, cuando se hayan convencido de que no encuentran trabajo y se van a morir de hambre.

Estaba demasiado débil para insistir, y se allanó a la voluntad de su marido. Pasó un año entero antes que Drew y Elisha, derrotados y hambrientos, pudieran volver al Retiro.

Nunca volvieron a caer en falta, y la continua deferencia con que la trataban desde entonces, era prueba evidente de sus buenas intenciones. Pero a pesar de que los había defendido, Eunice no les dió demasiada confianza. Lloraba cuando veía las flores que, sin cesar, llevaban a la tumba de su hijo, pero era más por la falta imperdonable de los que habían precipitado su muerte que porque se conmoviera por la ternura del tributo.

Al alejarse ahora de Elisha y sus raíces, estaba a punto de llorar. Al decirle Elisha que las plantas no daban flores cuando sus raíces se entrelazaban con las de otras, haciéndose un ovillo, se le había representado inconscientemente lo que pasaba en el Retiro. Y pensaba que sería terrible el porvenir si ella también sucumbía a la inercia que a todos invadía. Pero ¿es que no había sucumbido ya desde hacía tiempo? De otro modo no hubiera dudado en acudir inmediatamente a su marido para decirle cándidamente lo que le pasaba y para pedir su ayuda en el supremo esfuerzo de una campaña de economías. Se prometió firmemente no volver a vacilar, buscar a su marido antes de que finase la tarde, enfrentarse con su cólera y aceptar sus consecuencias, y cualquiera que fuera su actitud, seguir desde entonces más firme su camino. No volvería a sentarse en el jardín hasta que las hojas de la mimosa se hubiesen cerrado y no hubiera más luz que la de las luciérnagas y la de los relámpagos que presagian la tormenta.

No sabía dónde encontrar a Francis. Había desaparecido después de comer, según su costumbre, diciendo vagamente que iba a dar una vuelta por la plantación. Creía Eunice que tal vez habría vuelto a la casa, pero nadie le había visto, y cuando volvió a salir, el tío Nixon estaba a la puerta de la cabaña con su banjo en la mano, buscando despacio su silla cómoda. Haciendo el acostumbrado esfuerzo para vencer el temor, le habló Eunice:

—¿Cómo se encuentra hoy, tío Nixon?

—Medianamente, Miss Eunice, medianamente. Otra vez estoy lleno de dolores. Esta vez no me ha servido cortarme el pelo.

Eunice sabía que el tío Nixon recogía el pelo que se cortaba en una caja, para enterrarlo debajo de agua corriente. Estaba convencido de que así evitaba los dolores, especialmente de cabeza. Pero, al parecer, había fallado esta vez el remedio.

—Lo siento; creí que con este hermoso tiempo de primavera se encontraría mejor.

—No, Miss Eunice, no. Ya no voy a estar mucho tiempo en este mundo.

—¡Qué tontería! Casi podría ser usted hijo de la tía Cynthia, y ya ve lo tiesa que está. Me parecía más joven cuando nació el niño de Miss Bella que cuando di a luz a Noel, hace ya siete años... ¿No sabrá usted dónde está Mister Francis?

—No, no he oído nada de Miste Francis. Tal vez lo haya visto Kate, que suele andar mucho por el campo, aunque Kate no sabe lo que dice, pues ahora se pelea con su marido y le amenaza con el divorcio y con escaparse.

—¡Pero si ya le ha dejado!

—Sí, pero ahora quiere tener los niños.

—Yo creía que se los había dejado.

Eunice dió media vuelta, pensando en que habría que poner algún freno a tanta inmoralidad. Pero por el momento no estaba dispuesta a ocuparse de las aventuras de Kate, pues la absorbían demasiado sus propios problemas. Ya se había alejado un tanto cuando se volvió para decir al tío Nixon:

—Bueno; si Kate ve a Mister Francis en el bosque, supongo que le encontraré en seguida. Hace buen día para dar un paseo.

—¿No quiere detenerse un momento para oír cantar al tío Nixon? Voy a cantar algo muy lindo, que creo que no ha oído nunca.

Comenzó a arañar su instrumento, y después comenzó el canto. Era una música quejumbrosa y emocionante, con el místico encanto de siempre. Involuntariamente se detuvo Eunice y volvió a sentarse para escuchar. Cuando acabó, Eunice se levantó de prisa.

—Es una canción preciosa, tío Nixon —dijo, en un tono que le sonó algo extraño—. Me gustaría quedarme otro rato, pero no puedo; tengo que encontrar a Mister Francis.

—¿No puede esperarle hasta que venga a cenar?

—No; esta vez, no. Voy a buscarle.

Fué empresa baldía. Alrededor del Retiro se extendían los bosques en muchas hectáreas, y Eunice no tenía la menor idea de la dirección que hubiera podido tomar Francis, si es que andaba por allí. Sin que tuviera un motivo determinado, echó a andar en dirección a Solomon Garden por el camino que le era más familiar, donde los árboles se apretaban, recordando su bella descripción en uno de los primeros poemas de Honor Bright: «Alumbran desde el cielo las estrellas el vasto bosque sombrío.» Si no encontraba a Francis, por lo menos descansaría un rato en casa de Honor, con quien siempre era agradable charlar.

Estaba muy tranquilo el bosque. Apenas se oía el crujido de alguna ramita al pasar, o el piar de un pájaro; por primera vez no se cuidó Eunice de escuchar el ruido siniestro de los reptiles al deslizarse. El frescor verde de los árboles se había avivado por la lluvia reciente, y sus hojas formaban un verdadero dosel sobre ella. Florecían por todas partes las azaleas y las adelfas, y el aire estaba embalsamado por el olor de las madreselvas. No era extraño que le gustase a Francis pasear por aquellos hermosos lugares; si paseasen juntos por allí, tal vez se unirían más otra vez...

Había muy pocos claros por aquella parte del bosque. En su mayor parte crecían los árboles muy juntos y ahilados, como queriendo escaparse de la tierra. Pero Eunice recordaba que por allí cerca había un sitio despejado, aunque lo había visto pocas veces. Recordaba que era muy verde, más verde que los árboles, lleno de florecillas entre la hierba, y rodeado de la oscura arboleda. Era como un lugar secreto, pues el sendero pasaba por un lado. Para Eunice había sido siempre como una especie de santuario escondido, indigno de profanación. Decidió entrar ahora, esperando que, por un milagro, hubiera escogido Francis aquel lugar solitario. Además, estaba muy cansada, y allí podría encontrar algún reposo.

Nada oyó al dejar el sendero para encaminarse al fresco lugar de descanso, gozosa ante la idea de encontrarse ante su escondida belleza. Separó las hojas y miró.

En medio de la hermosa pradera aparecieron Millie y Francis fundidos en un abrazo.