CAPITULO III

DISIPÓSE instantáneamente su enfado y timidez en cuanto se encontró en la oscuridad y vió surgir de las sombras la cara y la figura de Francis Fielding. Esperando su ayuda para subir a caballo, casi le había invitado a abrazarla. Y sabía que él percibió su sensación, pues tardó algo en retirar sus manos una vez asegurada en la silla. Aún le sentía sujetar su talle; primero, con firmeza, y, después, con una presión más ligera, aunque prolongada. Comenzó a desear que llegase el momento de bajar del caballo... No porque entonces sería que habían llegado a Solomon Garden y habrían de separarse... Entonces, ¿qué momento era el que ansiaba?

—Así, que nos ha encontrado mejor de lo que creía, ¿verdad? Siempre es una sorpresa agradable..., tanto para los poco apreciados como para el caritativo protector.

No estaba preparada para contestar a esta broma, ni creyó que hubiera podido leer su pensamiento con tanta facilidad como para adivinar sus sentimientos. Trató de indignarse en la respuesta.

—¡Pero si desde el primer momento me fué usted simpático! Y, desde luego, sabía que lo sería toda su familia. Si no me hubiera sido simpático..., es decir, si no hubiéramos simpatizado mutuamente, no hubiera ido a su casa. Seguramente se habrá dado cuenta de ello.

—Me he dado cuenta de que algo la ha trastornado y de que sentía frío, cansancio y hambre. Me alegro de que la ayuda providencial haya satisfecho a la atribulada damisela.

—¿Ahora se burla usted de mí? Creo que es usted injusto.

—¿De veras? Vaya; dígame la verdad: ¿ha sido satisfactorio el socorro, o no?

—Su madre me ha parecido encantadora —contestó Eunice con dignidad—, y desde luego, el «montón de trastos» es sencillamente delicioso, y Blanche, la negra más divertida que he conocido.

—Yo también formo parte del «montón de trastos». ¿Quiere incluirme por fin en la crítica general?

—Bueno; si quiere saberlo, me parece usted agradable, aunque presumido.

—¿Agradable? Sólo agradable, ¿verdad? ¡Vaya una cosa! Casi como decir que tengo buenas intenciones..., y aún me parece que no está usted muy segura. ¿Presumido? ¡Llamarme presumido, cuando he estado una hora entera sin entrar en la única habitación caliente de mi casa! ¡Cuando la he esperado con tanta paciencia en la puerta y he insistido tanto en que la invitasen!

Sonrojóse Eunice en la oscuridad. Todo lo que él decía era realmente verdad, no podía negarlo. Pero la enfurecía el pensar que, en vez de soltarla respetuosamente, la había retenido por la cintura al subir al caballo. Es verdad que lo había deseado, pero fué porque él la incitó, y ahora la volvía a incitar nuevamente. Tendría que andarse con cuidado para no caer en la trampa. Y estaba ahora demasiado irritada para dejarse engañar.

—No quiero discutir con usted. He oído dos o tres historias del Retiro que me han encantado. ¿No quiere usted contarme alguna más?

—Sí, si usted me da ejemplo primero —contestó decidido. Su tono era de broma, y volvía a rebosar cortesía—. Aún no me ha contado usted nada de su residencia, y me gustaría mucho escucharla.

—No tengo mucho que contar. Ni los Hale ni los Spencer han poseído nunca un sitio como el Retiro. Mi padre procedía de una aldea llamada Hamstead, a orillas del río Connecticut. Su familia poseía una granja y muchos árboles. No eran ricos, pero vivían desahogadamente. Le enviaron a Darmouth, donde conoció a mi madre en un baile de un colegio, adonde le llevó un amigo. Ella era de Belfort, ciudad donde su familia tenía canteras de mármol y hacían buen negocio. Ella era la que tenía más dinero.

—Ya comprendo —observó Francis Fielding con indudable interés.

El mármol de Vermont..., ¡claro! Eunice era la mujer de mármol en más de una acepción. Y él era como aquel griego Pigmalión que, según había leído en la Miscellanea, de Chambers, quiso infundir vida a una estatua. No recordaba los detalles de la fábula, pero sabía que Pigmalión lo había conseguido. Muy agradable el recordarlo; pero, después de todo, no tenía necesidad de recurrir a historias tontas. Tan claramente como vió surgir Eunice su cara de la oscuridad, había visto él la suya enmarcada en la puerta de su casa, anhelante y encendida de un color que no tenía antes. Tan claramente como ella se estremeció por la presión de las manos del joven en su cintura, se había dado él cuenta del cambio que suponía pasar de la frialdad con que había desmontado, a la perfecta docilidad con que había esperado su ayuda al montar después.

—Pero sus padres habrán vivido en alguna casa —dijo, volviendo al tono de broma—. Seguramente sabrá usted algo interesante.

—Los Spencer construyeron su casa en Belfort hacia 1870. Hasta entonces no comenzaron a hacer dinero. Es un enorme adefesio Victoriano, que siempre está a media luz, por la cantidad de cortinas de terciopelo que hay. La araña del comedor tiene la forma de un gran racimo de uvas de cristal, y empotrado en la pared está el aparador, de roble dorado; las sillas están tapizadas de cuero, y la mesa es extensible y de la misma madera. Los muebles de la biblioteca están tapizados de rojo oscuro, y la sala, de rosa pálido. Las habitaciones de arriba son grandes y solitarias; las camas son de nogal negro, con enormes cabeceras, y las consolas tienen piedras grises. ¿Ha visto usted una casa así?

—No, nunca; pero usted me la ha descrito muy bien. ¿Cuál es su nombre?

—No creo que tenga nombre. En Vermont no le ponen nombres a las casas como en Virginia. Aunque mi abuela llamaba Evergreen a su finca.

—¿Por sus muchos árboles?

—Sí. Mi abuela es muy aficionada a los árboles, que se conservan verdes durante el invierno de Vermont. Dice que son tan extraordinarios como las mujeres que se conservan jóvenes. No le gustan las mujeres que se vuelven feas, ni las hojas que se marchitan. Además, está muy orgullosa con sus pinos. En la finca hay muchos plantados por los Hale, pero también había mucho terreno arenoso y nada crecía por allí hasta que mis antepasados plantaron pinos, y desde entonces todos los plantamos. Desde las ventanas de la casa de mi abuela se pueden contar las generaciones de la familia por los pinos. Y éstos dan dinero. Los cortan con cuidado y se plantan nuevos en seguida. Todos los Hale han ido al colegio a costa de los pinos, y yo también hubiera ido, pues no tuve hermanos hasta que mi padre se casó con una Spencer. Desde luego, esto lo impidió.

—¿El ir al colegio, o el pagar con pinos?

—Oh, sí; fuí al colegio, al de Smith. Mi madre y mi abuela tenían ideas concretas acerca de eso. Concretas y diferentes también. La que venció fué la abuela. Mi madre no quería que fuese. Quería que asistiese a un gran baile en Sherry y a una serie de reuniones en Tívoli. Dió el baile durante las vacaciones de Navidad, pero no tuve tiempo de asistir a las reuniones de primavera, y en verano hace tanto calor en Virginia, que si puedo, siempre me voy a Vermont. A mi abuela le parece que ha ganado una gran batalla. Dice que ya es bastante con que la viuda de su único hijo haya hecho lo que ha querido; siempre habla de mi madre como si siguiese siendo viuda; no reconoce para nada la existencia de mi padrastro.

—Debe ser, a lo que veo, una señora muy testaruda.

—Sí, lo es con respecto a mi madre. Siempre ha creído que mi padre se casó con una persona inferior a él. El dinero no le importa, como a veces sucede también en Virginia... Dice que los Spencer han tenido que hacer mucho alarde para que en Vermont se diesen cuenta de que existían. Nunca quiere estar en la casa victoriana que le he descrito; dice que los mármoles son para los cementerios. Es muy inteligente, pero muy agria.

—¿Y son de madera las repisas de sus chimeneas?

—Sí, y no quema más que leña de sus árboles, que casi siempre lleva ella misma. Nunca ha dejado que la ayuden en la cocina; todo lo hace ella, y tiene la casa limpísima. Tiene un hombre para ordeñar las vacas y para arar, pero no aguarda a que le llene la leñera. No quiere estufas ni carbón como los demás, y jamás ha usado un calorífero hasta que nuestro médico, David Noble, le dijo que no sería mejor tenerlo en el sótano que encenderlo en el dormitorio de su hijo, enfermo de pulmonía. El doctor Noble es la única persona que puede con ella.

—¿Y quizás no podría yo con ella también?

—No. Es decir..., bueno; ¡sería muy divertido verles juntos!

Por primera vez reía Eunice con risa agradable, como el sonido de su voz, con la misma claridad y sinceridad. Pero era demasiado excitante para Francis Fielding. Una muchacha que reía así, tan espontáneamente y de todo corazón, era fascinadora; su silencio y hasta su esquivez eran más ventajosos. Había cometido un error táctico instándola a hablar de Evergreen en vez de hacerla escuchar mientras él la hablase del Retiro. Hubiera sido mucho mejor seguir la proposición de la joven en vez de hacer prevalecer la suya propia. Había sido demasiada su curiosidad, y trató de corregir su error con una rápida respuesta.

—¿Es una invitación velada lo que me hace? Si es así, la acepto con placer. Siempre acepto las invitaciones de las jóvenes bellas... Quizá lo haya notado ya. Cuando están veladas son doblemente encantadoras.

—¿Las invitaciones o las jóvenes?

No cabía duda que le desafiaba; por eso su excitación se tornó en audacia.

—Las dos. Levantar velos es uno de mis pasatiempos. Los quito rápidamente y sin dolor. De las invitaciones... y de las jóvenes. ¿Le parece bien la fiesta del Armisticio para mi visita a Vermont? Estoy seguro de que podré ir para entonces. ¿Y le parece bien esta noche... para ésto?

Había hecho parar los dos caballos, y aprovechando la oscuridad, buscaron sus dedos el borde del ligero velo que cubría el rostro de Eunice. Todavía podía ella impedirlo; bastaba con haberse echado hacia atrás en su silla. Pero no lo hizo; algo más fuerte que su voluntad la mantuvo inmóvil y la hizo recobrar la calma en cuanto pasó el momento de instintiva resistencia. Entonces sintió que el velo se elevaba hasta su frente y que los labios de Francis se apretaban contra los suyos, mientras se sentía suavemente abrazada por el talle. Imposible luchar contra aquel beso tan tierno. Estaba desarmada, aunque sabía que perdía su coraza, que aquel beso era el nuncio de la pasión. Cerró los ojos, y la suavidad de sus párpados incitó a Francis a besarlos también; pero ella sabía que su blanca perfección no le detendría mucho tiempo. Trató de levantar los brazos en inútil ademán para rechazarle, pero sin darse cuenta los pasó alrededor del cuello del galán, aproximándole aún más hasta que nuevamente sus labios se encontraron. Ya no estaba segura de nada; sentía una sensación maravillosa y la inundaba de gozo.

Terminó el abrazo como había comenzado, tan lentamente, que nunca supo Eunice cómo ni cuándo sucedió. Al hablarle Francis Fielding, se dió cuenta de que los labios de ambos ya no estaban juntos.

—Amor mío...

—¿Qué?

—Quiero sacarte de tu caballo y traerte al mío. Quiero llevarte conmigo lo que nos queda de viaje. ¿Quieres tú?

—Sí.

—¡Maravilloso! Separa la rodilla del pomo del arzón y saca el pie del estribo. Lo más despacio que puedas, para no espantar al caballo. ¡Qué bien se ha portado el pobre! Yo conduciré los dos caballos y te sostendré. Es muy fácil.

Estuvo Eunice a punto de preguntarle cómo sabía que era muy fácil, pero se contuvo y siguió sus instrucciones impecablemente. Otra vez encantó a Francis la perfecta docilidad de Eunice cuando la tuvo junto a sí una vez más.

—Amada mía, eres tan ligera y garbosa como una gacela. Te pareces a una gacela también por otras cosas..., por la timidez, por la facilidad con que te alarmas y la alerta con que vives en un mundo perverso con tus ojos confiados y tu valiente corazón... ¿Nunca te lo han dicho hasta ahora, Eunice?

—No..., no eso precisamente.

—Nada de esto te había ocurrido antes, ¿verdad?

—Tú sabes que no.

—¿Y querías que te hubiese ocurrido?

—También lo sabes. Quiero decir que estoy contenta de que haya sido así.

—No quisiera haberte besado así la primera vez. Hubiera preferido tenerte en mis brazos, como ahora. Pero no podía esperar más. Estaba seguro de que sentías lo mismo que yo cuando salimos de casa. Di la verdad.

—Sí.

—Después me parecía que te separabas de mí, y no podía soportar tal pensamiento. Pero no quise precipitarme y decidí esperar. Y, en realidad, así lo hice. Supongo que me creerás.

—Sí, te creo.

—Yo sé tan bien como tú lo que debí haber hecho. Debí haberte conducido a Solomon Garden y haberme despedido de ti a una prudente distancia. Después debí ir corriendo a ver a tu malhumorada abuela para decirle: «Señora, me he enamorado de su encantadora nieta en cuanto la vi. ¿Me permite proponerle el matrimonio.»

—Y todavía tendrás que hacerlo, si quieres que vivamos en paz.

—¡Oh! Pero ya es muy diferente, porque ya te he hecho la proposición.

—Si llamas proposición a lo que has hecho... No es la palabra que yo aplicaría.

Volvía a sonar su risa; pero ya no le ofendía, ya era demasiado tarde para sentirse contrariado, y también él se puso a reír.

—Te he hecho una declaración y tú me has aceptado. ¿No es eso?

—Poco más o menos.

—Será más bien más que menos, Eunice.

—¿Por qué?

—Porque para nosotros ya no cabe otra cosa.

—¿Qué quieres decir?

—Que podrás irte de Vermont mañana; pero de nada te serviría. Nunca podrás separarme de tu pensamiento ni de tu corazón mientras vivas. No importa lo que hagas, ni lo que yo haga tampoco.

—¿Y qué piensas hacer?

—Ya te he dicho que la costumbre de mi familia es hacer locuras. No puedo prometerte ser una excepción. En realidad, nada puedo prometerte, a no ser que desde ahora has de ser mucho más feliz conmigo que sin mí. Tendrás que confiar en mí, si me quieres; ciegamente, como fuiste conmigo a mi casa, como me has dejado besarte. Pero te alegraste de lo sucedido, y creo que aún te alegrarás más de casarte conmigo.

—Y tú..., ¿también te alegrarás?

Se inclinó nuevamente sobre ella. Ni siquiera podía verle la cara en la oscuridad, pero no se sorprendió al sentir sus labios apretar los suyos. Le dolía la boca y hervía su pecho cuando la dejó.

—¿Lo comprendes ahora? —preguntó él bruscamente.

—No. Me gusta más de la otra manera. ¿Por qué me has hecho daño?

—No quise hacerte daño, pero tampoco quise que me preguntases eso.

—¿Qué te he preguntado? —inquirió con azoramiento.

—Pues que si me alegraré de casarme contigo. Creí que ya te lo había demostrado; pero, al parecer, no lo has comprendido. Pensé que quizá de otra manera lo entenderías mejor, y por eso te hice daño, sin querer. No lo volveré a hacer.

—No me ha molestado. Me hiciste daño, pero al mismo tiempo había un cierto encanto, que no puedo explicarte.

—Y no necesitas hacerlo, amor mío. Yo lo comprendo aunque tú no lo comprendas todavía. Era lo que yo esperaba..., un encanto. Es lo que quiero compartir contigo. ¿Quieres casarte conmigo, Eunice?

No contestó ella en seguida. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para abandonar aquella calma y tratar de buscar razones para no cometer una locura mayor que todas las de los Fielding, entregando su amor y su vida a aquel hombre, que conocía sólo desde hacía unas horas, de quien nada sabía, y que le había confesado defectos cuya gravedad no podía apreciar. Pero todo el esfuerzo fué en vano. Mientras la tuviera en sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro, nada vería objetivamente, nada podría pensar desapasionadamente. Le había dicho la verdad al afirmar que nunca podría arrojarle de su corazón ni de su pensamiento. Había de aceptar este hecho con todas sus consecuencias. Pero no podía decidirse a aceptar un futuro sin que él tomase parte.

—Sí —dijo por fin—. Quiero —y calló, previendo su rápida respuesta—. No puedo hacer otra cosa —añadió, y levantó su cara radiante.