CAPITULO II

NUNCA olvidó Eunice cómo la casa oscura y silenciosa, que parecía inhabitada, comenzó de repente a llenarse del brillo de las luces y a rebosar actividad. La tensión del momento que siguió a la inesperada explosión de Francis Fielding con motivo de las naranjas, se mitigó casi instantáneamente. Apareció primero en una de las ventanas de arriba un débil resplandor, que aumentó en seguida, como si emanase de una lámpara cuyo invisible portador fuese encendiendo otras en rápida carrera de uno a otro piso, de una a otra habitación. Abrióse la pesada puerta, girando sobre sus chirriantes goznes, después de dos o tres tirones desde dentro, y descubrió un vestíbulo espacioso, en medio del cual estaba una mujer de agradable aspecto, vestida de seda color verdoso muy ajada, y cerrado el cuello por un alfiler en forma de pensamiento. Su saludo fué sencillo y espontáneo.

—Buenas noches. Me alegro de veras de que venga alguien a visitarnos. Toda la tarde he estado sola. ¿Es una nueva vecina, Francis? Es una atención que agradezco.

—Madre, es Miss Eunice Hale, de Vermont. Está en casa de Millie y Freeman, y se extravió en el bosque. Le he rogado que viniera conmigo a casa, y le dije que le darías una taza de té mientras ensillo mi caballo. Después la acompañaré a Solomon Garden, donde pasa una temporada.

—Pues siento mucho que no se quede esta noche con nosotros en El Retiro. Pero pasad, queridos, que está encendido el fuego en la sala de atrás, y ya hierve el agua como si supiera que ibais a venir. ¿No quiere quitarse nada? No estoy muy segura, pero iré a ver si Blanche tiene algunos bollos recién hechos.

Eunice se había deslizado de su montura, evitando en lo posible la ayuda que Francis Fielding le ofrecía. Desde que la simple vista de sus manos la había turbado tanto, se estremecía ante su posible contacto, y aunque fué momentáneo, sintió un pequeño estremecimiento, muy extraño, cuando los dedos del joven tocaron sus guantes. Pero la tranquilizó la suave acogida del ama de la casa, y siguió tras Mrs. Fielding con creciente sensación de alivio.

El vestíbulo se extendía hasta el fondo de la casa, separando las habitaciones, que se abrían a derecha e izquierda. El suelo sin cera, y las paredes sin empapelar, le daban cierto aspecto de desnudez, como si no estuviera terminado. El único cuadro que colgaba era un grabado del entierro del general Latané. Las puertas cerradas, con la excepción de una, daban una sensación de misterio. Pero Mrs. Fielding lo explicó al pasar.

—Nunca hemos podido ahorrar para comprar una estufa —dijo con naturalidad, como si la falta se debiera a un descuido más que a la escasez de dinero—. Y ahora tenemos poca leña, pues uno de los chicos de Blanche murió hace poco, otro está encerrado, y Frank no puede hacerlo todo, como es natural. Así que tengo cerrada casi toda la casa desde que llega el otoño. Pero como ya le dije, tengo un buen fuego en la sala de atrás. Pase, pase por aquí.

Eunice no esperó nueva invitación; deseaba acogerse a una atmósfera más caliente. En las paredes de la estancia había cuadros, y en el suelo una alfombra, contrastando con la desoladora desnudez del vestíbulo. Ofrecía la chimenea cálida acogida, pues ardía la leña resplandeciente tras los morillos de hierro, y humeaba la marmita, colgada encima de un gancho artísticamente forjado. A un lado del hogar se veía un enorme jarro de cristal oscuro, y al otro lado dos conchas rosadas en no muy buen estado; las pulidas superficies de estos objetos reflejaban el color de las llamas. Se adornaba la repisa con muchos objetos de china y dos altos vasos llenos de ramas de lunaria, que también brillaban; y sobre todo campeaba un pintoresco retrato de mujer, de bello rostro radiante, de gran parecido con la actual señora del Retiro.

—Sentaos, queridos —dijo Mrs. Fielding amablemente, señalando un gran sofá de caoba tapizado de terciopelo azul con dos escabeles delante, muy coloraditos para apoyar los pies—. Ahora mismo voy a prevenir a Blanche, y si entre tanto vienen los niños, no dejéis que os molesten. No son malos, pero sí muy traviesos. No sé si estará usted acostumbrada como yo a aguantar a tanto chico.

Reía indulgentemente mientras colocaba uno de los escabeles de modo que la visitante pudiera estar más cómoda. Volvió a chirriar la puerta y se repitieron los empujones que anunciaban su apertura. Colóse en la estancia una racha de aire frío, y la buena señora saludó con una sonrisa a los tres recién llegados, cuyos apresurados pasos sonaban en el vestíbulo.

—Bueno, bueno —dijo con voz apaciguadora, previniendo el ataque—. Tenemos visita y no debéis asustar a esta señorita, que es Miss Eunice Hale, de Vermont. Vive en casa de Millie y Freeman, y se ha extraviado. Frank la encontró y la ha traído a casa. Miss Eunice, éste es Purvis, uno de mis pequeños. Rosa Belle y Sabina son mayores que él. Las llamamos Bella y Bina, y nos gustaría que usted las llame así también.

Los pequeños Fielding, tan amablemente presentados, avanzaron atropelladamente hacia la visitante. Todos llevaban ropas descuidadas y parecían despeinados; pero estos defectos no hacían desmerecer en lo más mínimo su espléndida apariencia. Rosa Belle, que era evidentemente la mayor de los tres, asumió con soltura el papel de ama de casa cuando su madre salió de la habitación después de dirigirle una mirada llena de cariñosa confianza.

—Siento que no hayamos estado aquí para darle la bienvenida —dijo la chica sentándose en el otro escabel a los pies de Eunice y apartando de su cara una espléndida mata de pelo castaño rojizo. Sujetaba los rizos con una trenza de seda negra, que atirantaba y pasaba alrededor de una oreja mientras hablaba—. Desde luego, si hubiésemos sabido que iba usted a venir, hubiésemos estado aquí. Pero es tan triste el atardecer, que cuando no tenemos nada especial que hacer nos vamos a la cabaña de Blanche a estas horas. No sé si le habrán dicho que Blanche es nuestra cocinera. Supongo que en el norte la llamarían una criada para todo, porque es la única que tenemos. Es decir, la única que pagamos. Pagamos a Blanche aunque no tengamos dinero. Es viuda; su marido murió de repente hace unos años, mientras arreglaba la puerta de la cabaña para que no entrara el frío. Pero, afortunadamente, su familia es muy numerosa. Todos sus hijos y sobrinos —Violet y Kate, y Orrie y Drew y todos los demás— la ayudan mucho. Tiene un hijo adoptivo, Elisha. Su padre era un perdido, y su madre una mujer mala, por lo que Blanche lo recogió y crió. Está enamorado de Violet, pero Violet cree que es demasiado viejo para ella. Siempre coquetea con un negrito insignificante llamado Malachi, que no tiene familia. También vive con Blanche un viejo muy simpático, que llamamos el tío Nixon. Cuenta las historias mucho mejor que todos los negros de aquí, y nos gusta escucharle.

—Hoy nos ha contado su cuento favorito —intervino Sabina. No era tan guapa como Rosa Belle, pero resultaban muy interesantes sus grandes ojos en un rostro color de camelia—. Desde luego nos lo ha contado ya cientos de veces, pero siempre nos gusta. ¿Querrá usted oírlo? —preguntó, mientras acercaba una silla de rejilla para sentarse junto a Eunice.

—Ya lo creo.

—Es una historia triste. ¿No la hará llorar?

—Supongo que no.

—Bueno; pues hace mucho tiempo, el tío Nixon era esclavo y vivía con su mujer, la tía Silvia, y con un hijito a quien quería mucho, en una cabaña pequeña, que tenían siempre muy limpia. Esto era antes de que pertenecieran a mi bisabuelo. Mi bisabuelo nunca vendía a sus negros, pero a veces los compraba en otras plantaciones, porque así los trataba bien y evitaba que los comprase alguien que podía no tratarlos como era debido.

—Ya comprendo.

—El tío Nixon y la tía Silvia eran muy felices en su cabañita con su hijito. Pero un día que el tío Nixon trabajaba en el campo, vió un forastero que iba por la carretera conduciendo un carro lleno de negros, y entre ellos estaba su hijo. El tío Nixon no podía creer lo que veía, y tirando su azadón, echó a correr tras el carro. Oía perfectamente cómo le llamaba su pequeño, y entonces comprendió que aquel hombre blanco forastero era uno de los mercaderes a quien tanto temían los esclavos. Sabía que su hijito sería vendido, y corría mucho, mucho, y gritaba mientras corría, pero no pudo alcanzar el carro. Cayó junto a la carretera, y nunca más volvió a ver a su hijo.

—Es una triste historia, y me parece que estoy llorando un poquito. ¿Por qué prefieres esta historia tan triste?

—No lo sé. De todos modos, me gusta mucho, no porque sea triste, sino porque el tío Nixon la cuenta muy bien. De cuando en cuando se para y araña un poco en su banjo, y luego sigue contando. Siempre ha soñado que algún día volverá a encontrar a su hijo. Desde luego ya no sería un niño, porque ha pasado mucho tiempo. Pero el tío Nixon le cree todavía un niño pequeño. Después, el bisabuelo compró al tío Nixon y a la tía Silvia y les ayudó a buscar al hijo. Lo mismo hizo el abuelo, y también papá. Ahora, todos han muerto, excepto el tío Nixon, que está casi ciego y muy débil. Pero aún confía, y dice que aunque no llegue a encontrar al pequeño en este mundo, sabe que su querido niño le esperará al pie de la escala dorada para ayudar a su pobre padre a subir al Cielo.

—Si vengo al Retiro otra vez, espero que me llevaréis a la cabaña para escuchar al tío Nixon. No es que no hayas contado bien la historia, Sabina; pero me has hecho desear ver y oír al viejo.

—¿Cómo? Desde luego que volverá usted al Retiro. Esta ha sido la primera visita, y vendrá usted más veces.

El niño delgado, que había estado muy atareado en limpiar y lustrar su escopeta mientras hablaban sus hermanas, y que hasta ahora no había dicho nada, inició una protesta ante la posibilidad de que Eunice Hale no se considerara como una amiga de la familia. Dejó la escopeta sobre el piano, entre dos lámparas de pantallas de globo, y se aproximó a la chimenea.

—Ya que cuentas historias tristes, Bina —dijo echándose al suelo con las rodillas en alto y las manos detrás de la cabeza—, debías contar a Miss Eunice algo del cuadro que está encima del piano. Lo ha estado mirando todo el tiempo.

—Sí, lo he estado mirando —confesó Eunice, que tornó a contemplar el lienzo que tenía enfrente con más decisión que antes. Representaba una muchacha muerta, vestida de blanco y reclinada sobre almohadones en un blanco lecho. A su lado y con apenado semblante, había un hombre con barba, que llevaba en la mano una paleta de pintor, ricamente vestido de color de ámbar oscuro, que hacía juego con los tonos suaves del fondo. Repugnaba a Eunice el interés morboso que la pintura despertaba, y hasta se estremeció un poco cuando su vista se posó en el cuadro por vez primera. Pero al mismo tiempo se sentía fascinada y comenzaba a preguntarse si tal mezcolanza de emociones había de caracterizar cada uno de sus contactos con el Retiro.

—¿Es un cuadro raro, verdad? —preguntó. Pensaba para sus adentros que era una pintura demasiado extraña para estar colocada en el cuarto de estar de la familia; pero no quiso herir los sentimientos de nadie dándolo a entender, y repuso en seguida—: Me parece haberlo visto alguna vez. ¿Es una copia de algún cuadro que yo haya visto?

—Tal vez, si ha estado usted en el extranjero —dijo Bella con viveza—. Una tía-abuela nuestra lo copió de un cuadro de Mr. Neville, su profesor de arte, que lo había traído de Europa. Y él lo había copiado de uno que vió en Italia. Nuestra enciclopedia dice que Tintoretto tuvo dos hijos y cinco hijas, y que su favorita era Marietta, que pintaba casi tan bien como su padre, además de ser maravillosa intérprete de la música. Cuando era muy joven solía ayudar en su trabajo a Tintoretto, vestida de chico, como si fuese un aprendiz. Pero al cabo del tiempo se casó con un joyero llamado Mario Augusto, abandonando sus ropas masculinas y la pintura. Murió cuando tenía treinta años, y su atribulado padre quiso pintarla en su lecho de muerte. No pudo hacerlo porque las lágrimas le cegaban, pero otro artista plasmó la escena.

—No, Bella, ésa no es la verdadera historia —interrumpió Sabina—. Dice Chambers en su Miscellanea que Tintoretto obligaba a Marietta a estudiar música contra su voluntad, cuando sabía que lo que realmente deseaba era pintar. Pero ayudaba en secreto a uno de sus hermanos, al que Tintoretto había elegido como sucesor, a pesar de que no poseía ni la mitad del talento de su hermana. Después que murió ella, confesó este hermano que sus mejores obras se debían a Marietta, y el padre sufrió tanto remordimiento como pena, determinando inmortalizarla con su retrato antes de ser enterrada, para que causase la admiración de los que lo vieran.

—Bueno; de todos modos, era un cuadro raro para haber sido traído del otro lado del Océano y hacérselo copiar a una muchacha —observó Purvis con desdén—. Creo que hay otros muchos que podría haber traído el buen Mr. Neville. Siempre me ha parecido un hombre raro, y lo mismo la tía-abuela Charlotte. Además, me parece que por esta noche ya habéis contado a Miss Eunice demasiadas historias tristes. Supongo que Blanche traerá en seguida el té.

Como si el deseo del muchacho hubiese encontrado eco en la cocina, se oyó abrir y cerrar la puerta, y luego pasos que se acercaban por el vestíbulo. Esta vez eran de alguien que arrastraba con precaución sus zapatillas de fieltro. Purvis se puso en pie de un salto y acercó una mesita que estaba arrimada a la pared. En el mismo momento entró en la habitación, portadora de bien provista bandeja, una sonriente mujer, que llevaba su limpio delantal de percal algo torcido sobre un ajado vestido de lana.

Buena noche, señorita —dijo amablemente—. Estamo muy contento porque ha venido a verno. Yo ser Blanche. La señorita Alice vendrá dentro de un momento. Anda buscando el dulse de pera en la alasena del comedó. Perdió la llave, pero ya la encontrará. Seguro que le gustará tomarlo con los bollitos resién hecho.

Blanche era la negra más negra con quien Eunice se había tropezado en su vida. La incongruencia de su nombre era una más de las que abundaban en El Retiro. La bandeja que con tanto cuidado como orgullo depositó ante Eunice, era una nueva incongruencia también. Al grueso metal de Sheffield le faltaba en algunos sitios el plateado y se veía el cobre, además de que necesitaba limpieza. Lo mismo podía decirse de la bonita tetera de plata y del azucarero y jarrito de la leche que la flanqueaban. Las delicadas tazas de porcelana estaban desconchadas, y abolladas las puntiagudas cucharillas. El fino mantel de hilo, cuajado de bordados, estaba roto y deshilachado. La primera impresión de abundancia producida por la elegancia del servicio de plata, era engañosa. En la bandeja no había olía cosa de comer que los bollitos. Y otra vez deseó Eunice que la mirada penetrante de aquellos chicos no pudiese leer en su pensamiento.

—Blanche, estoy segura de que los bollos son deliciosos, con dulce o sin él —dijo con estudiada cortesía—. Mrs. Fielding es demasiado bondadosa molestándose en buscar el tarro de dulce. El té es lo que me puede sentar mejor, pues aún no he conseguido entrar en calor, a pesar de este hermoso fuego.

—Purvis, echa más leña, pues veo que Miss Eunice está helada. Y haga el favor de no esperar a mamá. Tome el té y los bollos antes de que se enfríen. Blanche hace los mejores bollos de todo el King George County. Dile a Miss Eunice cómo los haces, Blanche.

—Extiendo las brasas y las cubro de senisa con mucho cuidado —explicó Blanche con orgullo—. Después pongo ensima hojas húmedas. Las mejores son las de roble o de vid, y luego las de col. Y ensima pongo la masa.

—Y luego más hojas húmedas encima, y más ceniza y más brasas sobre todo —añadió Sabina, que al parecer no concebía que ninguna historia pudiera estar completa sin su intervención—. ¿Sabe usted cómo se hace la masa, Miss Eunice? Con harina de maíz. Los bollos de Blanche salen siempre muy doraditos y mucho mejor que los que se hacen en moldes. A veces nos deja mamá ir a tomar nuestro piscolabis a la cabaña. Tal vez no sepa usted lo que es un piscolabis. Como desayunamos a las ocho y almorzamos a las tres, tenemos que comer algo entre tanto, y Blanche nos da bollos y suero de leche, que está muy bueno con los bollos. ¿Quiere usted probarlo?

—No, gracias; ya os he dicho que lo que necesito ahora es té caliente. Y los bollos están muy buenos de verdad. ¿No coméis vosotros?

Sin aguardar a una segunda invitación, los tres pequeños Fieldings cayeron ávidamente sobre los bollos. Blanche continuaba en pie, con cara cada vez más alegre. Cuando llegó Mrs. Fielding con el dulce de pera, hubo una nueva acometida. Explicó que el tarro estaba en el fondo de la alacena, y que una vez encontrada la llave, tardó en hallarlo, y por eso se había retrasado tanto. Eunice sospechó que ocultaba con tanto cuidado estas cosas, que hasta se le olvidaba dónde estaban. De cualquier modo, el almíbar era digno de ocultarse como un tesoro, de rico y suave que estaba, con lo que mejoró mucho aquel particular piscolabis. Mientras comía Eunice, que sentía tanto apetito como frío, comenzó a percibir por fin una sensación de cálida satisfacción. Pero echaba de menos a Francis Fielding, sin el que la escena parecía incompleta. No podía dejar de pensar en que todo estaría mejor si él estuviera allí, apoyado en la repisa de la chimenea, diciendo algo de cuando en cuando y mirándola con risa en los ojos. Tuvo que reprimirse para no mirar a la puerta cada vez que oía algún ruido. Y se preguntaba por qué no venía; ensillar el caballo era cosa de algunos minutos, y podía haber esperado a tomar el té para hacerlo.

—Podéis fumar si queréis, hijos —dijo cordialmente Mrs. Fielding una vez despachada la pila de bollos y vaciado el tarro de dulce—. Yo no fumo, y tampoco Bella y Bina. He oído decir que en Middleburg fuman todas las señoras. ¿Es verdad?

—Sí, la mayoría. Pero yo, en realidad, no soy de Middleburg; siempre he estado allí como una forastera. De todos modos, fumo pocas veces, y ahora no siento necesidad de hacerlo. Me gustaría conocer al resto de la familia antes de irme. Me parece que su hijo mayor me dijo que tenía cinco hermanos.

—Y seguramente le diría que eran un «montón de trastos», ¿no? Me gustaría que viese a Mamie Love, mi niño bonito, que el mes pasado cumplió diez años; pero ha estado amodorrado todo el día, y ahora duerme. Cuando usted llegó estaba yo arriba, a su lado. No sé lo que le duele, y si mañana no está mejor, mandaré a buscar al doctor Tailoe a Barren Point. Peyton, mi otro hijo, está en la Universidad, y no volverá hasta Navidad.

—A menos que lo expulsen, como le pasó a Frank —replicó Rosa Belle con su viveza característica—. Si le expulsan, volverá cualquier día, mamá. Un pariente nuestro que es rico, nos ofreció enviar por su cuenta a la Universidad a todos los chicos —explicó a Eunice—. Pero le sale barato, porque Frank estuvo muy poco tiempo, y Purvis no quiere ir. De modo que sólo queda Peyton, que se dedica a jugar a las cartas y a beber con lo que gana en el juego. Además...

—Bella, tu hermano Peyton es uno de los mejores muchachos que hay en este mundo. Si hablas así de él, Miss Eunice se formará una idea equivocada. ¿Cómo quieres que esté tanto tiempo en la Universidad sin beber y jugar un poquito? Sabes que todo el mundo lo hace en Charlottesville, y no te olvides que Edgar Allan Poe, el hombre más famoso que ha pasado por allí, fué expulsado. Al parecer, los jóvenes mejor dotados son expulsados de la Universidad.

—Mamá, Edgar Allan Poe no ha sido el hombre más famoso que ha pasado por la Universidad. Woodrow Wilson ha sido mucho más famoso —objetó Sabina—. Y no fué expulsado.

—No; pero después le han criticado mucho. Y enfermó y murió por los defectos que todo el mundo le achacaba.

Parecía inminente una disputa familiar, y comenzó Eunice a sentirse otra vez incómoda. Blanche, que no había abandonado la estancia desde que trajo el té, distrajo los ánimos al prepararse a retirar el servicio.

—Si las señoritas no me nesesitan, saldré esta noche —dijo con cautela—. Me ha prometido Virgin llevarme a la siudad para arreglar lo de la polisía.

—¡Virgin! —exclamó Eunice involuntariamente, incapaz de ocultar su creciente extrañeza.

—Sí; Virgin es mi hijo mayor. Me ayuda mucho. No sé lo que haría sin él, sobre todo ahora que su pobre hermano Dewdy ha muerto de romantismo del corasón. Por la polisía de Dewdy tengo que ir a la siudad.

—El nombre de su hijo mayor es realmente Virgin —dijo Sabina a Eunice en voz baja—. Lo bautizó antes de que lo supieran papá y mamá. Decía que le gustaba cómo suena ese nombre, aunque no sabía exactamente lo que significaba. El hijo que llama Dewdy, llevaba el nombre del almirante Dewey, pero nunca lo pudo decir bien. Virgin es lo único que dice a derechas. Dice romantismo en vez de reumatismo, y policía en vez de póliza. No la corregimos porque nos divierte escuchar cómo habla, y de todos modos, nada conseguiríamos con decirle que se equivoca, porque volvería a olvidarlo en seguida.

Blanche se retiraba con su bandeja durante estas explicaciones, que Eunice sospechaba que la negra había oído y comprendido a medias, sin que la disgustase el saberse discutida, creyendo, por el contrario, que eso le daba importancia. Cuando se perdió en la distancia el ruido de sus pasos vacilantes, se levantó Eunice.

—Creo que debo seguir el ejemplo de Blanche y despedirme de ustedes —dijo—. Si es que Mr. Fielding no tiene inconveniente en guiarme hasta Solomon Garden. Dijo que tardaría cinco minutos en ensillar un caballo, y estoy segura de que ha pasado más de una hora. Quizá haya tenido que hacer algo importante. Si así fuese...

Había perdido por completo la sensación de calma y comodidad, y estaba segura de que Francis Fielding la había dejado sola con la familia a propósito, para que a la fuerza tuviera que preguntar por él, cosa que la avergonzaba y disgustaba a la vez. Pero no iba a estar esperándole hasta que quisiera presentarse, ni tampoco podía aventurarse en la oscuridad completamente sola. Se volvió hacia Rosa Belle, con quien había simpatizado.

—¿No quieres venir con nosotros? —le preguntó—. Y si Mr. Fielding está ocupado, podríais acompañarme Sabina, Purvis y tú. Esto me libraría del remordimiento de pensar que le incomodo.

—No lo tema, querida —repuso Mrs. Fielding—. Y no piense en que todo el «montón de trastos» va a ir con usted y Frank. Ni él ni yo lo consentiríamos. Quiero que Bina se quede con Mamie Love cuando se despierte, para que le cuente algo. Bella me ayudará a hacer la cena, puesto que Blanche se va a la ciudad a ocuparse del seguro de vida de Dewdy, y Purvis tiene que hacer sus cuentas de sumar, o nunca irá a la Universidad, como dice su hermana. Frank la espera ahí fuera, Miss Eunice. Ya estaba listo hace un rato, antes de que yo trajera el dulce de pera; pero no quiso, ni nosotros tampoco, que le diéramos prisa. Todos deseamos que se encuentre aquí como en su casa para que quiera volver. Por Navidad nos juntamos todos, y podrá usted ver a Peyton y a Mamie Love. Y la primavera es muy bonita en El Retiro, sobre todo en este lado del sur. Revolotean los bejines rosa, que entran por la ventana abierta, y entre ellos vuelan los colibríes de cuello carmesí. Y fuera, en el jardín, hay mimosas y mirtos, y violetas blancas...

—Podrá usted coger los colibríes y tenerlos en la mano —dijo Purvis animadamente—. Se están quietos en la palma como si estuviesen muertos. Es muy divertido. Y luego se les echa a lo alto y se van volando con tanta velocidad, que al instante se pierden de vista.

—Y haremos guirnaldas de violetas blancas —añadió Sabina—. Es decir, las haremos Bella y yo, y usted se las pondrá, Miss Eunice. Creo que las violetas blancas le sentarán muy bien sobre su pelo negro, ¿verdad, mamá?

—Estará muy bien con cualquier cosa que se ponga, Bina; pero, desde luego, Bella y tú le haréis guirnaldas, si es que viene para la primavera. ¿Verdad que sí vendrá usted, querida?

Avanzaban todos por el vestíbulo mientras hablaban, hasta que Purvis empujó la puerta rechinante, que se abrió lentamente a la oscuridad de fuera. Mrs. Fielding levantó la lámpara que llevaba en la mano para alumbrar a Eunice.

Francis Fielding tenía de la brida al hermoso caballo negro, y al volverse hacia la luz pudo Eunice ver nuevamente sus ojos alegres y su amplia sonrisa. Pero en seguida desvió el joven su mirada para indicar que no estaba impaciente por la espera, ni sentía prisa por comenzar la cabalgada. Allí tenía también su caballo, pero estaba suelto. La hierba sembrada de las falsas naranjas se extendía ante ellos, y más allá, a cada lado, sólo se percibía la oscuridad del bosque.

Eunice sintió un nuevo estremecimiento, pero esta vez no tembló, sino que esperó a que Francis Fielding la ayudase a montar a caballo, y en vez de saltar sobre la silla se dejó subir.

—Sí; desde luego —dijo al grupo que se apiñaba en la puerta. La sorprendió la alegría de su propia voz, pero siguió diciendo—: Sí; volveré para la primavera. Y también para Navidad... o quizá antes.