Capítulo 35
No sabría decir cuántas veces había recuperado el conocimiento, ni cuánto tiempo había transcurrido entre cada una de ellas. Pero sí puedo asegurar que habían sido cortos intervalos, y que mis sentidos no funcionaban correctamente durante aquellos breves lapsos en los que escuchaba ruidos y voces a mi alrededor.
En una ocasión sentía mis pies arrastrándose por el suelo, un borroso vistazo me permitía ver los surcos paralelos que dejaban mis botas sobre la grava, mientras alguien me arrastraba por los hombros desde detrás.
Más tarde escuchaba el motor de un coche, pero quizá había perdido la visión, puesto que a pesar de poder entreabrir los ojos no veía nada a mi alrededor, y mi cuerpo se tambaleaba, golpeándose contra objetos y trozos de metal. Escuchaba sonidos de sirenas y la radio de la policía de fondo, pero el dolor me impedía concentrarme en las conversaciones. Desaparecía de nuevo.
Me manipulaban. Estaba sobre una superficie dura, boca abajo, mi nariz aplastada. Torcí el cuello aullando mientras sentía arder la perforación de mi hombro, como si estuvieran introduciendo una barra de metal candente en su interior, un breve vistazo antes de caer de nuevo en las sombra revelaba una habitación blanca, y un suelo de linóleo con gotas de sangre a mi alrededor. Luces fuera.
Una vez más percibía un sonido, el de una bomba con una cuenta atrás. Bip. Bip. Bip. Dos hombres hablaban, cerca de mí, policías sin duda. No tenía fuerzas para mirar hacia atrás, y ante mí sólo había una mesa de metal con material quirúrgico y cables conectados a una máquina que trazaba ondas repetitivas, que se parecían al Everest, una tras otra. Bip. Bip. Bip. Al menos no era una bomba. Hora de desaparecer de nuevo.
Sudor frío, helando mi cuerpo. Ya no estaba en el mismo lugar, no había máquinas crepitando en torno a mí, solo el resplandor verdoso de una luz de emergencia alumbrando tenuemente la habitación, sobre una puerta metálica cerrada. Traté de mover el brazo en busca de una lámpara o un interruptor en la pared a mi derecha, y la herida en mi costado me produjo un tirón, sentía como si se me estuviese rasgando la piel, y al llevar los dedos noté que se humedecían al tacto. Alguien se incorporó en las sombras, una voz de hombre hablaba por radio. Las luces se encendieron, cegándome. El pinchazo en el cuello me devolvía al país de los sueños, en el que no se aprecia nada.
A veces notaba movimiento, pero era incapaz de moverme, incapaz de saber si era por falta de fuerzas o por estar sujeto a algo. Sentía golpes machacando mis costillas, baches y badenes. Me trasladaban a algún lugar, quizá a prisión.
Realidad y sueños se unían en una perfecta simbiosis, entre el sudor, el dolor y la fiebre. Mi frente ardía y por momentos me escuchaba gritando, o pronunciando frases inconexas. Barras a los lados de la cama impedían que cayese o me tirase, mis manos estaban sujetas a ambos lados por dos grandes muñequeras de cuero y velcro. Uno de mis brazos tenía una aguja clavada, con un tubito transparente que ascendía hasta una bolsa etiquetada, muy arriba. La habitación estaba vacía, las paredes eran azuladas. La persiana a media altura permitía entrar algo de claridad, y en el exterior la lluvia repiqueteaba contra el cristal.
Nada parecía sujetar mis pies, y al tratar de incorporarme sobre las rodillas los pulmones casi se paralizaron como si fuesen de cristal, y la herida del hombro y el costado revivieron al mismo tiempo. Necesitaba otra inyección, de lo que fuese. Quedé afónico, gritando, antes de perder la consciencia de nuevo sin que nadie atendiese mis alaridos.
El mundo era un vaivén, y los días y las noches se mezclaban. Luz, sombra, oscuridad. Voces y brazos que me transportaban sobre camillas rodantes hasta la ducha. Agua fría. Ropas limpias. Vuelta a empezar.
Me era imposible enfocar las caras, o centrar los pensamientos durante más de unos segundos, por breves intervalos en los que estaba seguro de no estar soñando. Incluso en esos momentos me costaba discernir lo que era cierto de lo irreal. Los hombres llevaban ropas oscuras, y al menos eran tres, de eso no había duda. Uno de ellos hablaba con acento ruso. Pero eso tenía que ser producto de mi imaginación.
Estrada no me había concedido mi último deseo, había concluido su misión y yo ahora era propiedad del estado. Quizá ni siquiera intentaría que me llevasen al loquero. Qué más daba todo ya, el caso estaba cerrado.
Se baja el telón.
Ignoraba cuanto tiempo, cuantos días habían pasado desde el tiroteo. Los ratos de lucidez aumentaban progresivamente, pero era mejor sumirse en el mundo de Morfeo. Seguía aferrado a la camilla, aunque ahora podía ver algo a través de la ventana. Al menos podía ver el cielo, a través de los barrotes. Cualquier intento de moverme sólo me aportaba tirones en las costuras, sangre en las sábanas y quiebros en las costillas. Era mejor no intentarlo. Dejarse llevar. Hasta que me desatasen.
Entonces acabaría con todo de una vez por todas.
Esperaría el momento adecuado, cuando hubiese recuperado suficientes fuerzas. Escaparía de aquel lugar. Lo intentaría durante el resto de mi vida, o procuraría no estar consciente en el proceso.
Un papel blanco. Vacío. Gigante. Pensar en un folio enorme, como un mar, en la nada, me ayudaba a acallar la mente y dormir. Pero cada vez me costaba más. Recuperaba las fuerzas, y con ellas la ira crecía en mi interior. Como hiedra venenosa. Nada colgaba ya de mis brazos, y las heridas casi me permitían revolverme en el lecho, si no fuese por las ligaduras en las muñecas.
El tren rugía una vez más. Y en cuanto me desatasen comenzaría de nuevo su particular ruta de devastación.
Nunca había comprendido la necesidad de las sociedades avanzadas de curar a sus criminales. Sanarles para juzgarles y luego encerrarles o matarles. Qué pérdida de tiempo. Debieron dejar que me pudriese.
Lo siento por quien le toque. Yo no quería estar allí, y haría lo que fuera por irme. Solo necesitaba que me desatasen de una vez. La partida no había terminado. Caiga quien caiga. No debieron echar leña a mi caldera. Estrada tenía la culpa. El próximo cadáver quedaría en su conciencia.
Aunque fuese el mío.
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«Buenos Días, Cris».
Un hombre, de unos cincuenta, me miraba desde la puerta abierta de la azulada habitación. Tras él se podía observar un pulcro pasillo con pinturas en las paredes. Llevaba un traje oscuro con camisa clara y una fina corbata, su cara era larga y afilada, el pelo castaño claro con bastantes entradas, y sus ojos grisáceos estaban clavados en mí. No dejé de percibir el arma en la funda bajo su brazo apoyado en el marco de la puerta. Tenía pinta de ser algún agente especial, y su voz me resultaba familiar, debía haberme visitado los días anteriores.
Al parecer ya estaba lo bastante recuperado para ser interrogado. La buena noticia era que por primera vez en varios días no estaba postrado boca abajo, sino de espaldas y con las manos libres al fin.
Me froté las muñecas. «¿Servicio de habitaciones? Creía que nunca iban a venir… Un whisky con hielo, por favor». A lo mejor hasta me lo traían.
«Recuperas el sentido del humor, quizá sea hora de que te demos el alta» dijo el tipo.
«Pues sí, me tomo esa copa y me voy, la factura se la podéis pasar a la mutua, mi secretaria se ocupará del papeleo. No recuerdo su nombre… doctor» dije.
«Es una clínica… privada. Pero estamos seguros de que estará satisfecho con nuestros servicios».
«Sí, la suite es de miedo. Un poco pequeño el jacuzzi, y la cama coartaba un poco mi creatividad, a veces un tipo aburrido necesita sus manos. Pero, por lo demás, bien».
Mr. misterioso abandonó durante unos instantes el marco de la puerta, para reaparecer con otro hombre de corte bastante diferente. Por un momento creí estar soñando despierto una vez más al ver un tipo alto con acento soviético ofreciéndome un vasito pequeño y blanco con tres pastillas en su interior
«Hora de las medicinas amigo». Creía que ya había matado a todos los rusos de Rusia. ¿De dónde había salido este? ¿Era un testigo? ¿Trabajaba en prisión?… ¿Me habían entregado a los soviéticos?
No cogí el vaso «¿Y tú quien eres colega? Ya he tenido folclore del este hasta para aburrir a Dostoievski».
«Dostoievski era ruso, yo soy Ucraniano».
«Ahh». ¿Y qué diferencia hay? Cogí las pastillas, y las tragué de un golpe, a palo seco. Si hubieran querido drogarme o envenenarme, ciertamente ya lo habrían hecho.
«Bueno, pues este entorno multicultural es la mar de motivante, pero comprenderéis que tengo muchas cosas que hacer, así que me las piro» dije.
Puesto de pie con la bata colgando, abierta por detrás, sentía el aire soplando en mis posaderas. No era una situación ideal para fomentar la autoconfianza. El ucraniano tenía mi altura, no iba armado y se apartó cuando me puse en pie. Las piernas temblaban, desacostumbradas a utilizarse. Curiosamente ninguno de los dos trató de detenerme.
«¿Mi ropa?» pregunté.
«En el armario tienes ropa limpia» contestó el de traje
«¿Cuánto tiempo llevo aquí?».
«Una semana», respondió. Parecía un mes en mi memoria.
Abrí el armario esperando encontrar un uniforme a rayas, o naranja fosforito, con el logo de la prisión de turno. En su lugar un traje azul marino con brillantes zapatos, cinturón y corbata a juego descansaba pulcramente sobre una percha.
«¿Vamos a ver al juez? ¿O a mi abogado?» dije «Porque digo yo que aquello de tener derecho a un abogado seguirá de moda, ¿no?».
Los dos hombres intercambiaron una mirada. El de traje volvió a dirigirse a mí.
«Creo que estás aún algo desorientado, Cris. No hay ningún juez, ni ningún abogado aquí».
«¿Y qué es exactamente lo que hay aquí, si se puede saber?».
«Otras… cosas. Para empezar, la mejor elección no es pedir un whisky».
Estaba empezando a cansarme de tanto misterio. Puede que mi culo estuviese al aire, y que ellos fuesen dos contra uno, pero con la cháchara estaba ya lo bastante cerca como para lanzarme en picado hacia su arma. Y lo haría.
«Supongo que aquí solo habrá refrescos y agua» dije. «Las cárceles ya no son lo que eran, quien estuviera en el viejo oeste…». Estaba a su lado, frente a frente, sus ojos grisáceos hacían juego con su perfecta corbata que arropaba el cuello de su refinada camisa, sobre la que reposaba la culata del revólver.
Tres, dos, uno…
«Aquí tiene, señor». Un mujer joven y bajita, ataviada con uniforme blanco, entró en la habitación, mostrando una bandeja plateada ante mí, justo entre mi mano y el pecho del hombre de traje. Sobre ella había una copa ancha con licor oscuro, y un móvil.
Aquello empezaba a ser surrealista.
No pude evitar dar una zancada hacia la puerta y asomar la cabeza en el pasillo. Al lado derecho había un par de puertas abiertas, que parecían ser de dormitorios. Al fondo del lado izquierdo una gran sala de estar, exquisitamente amueblada, servía de atalaya sobre las amplias escaleras con pasamanos de madera oscura que descendían al piso inferior.
Aquello no era ninguna prisión. Era una casa de lujo. Tras haber enseñado mis nalgas ya a todos los habitantes del lugar, retomé mi posición junto a la cama. La bandeja seguía levitando en su lugar, esperándome, sin prisa.
«Vaya. Esto sí que es una sorpresa». Tomé el vaso deleitándome con su aroma, antes de probarlo.
«Espero que le guste, lamentamos no tener un buen escocés que ofrecerle» dijo la mujer. Su acento era francés. No retiró la bandeja hasta que cogí también el móvil, tras lo cual abandonó la habitación con la misma premura con la que había aparecido.
«Esta es más una zona para tomarse un buen Coñac» continuó el hombre de traje, haciendo un gesto al ucraniano para que se fuera. Este le obedeció, ausentándose de la estancia discretamente.
«Vale. Tú ganas. ¿De qué va esto?» le dije, dando un buen sorbo a la copa. Estaba delicioso.
«Creo que esa es una pregunta que te podrá responder mejor otra persona. Espero que hayas quedado satisfecho con nuestros servicios. Tira el móvil a la basura antes de irte, por favor. Sólo tiene un número en memoria». Se fue hacia la puerta. «Ah, y no trates de volver a este lugar cuando te hayas ido. Digamos que esto ha sido solo un emplazamiento… temporal».
Estreché la mano que me ofrecía, y tras ello escuché sus pasos alejándose por el pasillo, y una conversación en ruso. ¿O sería ucraniano? Una puerta se cerraba en la parte baja de la casa.
Silencio.