Capítulo 20

La voz de Molina sonaba ronca y agrietada. Estaba bastante tranquilo a pesar de tener la cara hecha polvo. Kasparov estaba sentado en la mesa, mirándome mientras daba profundas caladas a un pitillo, y escuchaba las instrucciones de Molina. Al parecer íbamos a tener visita esa noche.

¿Colombianos? ¿Más rusos? Por los nombres, lo segundo.

Molina se acercó a mí, dio un par de vueltas a en torno a mí, desenrollando el cable del taladro.

¿Quién coño era Molina?

No sabía nada de él. Sólo que le iba acosar y pegar a mujeres, que tenía pasta y que no le gustaba que le quitaran el sitio de aparcamiento. Poco más.

Tenía que haber indagado sobre él antes de lanzarme a pecho descubierto. No se puede cazar sin conocer a la presa. Había estudiado bien a Aguirre, pero no sabía absolutamente nada de Molina. Aunque viendo el tipo de amigos que tenía, y sus formas de solucionar las cosas, estaba claro que andaba metido en algún rollo turbio. Crimen organizado. Mafias. Armas. Drogas. ¿Todo a la vez?

El taladro funcionaba a la perfección. Su inmenso ruido me molestaba aún más que imaginar cómo me lo iban a clavar en una pierna, luego en la otra. Odiaba los ruidos fuertes, y la aleación de ruido, cinta de embalar y matones empezaba a quebrar mi espíritu zen.

Por lo visto, parte del proceso de interrogatorio consistía en acercar el taladro a mi cara o a mis pelotas, para que me quedara clarito que no se iban a poner a colgar cuadros en la cocina.

Y oye, funcionaba de miedo, el método.

Mientras tanto, el mismo discursito de antes, una y otra vez. Tendrían unos músculos monumentales, pero su intelecto era inversamente proporcional.

«¿Quién te envía? ¿Cómo nos has encontrado? ¿Qué coño es eso que traes en la bolsa?».

Polvorones, no te jode.

«¿Pensabas que ibas a poder entrar aquí y poner una bomba, maldito zumbado?» continuaba Molina.

No podía decirles la verdad. Que no tenía ni puta idea de qué me hablaban. Que iba a cargarme a Molina por capricho y necesidad, a partes iguales. Eso sería mi sentencia. Si seguía vivo, era porque creían que sabía algo, que era alguien que no era.

Además, era fácil ignorar la situación con el calorcito de la llama del mechero chamuscándome los pelos del brazo, tras la silla, mientras intentaba, con poco éxito, quemar la cinta adhesiva que apresaba mi muñeca derecha. Lo bueno del taladro es que hacía que no se escuchase el mechero al encenderse. Esperaba no prenderme en llamas en el proceso.

Parecía que se acababa el tiempo de charla. Molina posó el taladro en el suelo y me levantó la camiseta. Como dato positivo, la cicatriz con los puntos en mis abdominales estaba sanando bastante bien. Si es que estaba hecho un toro.

Con su voz de lija, Molina se dirigió a Kasparov «Si quieres quedarte a la peli gore, quédate, pero deberías recoger a los chicos antes de que piensen que hemos abortado el plan».

«¿Estás seguro?» replicó Kasparov, reticente.

«No es que esté seguro, es que no hay otra. Vete, yo me encargo de esto. Además, estoy deseando sacarle la tripas a este cabrón». Miré a mi alrededor, con la esperanza de encontrar alguna cabra macho en la cocina.

Kasparov no dijo una palabra más. Frunciendo el ceño, se enfundó en su abrigo y se fue de la casa. Escuché un coche arrancar y alejarse, mientras Molina escogía una broca más fina de un estuche verde de plástico. Y la iba colocando, cuidadosamente en el taladro.

Intentaba liberar mi mano de la cinta, pero seguía pegada, y además notaba ya una incipiente quemadura en la muñeca, que no ayudaba mucho a tratar de soltarse de la ligadura. Parecía estar un poco más suelto, pero puede que sólo fuera mi imaginación. La esperanza es lo último que se pierde. O quizá el intestino grueso. Ya veríamos.

Molina acercó la broca, sin encender aún el taladro, y la introdujo un ápice a través de la cicatriz. A tomar por saco dos puntos. Ya estaban durando demasiado.

«Voy a destriparte como a un cerdo, y después te voy a sacar los ojos. Y todavía estarás vivo cuando siga con tus huevos, y me contarás hasta la historia de la primera paja que te hiciste, tipo listo».

«Tú sí que sabes decirme cosas bonitas, Molina, mira eso te lo cuento ahora ya si quieres, fue una vez que acababa de llegar del colegio y…».

El taladro empezó a girar. Y a moverse lateralmente, con pausa, rompiendo un punto de sutura. Y otro. Y otro.

La ventaja del taladro era que, en comparación, el mechero encendido a todo gas contra mi muñeca casi ni se notaba. Hay que saber ver el lado positivo de las cosas.

Molina era un carnicero. Estaba disfrutando oyéndome gritar, pero apenas había empezado a machacarme de verdad. El taladro redibujaba mi cicatriz sin clavarse a fondo. El muy cabrón lo iba a tomar con calma. Quería que hablase.

Lo apartó durante un instante, y volvió a repetir su mantra.

«¿Para quién trabajas?».

«Vale, vale. Por favor déjalo ya. Ya lo pillo. O hablo o esto se eterniza. Sólo mátame rápido y ya está, te lo contaré todo. Se acabó».

«No eres tan duro como crees ¿verdad?, ¿quién te envía?».

«Tu puta madre, Molina. Tu puta madre me envía. Me envía tu putísima madre».

Y me despedí de este mundo. El taladro volvía a sonar y esta vez me atravesaría de lado a lado, de eso estaba seguro. Y por mi mente vagaban imágenes sueltas. Recuerdos antiguos, polvorientos, entremezclados con otros muy recientes. Familia que hacía años que no veía, el capullo de Aguirre, viejos amigos, Estrada, Iván… y Helena. Sobre todo Helena.

Y no saber si ella iba a acabar sentada en esta misma silla.

Y entonces olfateé el aroma del plástico quemado en el aire. Me dejé caer impulsivamente hacia el lado izquierdo, mi mano derecha libre al fin de la cinta adhesiva, la otra aún atrapada, justo a tiempo para evitar la mortífera trayectoria de la broca. Molina estaba cargando con fuerza y se inclinaba hacia delante, taladrando el aire justo donde, una décima de segundo antes, estaba mi ombligo.

Yacía tirado en el suelo, lateralmente, unido aún a la silla por mi muñeca izquierda aún presa. Sobre mí, Molina perdía momentáneamente el equilibrio, medio cegado, llevado por su propia inercia. Mi mano derecha tenía ahora el taladro al alcance.

Pero en lugar de cogerlo, y casi con voluntad propia, se movió en la dirección contraria.

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Por lo visto mis dedos no querían herramientas eléctricas.

Deseaban acabar lo que habían dejado a medias. Y Molina chillaba con su voz descompuesta mientras mi índice reventaba el ojo que aún le quedaba medio abierto.

Incluso totalmente cegado, el taladro se agitaba todavía en mi dirección, letal en manos de aquel gorila. Esquivé una embestida directa hacia mi sien, y logré desviar la trayectoria de la barrena contra el horno, que estaba tras mi cabeza. La broca se partió en pedazos, pero el taladro aún seguía girando con un pequeño trozo torcido que se negaba a soltarse del cabezal.

Con toda la fuerza de mis piernas, me apoyé contra el suelo y me deslicé hacia la esquina de la cocina. Tenía que alejarme de aquella mole ciega pero aún mortífera. Lo único que le daba ventaja era intuir donde estaba yo, y tratar de perforar el aire en todas las direcciones dónde imaginaba que me hallaba.

Molina blandía el taladro a ciegas, siguiendo el chirrido de mi silla contra el suelo, en la trayectoria que me había escabullido. Conseguí incorporarme, con la silla colgando aún de mi brazo izquierdo, e hice de ella un arma, asiéndola con las dos manos. Molina venía hacia mí con el taladro.

El muy imbécil debía pensar que era inalámbrico. Puso cara de retrasado al escuchar cómo se desactivaba el sonido, al tirar demasiado y desenchufar el cable de la toma de corriente. Pero no podía ver y no entendía que había ocurrido. Seguía ofuscado, intentando encenderlo una y otra vez.

Clic. Clic. Clic.

Aparte de dantesca, la escena tenía su gracia.

Le pegué un fortísimo golpe en los brazos con la silla, lanzando el taladro contra la cocina, y seguí con otro tremendo porrazo en las piernas, y otro en el pecho, y otro más.

Barra libre de hostias.

Molina yacía a mis pies, sin duda con varios huesos rotos, y la respiración entrecortada.

«Molina, valiente, qué tal va la cosa, chaval», le dije riendo.

«Estás acabado, farfullía. No habrá sitio donde te puedas esconder… Mátame y cobra tu sueldo, te lo has ganado, pero gástalo rápido, porque hoy has sellado tu sentencia de muerte».

«No sé de qué coño hablas, para tu información el numerito de esta noche lo hago gratis, patán».

«Quién… quién eres…».

«No soy nadie Molina. Eso es lo gracioso. ¿No lo entiendes? Soy un fantasma. Una desviación del orden cósmico. En realidad ahora debería estar jugando una partida de póquer, como todos los jueves. Esa es la auténtica belleza de este momento. Ni siquiera sé quién eres tú, Molina».

«Qué estás diciendo, sabes quién soy, sabes…» farfullaba.

«Eres demasiado obtuso Molina. Vas por la vida de matón, con tus negocios sucios, vacilando al personal. Te crees muy duro, con tu todoterreno y tus taladros».

«¿Es por eso? ¿Por una maldita plaza de aparcamiento? ¿Por rayarte el puñetero coche? ¿Qué clase de chalado hace algo así?».

«Uno más peligroso que tú. Un rato largo».

Le dejé en el suelo y localicé el cajón de los cubiertos. Al fin, un cuchillo. Fue bastante más cómodo para liberar la muñeca izquierda que el mechero. Tras ello, me encaminé a la puerta de entrada. Quería mi bomba. Me había costado mucho hacerla y quería verla estallar en todo su esplendor. Además, borraría de un plumazo cualquier resto de mi ADN de la casa. No podía entretenerme demasiado. Los otros tipos podían volver en cualquier momento. Recogí mi cartera de la mesa de la cocina.

Puse mis rodillas sobre los brazos de Molina, anclándoselos al suelo. No es que hiciera mucha falta, estaba en las últimas. Ni siquiera intentaba defenderse ya.

«Bueno, verás que en el fondo soy mejor tío de lo que piensas». Le dije, desabrochándole el cinturón del pantalón «Comprobarás que no he ido a por taladros ni cosas raras de esas que a ti te gustan. De hecho, no te vas ni a enterar».

Metí la bomba bien pegadita a sus calzoncillos y volví a ajustarle la hebilla. La mecha me daría unos diez segundos para salir pitando de allí. Más que de sobra. Me acerqué a la ventana. El panorama seguía tranquilo. Volví a su lado.

«Recuerdos de Helena». Le dije ya de pie, con la mecha en la mano.

«¿Qué… has dicho?» respondió con más horror del que había mostrado en toda la noche. Y ya era complicado lograrlo.

«He dicho recuerdos de Helena. Nos vemos en el infierno».

«¡Tú!… la ventana… todo esto por esa zorra…». Balbucía en su último aliento.

Fueron sus últimas palabras, y el crepitar de la mecha quemándose, el penúltimo sonido que escuchó.

Corrí hacia la puerta y salí a toda velocidad hasta mi coche, cruzando a la acera de enfrente. Estaba a medio camino cuando la deflagración hizo saltar en mil pedazos los cristales de más de media planta baja del chalé. Varios coches cercanos aparcados en la calle comenzaron a pitar, el sonido de las alarmas antirrobo activadas por el temblor de la explosión. Las paredes seguían en su sitio, pero juraría que el microondas estaba humeando en medio del jardín.

Pronto empezarían a asomarse vecinos a las ventanas y las puertas de las casas. Llegarían coches de policía, ambulancias y bomberos. Furgonetas llenas de reporteros. Protección civil. ¡Y Prosegur! La parafernalia típica de un buen bombazo.

Pero yo estaría ya lejos de allí, de camino a mi hogar. Me quedaban las fuerzas justas para sujetar el volante y seguir avanzando. Por momentos creía que iba a perder la consciencia, concentrado en las líneas discontinuas de la calzada, que mis ruedas engullían a toda velocidad. Quedaría empotrado en alguna rotonda, o contra alguno de los coches que venían en sentido contrario.

Valoraba la opción de pasar la noche en algún hotel. Cabía la posibilidad de que los otros tipos viniesen a buscarme en la noche. Sabían todo de mí, Kasparov había visto mi DNI. Me daba igual. Dormiría con un cuchillo bajo la almohada.

Abrí la puerta de mi apartamento, necesitaba analgésicos, antibióticos, vendas para mi maltrecha cicatriz del estómago. Sentía punzadas en la espalda. El ruso parecía haber dado de sí alguna de las bisagras de mi columna vertebral. La muñeca derecha aullaba de dolor. Restos de plástico derretido formaban una oscura amalgama con la carne, alrededor de las venas. Necesitaba medicamentos, necesitaba…

El suelo estaba frío, pero era confortable. Pegué la muñeca a él. No podía reunir fuerzas para elevarme de nuevo, no podía ni quitarme los zapatos. Solo sentía una maravillosa embriaguez mientras la adrenalina abandonaba mi sistema. No dormiría con un cuchillo bajo la almohada después de todo. Ni siquiera dormiría en la cama. Notaba mi saliva formando un charco en el azulejo del suelo, pegado a la comisura de mi boca, mis ojos cerrados. Y la sangre formando otro, más cálido, manando de mi estómago. Pero nada de eso me importaba. Era tan maravilloso sentir como poco a poco todos los nervios del cuerpo dejaban de enviar señales a mi cerebro, y flotar, flotar, en un entumecimiento celestial, con un último pensamiento, antes de perder totalmente la consciencia.

Puedes dormir tranquila Helena.