Capítulo 11

Los pensamientos son electricidad, pequeñas descargas que viajan entre nuestras neuronas a toda velocidad, siguiendo rutas pergeñadas por nuestra experiencia y nuestra intuición animal, a partes iguales.

Unos circuitos obedecen a nuestra voluntad y otros están predibujados en nuestra más profunda esencia. Quizá son esos los que les intentaban borrar con tratamiento de electroshock a los pobres diablos que acababan diagnosticados como peligro para la sociedad. Quizá alguno de esos circuitos estaba latente en mi cerebro desde el momento mismo en que vine a la existencia.

Y como toda corriente eléctrica, produce ondas magnéticas que algunos científicos tratan de medir, con enrevesados aparatos de gran sensibilidad, con objeto de pilotar aviones de combate con el pensamiento y cosas por el estilo. No hay nada tan maravilloso para el progreso científico y tecnológico como nuestro deseo innato de destruirnos unos a otros.

Somos la especie más peligrosa que jamás ha conocido nuestro planeta. Somos depravados por naturaleza.

Mi rayado coche se desplazaba ordenadamente por las calles, obedeciendo fielmente las instrucciones de la pantallita del GPS. Pero, en paralelo, mi pensamiento se movía por otros senderos mucho más oscuros. Senderos poco transitados, que se evitan como un parque abandonado que rodeamos en mitad de la noche al pasear por una ciudad desconocida.

Si realmente producimos ondas cerebrales, las mías se amplificaban. Era una antena. Una antena de todas las vibraciones viles, que estaban en perfecta sintonía con las mías. Estaba en fase con la maldad del universo, en fase con todo lo que el ser humano esconde y reeduca para vivir en un estado de fingida seguridad. Mi radar estaba resintonizado con el caos, la entropía, la única y auténtica realidad que nos enseña la termodinámica: el caos vence al orden en todo momento.

Y el caos acababa de aparcar frente a «Fertilizantes Colmado», su tienda para todo lo relacionado con el campo. Y el billete azulado se transformaba en nitrato potásico. Y las ondas se amplificaban. Cada vez más.

Vuelta al coche, orden en la carretera, caos en los senderos del laberinto. Nuevo establecimiento, y un paquete de polvo amarillento entraba esta vez en mi coche. Dos de tres. No había querido comprar todos los ingredientes en un sólo lugar. Sería como llevar una camiseta fosforito con «Os voy a volar a todos, mamones» grabado en el pecho.

Tercera parada, el hipermercado, tiempo de renovar la despensa. Yogures, pan y leche. Y carbón vegetal, de oferta, la temporada de barbacoas debía andar floja con tanta lluvia.

Tres en raya. Hora de cocinar.

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De vuelta en mi apartamento observaba mi rudimentario «laboratorio». Mantel de plástico sobre el suelo del pasillo. Balanza de la cocina capaz de medir hasta dos kilos, con precisión más que dudosa. Tres sacos apoyados contra la pared. Varias bolsas de plástico para congelar alimentos esperando ser rellenadas con polvos de colores. Un cucharón, la pota de acero más grande que tenía, un rodillo y una maza. Lo que viene siendo un pasillo típico de toda la vida.

Cámara, acción.

Comencé a machacar el carbón vegetal en la pota, moviendo el mazo arriba y abajo como si de un mortero gigante se tratase. Pronto me tuve que quitar la camiseta al empezar a sudar. Quería dejarlo lo más fino posible, pero no quería utilizar el molinillo de café. Hubiera tardado una eternidad, y apreciaba mucho mi molinillo para dejarlo lleno de hollín. Listo. Carbón a una bolsita. Ziiiiip.

Repetición del proceso, con el nitrato, luego con el azufre. Más sencillo, pues ya venían en un granulado bastante fino. Ziiiip. Ziiiiip. Todo cerradito. Hora de hervir un poco de agua.

Me había transformado en una bruja, estábamos en los tiempos medievales, y mi caldero humeante me pedía ingredientes. Hora del aquelarre. El nitrato en el agua se deshacía, luego le acompañaba el azufre y por último el carbón. Se mezclaban entre burbujitas, y valoré la posibilidad de añadir sangre de doncella virtuosa u oreja de murciélago. A lo mejor entonces salía dinamita. Vete tú a saber.

Remover. El blanco, el amarillo y el negro se mezclaban como acuarelas de colores en un lienzo. La mezcla pastosa se depositaba en el fondo, y el resultado final tenía ese color gris oscuro con pequeñísimas motitas blancas que todos hemos visto de niños al partir un petardo para descubrir qué misteriosa sustancia llevan dentro.

Según mis notas, un cuarto de kilo de pólvora debería ser suficiente para generar una explosión de dimensiones considerables. Fabricaría bastante más, para hacer algún experimento previo, había que probar el producto. En todo caso, los contenidos de aquellos tres sacos enormes podían volar fácilmente un edificio, pero quería algo más selectivo. Con un radio de acción de unos cuantos metros sería suficiente.

Adiós al agua, hora de rascar el húmedo precipitado del fondo con el cucharón, para mandarlo a parar dentro de nuevas bolsas de plástico, donde fue prensado con un rodillo para retirar la humedad. Listos. Pólvora ligeramente humedecida, pero no chorreante. La naturaleza haría el resto, mientras yo dormía. Dejé el polvo esparcido de nuevo sobre el mantel de plástico, y lo arrastré escrupulosamente hasta la terraza, en la que el sol me secaba la ropa por las mañanas.

Pero al amanecer siguiente no secaría solo camisas y pantalones.