Capítulo 17

Un nuevo día, una nueva aventura.

Pequeñas manchas de sangre sobre la funda de la almohada revelaban que los puntos de la barbilla no se estaban curando tan rápido como deberían. ¿O quizá me sangraban las encías aún? Escupí en un cleenex. Todo limpio. Qué más daba de dónde hubiera salido la sangre. Ya no había más.

Tras arrastrarme desde la cama hasta la cocina, ingerí un par de pastillas de ibuprofeno, bebiendo leche directamente del brik. Me dolía hasta el alma, si es que me quedaba algo de ella intacto. No podía evitar dejar de pasar la lengua por el filo de mi incisivo roto, cortándome, parando, y volviendo a hacerlo inconscientemente. Un nuevo pasatiempo.

Me obligué a desayunar algo. No tenía nada de hambre, pero necesitaba alimentarme. Queso, jamón york, cereales. Una manzana. Me daban ganas de vomitar mientras masticaba, pero no me lo podía permitir. No en el día que pensaba liquidar a Molina. Ese tipo era como una montaña.

Me imaginaba el interior de mi estómago, amasando los alimentos, descomponiéndolos en vitaminas, proteínas y azúcares. Distribuyéndolos a través de mi flujo sanguíneo, avituallando mis órganos. Combustible para un tren desvencijado que se negaba a detenerse.

Tras una ducha, y sin afeitarme para evitar rozar la barbilla con la cuchilla, ya estaba vestido y bien limpito. La incipiente barba cubría la cicatriz y en el espejo mi imagen parecía hasta normal, si no fuera por la banda que me sujetaba el brazo. Era un engorro, pero me desharía de ella para mis tareas noctívagas.

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La oficina estaba en plena ebullición, cada uno en su lugar, levantando el país. Como debe ser.

Nadie parecía recordar ya el funeral del día anterior, con la carga acumulada de la jornada precedente. Era como cuando te coges un día libre, y al siguiente te encuentras con tres amarillentos post-it en la mesa, recordándote todo lo que tenías que haber hecho el día que faltaste. Tú cógete un día, que a la vuelta ya trabajarás doble. Así funcionaban las cosas.

Que aversión sentía hacia aquel lugar. ¿Cómo podía haber trabajado allí durante años sin percatarme de que estaba tirando mi vida al retrete? Tenía ahorros de sobra, lo dejaría. Buscaría algo más interesante. Motivante. ¿Asesino a sueldo, quizá? Debería mejorar bastante mi técnica si quería tener algún hueso sano en ese oficio. Me reí entre dientes.

¿Cuánto habría podido embolsar por ejecutar a un tipo como Aguirre?

Ya casi había llegado a mi despacho. Extrañamente, Iván no estaba en el suyo, y eso que siempre me ganaba en llegar a la oficina. Solía aparecer por allí diez minutos antes de la hora, encendía el messenger en el ordenador y se iba corriendo a por un café bien cargado.

No quise mirar hacia el lado opuesto, para no ver a Helena. Esa zona de la oficina procuraba no pisarla en la medida de lo posible. A veces hasta cerraba los ojos al pasar cerca de su puerta. Y me sobrepasaba igual.

Al poco rato Olivia, que era lo más parecido a una secretaria de alto standing, pero con un puesto que tenía un nombre mucho más rimbombante, me hizo saber que me esperaban en recursos humanos. Formidable. A saber qué mierda de encuesta o nuevo plan fulgurante habían ideado esos lumbreras.

Sorbiendo el petróleo ardiente de la máquina, que suponíamos todos que era café, piqué y entré al despacho de Arzuaga.

«Buenos días, Cris» dijo, repantingado en el sillón de su despacho. Cerré la puerta y me senté frente a su mesa. Era un hombrecillo calvo, con un mostacho pequeño, de dictadorzuelo, el típico vago lameculos que siempre dice lo que quieres oír, para luego clavarte un puñal por la espalda.

«Buenas Arzuaga, ¿cómo va eso?» contesté, sin mucho ánimo.

«No va mal. ¿Qué tal ese brazo?» su cejas arqueadas y la mirada escudriñando mi brazo plegado.

Mejor que los dientes y el estómago, gracias.

«No va mal, ya siento los dedos y todo» dije.

«Mira Cris, siento pillarte en mal momento, pero voy al grano». Como no. «Tenemos que cubrir la vacante de Aguirre, y dado que no hay tiempo para un proceso selectivo en condiciones, me temo que tendrás que hacerte cargo de sus clientes durante un tiempo, mientras vamos organizando los perfiles que recibimos, ya sabes» las tripas se me encendían en llamas.

«Claro. No hay problema. Cojo lo de Aguirre, de lo cual, por cierto, no tengo ni puta idea, y dejo todo lo mío en el aire. ¿Es eso? No, mejor, cojo lo de Aguirre, y sigo haciendo lo mío, ¿es esa la idea?» pensaba en voz alta.

«Coño Cris, no te lo tomes así, tienes que entender que una cosa así no la podemos solucionar de un día para otro, que estos temas llevan tiempo y…».

«Pues prueba a sacarte el dedo del culo de vez en cuando. No me parece tan complicado elegir uno de los cientos de currículum que os llegan todas las semanas, no sé, ¿qué opinas?».

«Hostia, ¿qué te pasa?, ya lo has hecho alguna otra vez y no te ha ido tan mal, mira Cris una mano lava la otra, voy a imaginar que no he oído lo que has dicho, ¿vale? piensa bien otra vez tu respuesta».

«Tienes razón, Arzuaga. Creo que no me explicado con claridad. Lo que en realidad estaba diciendo es… que me chupes los huevos».

¿Quién había dicho eso? ¿Yo? Parece ser que ya no sólo hago locuras, también las enuncio. Sonreí.

Saboreé su gesto de incredulidad, y mientras procesaba el mensaje y se levantaba del sillón como un ciclón, yo ya estaba fuera del despacho, avanzando rápido y sin mirar a los lados, entre mis compañeros. Escuchaba las voces de Arzuaga atronando la oficina, pero no prestaba ninguna atención a lo que decía. Iván estaba contemplando la escena en la distancia, muy serio. Excesivamente serio.

No. No era eso. Ni siquiera miraba hacia nosotros. Le escudriñé con la mirada, sin dejar de caminar. ¿Qué coño le pasaba? ¿De dónde venía? ¿Qué le preocupaba tanto como para perderse el espectáculo del día?

PAF. Hay que recordar mirar de vez en cuando hacia delante.

Había chocado de frente con una chica de la oficina. Qué suerte, al menos por una vez esta semana pegaba en blando. Tendría treinta y pocos, y estaba dotada con un buen doble airbag delantero.

Vaya. No sólo eso, tenía el equipamiento de lujo completo. A menos de un palmo de mí, su melena castaña caía ondulada en cascada sobre sus hombros, envolviendo un semblante algo fiero, de facciones endurecidas, tan solo edulcoradas por unos penetrantes ojos color miel. Llevaba un suéter de pico, verde claro, y unos vaqueros que se ajustaban a sus torneadas piernas como las mallas de una bailarina. Botas no muy limpias, con algo de tacón. La chupa gastada de piel marrón, abierta, y expresión de pocos amigos.

No. No era una compañera de oficina.

«¿Y quién eres tú, monada?» pregunté. Con la racha que llevaba, ya total qué más daba. De perdidos al río.

«Estrada, homicidios» respondió.