Capítulo 10
La cosa marchaba muy bien, aún quedaban un par de asuntos, pero nada que pudiera ser tan urgente como para no irme a la hora, o turbar mi programa de actividades nocturnas. Me tomé otra dosis doble de analgésicos para acallar la cicatriz del costado. Mezclando ibuprofeno y codeína. Ya empezaban a saberme bien y todo.
La mañana transcurría tranquila y hacía calorcito. Las imágenes del ordenador eran nítidas, mas las cifras comenzaban a bailar con las letras, formando torbellinos de colores con las gráficas de barras y sectores, que flotaban, y el dolorcillo de los abdominales se difuminaba en un mundo lejano en el que una voz angelical repetía mi nombre para que entrase al cielo, que era una luz azulada y suave, con estrellas verdes y refulgentes que…
«¡Cris!». Dos esmeraldas gritaban mi nombre.
Mi frente rebotó sobre la pila de informes en los que me había quedado dormido. Acojonante. Algo iba jodidamente mal en mi cabeza estos días.
«Rehostia, que susto» me quejé.
«Madre mía creía que estabas muerto» dijo Helena, con cara de asombro.
Quizá sí, ¿no estoy en el cielo ahora con un ángel?
«Releche» volví a aducir, inteligentemente. Helena llevaba un traje pantalón que se amoldaba maravillosamente a sus piernas y hacía que mi mirada se moviese arriba y abajo como en un partido de tenis de la tele.
«Vaya ojeras que tienes, no me extraña que te quedes dormido» dijo.
«No, no. Estaba meditando. Es una técnica compleja, de concentración profunda, un rollo oriental, años de entrenamiento, al alcance de unos pocos elegidos».
Helena no daba crédito. Me miraba como si estuviese desequilibrado.
«Sí, yo también me quedaría dormida algunos días, la verdad, pero no a la una de la tarde».
«Vale. Aceptamos barco. Me dormí».
«Deberías estar en casa. Iván me ha contado lo de los puntos y el IKEA».
Genial. Ahora ya sí que cree que soy gilipollas perdido.
«Sí, esos muebles los carga el diablo, ya sabes».
No sé quien hablaba, pero no era yo. Normalmente todo lo que podía aducir cuando la tenía delante eran frases más simples, como «sí», «no» y «…». Sobre todo «…». Creo que desde aquella primera semana en que llegó, en la que hablamos bastante, era la conversación más larga que habíamos tenido en la que yo había utilizado verbos en mis frases. Luego secuestró mi cerebro para siempre.
«Y qué poderosa razón te ha llevado a turbar mi meditación» le dije.
«Al parecer habrá una reunión a última hora. Debe ser importante, estamos convocados todos los miembros de personal, sin excepción».
Cojonudo. Una reunión a última hora. No podía ser después de comer, ni al día siguiente. Tenían que tocarnos los huevos a las seis.
«Ah, vale. Genial, gracias por el aviso, aunque te agradecería más que no me lo hubieras contado, para escaquearme con la conciencia tranquila».
«Tú mismo, no soy una chivata, pero creo que se iba a notar que no estás. Otra vez». Dijo mientras salía por la puerta. No dejé de percibir la acusación en su voz.
«Eh, que estoy gravemente herido. Dame un poco de cancha ¿no?». Ni puto caso. Lo habitual.
Es increíble lo perjudicado que me quedaba después de verla. Y casi no recordaba lo requetejodido que terminaba después de hablar con ella. Al verla irse no podía dejar de preguntarme como hay gente que no cree en la existencia de Dios. ¿Quién, sino, podía haber tallado semejante trasero?
No podía dejar de preguntarme qué es lo que sus ojos veían al mirarme. Aunque no nos conociéramos en realidad. Saber qué impresión le había dado la primera vez que me vio. Si tan siquiera se acordaba de ese día, cuando la acompañé hasta la oficina, enseñándole dónde estaba la fotocopiadora, o el fax.
Porque en mi mente cada conversación, por banal que fuera, había quedado grabada e indeleble. Cada momento, al empezar la mañana, en que la veía en la sala de reuniones brevemente mientras estudiábamos el tablón de anuncios o recogíamos papeleo de las mesas de fuera. Todas aquellas mañanas en las que me era imposible evitar lanzar un par de miradas en su dirección, pero ella jamás parecía darse cuenta de que tan siquiera estaba allí, entre toda aquella gente.
Quería preguntarle si alguna vez se acordaba de mí cuando no estábamos en la oficina. O si en algún universo paralelo, en el que ella no tuviese cien tíos haciendo cola a los pies de su cama, se hubiera planteado tomar una cerveza después del trabajo conmigo.
Pero las criaturas celestiales nunca están solas. Somos los seres del inframundo los abocados a la soledad, la ansiedad y la falsa esperanza. Y ¿por qué matar la esperanza tratando de conocerla mejor? Estaba claro que ella no tenía necesidad de más amigos. Y yo no quería ser su amigo. No necesitaba amistades con largas piernas, ni mirada felina.
Stop. Basta de divagar.
Una cosa era cierta, antes de quedarme dormido había liquidado todas mis obligaciones más urgentes. Solo tenía que avanzar un poco más e irme de compras.
Pero antes había que acudir a aquella apresurada reunión sorpresa de última hora. Mientras revisaba la documentación enviada por varias de nuestras empresas cliente, algo en mi interior predecía el futuro.
Y entonces lo vi claro. Ya sabía de qué iba a tratar la reunión.
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Los gestos de consternación entre el personal eran evidentes.
Estábamos hacinados en torno a los puestos de la zona central de nuestra espaciosa planta del rascacielos, la mayoría de nosotros de pie con la vista clavada en el director general, que mantenía el gesto aún desencajado tras dar la noticia. Habían llamado incluso a todo el personal secundario de las sucursales periféricas.
Y todos estábamos en silencio.
A casi nadie le caía bien Aguirre, pero los hechos eran lo bastante escalofriantes para que incluso los más alejados de sus posturas se sintiesen sobrecogidos por la noticia. Algunas lágrimas corrían por las mejillas de los más emocionalmente delicados. Parte de su «círculo» de confianza se había sentado en torno a los sofás de la zona de recepción, sin decir palabra.
Pocas veces tantas personas habían estado juntas en aquella enorme sala, que se hacía de pronto pequeña con la tensión y los interrogantes en el aire.
Oficialmente, el hermano del fallecido llevaba sin poder contactar con Aguirre desde el fin de semana. Tras varias llamadas sin respuesta, se había acercado finalmente en la tarde del lunes desde la ciudad cercana en que residía, a una hora de coche, para comprobar que todo iba bien. Pero no iba bien. Ni siquiera regular.
Los detalles eran secreto policial, pero todo apuntaba a un robo que había terminado en tragedia. El ladrón o ladrones habían entrado en casa del fallecido durante la noche del viernes y habían agredido brutalmente al bueno de Aguirre.
Me pregunté si le estaría llegando un mensaje urgente en el monitor LCD de su ataúd para que pasase a justificar sus faltas de asistencia al trabajo. Quizá fuera necesario resucitarle para que terminase alguna gestión, o nos tocase un poco más los cojones. Nunca hay que subestimar a recursos humanos.
Mantuve el gesto serio. Como tantos otros. No me resultó difícil en un ambiente en que la tensión se cortaba con un cuchillo. Con un cuchillo, qué chispa. No era el único con el mismo semblante. Y una actuación teatral y exagerada no era lo mío, ni falta que hacía.
Al parecer eso era todo. Qué detalle tan humano por parte de la dirección, comunicárnoslo a todos como la gran familia que éramos. Una gran comunidad, en la que despedían a padres de familia todos los días, y la gente se puteaba por subir un miniescalón de la gran pirámide, pero muy unidos por la pérdida de uno de los nuestros.
Me pregunto si nos hubiesen reunido si hubiesen despedido a Aguirre la semana anterior. Apuesto a que no hubiera merecido ni un comunicado interno. Pero había que lavar la imagen. Todos éramos uno. Estábamos dolidos en nuestra profunda humanidad. Y el día siguiente se decretaba de luto.
Iba a tener que liquidar más compañeros. A ver si así hacíamos puente de vez en cuando.
Se nos informó de la hora del servicio fúnebre, y se dijeron unas breves palabras recordando la gran persona que era y la inusitada tragedia que significaba, y el reto que supondría para nosotros, como compañeros, superar juntos aquel trance.
Había que joderse. Espero que si un día me matan a mí, no me usen como ejemplo para la superación colectiva, estos hijos de la gran puta.
Iván estaba a mi lado, perplejo. Veía como me miraba de vez en cuando, mientras el director leía, con tono adusto, su cuidadoso discurso. Le puse la mano en el hombro, aparentando cierto pesar. La reunión se había acabado.
«Increíble». Repetía una y otra vez.
«Ya ves. Al final mira como fue a acabar el muy cerdo». Le dije. No era secreto para él que Aguirre no se llevaba bien con mi departamento. Ni con el suyo tampoco.
«Joder, pero es muy fuerte macho, ni siquiera él merecía algo así, es increíble, joder, joder». Se repetía como la morcilla.
«Ya, la verdad es que sí, la realidad supera la ficción. A ver mañana si el periódico explica algo más, porque la historia es bastante extraña» disimulé.
«Y tanto. Pero no es la primera vez que pasa este año. Esas bandas del este son muy chungas, siempre atacan en chalés. Yo por eso prefiero un piso, quita pa’llá esas urbanizaciones en las afueras, luego mira lo que pasa, es lo que tiene este país, que no dejamos entrar más que a delincuentes, los que no quieren en otras partes, hala, todos para acá…», Iván seguía, como una carraca.
Le dejé seguir despotricando. Era increíble como se lo guisaba y se lo comía él solito, y hasta se enfadaba dando su historia por cierta. Ojalá el resto hicieran igual, desde luego a mí no se me había ocurrido pensar en bandas del este ni por asomo, mientras estaba allí con el gorro de baño encasquetado en la cabeza.
«… pues ya nos vemos mañana allí a las once» terminaba, por fin.
«Perdona, ¿dónde, qué?», había perdido el hilo de su perorata.
«En el funeral, joder».
«Yo no voy. Me duele el estómago, y aprovecharé para descansar» dije.
«Bueno, tú mismo. Ser políticamente correcto nunca fue lo tuyo de todos modos. Yo iré de todas maneras, no sé, creo que me sentiré peor si no voy» dijo.
«Cómo quieras, pero seguro que muchos de los que están aquí tan apenados, al final no aparecen. Ya me contarás» dije.
«Venga cuida ese estómago tuyo, y hazme un favor».
«Qué».
«No montes más muebles esta semana ¿vale?».
«Nada de muebles» prometí.
Solo explosivos.