Capítulo 15
Paquetes de cartón, pequeñitos y grandes.
Paquetes de cartón con mucha pólvora, bien comprimida, en el interior.
Helena.
Mechas.
Había fabricado mechas largas con cinta adhesiva y pólvora. Me había estudiado bien los apuntes que tomé en el cyber, aunque me suponía un esfuerzo titánico centrarme en lo que leía. Me costaba concentrarme en cualquier cosa. Las primeras mechas habían sido un desastre, los largos trozos de cinta adhesiva extendidos sobre el suelo se rizaban sobre sí mismos continuamente, antes de poder distribuir la pólvora convenientemente sobre ellos. Luego la técnica se fue perfeccionando, a base de tiempo y esfuerzo.
Helena.
Mechas. Paquetes de cartón. Mi afligido brazo derecho no ayudaba demasiado, sujeto en el cabestrillo.
Helena.
Vale. Sí Helena. Ok. Helena. Helena. Helena.
Pero ahora toca bombas, sigue, no pienses.
Las tiras de adhesivo, impregnadas en pólvora y dobladas sobre sí mismas, al fin cedían, formando canutillos perfectos ante mí. No tenía ni idea de la velocidad a la que arderían, pero esta tarde me reservaba una pequeña fiesta a la valenciana. Para jugar con petardos de los gordos.
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El bosque era el lugar perfecto para estas cosas, y las tinieblas, una vez más, mis mejores aliadas. Cuarenta y cinco minutos de trayecto siguiendo rigurosamente la señalización de tráfico hasta el más mínimo detalle. No era un buen momento para que me parase la policía por saltarme un stop.
No con más de un kilo de explosivos en el maletero.
Una vez fuera de la zona urbana, cerca de la tupida arboleda, machaqué a conciencia la aleta delantera, que ya tenía rayada, contra un muro de piedra bajito, que hacía las veces de guardaraíl. Son los pequeños detalles, como joder tu coche contra unas piedras, los que te hacen mejor. Y respaldan tus mentiras.
El primer paquete se quemó de mala manera, chisporroteando lentamente, más que explotar. Era pequeño, menos de cincuenta gramos de pólvora en el interior. Débilmente sellado, el cartón se rajaba en lugar de mantener la presión lo suficiente para que toda la pólvora explosionase al unísono.
Mayor compactación, mayor refuerzo del envoltorio exterior. Cinta aislante, bien apretada. Aquello ya sonaba como un fortísimo petardo. Me preguntaba si se oiría desde el paseo donde había dejado el coche. Me había adentrado un buen cacho en la espesura, donde la maleza ya no está segada y los paseantes nunca se acercan, ni siquiera durante el día.
Hora de hacer un intento de los buenos. Un paquete de unos ciento cincuenta gramos. Compacté con la cinta adhesiva el envoltorio de cartón, robustamente. La pólvora estaba en el interior, dura como una piedra, y la mecha más larga que había confeccionado, lista para encenderse. Aunque era larga, ardía demasiado rápido, y ciertamente no tenía ni idea del bombazo que iba a pegar aquel invento.
Lo último que quería era aparecer al día siguiente quemado como Freddy Krueger por la oficina. Me alejé tanto como la mecha me permitía, y tras encenderla corrí un buen cacho y me giré con las manos tapándome los oídos y la mirada puesta en el tubo de cartón que había dejado atrás.
Un segundo. Dos. Aquello no estallaba, algo iba mal, me puse de pie.
BUUUUUUMMMMMM.
Percibí la onda de choque contra el cuerpo. No me movió del sitio, pero la sentí. Y me retumbaban los oídos. La deflagración había sido espectacular en el negro de la noche. Durante un instante el bosque se iluminó como si un rayo hubiera caído en un árbol, aún oía hojas desprendiéndose de las copas cercanas, ondeando suavemente hasta el suelo, en un melancólico plañido otoñal. Notaba las retinas quemadas, del mismo modo que se sienten después de mirar al sol o a una bombilla fijamente.
Viva China.
Hora de largarse. Dudaba que hubiese sido como para que viniese la guardia civil, pero no lo iba a comprobar. Recogí las mechas y el resto de mis juguetes. Tras ver aquello ya no me sentía tan tranquilo sabiendo lo que podía hacer lo que me quedaba en el maletero. Aquello era capaz de volar un coche y un autobús entero.
Sin dejar de hacer un solo ceda el paso, ni de poner un solo intermitente, mi coche recién abollado descansaba ya en el garaje tras desandar el camino, con los explosivos listos en el maletero. No sería necesario pasearlos de nuevo hasta casa, todo había quedado preparado y bien empaquetado.
No cogería el ascensor. Como un malabarista de los mandos a distancia, el doble pitido del cierre centralizado del coche al presionar la llave fue seguido del crujido inicial del portón del garaje al abrirse de nuevo, mientras daba zancadas ascendiendo la rampa de entrada.
Entre billetes, tarjetas de crédito y tickets de compra, tenía que estar el dichoso papelito. Algún día tendría que sentarme un rato a tirar notas y recibos inútiles acumulados durante eones en mi cartera. Al fin. Ahí estaba, pegado a un calendario de bolsillo del año anterior. Mi bono ticket del cyber, listo para abrirme las compuertas del anonimato en el ciberespacio.
Era tarde, pasada la medianoche. Y no me iría a casa aún.