Capítulo 19
Procuré pasar la tarde en relativa calma. Mi cuerpo era un templo. Yo era un monje shaolin. Tenía que estar a tope para esa noche, tenía que liquidar a Molina sin contemplaciones. Necesitaba estar al cien por cien.
Y por eso me tomé varias cervezas, fumé unos pitillos, y comí una telepizza familiar entera, con corteza y todo.
No hay que creer lo que dicen los médicos. Nada como el alcohol y las pastillas para entrar en un estado Zen de concentración. Era sobrenatural lo bien que me sentía, incluso movía el brazo casi con normalidad, aunque hubo un rato en que no sabía cuántos dedos tenía.
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Guantes.
Serían suficientes esta vez, dado que el escenario de mi próximo crimen iba a volar en pedazos. Ya los llevaba puestos, al volante de mi coche, rayado. Abollado. Cargadito de pólvora y con muy mala hostia. En el mp3 sonaban AC/DC haciendo retumbar los cristales en el crepúsculo de la noche, «Highway to Hell» era un tema apropiado.
Bien podía ser donde acabase esta noche, danzando con Satán en el infierno, que seguramente sería una habitación llena de televisores llenos de vídeos de Helena ignorándome durante toda la eternidad. Y sin cerveza ni paracetamol.
Bajé del coche, cerca de la suntuosa mansión de Molina. El plan era tan simple que tenía que funcionar. No iba a poder entrar allí así como así. Los chicos de Prosegur aparecerían en un abrir y cerrar de ojos.
Y mi plan original de volarle el chiringuito sin más ya no servía. Ahora que él iba a por Helena, tenía que suprimirle de la ecuación. El asunto iba a ser íntimo y personal. Muy personal.
Sin moros en la costa.
Llevaba la bomba de pólvora, más de un kilo, en una bolsa de supermercado. No tenía que preocuparme demasiado por su sistema de seguridad.
Él me abriría la puerta.
Ding-Dong
Ding-Dong, Ding-Dong
¡Diiiing-Doooong!
Mi guante en el timbre, sin pausa. Era el momento. Todo o nada. Como jugárselo todo al 13 en la ruleta. O un órdago a la grande. «All-in» en póquer. A bloque.
Sus cerca de dos metros y ciento y pico kilos de humanidad me contemplaban, henchidos de cólera. Primero, por picar de esa manera a esas horas, y segundo y más importante, porque reconocía al hijo puta que le había hecho correr tras su coche hacía un par de días.
La duda mata.
Sus dudas, no las mías.
Cuando te enfrentas a un tipo que te quiere aplastar la mollera de un puñetazo, y puede ahogarte con un brazo sin despeinarse, no hay que ponerse a hacer kung-fu, ni pegarle en los huevos, y mucho menos entrar en un combate cuerpo a cuerpo.
Solo hay que sacarle los ojos.
Supongo que fue en el instante en que me reconocía cuando con toda la rapidez del mundo lancé mi mano contra su cara, los dedos rígidos directos a los ojos, como un ninja de pacotilla, jugando lo más sucio posible.
Noté como sus globos oculares, blanditos, cedían bajo mis uñas. No va más. La banca pierde. Molina se llevaba las manos a la cara, agachándose, gritando de dolor. Esperaba ver un ojo colgando, pero no había sido tan efectivo. Daba igual, ya se los sacaría más tarde. Ahora era mío.
Pégame a mí como la pegaste a ella ahora, hijo de puta.
Pateé su cara con mi pierna izquierda, reculó hacia adentro y cerré la puerta. Me agaché y le lancé un gancho de derecha apuntándole al cuello. No quería matarle rápido, pero tampoco me la podía jugar. Su tráquea crujió bajo el puño, se ahogaba y retiró las manos de los ojos para llevárselas a la garganta. La vida es cuestión de prioridades. Respirar, al parecer, era más importante que ver.
Estaba de rodillas, sus ojos entrecerrados, un hilo de sangre caía de su lacrimal izquierdo. Los sonidos guturales del aire circulando con dificultad en su garganta eran la señal de la victoria. Respiraba tan mal que perdía la conciencia mientras se sujetaba la garganta, a mis pies.
Casi me fastidiaba lo rápido que le había dejado fuera de combate. Inhalaba de un modo muy raro, pero continuaba respirando por la boca, junto a mis pies. Aún le quedaba algo de fuelle. Sólo tenía que ponerle la pólvora encima y prender la mecha, pero antes quería hablar con él. Saqué la cinta de embalar de mi bolsillo, no quería sorpresas cuando despertase.
Y para no querer sorpresas, me llevé una de infarto.
En un cuarto de segundo me encontré tendido en el suelo, con mi cara contra el barniz, al lado de la de Molina.
Tan cerca, que le podía oler el aliento.
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No podía haberlo hecho peor. No se podía ser más subnormal. Había llegado mi hora. El abismo me miraba a mí esta vez.
Que puñetero, el abismo. La entropía y eso.
Mientras lo que debía ser una rodilla me aplastaba contra el suelo, y una mano viraba mi maltrecho brazo en un ángulo poco habitual, tras mi espalda, comencé a valorar lo bien que lo había pasado los últimos días.
Entretanto, oía la voz de un tipo con acento ruso que llamaba a Molina y le golpeaba en la cara para reanimarle, sin dejar de clavarme los pulmones contra el suelo. Estaba a punto de atravesarme la caja torácica con su rótula, y aún así valoré la situación y decidí que había valido casi la pena.
Y el único «casi» es que probablemente Molina iba a sobrevivir después de todo, y mataría a Helena.
Y antes me matarían a mí. Vida en estado puro.
¿Cómo había sido tan totalmente gilipollas de no comprobar antes si Molina estaba solo? ¿Por qué no había hecho un seguimiento más concienzudo de aquel tipo, con más calma?
Porque iba a matar a Helena pasado mañana.
Bueno, no era una mala razón. Pero ¿qué bien le haría yo muerto? ¿Por qué no miré antes por la ventana?…
Qué más daba. A lo hecho pecho. Berberecho. Pásalo lo mejor que puedas mientras estos dos te muelen a hostias hasta hacerte puré. Es lo que hay.
Molina balbucía en sueños. Que suertudo. Yo me iba a enterar de todo.
Recuperé la respiración cuando al fin aquella rodilla de hierro se retiró de mi columna vertebral. Casi inmediatamente, flotaba hacia arriba y contra un espejo. Un tipo pelirrojo me tenía levantado por la solapa y mis costillas crujían contra cachitos plateados rotos que caían y reflejaban la escena desde decenas de ángulos, allá lejos, en el suelo. ¿Es que en esta casa sólo dejaban entrar a gigantes?
Sus bíceps eran del tamaño de mis piernas, y la camiseta blanca y ceñida marcaba unos pectorales que a buen seguro habían necesitado muchas horas de gimnasio para moldear. Sus largas patillas, rojizas como su pelo, se unían a un ralo bigote, pero el resto de la cara estaba perfectamente afeitada. A lo mejor era la moda, allá en Moscú.
«El espejo no tenía la culpa, además trae siete años de mala suerte, tú verás, Kasparov». Le solté al ruso con el poco aliento que me quedaba. Si le cabreaba, a lo mejor acabábamos más rápido.
«¿Quién eres, quién te envía?». Su acento soviético era digno de las películas de James Bond, las antiguas, no la mierda que hacen ahora.
«Soy testigo de Jehová, quiero ser vuestro amigo, y ofreceros información sobre nosotros y nuestras creencias…».
Su mano aferrando mis pelotas fue el matiz que me hizo replantearme la estrategia.
«Vale, no nos pongamos íntimos, al menos una copa antes, ¿no?, ¿tovarisch?» dije.
Milagrosamente, me soltó, y mis pies tocaron el suelo. Valoré la posibilidad de hacer la jugada ninja de los ojos otra vez, pero ya no había factor sorpresa. Seguramente me cogería la mano en el aire y me troncharía los dedos.
«Tienes muchos cojones para venir aquí solo. Si te envían los colombianos han tirado el dinero. Les devolveremos tu cabeza en una caja con un lazo. Pero antes, nos vas a contar qué es lo que quieren» dijo.
¿Colombianos?
¿Cabeza en una caja?
¿Contar lo que sepa?
Mientras iba recuperando la circulación y las pulsaciones, «Kasparov» me trasladó en volandas como a un teleñeco hasta la cocina, y me amarró a una silla con la cinta de embalar, dejando mis manos ligadas a ambos lados en las patas de la silla. Cogió mi cartera y echó un buen vistazo a mi DNI. Otra cagada, entrar allí con la tarjeta de presentación. Claro que también es verdad que tenía pensado dejarlo todo en llamas o no volver. Qué más daba.
«Tengo fotos mejores, pero en esa no salgo del todo mal», le espeté.
«Tienes la lengua muy larga, va a ser divertido ver a Molina arrancártela de cuajo».
Pegadito a la silla con mi propia cinta de embalar, observé a Kasparov salir hacia la entrada y atender a su compinche en el suelo. Eché una rápida mirada a mi alrededor, quería encontrar un cuchillo. Lo había leído mil veces en los thrillers, siempre que a uno le atan, le dejan a mano algo puntiagudo para liberarse. Un cúter, unas tijeras, un canto afilado contra el que frotarse. Era de manual.
Nada.
Ni un miserable palillo en la mesa. Hay que joderse. Con mucho cuidadito de no hacer ruido iba forzando las muñecas contra las patas de la silla, de un lado a otro, una y otra vez. La cinta se daba un poco de sí, pero no más. Estaba pegado y bien pegado. Espléndido.
Para acabar de rematarlo, Molina iba dando signos de vida. Con lo bien que lo iba yo a pasar con él, y tenía que haber un ruso allí, tocando la pera. El mundo era injusto.
Torcí un poco la silla, para ver lo que tenía detrás. Una cocina de gas, un horno. Una pequeña encimera. Cero cuchillos. Tabaco y un mechero.
Un mechero.
Vale, la inecuación refulgía en mi mente: cuchillo > mechero >> nada.
Tenía que hacerme con el mechero. Concentré mis poderes jedi. Pensaba en el maestro Yoda, y en hacer flotar el mechero hacia mí. Pero «La Fuerza» no era lo bastante intensa en mí esta noche.
Molina se estaba incorporando. Genial. Kasparov lanzó una mirada hacia mí. Le guiñé un ojo. Volvió a atender las heridas de Molina, que al parecer respiraba bastante mejor, pero no veía muy bien. Las cuencas de sus ojos rezumaban, escarlatas.
Ahora o nunca. En cuanto Molina se pusiera de pie sería mi triste fin. Giré la silla con esmero y cogí el mechero con los dientes. Vale. Encajaba bastante bien en el hueco del incisivo. No hay mal que por bien no venga.
Ahora tenía que pasármelo a la mano derecha como fuera. Con la muñeca encintada, podía extender la palma hacia fuera, más o menos hasta la altura de mi hombro. Giré el cuello tanto como pude, sudor bajando por mi frente. Tenía el mechero colgando de mis labios en una vertical sobre la mano, había que soltarlo y agarrarlo de la que caía. Si llegaba al suelo no podría recuperarlo a tiempo.
Molina estaba ya en pie. Un ojo sellado, el otro entreabierto. Kasparov cuchicheaba algo en su oído, y luego sacaban algo del mueble de la entrada.
El mechero caía, y caía. Podía verlo casi a cámara lenta, escorándose demasiado hacia delante, demasiado hacia fuera, demasiado…
¡Contacto!
Estaba entre mi meñique y mi anular. A puntito de resbalarse, pero antes soltaría un décimo premiado del gordo de Navidad que aquel encendedor. Lo empuñé fuerte en la palma de mi mano derecha.
Molina y Kasparov venían ya hacia mí.
Con un taladro.