Introducción

Introducción

NOVIEMBRE DE 1945. EUROPA se encamina hacia el primer invierno de postguerra. Los comunistas, fuerza destacada de la resistencia contra el nazi-fascismo, forman ahora parte de gobiernos de unión nacional e impulsan la «batalla por la reconstrucción». Palmiro Togliatti y Maurice Thorez, retornados del exilio soviético, se aprestan a ser ministros en sus respectivos países.

En Toulouse, en el Midi a cuya liberación han contribuido decisivamente los guerrilleros de Unión Nacional Española, se reúne la plana mayor del Partido Comunista de España para celebrar el quincuagésimo cumpleaños de su secretaria general, Dolores Ibárruri. El fotógrafo Guillermo Zúñiga retrata a sus miembros a la luz de un frío pero soleado día otoñal. Su posicionamiento para la foto constituye toda una metáfora de la nueva distribución del poder real dentro de la organización: los iconos de la guerra civil, «Pasionaria», Líster y «Modesto», ocupan una discreta segunda fila mientras en primer plano, arrogantemente desenfadados, posan los dirigentes de la JSU: Fernando Claudín, Ignacio Gallego y un Santiago Carrillo cuyo sempiterno cigarrillo se engasta en una boquilla francesa a la moda. En el centro, como gozne generacional, Francisco Antón sonríe con aire de galán prematuramente envejecido. En los extremos, dos hombres que desconocen que acabarán esmaltando el dilatado friso de mártires del partido. Delante, a la izquierda, Eduardo Sánchez Biedma: un año después, burlando a los policías que lo custodian, se arrojará en Madrid bajo las ruedas de un convoy del Metro para no delatar a sus camaradas. Detrás, a la derecha, Julián Grimau, el último fusilado de la guerra civil cuando falte solo uno para la celebración de los XXV años de Paz.

El ambiente es exultante. «Nos sentíamos vencedores», comentará Carrillo muchos años después[*]. Vencedores de una guerra mundial que asumieron como propia en la confianza de que la derrota del Eje y la liberación de Europa acarrearían, en justicia, la de su propio país. Vencedores, sí, aunque no todos hubiesen ocupado un lugar de vanguardia en el combate. Una victoria cuyo hurto, a la postre, se imputó a los designios geoestratégicos de las grandes potencias. En un par de años, las sonrisas se congelarían por efecto de la guerra fría.

SOBRE HÉROES, VÍCTIMAS Y MISERABLES

Este libro narra una historia dura. Es una historia de lucha y fracasos, de supervivencia y persecución, de heroísmo, traiciones y derrotas. Las instituciones, como las personas, tienen memoria. Y, como toda memoria, es selectiva. Para la memoria canónica del PCE, la que cristalizó en su crónica oficial codificada a comienzos de los años sesenta del pasado siglo, en Toulouse culminó la travesía del desierto de un partido al reencuentro con su dirección histórica. En realidad, nunca estuvo huérfano de ella: lo que hubo fue una constante tensión por la primacía entre unos núcleos del interior, repetidamente desarticulados por la represión, y una cúpula dispersa por medio mundo. Fue la escenificación del drama inherente a un colectivo cuya praxis se ajustó dificultosamente a una línea trazada en la lejanía mientras procuraba esquivar, la mayor parte de las veces sin fortuna, los inmediatos y demoledores golpes policíacos.

El ámbito cronológico es el del primer franquismo (1939-1953): el período que va desde la instauración del régimen triunfante sobre las cenizas de un país destruido por la guerra civil, que contribuyó a provocar, hasta los prolegómenos de la apertura al exterior para su relativa homologación por los países occidentales en el contexto de la guerra fría. Un tiempo durante el que la brutalidad se erigió en norma y recorrió el espinazo de una sociedad española en proceso de violenta reconfiguración. Un tiempo sin concesión de cuartel al enemigo, tanto en sentido vertical —la represión estatal respondida con la lucha armada— como en horizontal, especialmente en el lado de quienes llevaban las de perder —las purgas de presuntos disidentes e infiltrados—. Por estas páginas desfilarán ejecutores y ejecutados, víctimas y verdugos: activistas que pasaron meses en detención preventiva sin juicio, sometidos a la vesania de una policía política criminal a fuer de impune, y otros que cayeron a manos de sus propios camaradas bajo la acusación, la mayor parte de las veces infundada, de traición.

Es la historia de las distintas formas de ser comunista español en el meridiano de los años cuarenta. No era lo mismo serlo en Madrid, sometido a la amenaza constante de la caída, las torturas, el juicio sin garantías y una muy probable condena a muerte o a largos años de reclusión, que en Moscú, en el marco de un socialismo campamental, sujeto a un cóctel de sensaciones encontradas en el que se entremezclaban fidelidad, gratitud y una gradación variable de frustración obligadamente silente. No era igual ser comunista en México y contemplar los acontecimientos desde la tertulia de un café del Distrito Federal que refugiarse en un chantier del Pirineo francés, rendir a una columna alemana en La Madeleine o manejar una multicopista entre las paredes toscamente insonorizadas de una nave clandestina en Carabanchel. Si durante el período luminoso que, desde el punto de vista organizativo, fue la guerra civil, la experiencia de la militancia fue relativamente homogénea e incluso gratificante, la clandestinidad y el exilio determinaron la eclosión de múltiples variantes de ser comunista, muchas de ellas abnegadas y arriesgadas, pero otras también brutales y sectarias.

Este estudio no parte, pues, de un presupuesto único. La historia de la reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo no puede ser solo ni principalmente la de su estructura organizativa, lo que en el argot se denominaba el aparato. Un análisis complejo debe ser el resultado de una visión holística y plural, que integre los aspectos superestructurales —estrategias y adecuaciones tácticas de la línea política— con los elementos que nutren de carne y sangre a la estructura organizativa partidaria: los hombres y mujeres que asumieron la tarea de reedificarlo a despecho del peligro, los dirigentes que imprimieron sus dogmas y las relaciones de poder y rivalidad, de subordinación o divergencia, que mantuvieron entre sí. Esta es la historia de los comunistas durante ese tiempo sombrío: la de los cuadros y la de los militantes de base, la de los fieles y la de los herejes, la de los esforzados y la de los burócratas, la de los héroes y la de los canallas. Parafraseando a Manuel Sacristán, si el partido era una «subjetividad objetivada», la suma de todas estas subjetividades, armonizadas o discordantes, es la que constituye el elemento central de este libro.

Uno de los principales vicios de la interpretación historiográfica del pasado, al que nos ha arrastrado la irrupción de la publicística neofranquista y la contaminante omnipresencia del tertuliano, es el anacronismo: juzgar los hechos pretéritos despejando a cero el contexto y haciendo como si las circunstancias que los rodearon fuesen semejantes a las de hoy. Cualquier análisis que olvide que el franquismo fue una dictadura totalitaria, emparentada en su origen con los fascismos, cuyas prácticas policiales y judiciales se encontraban al margen y en contra de toda homologación con las admisibles en un estado de derecho, errará en la valoración del comportamiento de los actores políticos que se opusieron a ella. El mantenimiento de una prolongada dinámica represión-lucha armada tuvo entre sus correlatos la rudeza con la que la organización clandestina procedió a resolver sus problemas internos, efecto inseparable de las condiciones de acoso y persecución a que se vio sometida. El paso a un nivel de lucha de masas hizo que quedaran superados los métodos criminales de supresión de la disidencia. Algunos veteranos de aquel tiempo invocaron su necesidad in extremis para la garantía de la supervivencia del partido. Los resultados, como se verá, fueron discutibles: muchas de las decisiones tomadas en nombre de la «vigilancia revolucionaria» fueron ineficaces, contraproducentes y extremadamente costosas desde el punto de vista colectivo. No así, ciertamente, desde la perspectiva de la promoción de algunos de sus impulsores.

ENTRE EL COMBATE IDEOLÓGICO Y EL CONOCIMIENTO HISTÓRICO

La historia de la reconstrucción del PCE en la primera clandestinidad ha sido contada durante mucho tiempo desde dos ámbitos principales: el autobiográfico y el basado en las fuentes secundarias. Respecto al primero, cito en la bibliografía una selección de las memorias y testimonios orales que he empleado en este trabajo. Como toda construcción personal, la gran mayoría están tejidos con la amargura del vencido y el voluntarismo del activista, y entre sus ingredientes no faltan dosis variables de autojustificación, melancolía y ajustes de cuentas con el adversario, tanto ajeno como propio de la organización. Ninguna relectura del pasado, ni siquiera la autocrítica, escapa a la tentación de cohonestar las posiciones del presente. Máxime cuando la derrota fue tan perdurable, la esperanza tan alambicada y la cosecha de caídos en el camino tan ubérrima.

La democracia tiene una deuda no reparada con aquellos que tuvieron la osadía de arriesgar la libertad y la vida en la lucha contra la dictadura. Pero esa deuda es mayor hacia los que no se resignaron a permanecer pasivos cuando más implacable se mostraba el régimen contra sus adversarios. Muchos de ellos perecieron, otros lograron sobrevivir y algunos vieron cómo los virajes de la línea política o las luchas intestinas les apeaban del tren de la Historia. Como en todo drama, tampoco faltaron los que ejercieron el papel de traidores. A varios de ellos se les desenmascara definitivamente en este libro.

En el terreno de las fuentes secundarias, una parcela no deleznable —en lo que se refiere a cantidad, no en cuanto a calidad— fue la integrada por la literatura de combate franquista. Sus autores impulsaron la divulgación de una visión sesgada de la historia como arma en el combate contra la subversión, atrincherados en el confortable acomodo de los escalafones técnicos y policiales del aparato administrativo de la dictadura. Entre los miembros de esta Brigada Político-Social de las letras destacó Eduardo Comín Colomer, experto de referencia sobre el PCE gracias a su puesto de secretario de división de la policía política y al acceso privilegiado al material incautado por la Delegación Nacional de Servicios Documentales de la Presidencia del Gobierno. El coronel de la Guardia Civil Francisco Aguado pasó por ser el máximo especialista en el maquis antes de la era moderna. Disfrutó de barra libre en los archivos de la institución fundada por el duque de Ahumada, a resultas de lo cual alumbró unos trabajos caracterizados por la ausencia de citas documentales, la petulancia pseudoliteraria y el empleo de un peculiar e intransferible sentido del humor. Ángel Ruiz Ayúcar, conmilitón del anterior, combatió al maligno desde las columnas de El Español, la trinchera oficiosa de la contrainformación del régimen frente a la expresión de la opinión pública en el extranjero, con tanto ardor como lo había hecho en las filas de la División Azul.

Los dicterios franquistas contra el enemigo interior no habrían logrado erigirse en categorías aceptables para la historiografía occidental a no ser por el afortunado concurso de los afanes de la Guerra Fría. De entre los autores que han enfocado la historia del PCE durante este período con las lentes de su entrega a los intereses soviéticos, quizás el más sólido sea David W. Pike, cuyo conocimiento de los mecanismos de los servicios de inteligencia occidentales le suministró abundante material para la demolición de la imagen de los comunistas españoles en la resistencia y la postguerra mundial en Francia, presentándolos como una fuerza cipaya sin más lealtad que la debida a la veleidosa voluntad del amo del Kremlin. Signo de los tiempos que corrían en España, la historia del PCE se hizo bajo la dictadura fuera de nuestras fronteras y con materiales secundarios. Como ocurrió con las investigaciones sobre la República y la guerra civil, se debió a hispanistas, como Guy Hermet, la elaboración de estudios que fueron considerados durante tiempo obras de cita obligada.

Dejando a un lado la hagiografía comunista, condensada en sus historias canónicas de los años sesenta, el último cuarto del siglo pasado vio la aparición de obras de divulgación debidas a la pluma de periodistas o escritores que cultivaban el género documental. Se caracterizaron por un empleo híbrido de bibliografía, testimonios y documentos, en este último caso nunca satisfactoriamente referenciados. Las obras de Joan Estruch, Gregorio Morán o Daniel Arasa marcaron una época y se erigieron en hitos de referencia. Pero, de nuevo, el insuficiente aparato crítico dificultó a toda una generación de historiadores la compulsa y la ampliación de lo relatado. En otros casos, una transferencia continua de errores, posibilitada por un exceso de citas mutuas y no contrastadas a lo largo del tiempo, hizo que pasaran por verdades incontrovertibles afirmaciones que hoy, como se verá en este estudio, resultan refutadas a la luz de la evidencia primaria relevante de época, en la acertada conceptualización del profesor Ángel Viñas.

La actual historia del PCE bajo el primer franquismo le debe mucho al laborioso trabajo de reconstrucción basado en fuentes directas llevado a cabo por historiadores como David Ginard y Carlos Fernández, por citar a dos de los más destacados en el ámbito del estudio del partido-organización y sus primeros dirigentes clandestinos, y al amplio conjunto de quienes, como Fernanda Romeu, Mercedes Yusta, Francisco Moreno, Secundino Serrano o Josep Sánchez Cervelló, han contribuido al conocimiento del movimiento guerrillero dirigido por los comunistas. Sus trabajos han sido constante fuente de consulta e inspiración para el mío.

Las voces de los protagonistas han quedado ya, en su mayor parte, apagadas por el tiempo. Pero dejaron huella en los expedientes policiales y judiciales o en los informes elevados a la dirección del partido para explicar su biografía militante. En este estudio se ha apostado decididamente por el trabajo con las fuentes primarias para reconstruir el mosaico del sujeto colectivo comunista durante aquellos años de plomo. Los documentos revelan trazos que hay que descodificar expurgando la peculiar sintaxis policíaca, la gárrula prosa de los procesos militares o la lengua de madera de la organización, códigos estereotipados que mistifican la realidad y entorpecen o falsean la comprensión de los hechos y las intenciones de los actores. Hoy no hay excusa para basarse exclusivamente en la mediación de las fuentes secundarias, en las memorias como ajustes de cuentas y en la continua referencia a bibliografías que se replican sin cesar. Los archivos son accesibles y, en concreto, el del propio PCE se muestra abierto en canal para quien quiera profundizar en su historia. El lector apreciará que, precisamente, algunos de los episodios más duros están extraídos de sus fondos. Algo que, para otras parcelas de nuestra Historia contemporánea, no son capaces de garantizar en España los archivos gestionados por la administración.

SANTIAGO CARRILLO: EN LOS INICIOS DE UN LIDERAZGO

Esta es, no en último lugar, pero también, la historia de los responsables de la dirección en aquel período, la pugna entre dos generaciones —la deslumbrada por los fulgores del Octubre soviético y la forjada en la tormenta de la guerra de España— y dos centros de poder —el exilio y el interior—. Un período en el que emerge la figura de quien sería, durante décadas, epítome y personificación del PCE: Santiago Carrillo. Su dilatada trayectoria, su contribución decisiva a la configuración de la España del presente ha hecho que el suyo sea uno de los rostros que habría que esculpir en un imaginario monte Rushmore de la transición democrática. Carrillo, de quien en 2015 se conmemora el centenario de su nacimiento, es un personaje que concita opiniones y pasiones encontradas.

Resulta delicado estudiar de forma desprejuiciada a una figura tan connotada. Los accidentes de la fisonomía real pocas veces complacen a quienes admiran o detestan a los ídolos. Cuando Stalin murió, en marzo de 1953, el PC francés encargó a Picasso un retrato para la portada del número conmemorativo de L’Humanité. El pintor, militante comunista, pretendió inspirarse en la imagen del líder soviético popularizada por el novelista Henri Barbusse: cabeza de sabio, rostro de obrero, uniforme de soldado. Pero el dibujo, ajeno al canon ortodoxo del realismo socialista, disgustó a muchos y Picasso fue objeto de acres críticas que sorteó sentenciando: «Algún día lo que me reprocharan es que haya retratado a Stalin».

Santiago Carrillo, como ha señalado Ricard Vinyes para la generación de los años treinta, protagonizó la «parte densa» del siglo XX. Otros contemporáneos se quedaron en mitos de la guerra civil, en referentes del exilio o en iconos de la lucha antifranquista. Carrillo transitó en activo todas estas etapas del corto siglo XX español. Por ello, su huella es más profunda y su valoración, controvertida. El trabajo del historiador no consiste en maquillar al modelo, sino en situarlo en su contexto. Exponerlo a la crítica de las fuentes. Revelar su historicidad.

La figura de Carrillo ha sido abordada desde todas las ópticas. Teclear su nombre en Google a día de hoy arroja 1 520 000 resultados, con infinidad de concesiones al sensacionalismo. La producción impresa, mucho más limitada en cantidad, no lo es menos en cuanto al arco de juicios respecto a su trayectoria. De un lado, se encuentran los recurrentes dicterios de Ricardo de la Cierva o la inefable entrada que le dedica el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia. De otro, la propia autopercepción del exsecretario general del PCE, renovada —podría incluso decirse, renovelada— continuamente a lo largo del tiempo y en función de las necesidades del momento, como ejemplifican sus particulares memorias.

De lo dificultoso que supone huir de ambos polos en pos de una aproximación en la que se aúnen investigación y divulgación, da idea la reciente obra del profesor Paul Preston. El historiador británico pasó revista a las múltiples facetas de un personaje cuya longevidad le llevó a vivir varias vidas políticas, todas ellas trascendentales. El resultado suscitó en la opinión pública de adscripción progresista reacciones encontradas, algunas abiertamente indignadas. Se traslucía en ellas un cierto sentimiento de desazón, como si al historificar, y no desde una perspectiva exclusivamente amable, a uno de los referentes emblemáticos de la transición democrática, se estuviese contribuyendo a la demolición del relato sobre la misma. Una angustia que, de un tiempo a esta parte, acomete cada vez más a personajes y a sectores que protagonizaron aquel proceso a medida que surgen nuevos actores políticos sin experiencia biográfica o vinculación emotiva con ese período.

Si lo que hace a la Historia diferente de la Mitología es ser un relato racional basado en evidencias, ha llegado el momento, pues disponemos de ellas, de abordar cualquier perfil biográfico, por sorprendente o incómodo que resulte. Otros no disfrutaron de la longevidad ni de la notoriedad pública, pero pagaron con creces su entrega a unas ideas y a una causa sin tener la oportunidad de que sus nombres fueran rescatados alguna vez del mundo de las sombras documentales. Este libro pretende contribuir a ambas cosas.

AGRADECIMIENTOS

Este estudio, de cuyos fallos me hago exclusivamente responsable, le debe muchos de sus aciertos a un amplio grupo de personas. Seguramente más de las que citaré a continuación, para no hacerme prolijo. Algunas de ellas son parte viva de la historia aquí narrada: Melquesidez Rodríguez Chaos, José Antonio Alonso Alcalde («Comandante Robert»), Lena del Barrio Giménez, Teresa Cordón y Rocío Hernández Damborain. Otros, como Armando López Salinas o el profesor Julio Aróstegui, nos dejaron antes de ver el resultado final. Quiero resaltar la generosidad de Jean Cabo y Francisco Abad Díaz-Tendero, que me facilitaron una documentación preciosa para reconstruir la desconocida historia de su padre y sus camaradas. La generosidad y los amables comentarios de Ángel Viñas y Paul Preston me salvaron de incurrir en más errores de los tolerables. Quiero agradecer también su aportación a la percepción de los problemas generales abordados desde una perspectiva panorámica a Sandra Souto, Francisco Erice, Juan Andrade y Sergio Gálvez.

Deseo consignar mi reconocimiento a la profesionalidad del equipo del archivo del PCE. También agradecer el aliento de Manuel Álvaro, Mirta Núñez, Julián Vadillo y demás compañeros del Consejo Ejecutivo de la Cátedra Complutense de Memoria Histórica del siglo XX, a los miembros de la Asociación de Historiadores del Presente y de la Fundación de Investigaciones Marxistas. Y a Pedro García Bilbao, a su hermano Xulio, a Clemente Herrero y los amigos de la sección de Ciencias Sociales del Ateneo de Madrid, siempre dispuestos a la tertulia y el intercambio de ideas. Agradezco en lo mucho que vale la confianza —y la paciencia— del equipo de editorial Crítica, Carmen Esteban y Claudia Bermejo.

Deseo dedicar también este libro a mi familia, mi apoyo incondicional. Sin ellos, nada de esto sería posible. A mis chicas, Almudena y Violeta. A Julián. Y a mis padres, Valentín y María Luisa. Porque siempre están ahí.

Me gustaría, en última instancia, que, al sumergirse en este texto, el lector tuviera en cuenta la atmósfera de la época. Como me dijo una vez el recordado Miguel Núñez, cada generación tiene su afán, y el de la suya, ni pretendido ni buscado, fue tener que luchar con cualquier medio contra una dictadura siniestra. Antes de emitir un juicio severo, recomendaría tener en consideración aquellos versos de Bertolt Brecht:

Vosotros, que surgiréis del marasmo

en el que nosotros nos hemos hundido,

cuando habléis de nuestras debilidades,

pensad también en los tiempos sombríos

de los que os habéis escapado…

desgraciadamente, nosotros,

que queríamos preparar el camino para la amabilidad

no pudimos ser amables.

Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos

en que el hombre sea amigo del hombre,

pensad en nosotros

con indulgencia.