4. El interior

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El interior

MIENTRAS LAS DIRECCIONES ERRANTES buscaban asentamiento, dirimían sus pugnas internas o cohonestaban el aplastamiento del enemigo número uno de Stalin, ¿cuál era el verdadero peso en el interior del país del partido que había llegado a ser casi hegemónico durante la guerra civil? En Madrid, el trabajo clandestino de los comunistas empezó en medio del aturdimiento provocado por el golpe de Casado. La primera misión fue sacar de Madrid a los activistas comprometidos, tanto del PC como de la Juventud. En algunos casos, los metieron en ambulancias, camuflados como enfermeros, y los enviaron para Valencia.

En Levante se procedió a la reorganización de ambas fuerzas. Del PC en la zona Centro —lo que equivalía a decir que de toda España en ese momento— fue encargada Matilde Landa. Educada en la Institución Libre de Enseñanza, colaboró estrechamente durante la guerra con la fotógrafa Tina Modotti en la organización de hospitales y ayuda a los refugiados, como secretaria del Socorro Rojo. En las últimas reuniones celebradas antes de sumirse en la clandestinidad, se decidió que Landa se encargase de las provincias de Madrid, Guadalajara, Cuenca y Toledo. Apenas tuvo tiempo de nada: fue detenida el 4 de abril, juzgada, condenada a muerte y permutada por treinta años, que fue a cumplir al penal de Palma, donde se suicidó en 1942[206].

En la JSU se constituyó una subcomisión ejecutiva encargada del paso a la clandestinidad, integrada por Luis Galán, Valentín Serrano Pérez, Alfonso Pernas, Juanes, Teresa («la Pionera»), Josefina (la compañera de Pernas) y otros más. Este órgano procedió a montar el primer Comité Provincial de Madrid ilegal, que caería a raíz del atentado contra el comandante de la Guardia Civil Isaac Gabaldón, oficial del Servicio de Información y Policía Militar. Fueron detenidos unos setenta miembros y casi todos ellos, incluidas las menores del expediente de las «Trece Rosas», fusilados el 5 de agosto. La organización quedó reducida a menos de un centenar de militantes.

Los primeros grupos realizaban su trabajo en la calle, a partir de una gran descentralización y mediante contactos de persona a persona[207]. Se ocupaban de llevar ayuda a los presos y perseguidos, orientar a los militantes y tratar de reconstruir como fuera un embrión de aparato. Se procuraba localizar a militantes aislados y convencerlos para incorporarse al trabajo. Melquesidez Rodríguez recuerda que la bisoñez de sus miembros y la absoluta novedad de la situación de clandestinidad en que debían desenvolverse llevaron a los responsables a hacer la propuesta de que en el Comité hubiese un «secretario atracador» que coordinara las acciones para proveerse de fondos[208]. Por aquellas mismas fechas fue desmantelado otro grupo del partido con apariencia de frente de masas: el Bloque Antifascista Español (BAE). Estaba dirigido por José Picado Maldonado, que había sido jefe del Servicio de Inteligencia Especial Periférico (SIEP) —el aparato de inteligencia precursor del SIM republicano—. Fue condenado a treinta años de prisión[209]. Para recobrar el contacto con la dirección exterior, se envió un enlace a Francia. Poco después de su llegada, la prensa franquista dio la noticia de la detención de la delegación del Comité Central compuesta por sesenta miembros, presidida por Enrique Sánchez García, excomandante del Ejército Popular junto con José Cazorla Maure, el que había sido sucesor de Santiago Carrillo como consejero de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid, y su mano derecha, Ramón Torrecilla Guijarro[210]. Con esta caída y la de la JSU, entre agosto y septiembre de 1939, se cerró una primera fase de tentativas de reconstrucción de una dirección interior, caracterizada por estudiosos como Hartmut Heine como «etapa autónoma». No hubo más contactos durante bastante tiempo.

DESFONDADOS Y CONFUNDIDOS

Tras la partida de los últimos aeroplanos que, desde Elda y Monóvar, se llevaron consigo a los restos del gobierno republicano y a la dirección del PCE, en Valencia quedó un equipo compuesto por Jesús Larrañaga, Manuel Navarro Ballesteros, director de Mundo Obrero, Florencio Sosa, diputado comunista por Tenerife, y Francisco Montoliú, colaborador del Comité Central. Fueron comisionados por Pedro Checa, Jesús Hernández y Palmiro Togliatti («Alfredo») —los últimos dirigentes en abandonar el país— para conducir el partido hasta la liquidación de la guerra. Larrañaga planteó que se debía ordenar de nuevo la resistencia, enfrentándose al Consejo Nacional de Defensa. Montoliú, que había estado en Madrid enviado por Hernández durante las jornadas de marzo[211] y conocía de primera mano la situación de debacle, se opuso a modificar las directrices dejadas por Checa y «Alfredo».

Las terribles condiciones en que se materializó la derrota, especialmente en el puerto de Alicante y en los campos y prisiones de Levante, suscitó entre algunos militantes una demoledora crítica contra el Buró Político. Nilamón Toral, teniente coronel y jefe de las divisiones 70.ª y Extremadura —agrupadas en honor suyo como Agrupación Toral—, tuvo un violento choque con Larrañaga ante decenas de testigos espetándole «que todos eran iguales, que también los dirigentes del partido se escapaban como conejos». Toral apostaba por dejar a un lado la pasividad y acometer a las fuerzas italianas que les cercaban en el puerto. Muchos cuadros de la JSU lo compartían. «No debió abandonarse la plaza sin lucha. La consigna fue: a los puertos; cuando, como la realidad demostró después, no era a los puertos, sino a las sierras adonde debiera haberse llevado a la gente, esconder la mayor cantidad posible de armas y organizar la mayor cantidad posible de fuerzas guerrilleras»[212].

En la cárcel de Alicante se reprodujeron situaciones conflictivas al discutir sobre la conveniencia o no de que el Buró se hubiese puesto a salvo cuando aún quemaban las castañas. Hubo críticas a la dirección por parte de afiliados que patentizaron su desengaño: «Dicen que el Comité Central se marchó y no dejó nada organizado para hacer frente a la situación, que huyeron y que por eso jamás podrán volver a ser lo que fueron». Un tal Giráldez decía: «Todos están fuera y tú, rómpete los cuernos». Para Montoliú, lo peor era que entre los que oían aquello había varios condenados a muerte y todo su empeño fue «que no murieran con aquella idea sobre la dirección del partido».

Entre los afiliados y cuadros de Madrid, la dirección también fue objeto de críticas. No se había metabolizado la reacción descoordinada ante la constitución del Consejo Nacional de Defensa. Daniel Ortega iba diciendo a quien quisiera escucharle que Manuel Delicado, miembro del Buró Político, conocía al detalle lo que iba a ocurrir y no le concedió importancia. Los militantes no podían comprender cómo el partido se había dejado sorprender. Partiendo de la base de que el golpe no había sido algo súbito y que se gestó durante semanas, los militantes expresaban su queja de que, habiendo medios y resortes sobrados para preverlo e impedirlo, no se hubieran tomado las medidas necesarias. No se explicaban la falta de apoyo desde Levante, donde estaba la dirección nacional y una parte significativa de fuerzas adictas, ni la errática conducta seguida por el Comité Provincial, entre la ofensiva inicial y la negociación final que se saldó con el engaño de Casado y cientos de detenciones. Algunos de los encarcelados habían pasado directamente de las manos de los casadistas a las de Franco. Lo malo es que, pudiendo haber emprendido alguna acción para forzar las puertas de las cárceles mientras aún se hallaban bajo la custodia del Consejo, el partido les tranquilizó asegurándoles que tenía en Madrid dos brigadas dispuestas para ser utilizadas en el momento oportuno. Nada de eso ocurrió. El dúo dirigente a nivel provincial del partido y la juventud, Domingo Girón y Eugenio Mesón, respectivamente y, por el lado militar, Guillermo Ascanio, fueron trasladados en conducción de presos al penal de San Miguel de los Reyes, en Valencia, donde los dejaron a disposición de los falangistas. Vicente Gil, antiguo miembro de la CNT y uno de los fundadores del PC en Madrid, había sido en el otoño de 1936 jefe de las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia (MVR) en el destacamento instalado en La Floralia, en la calle de Santa María de la Cabeza, oficialmente Comisaría de Vigilancia del distrito del Hospital. Procesado en la Causa General, se le imputó la participación en tres sacas de presos en noviembre, a las órdenes de Federico Manzano Govantes, inspector general de las MVR y bajo la supervisión de Álvaro Marasa Barasa, delegado por Serrano Poncela para la selección de presos de la cárcel de Ventas[213]. Fue apresado en los días de la sublevación casadista. Él y sus compañeros de expediente fueron sometidos a consejos sumarísimos y fusilados entre 1940 y 1943.

Tampoco se comprendía el derrumbamiento catastrófico de la organización de Madrid, la más fuerte y combativa de la zona republicana, y la falta absoluta de la más mínima organización. En los días previos a la caída de la capital se veía por las calles a infinidad de camaradas totalmente desconcertados y corriendo cada uno por su lado. El ambiente general era de sálvese quien pueda. Mientras que la dirección enviaba desde Levante vehículos de transporte a Madrid, el Comité Provincial permitía que volvieran vacíos. No se había previsto el paso a la ilegalidad ni se habían dispuesto medios económicos para ello. La desesperación se agudizó cuando se consumó la derrota. Simón Sánchez Montero rememoraba la conversación mantenida con un militante de la Comisión Sindical del Comité Provincial de Madrid a quien se encontró en la calle:

—¿Qué sabes del partido?

—¿Qué voy a saber? Nada. Lo mismo que tú.

—Bueno, pero no es posible que nos dejen aquí, en manos de esta gente. Nos matarán a todos. Tendrán que hacer algo, ayudarnos, sacarnos de aquí.

—¿Y quién lo va a hacer? ¿Y cómo? No, camarada. Tenemos que afrontar la realidad cara a cara. Nadie vendrá a sacarnos de aquí. Solo podemos contar con nosotros mismos y tenemos que salir adelante como podamos[214]

Los casos de desafección se multiplicaron. El gigante con pies de barro se deshacía a ojos vista. Los militantes de aluvión no mostraban el temple de acero que los dirigentes veteranos les exigían. Y había que tenerlo, y aquilatado, para soportar el trato bestial infligido por la policía y por las centurias falangistas con patente de tal. Luisa de P., del radio Oeste y de la comisión femenina del Comité Provincial de Madrid era muy joven. Tenía menos de veinte años, era bordadora, militante de la JSU desde febrero de 1936 y estudiante de la escuela provincial de cuadros de Madrid[215]. Según Girón, colaboró con la policía «con auténtico ensañamiento». Victoria M. había sido alumna destacada de la misma escuela y responsable femenina en el radio Oeste. Se había afiliado al PC en marzo de 1936, después de ser represaliada a raíz del movimiento de octubre de 1934. Obrera en una fábrica de caucho, Hutchinson, fue secretaria general de la célula de esta empresa[216]. Fue condenada a doce años y entregó a la policía a una serie de militantes, demolida por las torturas a las que se la sometió. Jesús G. «hizo verdaderos estragos en Cuatro Caminos, acompañando a la poli y deteniendo a compañeros de casa en casa». «Juanita» —Juana Doña, compañera de Eugenio Mesón—, fue torturada salvajemente, aplicándole corrientes eléctricas. Dejó un terrorífico testimonio sobre la condición específica de las mujeres apresadas: «Cárcel de Ventas. Su capacidad era para quinientas presas. Hacinaron a catorce mil. Todas torturadas, rapadas, humilladas, cientos de ellas violadas. El hacinamiento las abocaba a los parásitos y la sarna… En cada pueblo y ciudad había prisiones de mujeres. Todas fueron maltratadas y medidas con la misma vara que nuestros presos hermanos. Solo que ellos no fueron violados. Ni en sus brazos murieron sus pequeños hijos: comidos por el hambre»[217]. Un tal Herráiz, redactor de Mundo Obrero, fue un emboscado durante la guerra. Espía de Falange, en 1939 era jefe de una brigadilla policíaca y detuvo a muchos compañeros que conocía, especialmente en el juzgado de periodistas. Felipe Sánchez Sierra, otro alumno de la escuela de cuadros de Madrid, administrativo del radio Este, militante de la UJC desde 1931 y del PC desde julio de 1936, padeció represalias a consecuencia de octubre de 1934. También sucumbió a las torturas[218]. Las sospechas recayeron sobre otras mujeres jóvenes, todas ellas de afiliación reciente y paso acelerado por la escuela de cuadros[219]. La represión fue atroz. Como señalaba un activista en 1940,

en los primeros tiempos, hay seis categorías que más han sucumbido, tanto en los paseos como en los fusilamientos durante el primer año. Nosotros las llamábamos «triple PC» que son: policías, periodistas, porteros, comunistas, comisarios y combatientes guerrilleros[220].

La espera en los campos de internamiento no tenía sentido si uno quería hurtarse a la venganza de las patrullas de Falange que acudían diariamente a ellos en busca de desafectos a los que liquidar. En Albatera se organizó la fuga de Larrañaga, Calixto Pérez Doñoro y otros compañeros. Navarro Ballesteros no quiso participar. La sensación de Montoliú era que el veterano periodista no tenía ganas de vivir: «¿Qué dirán los que me conocen —decía— si me descubren escondido? Los que van a la muerte no dicen oste ni moste». Fue fusilado el 1 de mayo de 1940. Florencio Sosa fue objeto de un trato brutal. Había formado parte del comité de evacuación que negoció con el general italiano Gambara la situación de los republicanos concentrados en el puerto de Alicante. Durante su estancia en prisión fue visitado por el escritor fascista Ernesto Giménez Caballero, que vino a pedirle su adhesión al Movimiento Nacional. Sosa lo rechazó rotundamente y, tras la marcha de Giménez Caballero, fue salvajemente golpeado. Hubo aún una segunda visita del histriónico autor para solicitar a Sosa la firma de unas declaraciones. El exdiputado se mantuvo firme. En la paliza subsiguiente le partieron el maxilar inferior[221]. Juzgado sumarísimamente, fue condenado a muerte. Pasó cuatro años en prisión en condiciones de extrema dureza, antes de ser puesto en libertad por uno de los primeros indultos de Franco destinados a aligerar el escandaloso número de población carcelaria.

El tráfago de la victoria era el paraíso de los provocadores y los chivatos. Montoliú, responsable del partido en el campo, fue denunciado por un tal Velasco. Este tipo era uno de los elementos turbios que habían aprovechado durante la guerra el aluvión de ingresos para camuflarse y proveerse de un carné salvador. Según dijeron, había sido escolta de José Antonio Primo de Rivera antes de 1936. Un militante que estuvo en el SIM informó de ello a la dirección y «hubo la decisión de picarlo, pero alguien se opuso a esto». Ya no era tiempo de seguir el hilo para averiguar complicidades. Otro delator, Jesús «el Andaluz», también denunciado en su momento, ahora se dedicaba a buscar conocidos por el campo para delatarlos.

Sometido a consejo de guerra, Montoliú pergeñó un cuento para engañar al tribunal: se presentó como Francisco Martínez Sánchez, de Madrid, residente en una dirección que correspondía a una casa destruida por un bombardeo y de profesión, sastre. La historia la preparó a medias con Ramón Ormazábal. Dijo que había estado en Francia, que era semianalfabeto, que al estallar la guerra oyó que España estaba siendo invadida por alemanes e italianos y que por eso vino, pero que solo actuó como cocinero en el ejército republicano. Condenado a cadena perpetua, su sentencia fue revisada al cabo de un año y, tras nueva declaración, tuvo una petición fiscal de doce años y un día que se quedó en una condena de seis meses, saliendo libre a resultas de un indulto[222].

¿HAY ALGUIEN AHÍ FUERA?

Los testimonios sobre la organización del PCE en los primeros años de clandestinidad no concretan cifras, pero insistían en que el partido estaba organizado y desarrollaba alguna actividad de baja intensidad, como la ayuda a perseguidos y la realización de pintadas. Había grupos y comités del PCE y la JSU que se organizaban espontáneamente, «nacidos del impulso de hacer algo»[223]. Por ejemplo, en Yecla, José Navarro Pascual, que tenía entonces dieciséis años de edad, recordaba que los primeros núcleos de la JSU se reconstruyeron con un primordial objetivo de «defensa y resistencia a las agresiones de los jóvenes falangistas sobre nosotros… Nuestra tarea consistía principalmente en recoger ropa en invierno y dinero en verano para los presos de las cárceles de Burgos y Santoña. Aquellas fueron nuestras primeras campañas»[224]. La inexperiencia en técnicas de clandestinidad era tanta que hubo casos, como el del primer Comité Provincial de la JSU de Barcelona que cayó en 1940 «por un trabajo muy alegre, llegando a reunirse en bares en grupos de treinta o cuarenta militantes». Otros pecaron de una ingenuidad casi suicida: «En realidad —rememoraba Navarro Pascual—, teníamos un sentido muy romántico de la lucha y acudimos a familiares de compañeros desaparecidos para recobrar la biblioteca que ellos habían tenido, para poder leer libros de orientación marxista»[225]. Un magnífico pasaporte para el piquete de ejecución.

En Madrid, durante 1939 existió un comité provincial y varios comités de barriada. El provincial estaba dirigido desde la cárcel de Yeserías. El enlace se mantenía a través de un guardián que era camarada. A finales de ese año, el contacto con la calle quedó cortado por la caída de buen número de dirigentes. Se acusó de ella a Juana Doña. En su persistencia en diseñar un plan para sacar de la cárcel a su marido, Eugenio Mesón, Juana incurrió en imprudencias que acarrearon su detención. Fue sometida a torturas y vejaciones hasta que acabó confesando y arrastrando consigo a un gran número de militantes. Fue obligada a acompañar a dos policías que se hicieron pasar por camaradas a casa de Alfonso Pernas, de la Ejecutiva de la JSU. Estos agentes le dijeron a la familia de Pernas que lo tenía todo arreglado para pasar a Francia. Cuando más confiados estaban todos, sacaron las placas y las pistolas y se llevaron detenido a Pernas. Este enloqueció en prisión. Su comportamiento se tornó tan perturbado y peligroso para el resto, por el riesgo de caer en provocaciones, «que algunos compañeros pensaron en quitarlo de en medio, por peligroso». Estuvo poco tiempo en la cárcel, unos seis meses. Parece que un familiar movió sus influencias para conseguir su libertad. No volvió a trabajar con la JSU[226].

Los golpes se sucedían incesantemente. Entre las detenciones se contaron las de veinte legionarios que habían constituido una célula en una Bandera del Tercio donde se recolectaba dinero para solidaridad y ayuda, manteniendo contacto con la organización del partido en Madrid. Los veinte fueron fusilados y la Bandera, disuelta. En marzo de 1940, la prensa del régimen informó del descubrimiento de una «organización revolucionaria» que se ramificaba en distintas barriadas. Los detenidos, alrededor de treinta, decían que eran de CNT, aunque en realidad militaban en el PCE y se dedicaban a mantener contacto con las cárceles, organizar ayuda y realizar «actos terroristas». En junio, la prensa volvió a informar del descubrimiento de una vasta estructura clandestina extendida por todo el país. El 22, la dirección en el exterior pudo confirmar que se trataba de organización del partido. Fueron detenidos por la policía en Madrid tres dirigentes y descubierto un depósito de armas.

Entre quienes desde el interior de la cárcel llevaban la dirección del partido estaban Domingo Girón, Eugenio Mesón, Guillermo Ascanio y Daniel Ortega. En prisión se desarrollaba principalmente un trabajo de propaganda y de discusión de la situación nacional e internacional. Girón transmitió al exterior que había dos tareas fundamentales que realizar: primero, el envío urgente de dirigentes capaces; y segundo, tratar de conseguir libertades, indultos e incluso aplazamiento de ejecuciones mediante sobornos, aprovechándose de la venalidad de no pocos funcionarios franquistas.

La información de la que se disponía en el exilio sobre la situación en el interior era escasa. A Portugal llegaban exclusivamente informes suministrados por compañeros que habían salido del país con ayuda del partido. La sensación transmitida era la de que existía un número relativamente elevado de grupos e individuos, pero con una organización dispersa y desarticulada, «viviendo cada grupo una vida aislada e independiente, careciendo de órganos de dirección superiores y de una organización centralizada». Había poca experiencia de trabajo ilegal, lo que facilitaba los fuertes reveses policiales. Escaseaba el material impreso y había una carencia endémica de cuadros aptos para el trabajo ilegal. La tarea esencial estaba encaminada a la creación dentro del país de una dirección con los elementos que las circunstancias permitieran. La prioridad era hacerlo en Madrid, aunque no se descartaba apoyarse circunstancialmente en zonas como Asturias. Fuera de las ciudades, y a despecho, en principio, de las directrices emanadas de la Komintern, la guerrilla se extendió como expresión de la resistencia a la dictadura. En sus orígenes, la guerrilla fue el mecanismo de acogida para muchos huidos de la represión franquista, dotándoles de cohesión y recursos de autodefensa. Más tarde, la adopción de los métodos de lucha empleados en otros lugares de Europa bajo la ocupación del Eje, desde la URSS y Yugoslavia hasta el sur de Francia, pasando por Italia, convirtió al maquis en la punta de lanza de un proyecto político: la Unión Nacional antifascista. De esta forma, el PCE fue hegemónico en las agrupaciones guerrilleras de Galicia y Alto Aragón, en la guerrilla urbana («Cazadores de ciudad») de Madrid, en el Ejército Guerrillero del Centro y en la Agrupación de Granada-Málaga. Su organización mejor diseñada y la que sería más importante fue la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón, conocida por sus siglas: AGLA. Pero para eso faltaban unos años. En 1939, como sostiene Francisco Moreno, la apuesta de los comunistas por la lucha armada era el resultado de la perpetuación del estado de cosas existente en el contexto del golpe de Casado: lo que separaba a los partidarios de la continuación de la resistencia a ultranza de los favorables a alguna forma de armisticio[227].

La caída de la delegación de Sánchez García, Cazorla y Torrecilla en agosto de 1939, descabezó el primer intento de reconstrucción de una dirección en el interior. Las detenciones en Francia de Larrañaga y de quienes garantizaban el enlace y el trabajo en la frontera dejaron totalmente cortadas las comunicaciones con España, sin que lograran ser recobradas en mucho tiempo. También resultó cortocircuitada la comunicación con los dos miembros enviados a Portugal, Víctor García Estanillo («el Brasileño») y Julián Teixeira Vento. Cuando estalló la guerra mundial, todos los enlaces estaban rotos. Solo pervivió la frágil comunicación entre Francia y Cataluña, cortocircuitada por la policía franquista en noviembre de 1940 con la detención de cuarenta y un militantes, entre ellos Matas, que había logrado él solo organizar a doscientos cincuenta afiliados. Durante los siguientes meses, la escuálida información que salió por conducto de Lisboa refería la extrema debilidad del partido en el interior de España[228].

«LA PEQUE» Y «LOS AUDACES»

Las actividades de los grupos de militantes en el interior, que tan desconocidas eran para la dirección en el exilio, fueron relatadas en los informes de los que lograron escapar del país huyendo de la persecución policial o tras haberse fugado de los penales franquistas. Uno de los más completos para el período que va de 1940 a 1944 es el de Asunción Rodríguez («La Chon» y «La Peque»). Natural de El Tiemblo (Ávila), ingresó en el partido en enero de 1937, en el radio local de Villarrubia de Santiago (Toledo). Como tantas otras jóvenes de aquella hornada, vio en la militancia su puerta de acceso a la emancipación y debió mostrar buenas aptitudes[229], puesto que en agosto de ese año fue enviada a la escuela interprovincial de cuadros de Ciudad Real. Fue secretaria general de la Agrupación de Mujeres Antifascistas (AMA) en la provincia de Toledo y secretaria femenina del Comité Provincial del partido desde marzo de 1938 hasta febrero de 1939. En la última conferencia, con la derrota en ciernes, fue nombrada secretaria de Organización del Provincial. Durante las turbulentas jornadas de la junta de Casado, fue interrogada pero no detenida.

El 27 de marzo de 1939, en unión de otros compañeros, marchó a Alicante, permaneciendo tres días en el puerto a la espera de una evacuación que no llegó. Fue detenida y permaneció veintiún días en un campo de concentración llamado, como si fuera un sarcasmo, Ejercicios espirituales. Acabó siendo puesta en libertad por decreto gubernativo, igual que el resto de las mujeres concentradas. Regresó a Madrid en julio, y empezó a desarrollar su trabajo ilegal en la organización de grupos de ayuda a cárceles. Su tarea consistía en localizar a camaradas conocidos, con los que logró organizar un grupo de veintisiete miembros. Entre ellos se encontraba un joven llamado Eulogio Marcelino Camacho Abad que, años después, rememoró aquel proceso capilar de reconstrucción intuitiva y desde abajo de la organización clandestina: «Conocí a Paquita Torres y a su familia; ella había sido militante del partido y vivían en el paseo de las Acacias. Su padre fue conserje de Gas Madrid y tenía una vivienda de la empresa. Empezamos a reagruparnos y ella me puso en contacto con Asunción, a la que llamábamos “La Chon”, una camarada que fue secretaria de Organización del Comité Provincial del PCE de Toledo y que, durante la guerra, asistió conmigo a algunas reuniones… Con un grupo de camaradas encabezados por Policarpo Peñalba como secretario general y yo como secretario de Organización pusimos en marcha el primer Comité Provincial del Socorro Rojo bajo el franquismo»[230].

Se logró establecer un enlace entre los núcleos de dirección del partido en las prisiones de Ventas, Torrijos, Comendadoras y Porlier. Durante bastante tiempo, el trabajo central siguió siendo la ayuda a presos. A finales de 1940 se celebró la llamada «Conferencia de unificación de grupos», con el fin de dotar a Madrid de una única dirección y evitar la confusión y desconfianza de los militantes que tenían conocimiento de la existencia de distintos y confusos comités provinciales. A ella asistió, entre otros, Calixto Pérez Doñoro, quien asumió el control del aparato de cárceles, entre las que se contaban las anteriormente enumeradas, además de Yeserías y el Batallón de Trabajadores de Carabanchel. Se constituyó un grupo integrado por tres mujeres —Alfonsa Sánchez, Paquita Arcones y Conchita Martín— que se encargarían de visitar en las prisiones a los responsables de cada una de ellas: Paz Azzati (Ventas), Carpintero (Torrijos), Del Cerro (Porlier), Camacho (Comendadoras), Melquesidez Rodríguez (Yeserías) y Velasco (Batallón de Trabajadores). «La Chon» centralizaría toda la información oral y escrita y la transmitiría a la dirección a través de Josefina Aroca y Enrique García Díaz. En el ejercicio de sus funciones como delegada del partido en el trabajo de cárceles, «La Chon» asistió el 3 de mayo de 1941 al consejo de guerra contra Domingo Girón y Eugenio Mesón, redactando un informe sobre su desarrollo. El fusilamiento de ambos y de un amplio número de colaboradores completó la aniquilación de las direcciones del PCE y la JSU en Madrid forjadas durante la guerra.

En la primavera de 1941 llegaron a Madrid Heriberto Quiñones, un veterano kominteriano nacido en Moldavia pero aclimatado desde los años treinta al Levante español, y Luis Sendín, veterano redactor de Mundo Obrero, para liderar la denominada Comisión Central Reorganizadora que habían empezado a montar Calixto Pérez Doñoro y un polaco llamado José Wajsblum[231]. Este último, hijo de padre empresario textil emigrado a Estados Unidos en los años veinte, se había formado en la URSS y era ingeniero electrónico. Fue sin duda un agente de la época heroica de la Internacional Comunista, de la estirpe de Leopold Trepper, Richard Sorge o el propio Quiñones. En España trabajó como asesor de la industria de guerra. La derrota le empujó al campo de Albatera. Por sus conocimientos técnicos, se ofreció para trabajar en Regiones Devastadas y acabó consiguiendo un aparato de radio con el que pudo restablecer contacto con Moscú. Curiosamente, la radio le fue facilitada por el coronel de ingenieros del Batallón de Trabajadores en el que estaba encuadrado, quien «le daba facilidades para moverse, pues le servía en la recuperación de material eléctrico y de comunicaciones, con los que estraperleaba»[232]. Fue José Wajsblum quien recomendó a Quiñones para reconstruir la organización clandestina del PCE en el interior.

La biografía y las posiciones de Quiñones son conocidas, a pesar de que sobre él y, posteriormente, sobre Monzón, se arrojaran más tarde toneladas de insidias[233]. Para Quiñones, era innegociable que «el partido debía ser dirigido desde el interior, y que la dirección que se estableciera aquí debía ser la suprema dirección del Partido, a la cual debía supeditarse la dirección del exterior». En cuanto a la línea que había que seguir y la política de alianzas, era partidario de aceptar como mal menor, frente a la represión falangista, una solución, aunque fuese de orientación conservadora, que pudiera mejorar la situación general del pueblo y de las organizaciones obreras, sacar a los presos de las cárceles y dar mayores posibilidades de organizarse legalmente. «Manifestaba que estaría muy contento si Serrano Suñer pudiera ser echado del poder». La caída de Franco y Falange era lo único que podía evitar que se entrara decididamente en la guerra mundial, sin que las organizaciones obreras pudieran impedirlo. No había, pues, más remedio que «favorecer una solución de los elementos monárquicos y otros sectores reaccionarios que estando ligados con Inglaterra evitarían que España fuera arrastrada a la guerra al lado de los nazis».

El núcleo inicial de la Comisión Reconstructora cayó a raíz de la detención, a finales de 1940, de uno de sus miembros, Prades, tabernero en la calle del Ave María. Con él fueron detenidos otros veintiocho militantes. Las sospechas de haber entregado la organización recayeron sobre Prades y un tal Jiménez, antiguo oficial del SIEP que trabajaba en aquel momento en el bar Metropolitano. Al primero se le acusó de desobedecer las órdenes de la dirección, que le había advertido de que abandonara el negocio porque estaba vigilado. Como en otros casos, las sospechas sobre su conducta se retrotrajeron a un período anterior, a su estancia en Albatera. De Jiménez, procedente del radio Norte, se dijo que ya había dado anteriormente a otros grupos de camaradas, aunque lo cierto es que estuvo finalmente entre los fusilados de este expediente[234]. En todo caso, quien colaboró efectivamente con la policía tras su detención fue Prades, entregando al Comité Provincial de Madrid, entre cuyos integrantes se encontraba Wajsblum. Prades reveló los planes reorganizadores de Quiñones y Sendín y en sus declaraciones aparecieron nombres como el de Calixto Pérez Doñoro.

Al parecer, el tabernero de Ave María tuvo una epifanía y se reintegró a la iglesia, confesando y comulgando todas las fiestas de guardar. Aunque las vicisitudes por las que atravesaba un detenido hasta su puesta a disposición de un juez y posterior encarcelamiento eran como para desequilibrar al más templado, el hacerse el loco quedó acreditado como un mecanismo de defensa para evitar la última pena. Un colaborador de Quiñones observó que, en Porlier, Prades comenzó a manifestar rarezas que el informante achacó a la imitación de la conducta de un compañero de celda, exsecretario del Provincial de Madrid a comienzo de la guerra y miembro, como Prades, de la fracción comunista del sindicato de Artes Blancas de la UGT. Este hombre, conocido como «Paco», se dedicó «a hacer muñequitos y no quiso tener absolutamente nada de relación con los camaradas, incluso cuando algún panadero se le acercaba en su afán de conocer la opinión de un camarada tan destacado como él, contestaba patochadas o se metía en un diálogo de sordos propio de La Codorniz». Prades se puso a decir sandeces y a actuar como un loco, alcanzando una virulencia extrema en sus expresiones de extravío cuando se supo que estaban detenidos Diéguez y Larrañaga por la supuesta flaqueza de Eleuterio Lobo y Perpetua Rejas, y que serían condenados a muerte. Debió conocer por Luciano Sádaba, secretario general de la Juventud, las órdenes que ambos dirigentes habían dado sobre cómo tratar a los traidores: «Recomendaron que se encargaran de rendir cuentas a Lobo». Dado que su calidad como militante no andaba muy lejos de la de este, Prades se enrocó aún más en su sobrevenida locura. Recuperó la cordura cuando se presentó en la cárcel un policía con la foto de un camarada en busca y captura, con el que Prades había estado en un batallón de trabajadores. Vio la posibilidad de un trato y dijo que, si se le aseguraba la vida, haría una declaración completa. Aquella misma noche, unos policías le sacaron a diligencias y le tranquilizaron diciéndole que habían hablado con el capitán general de la región Centro, Saliquet, quien les dio seguridades acerca de que «si no tenía las manos manchadas de sangre, nada tenía que temer». Prades manifestó que las tenía muy limpias. Le llevaron a la DGS y completó sus declaraciones. Allí salieron a relucir Wajsblum, Quiñones, López Benito, Antonio Elvira y Américo Tuero, el bautizo de cuya hija se utilizó como tapadera para la reunión de constitución del Comité Provincial[235]. Todos cayeron en las redes policíacas, pero eso de nada sirvió a Prades: fue fusilado en el mismo contingente de reos a la última pena en que se encontraba Wajsblum.

El caso de Prades ilustraba de forma paradigmática el método empleado por la policía en aquellos tiempos. Cuando le detuvieron junto con Julián Vázquez Ruiz no dieron con el paradero de Pérez Doñoro, que era la principal pieza de caza. Cerraron el expediente con lo que había y les enviaron a prisión. La policía no se molestó mucho más en completar la indagación «porque pensaban que estando el final de la guerra tan próximo y marchando tan bien la guerra para los alemanes (se encontraban cerca de Moscú) no era fácil que existiera mucha moral de reorganización del partido». Total, un montón de flecos sueltos del expediente, por el que aún había detenidos en los calabozos de la DGS, fueron agregados como relleno a otras causas, sin que los acusados se conocieran ni hubieran actuado juntos[236]. En otros casos, el trabajo lo daba medio hecho lo que habían declarado en la DGS detenidos anteriores, ya que era norma general, para no inculpar a los camaradas de su expediente, distraer a la policía y terminar con los malos tratos, que los interrogados descargasen las responsabilidades sobre los no detenidos. El resultado paradójico era que todos estaban «identificados mucho antes» de caer en manos de la Brigada Político-Social[237].

El dilatado período de estancia a merced de los torturadores y sus brutales métodos hacían el resto. A Alejandro Realinos, secretario de Organización con Quiñones, «lo tuvieron en los calabozos ciento y pico de días». Uno de sus interrogatorios duró desde las once de la noche hasta las seis de la mañana del día siguiente. Valentín Serrano («Goyo»), antiguo instructor del XVIII Cuerpo de Ejército, y miembro de la Comisión Ejecutiva Nacional de la JSU pasó treinta y cuatro días en la DGS, interrogado por el inspector Carlos Aroas («Carlitos»). Luciano Sádaba, antiguo secretario general de la Juventud Comunista en Navarra, incorporado por Quiñones al Comité Ejecutivo de la JSU como secretario general, fue mantenido en aislamiento y sin comer, escuchando los malos tratos infligidos a la compañera de «Goyo», al que acabó delatando para que dejaran de torturarla. En Barcelona, los esbirros del comisario Pedro Polo Borreguero asesinaron durante sendas sesiones de interrogatorios a Alejandro Matos, primer reorganizador clandestino del PSUC, en febrero de 1941, y a Josep Fornells, secretario general de la JSUC, en agosto de 1942[238].

Sin embargo, el caso de «Goyo» ejemplifica cómo la proverbial venalidad del funcionariado franquista podía contribuir a atenuar el rigor de quienes habían jurado aplicar con mano implacable la «justicia del Caudillo». La madre de «Goyo» se granjeó la amistad del secretario del juzgado, capitán del ejército, mediante el siempre persuasivo recurso a la entrega de una suma de dinero. El capitán envió una carta de recomendación a favor del inculpado al fiscal y al ponente, acudiendo además en persona al consejo de guerra para cerciorarse del buen fin de sus gestiones. «Goyo» solo tuvo que contestar a la pregunta de si tenía algo que alegar. La petición fiscal fue de quince años, pero le condenaron a seis años y un día. Cumplidos cuatro de ellos, en febrero de 1946, salió en libertad condicional[239].

Por entonces empezó a ensayarse por la policía otra fórmula que tendría un largo recorrido y exitosos resultados: la técnica del falso camarada. Se le suele atribuir al inspector Roberto Conesa, antiguo emboscado en la JSU durante la guerra, la paternidad de este método, si bien es probable que su origen fuese alemán, con la impronta de la Gestapo. Alta escuela[240]. En Albacete, por ejemplo, cayó un grupo de cuatro miembros al frente de los cuales estaba un antiguo concejal de Albacete apellidado Montesinos, que se libró coyunturalmente de la detención. Con el pretexto de reorganizar el partido, llegó procedente de Madrid un instructor que se puso de inmediato en relación con el escondido Montesinos y otros militantes. Al cabo de quince días, reveló su verdadera identidad de agente de policía y los detuvo a todos. Fueron a consejo sumarísimo con la petición fiscal de doce años y salieron con pena de muerte, que se ejecutó de inmediato.

«La Chon», dirigente del Comité Provincial, escapó a esta oleada de detenciones y fue incorporada por Quiñones a la Comisión Central de agitprop, con la función de control de los archivos y producción y distribución de material. Uno de los primeros encargos de Quiñones fue que

uno por uno, rayara en los Mundo Obrero y en los Manifiestos de Unión Nacional las reivindicaciones de «República del 31» y «Gobierno Negrín», y al interrogarle yo por qué, me contestó: «Nuestros dirigentes del exterior no saben una palabra de lo que pasa en España y por lo mismo han perdido la perspectiva y se creen aún en el poder para poder imponer las condiciones».

El número dos de Quiñones, Sendín, se lo tomaba con mayor relativismo y cierto humor, diciendo: «Es mejor ocuparnos de la lucha momentáneamente, que no discutir cosas que a lo mejor no se realizan». Era la constatación del choque entre el pragmatismo del interior y las mistificaciones del exterior, aquel conflicto de largo recorrido.

Las operaciones policiales se sucedían unas a otras, dejando un reguero de nombres de víctimas como una ristra de letanías. Cayeron Eleuterio Lobo y Perpetua Rejas que, a su vez, dieron pie a las detenciones del denominado «grupo de Lisboa»: Diéguez, Larrañaga, Asarta, Girabau y Eladio Rodríguez. Todos acusaron a la pareja de ser los responsables de su detención, juicio y ejecución. Con la misma cadencia, salían activistas de prisión que se incorporaban a la organización para cubrir los huecos. Abandonaron Porlier Frutos San Antón y Enrique Cortón. Al primero lo recogió Quiñones para trabajar con él. Al segundo se le cooptó como secretario general del Provincial de Madrid de la JSU. Cortón había compartido encierro con Domingo Girón, Eugenio Mesón y Fernando Macarro Castillo[241]. Estaba considerado como «un gran cuadro de la Juventud» y fue recomendado por Mesón en su testamento político para que ocupara altos puestos de responsabilidad en la organización. Una vez, fue sacado a diligencias a la DGS por haber aparecido un periódico clandestino en la cárcel. Recibió palizas brutales durante diez días y se portó formidablemente, evitando con su silencio que pudiera inculparse a otros compañeros. Estando condenado a muerte, le fue conmutada la pena —el PCE dio en sospechar que pudo ser por la influencia favorable de los masones—, se le trasladó a Alcalá y acabó siendo puesto en libertad, todo en el plazo de un mes. El giro en su tratamiento penitenciario era tan radical que debería haber llamado la atención de los responsables del partido. Ignorando las más elementales normas de compartimentación del trabajo clandestino, Cortón conoció a todos los dirigentes de la Comisión Reconstructora. Cuando se supo que era confidente ya había empezado a provocar la caída de parte de la organización juvenil. Su paso a la condición de colaborador de la policía pudo estar motivado por hallarse en una pésima situación económica. De hecho, poco tiempo después, Cortón obtuvo una colocación en el Patronato Nacional de Turismo. El partido publicó una circular para desenmascararle, pero ya no se pudo frenar la ola represiva. El segundo de la troika de la JSU madrileña, Pérez Gayo, secretario de Organización, fue detenido en un bar durante una reunión con Cortón. Un inspector adscrito a la DGS le felicitó por el servicio prestado y le puso inmediatamente en la calle. Pérez Gayo fue fusilado.

La redada se proyectó hacia arriba. Sádaba, secretario general de la Comisión Ejecutiva de la JSU en el interior, resultó detenido en el bar donde comía. Fue entregado por Cortón en la puerta del local, marcándole a los policías que lo vigilaban mediante la seña de dejar caer un periódico al suelo. El aparato de agitprop quedó al descubierto y uno de los detenidos informó del alias de Sendín y de la dirección de su amante, empleada en el Ministerio de Agricultura. En realidad, Sendín no vivía con una mujer, sino con dos, hermanas entre sí y militantes de la Juventud. Al entrar la policía en la casa, intentó deshacerse de las pruebas incriminatorias arrojando por la ventana la maleta con el archivo del partido que, al caer al patio, sonó como una bomba. Dentro iban las direcciones de toda la organización en España. Se generalizaron las detenciones en Madrid y quedaron al descubierto las estafetas de Albacete, Alicante, Jaén, Norte, Burgos, Segovia y Lérida. A pesar de lo que podría hacer pensar su forma de vida un tanto frívola, Sendín se comportó con entereza durante los interrogatorios y no entregó nada de lo que controlaba. También fueron detenidos Alejandro Realinos, secretario de Organización de la dirección central, y Urquiola, de la Juventud. El 20 de diciembre de 1941, por fin, cayó Quiñones. Se atribuyó su detención a un chivatazo de Agustín Ibáñez de Zárate, secretario de agitprop. Se llegó a esa conclusión porque, habiendo sido detenido días antes y conducido a la DGS, no fue maltratado y se le puso en libertad en poco tiempo. Dos o tres días después, cayó la dirección. Ibáñez de Zárate obtuvo su recompensa: un empleo en los ferrocarriles del Norte[242]. Jesús Bayón, encargado de las relaciones con las organizaciones de Valladolid, Palencia, Asturias y León, e impulsor de los grupos de guerrilla urbana, Enrique García Díaz, secretario general del Comité Provincial de Madrid y la propia «Chon» quedaron aislados.

Mientras la policía ejecutaba su metódica labor represiva sobre el aparato de Quiñones, en el informe de Montoliú se trasluce lo que la dirección en el exterior le tenía preparado al jefe de la Comisión Reorganizadora por negarse a reconocer su autoridad. En un momento del encuentro que mantuvo en Francia con Santiago Carrillo, este preguntó a Montoliú qué opinión tenía sobre la discreción de Bayón, porque se había dado la coincidencia entre «la fecha del “accidente” —la detención— de Quiñones con la fecha en que se había decidido su liquidación»[243]. A juicio de Carrillo, el apresamiento de Quiñones parecía un medio «para evitar que aquello —su eliminación— pudiera hacerse». En definitiva, hubo una orden para asesinar a Quiñones y Montoliú era quien debía ejecutarla, pero algo —la intervención policial— o alguien —la incompetencia de Bayón— arruinó el operativo. Montoliú quedó sumido en un mar de dudas acerca de la postura de Bayón:

¿Lo haría para evitar mi responsabilidad? Si lo hizo así, mal hecho. Si pensaba que debía hacerlo uno solo, debía haberlo planteado. Nunca me dijo nada de eso. Pero yo le vi una sonrisa de satisfacción cuando me enseñó el ABC con la noticia. Pienso en la cosa de Bayón. Me pareció honrado. Pero después pienso ¿por qué no contó conmigo para hacerlo como habíamos convenido? Si lo hizo, ¿por qué no lo hizo bien?

Lo mismo le ocurrió con el propio Quiñones. Si trabajaba para los ingleses, la policía debía saber que Montoliú estaba en Madrid. ¿Por qué no le detuvieron? ¿Pretenderían utilizarle como vehículo para llegar a los escalones superiores del partido? Como militante disciplinado, Montoliú no se planteó otra posibilidad: que Quiñones, aun con la columna vertebral rota por las torturas, no delató a nadie y murió ante el piquete de ejecución, sujeto a una silla, dando vivas a la Internacional Comunista.

En sus memorias para el partido, ya mucho tiempo después, el que fuera secretario de Organización de la Comisión Reconstructora llegó a la conclusión de que, en el caso de Quiñones, no hubo un problema de provocación.

Errores pudo haberlos a barullo; hay que haber vivido aquella situación de aislamiento político con motivo de la guerra mundial, aquella represión bárbara, para darse cuenta de que era muy difícil acertar íntegramente. Se le ha tachado de agente del servicio inglés. Voy a dar un detalle por si a alguien se debe esa información la haya hecho con buena idea, pero sin conocer lo que voy a decir. Cuando se estaba luchando por ver si se podía salvar la vida de aquel hombre, llegó un ofrecimiento de un camarada que tenía ciertas ligazones con la embajada inglesa en Madrid, pidiendo permiso para hablar allí y ver si algo podía hacerse en su favor. Dentro de la prisión desconocíamos la situación del embajador y de la enemiga de Serrano Suñer y los falangistas contra los ingleses. Nos agarramos a un clavo ardiendo y dijimos que se hiciese lo que se pudiera, como se intentó lo mismo con la embajada norteamericana a favor de Wajsblum, por haberse nacionalizado el padre del mismo en aquel país. ¿Partiría de ahí la idea de que Quiñones era agente inglés[244]?

La crisis abierta por el Buró reconstructor de Heriberto Quiñones le costó una seria bronca al tándem Uribe-Carrillo por parte de «Pasionaria», apoyada por Dimitrov. La provocación, dijo, estaba encabezada por «ese Quiñones, extranjero, sospechoso ya antes, al que el Comité Central tuvo que llamar la atención, y sin ninguna duda agente provocador al servicio de Falange desde su salida de la cárcel». Consideró un grave error el tipo de tratos mantenidos con el sedicente Buró del interior. En cuanto se tuvo información de la conducta de Quiñones en la cárcel, la ruptura debió ser inmediata. Es de suponer que la reprimenda surtió efecto sobre la futura trayectoria política del joven Santiago y que tomara buena nota del siguiente axioma: «Como principio básico, la autoridad de la dirección del partido no podía ser nunca objeto de negociación»[245].

En enero de 1942, de acuerdo con Jesús Bayón, Calixto Pérez Doñoro y Ramón Guerreiro se reorganizó la dirección central del partido en Madrid. Se procedió a recoger los restos de la organización que no estuviesen quemados e iniciar la enésima reconstrucción cooptando a militantes desconocidos por la policía. Para entonces, «La Chon» se había sumergido en la más estricta clandestinidad: como medida de seguridad, había roto con la mayor parte de su familia y con todas cuantas relaciones pudieran ponerla en riesgo. Se la aisló del trabajo central por sugerencia de Bayón, dado el peligro de que fuera detenida, dedicándose, desde junio de 1942, a las tareas de agitprop del Comité Provincial de Madrid en unión de Dionisio Tellado, su secretario general.

En marzo se celebró un pleno al que asistieron Bayón, Pérez Doñoro, Guerreiro, Trinidad García Vidales —cuñado de «La Chon»— Elvira Albenda, Dionisio Tellado, Félix Pascual, Ventura Arroyo, Agapito del Olmo y Juanito Fuentes. En él se condenó la línea de la era Quiñones. Revisitando su pasado, «Chon» quiso dejar patente, «para que quede bien claro», que durante el mandato de Quiñones no hubo nadie, «absolutamente nadie (subrayado en el original) que no acatara la posición falsa y que todos trabajamos sobre esta línea». Apenas existían discusiones políticas y toda la actividad se desarrollaba en círculos cerrados, completamente desligados de las masas. «La Chon» lamentó también las prácticas imprudentes de Quiñones —«en un espacio de pocos metros nos tomaba y dejaba a cuatro y cinco camaradas»— y Realinos, que solía convocar reuniones en lo que se llamaron sus cuarteles generales, «lugares de cita donde era fácil que nos reuniéramos unos cuantos sin tener cosa concreta que hacer allí». Como si fuese una anomalía exclusiva de la metodología de Quiñones, «La Chon» se quejó de que en el funcionamiento de la dirección «no había nada de democracia y todo se reducía a órdenes de tipo dictatorial».

En abril llegó Jesús Carreras Olascoaga, enviado por Monzón con una carta de Uribe en la que se desenmascaraba la política de Quiñones, calificándola de «menchevique» por colocar al partido a remolque de las fuerzas burguesas, negando su papel dirigente a la clase obrera. La misma matriz de la que saldrían los argumentos debeladores, tres años más tarde, contra el propio Jesús Monzón. Carreras recomendó hacer un amplio informe sobre el trabajo del partido desde la terminación de la guerra para enviarlo al exterior, en el que colaboraron Bayón y «La Chon». Ella fue la encargada de mecanografiar el informe, sustituyendo los nombres por claves numéricas. Desafortunadamente, el texto y las claves que permitían su desciframiento acabaron en manos de la policía.

Con Carreras se cayó en el reverso de la metodología de Quiñones: en el afán de dar al partido una estructura menos vertical, se crearon direcciones demasiado amplias, que resultaron ineficaces para la gran movilidad que debe tener el partido en la ilegalidad. Por el lado positivo, se incrementaron los materiales editados a máquina y multicopista y se lanzó el periódico Liberación Nacional, del que se tiraron dos ejemplares. Ramón Guerreiro fue detenido en marzo de 1943 y entregó la casa donde se reunía con Bayón y «La Chon». A resultas de ello cayeron Bayón, Agapito del Olmo, Hipólito Peralta, el responsable del Socoro Rojo, y otros. Escaparon momentáneamente a la detención «La Chon», Carreras, Doñoro, Tellado, Trinidad Vidales y Félix Pascual. Reorganizaron el Comité Provincial de Madrid en cuatro sectores y sacaron un Boletín de Trabajo n.º 1 bajo el principio de que «todo organismo o militante en posesión de la línea política, tiene al partido en sus manos, que es todo cuanto el partido puede dar, y no debe dejar su actividad por el solo hecho de perder un contacto momentáneamente». Era el reconocimiento paladino de la reducción de la organización, por efecto de los golpes represivos, a su última expresión: la que residía en el voluntarismo de los militantes aislados y en su capacidad para tirar adelante por sí mismos.

La desorientación amenazaba con convertir los pequeños colectivos aislados e inconexos en grupos en los que la naturaleza de la lucha entrase en vías de degeneración. Tal cosa ocurría, como denunció «Goyo», con el grupo de Eugenio «el Casa». Había ostentado responsabilidades económicas en las colectividades de Levante y con él estaban un antiguo chófer de Segis Álvarez, representante de la JSU ante la Internacional Juvenil Comunista (KIM, en ruso) y otro individuo hábil en falsificaciones. Se dedicaban a robar ruedas y piezas de coches y llegaron a montar un negocio por procedimientos sucios que llegó a tener a su servicio dos camiones y un turismo. «Decían que su propósito era sacar dinero para el partido, pero eso era falso, puesto que a lo que se dedicaban era a vivir magníficamente». Acabaron en la cárcel de Torrijos en 1943. Cuando quisieron aproximarse al partido, este les rechazó[246]. Por otra parte, se incurrió en el error de organizar algún grupo de afinidad basado en la común pertenencia a la antigua policía republicana, lo que convertía a sus integrantes en blancos perfectos para la denuncia, presa fácil para su destrozo por los engranajes de la Causa General y bocado exquisito para la sevicia de los torturadores de la Brigada Político-Social. El grupo Información, Seguridad y Recuperación fue creado a finales de 1941, con el cometido de conocer la localización de comisarías, cuarteles y centros de Falange, sustraer armas y documentación oficial e identificar a funcionarios y colaboradores del régimen para atentar contra ellos. Estuvo formado por una docena de exmiembros de las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia, designados posteriormente para las Brigadas Criminal, Social y Especial del gobierno republicano. Sus detenciones se sucedieron en cascada desde abril de 1942, siendo ejecutados en las tapias del cementerio del Este el 19 de mayo de 1943[247].

La troika de dirección encabezada por Carreras como secretario general incluyó a Luis Espinosa, de Organización, y Pérez Doñoro, de Agitprop. El Comité Provincial quedó reducido a otros tres miembros pluriempleados: Dionisio Tellado, secretario general, enlace con la dirección central, controlaba el Socorro Rojo y el sector Norte; Juan Soler, secretario de organización y finanzas, tenía a su cargo los sectores Sur y Oeste; y «La Chon», responsable de agitprop, cárceles y aparato de propaganda, controlaba el sector Este. El número de militantes subjetivamente estimado, era de unos mil, seiscientos de ellos en el sector Sur, una zona que siempre destacó por la actividad de sus células de fábrica y de barriada. A través del sector Oeste se contactó con un tal Julio, impresor, que debido a la confianza de que gozaba en su taller, se ofreció a tirar Liberación Nacional, que cambió su título por Reconquista de España. De Mundo Obrero se llegaron a tirar 5000 ejemplares de un número y 48 000 octavillas, algunas con banderas tricolores. El aparato de agitprop estaba totalmente feminizado. «La Chon» controlaba la imprenta, Asunción Cano Agraz, del sector sur, hacía de enlace con los responsables de los sectores, y Paquita Arcones distribuía los ejemplares.

Para dar mayor visibilidad a las acciones del partido y galvanizar a los militantes de sus células se concibió la idea de crear el «Grupo de Audaces», cuya misión sería la de repartir propaganda a gran escala por todo Madrid y realizar actos de sabotaje. Serían una especie de estajanovistas del activismo, una brigada de choque. Se solicitó a los sectores que facilitaran listas de camaradas dispuestos y, con doce de ellos, se creó el grupo, controlado por «La Chon». Se hicieron tres grandes acciones de agitación el 20 de septiembre, el 7 de noviembre y el 31 de diciembre. De todo el material de propaganda distribuido, «los Audaces» repartieron el triple que lo difundido por los sectores. Los resultados fueron discretos, aunque algunos debieron llamar algo la atención:

Suspensión de un partido de fútbol en el campo de La Ferroviaria con intervención de la policía, por encontrar el público las gradas llenas de propaganda; entrega de materiales a los obreros a la entrada o salida del trabajo en paquetes de 10 o 20 ejemplares; una simpática manifestación de mujeres en el mercado de Olavide; la lectura de Mundo Obrero fijado en un poste de Vallecas donde se congregó mucha gente; balance de sabotaje por las células, detención de dos técnicos de Standard y dos en la fábrica de mica de Galileo, al comprobar por segunda vez que se estropeaba una gran cantidad destinada a Alemania, seis camiones menos en una semana salidos de Valderribas.

Como consecuencia, en el primer trimestre de 1943 la policía aumentó la presión y continuó el goteo de caídas. Paquita Arcones fue denunciada por una mujer disconforme con la propaganda que recibía, sin que la policía que se personó en su domicilio diera con ella. A finales de marzo, un tal Francisco «el Chepa», secretario del radio Este, entregó a los otro dos miembros de la troika, a una célula de Prosperidad y a otra del ejército. Por aquella época llegó Laureano González Suárez («Trilita»), de cuyas andanzas se hablará más adelante. «Trilita» acabó entregando a Carreras cuando llevaba encima documentación comprometedora. Fue brutalmente maltratado en la DGS. A raíz de ello, cayeron Calixto Pérez Doñoro, Luis Espinosa y la organización juvenil: Castillo, Toñón y Bonifacio Fernández. Este último murió en la misma DGS a causa de las torturas, sin que pudieran sacarle siquiera su nombre, por lo que fue enterrado con la falsa identidad de Jesús González. «Trilita» entregó también al Comité Provincial de Pamplona, formado por Fernando Gómez Urrutia, cuñado y amigo de Jesús Monzón, su mujer, Dora Serrano y Martín Gil Istúriz, que sería fusilado.

Durante su estancia en la cárcel, Espinosa y Pérez Doñoro fueron enormemente críticos con la labor de Carreras. Espinosa se convirtió en un ejemplo de temple frente al maltrato policial, que resistió sin soltar palabra.

Según los compañeros de su expediente dicen que es el más valiente de cuantos han pasado por la DGS. La policía misma ha hecho manifestaciones en ese sentido. Le pegaron como a nadie. Le tuvieron cuarenta días con las esposas. Detuvieron a su padre, con el cual lo cargaron. El padre lo reconoció y le dijo que habían perdido, que no había más remedio que reconocerlo. Él negó que aquel fuera su padre y que lo hubiera reconocido jamás. Se negó a reconocer los cargos que se le hacían. Cuando fue a declarar ante el general [Jesualdo de la Iglesia] este se envanecía de que se podía haber reído de la policía, pero que de él no iba a reírse. Después de haber declarado lo que quiso, se negó a firmar la declaración. Lo llevaron a celdas. Allí era considerado como un héroe[248].

La figura de Calixto Pérez Doñoro, por el contrario, experimentó un enorme deterioro en el imaginario de sus camaradas del interior, a pesar de haber logrado la proeza de fugarse de la cárcel junto con Ramón Guerreiro y Jesús Bayón el 14 de marzo de 1944. De él se sabe que, al no adaptarse a la vida guerrillera, huyó a Francia en 1946. Sin embargo, el relato que corrió en el interior fue radicalmente distinto. Se rumoreó que se había desmoronado en la DGS y entregado todo cuanto tenía en sus manos. Mientras estuvo en prisión, se le habría mantenido apartado del partido, uniéndose al coro de los descontentos. Su fama entró en barrena: «Las noticias que han llegado de él hasta las cárceles son que estaba en un grupo de guerrilleros, que tenía relaciones íntimas con una mujer considerada confidente de la policía, le llevó al campamento y cuando le dijeron que había que ejecutarla, se ofreció a hacerlo, huyendo con ella. Que fueron cogidos los dos y ejecutados»[249]. No era cierto, pero fue creído. Teniendo en cuenta que había sido uno de los principales opositores a la línea de Quiñones, su desprestigio fue un legado envenenado póstumo del viejo kominteriano.

De nuevo, vuelta a empezar. Hubo que proceder a reorganizar todo el Comité Provincial de Madrid. «La Chon» fue encargada de elaborar materiales con la escucha de las radios extranjeras y artículos de prensa. No fue por mucho tiempo. El 24 de julio de 1943 fue detenida en su domicilio tras la detención, interrogatorio y confesión de Vicenta Camacho y Antonio Vaquerizo, incorporados por ella al trabajo ilegal en el Socorro Rojo. Le fue ocupada en su domicilio la cabecera de Mundo Obrero, ejemplares del informe de la conferencia, clichés de multicopista y una relación de artículos de prensa. Fue sometida a «hábiles interrogatorios» durante varios días consecutivos, permaneciendo todo el tiempo en incomunicación. Se le hizo presión tanto física como moral, enseñándole fragmentos de declaraciones acusatorias contra ella hechas por terceros. Julio, el impresor, la identificó como «la Peque», la que le daba las órdenes para su trabajo de imprenta. Un domingo fue interrogada por siete agentes a las 12 de la mañana y nuevamente a las 11 de la noche para que entregara a Félix Pascual. No pudiendo resistir la presión, dio el lugar de su escondite. En la madrugada del domingo al lunes cayó Félix, que a su vez dio a otros tres, entre ellos Felipe Treviño, el encargado del aparato de falsificaciones. Este fue forzado a participar en una falsa cita en el Retiro con Dionisio Tellado («César»), que fue detenido y herido de un balazo. Tellado dio a Juan Ros y a cuatro camaradas más de la Juventud, que a su vez entregaron a otros. Era como tirar de las cerezas de un cesto. También resultó detenido Cecilio Martín Borja («Timochenko») que, tras su fuga de Alcalá junto con Pérez Doñoro, Tellado y Guerreiro se convertiría en jefe de la guerrilla en la zona Centro. Caería abatido por la policía en 1947. Durante uno de los interminables interrogatorios, la policía amenazó a «La Chon» con detener a su madre y hermana si no entregaba a su cuñado, Trinidad García. Intentó distraer a sus torturadores y ganar tiempo dando una dirección en la que Trinidad no debería estar, con tan mala suerte que, durante el registro, dieron con un paquete y un remite postal que les condujo a las señas verdaderas. En la operación también fue detenido en su consulta el doctor Villaplana, el médico al que recurrían los comunistas madrileños, y uno de sus pacientes, Rafael Abad San Francisco.

El primer calvario de «La Chon» duró casi dos meses y medio, setenta y ocho días —entre el 24 de julio y el 10 de octubre— que fueron los que permaneció en la DGS en manos de sus torturadores, los célebres agentes de la Brigada Político-Social Luis Marcos, Carlos Aroas («Carlitos»), Arias, Morales, Roberto Conesa («el Orejas»), Bachiller, Gilaber[250], Rueda y Moya, que la sometieron a cuarenta y siete sesiones de interrogatorios. El segundo período duró cuarenta y dos días, desde el 25 de noviembre de 1943 hasta el 6 de enero de 1944. Fue sacada a diligencias a la DGS para carearse con un tal Joaquín Salas, que había entregado a varios compañeros y pretendía relacionarla con el grupo de dirección de Mujeres Antifascistas. «La Chon» no reconoció nada pero, como secuela de los malos tratos recibidos, le quedó dañada la columna vertebral. El doctor Viñas, que la reconoció posteriormente en el hospital Varsovia de Toulouse, diagnosticó que tenía una vértebra rota a consecuencia de las palizas y que sería necesario sacarle una astilla del húmero para colocársela en la columna. Por fin, fue trasladada a Ventas, donde informó preceptivamente de todo lo relativo a su expediente a la dirección del partido, que eran Alfonsa Sánchez, Elvira Albelda y Dolores Adémez. Se incorporó como responsable de agitprop y colaboró en la organización de un comité de enlace con las presas socialistas, encabezadas por Herminia Fanego y Angelita Rodríguez, para publicar un manifiesto conjunto con los puntos de Unión Nacional.

POLÍPTICO CARCELARIO

Las condiciones de vida en las cárceles, en general, eran muy distintas, dependiendo de algo tan aleatorio como la personalidad del director y de los guardianes. En el extremo del rigor estaba Torrijos, que albergaba 2500 presos, de los cuales, doscientos eran comunistas. El 80% eran delincuentes comunes —«rateros»—, entre los que se hallaban encerrados unos doscientos falangistas por robo, inmoralidad o falsificaciones. Había hasta un coronel condenado por la violación de una niña. El partido estaba organizado en círculos. El primer círculo estaba formado por camaradas muy firmes, los que ostentaban la dirección. Estos formaban una cadena en la que cada miembro solo conocía al anterior y al siguiente. El segundo círculo estaba formado por camaradas menos templados, enlazados con uno de los eslabones del primer círculo que se encargaba de controlarlos y orientarlos personalmente. Sus integrantes recibían las orientaciones del primer círculo y no conocían ni los documentos ni la organización del partido. El tercero estaba formado por los simpatizantes. Se controlaba a través de camaradas del primero, o de los de más confianza del segundo, mediante relaciones de tipo exclusivamente personal. Cada semana se hacía un informe de la dirección del partido, que se transmitía verbalmente a la militancia.

El régimen de Yeserías, por el contrario, era más laxo, de forma que hubo quien afirmó que «esta prisión ha sido realmente un sanatorio para todos». El director, José Serrablo, daba de comer bien, si se comparaba con otras cárceles: dos platos y medio de comida (lentejas con patatas y pescado, por ejemplo) y otros tantos de cena, y café con leche en el desayuno. Hizo construir un teatro donde se daban funciones para los presos. Organizó una orquesta, una banda de música y varios equipos de fútbol, e hizo construir una cancha de baloncesto y otra de tenis. Impulsó un cuadro de gimnasia y prescribió una hora diaria de ejercicio físico. Había un buen economato y del botiquín se sacaban los medicamentos necesarios para las familias de los presos. Las celdas tenían la puerta abierta y la hora de acostarse no era observada con rigor. La embajada alemana enviaba películas de cine dos días a la semana, que luego fueron sustituidas por películas americanas. A veces se organizaban actuaciones de artistas famosos. Los presos pagaban dos reales por la entrada, en teoría para obras de reforma, pero quien se quedaba la recaudación de la taquilla era el director. Serrablo estaba conceptuado como un golfo por los presos, pero lo importante era que el trato que les dispensaba era bueno. Impedía que ningún funcionario pegase a un preso y permitía comunicaciones extraordinarias por el locutorio de jueces sin interponer obstáculos aunque, naturalmente, había que pagarlas. Se contrabandeaba con todo tipo de productos entre el interior y el exterior de la cárcel. El director siempre estaba haciendo obras y mejoras, de las que él se llevaba comisiones. Empleaba en ellas a presos y se guardaba el dinero de los jornales. En contrapartida, consentía las reuniones políticas y la circulación de los materiales del PCE. Sus secretarios fueron siempre camaradas y cuando le iban con una denuncia contra alguien por ser comunista, él contestaba que si cumplían bien con su obligación, lo demás no le interesaba. En cierta ocasión sorprendió una reunión de célula en una de las oficinas y le dijo simplemente al responsable que procuraran ser discretos. «Varias veces fue la Social a investigar y él paró los golpes». Era demasiado bueno para durar. Se produjeron dos fugas en breve espacio de tiempo. Los falangistas denunciaron las actividades de los presos comunistas y, a la postre, se abrió una investigación y se destituyó al director. Desde entonces, todo cambió. Volvieron los malos tratos que motivaron la realización de una huelga de hambre contra los métodos de los nuevos responsables[251].

Desde que «La Chon» entró en la cárcel de Ventas se dedicó a analizar los puntos débiles del recinto con el objetivo de fugarse. Observó que en las garitas no había una guardia fija, sino solo una ronda de soldados cada dos horas. Dio el paso cuando le comunicaron la fecha para el consejo de guerra. Fue juzgada el 6 de octubre de 1944 en Alcalá de Henares y condenada a muerte. El 15 de noviembre, de acuerdo con la dirección del partido en Ventas, se evadió en unión de Elvira Alfonso, integrante del Comité Provincial de Valencia durante la guerra. El comité ordenó a Paz González —presa «voceadora», como llamaban a las internas empleadas por las funcionarias y que tenían libre acceso a todos los sitios de la cárcel— que cogiese las llaves que abrían la galería de penadas, la fábrica de manufacturas y la puerta principal. Contaban con la colaboración de una funcionaria, una tal Amalia, cuyo marido era comunista y había estado preso. Después del recuento de las 9 de la noche y cuando estaban todas las presas acostadas, salieron de la galería «La Chon» y Angustias Martínez, bajaron a Penadas, sacaron a Elvira y, utilizando las llaves, se movieron por el recinto hasta llegar a una garita de vigilancia vacía. Saltaron la tapia que da a la calle y Angustias volvió a la galería cerrando todas las puertas. Elvira y «La Chon» se separaron y fueron a distintos domicilios seguros.

No fue la única que pudo ponerse a salvo mediante una fuga audaz. Como ya se señaló, Ramón Guerreiro, Dionisio Tellado, Cecilio Martín Borja («Timochenko») y Calixto Pérez Doñoro lo lograron también por aquellas fechas, confundiéndose entre los visitantes. De la misma cárcel, Alcalá de Henares, se escapó el antiguo colaborador de Monzón, Arsenio Arriolabengoa. Había sido detenido en el verano de 1945. La dirección del partido en la prisión recibió una proposición de Albino Álvarez Álvarez y Pedro Lafuente para estudiar la posibilidad de liberar a camaradas mediante la falsificación de órdenes de libertad. Contaban con unos contactos en el exterior, no controlados por el partido, que hacían trabajos de esa índole mediante una máquina de impresión Boston. La dirección confeccionó una lista de ocho posibles aspirantes a la evasión. Tenían que reunir la característica de no estar en espera de ser juzgados, porque el instrumento que había que utilizar eran órdenes de libertad provisional procedentes del juzgado, que se validaban sin más trámite que la comprobación de los datos personales del expediente. Arriolabengoa y Santiago Cuesta fueron los elegidos, porque pesaba sobre ellos la petición de pena de muerte. La fuga se llevó a cabo el 11 de mayo de 1946. El procedimiento fue complejo. Comenzó escamoteando un oficio de libertad auténtico por parte de dos militantes que estaban de ordenanzas. Con ese modelo, se hicieron dentro de la prisión las fichas en un papel idéntico al del original, reproduciendo los sellos, el formulario impreso y el membrete oficial. El oficio auténtico fue sacado al exterior por una mujer llamada Mercedes, tras una entrevista en el locutorio. También ocultó en una cartera de doble fondo unas veinte hojas de oficio con la firma falsificada del juez, destinada a ser impresa y fotograbada para usos posteriores. Los espacios en blanco de los oficios, destinados a la filiación del preso, fueron rellenados a máquina. Cuando estuvieron debidamente cumplimentados, un militante llamado Ángel, disfrazado de soldado y a bordo de un coche gran turismo de alquiler, conducido por otro camarada, Andrés Arenillas, entregó el sobre conteniendo los dos oficios de libertad provisional. Eran las dos y media de la tarde, la hora de la comida, y pretendían eludir la presencia de policía en la puerta. El tren Alcalá-Madrid salía a las 6.15 de la tarde. En Madrid les esperaba Mercedes. Cogieron el tren correo a Barcelona, donde llegaron el 12 de mayo, a las 6.15 de la tarde. Tenían el proyecto de pasar la frontera dentro de la cisterna de un camión propiedad de una empresa de yogures, pero no fue necesario, porque obtuvieron unos salvoconductos modificados y les cruzó una mujer que operaba como guía en Andorra, previo pago de mil pesetas[252].

«La Chon», por su parte, permaneció oculta casi tres meses hasta que el 7 de febrero de 1945 el partido decidió sacarla de Madrid y enviarla a Asturias. Allí permaneció en contacto con la organización del partido en Sama, Infiesto y Oviedo. Se dio cuenta del declive de la lucha guerrillera, comprobando que la población retiraba su apoyo al maquis por temor a la respuesta represiva de la Guardia Civil y a las propias exacciones de los guerrilleros. Su salud empeoró. Sufría de la columna y necesitaba una operación que, en su condición de indocumentada, no podía procurarse. El partido la puso en contacto con un marinero que pasaba perseguidos a Francia. Este la cruzó en barca de Santurce a San Juan de Luz el 12 de octubre de 1948.

La trayectoria de Asunción Rodríguez, «La Chon», revestía los rasgos de una auténtica epopeya. Pero lo que encontró en Francia cuando, como militante disciplinada que era, informó de su llegada, fue un ejemplo de la miseria moral con la que el estalinismo podía llegar a tratar a esos militantes que eran la materia prima con la que se construía la Historia. Un burócrata del aparato de pasos, en la confortable seguridad de Toulouse, se encargó de recibir el informe de «La Chon» y someterlo a evaluación. «Es una mujer de una vasta cultura y bien preparada políticamente. Tiene una facilidad asombrosa para mentir», sentenció de partida. Pasó a continuación a arrojar sombras sobre su trayectoria. En su relato confluían bastantes «casualidades» poco creíbles. Carecía de documentación y había mentido sobre su identidad y sobre el lugar por el que había entrado a Francia. Como si, dicho sea de paso, hubiera cometido con ello un delito de lesa clandestinidad. Las insidias iban subiendo de tono y no tardaron en aparecer las sospechas de provocación: «Al poco tiempo de pasar la frontera comunicó a la policía franquista de Madrid que estaba en Francia; dice haber escrito a la policía de Franco para que dejen tranquilos a sus padres, pues a cada momento estaban molestándolos porque no daban con su paradero… Habla el francés demasiado bien (subrayado en el original) para el tiempo que lleva en Francia. Contestó que lo había aprendido en el bachillerato».

La evaluación no pudo ser más negativa y trufada de subjetivismo: «En conclusión, es una mujer muy lista, se pasa y eso la pierde. Nuestro camarada ha llegado a pensar que bien pudiera tratarse de una agente franquista. De cualquier forma, es una mujer muy turbia, muy embustera y llena de “casualidades”»[253]. «La Chon» no debía ser consciente que, durante su estancia en prisión, las cosas habían cambiado mucho en cuanto a la consideración de los activistas de primera línea y largo recorrido. Ahora, esas circunstancias, calificadas peyorativamente en su conjunto, tenían un nombre maldito: monzonismo.