1. El arranque del exilio
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El arranque del exilio
CUANDO EL 1 DE ABRIL DE 1939, las fanfarrias de Radio Nacional de España anunciaron el parte de guerra del cuartel general de Burgos que certificaba la victoria, hacía ya semanas que la diáspora republicana anegaba con su marea de humanidad derrotada los campos del sur de Francia. Como parte de ella, el contingente comunista se nutrió de los expatriados que, en los amenes del conflicto, habían recurrido a los medios más diversos para abandonar el país. Una gran parte de los militares salieron en enero de 1939, con la caída de Cataluña. Algunos volvieron a la zona Centro-Sur para proseguir el combate, topándose con la sublevación del Consejo Nacional de Defensa encabezado por Besteiro, Mera y Casado el 5 de marzo de 1939. Los que pudieron huir en esta segunda ocasión, a los que se unieron quienes habían ostentado cargos políticos en la zona central, lo hicieron partiendo de los aeródromos de Levante o en barcos como el buque carbonero Stanbroock que, tras penosa travesía, acabaron rindiendo su pasaje en Argelia en manos de las autoridades coloniales francesas. Miles quedaron atrapados en la ratonera del puerto de Alicante o en las improvisadas prisiones que los vencedores comenzaban a llenar para celebrar la paz del Caudillo.
EL ARCHIVO RODANTE Y UN TESORO ENTERRADO
El PCE procedió a organizar como pudo la situación del capital humano y material que había logrado salvar. Lo más urgente era localizar y enlazar a sus militantes, pero no lo era menos poner a resguardo los archivos y bienes del partido, sobre todo los valores fungibles indispensables para sostenerse en la incierta etapa del exilio que comenzaba. Desde el 15 de enero, los tutores de la Komintern, Togliatti («Alfredo») y Stepanov («Moreno») habían apremiado al partido para que evacuase su archivo. Cuatro vehículos partieron de Barcelona, de la sede del Comité Central en la calle Balmes, 205, a última hora de la noche del día 25 de enero, víspera de la caída de la ciudad. Uno de ellos iba conducido por Saturnino Colinas y los otros por Antonio Fernández, un tal Rivas y un conductor del Cuerpo de Asalto. El camión de Colinas cargaba con la documentación y una decena de valijas que contenían los valores del partido. Fernández transportaba máquinas de escribir y maletas con ropa. Fueron custodiados durante todo el trayecto por cuatro integrantes de la unidad de élite comunista, el XIV Cuerpo de Guerrilleros, cuatro guardias de asalto de absoluta confianza y el mismo número de miembros de las Brigadas Internacionales. La coordinación del operativo corrió a cargo de dos responsables de máximo nivel: hasta Figueras, fue «Alfredo» (Togliatti) quien se responsabilizó del transporte. El relevo lo tomó Nahum Eitingon («Kotov»), rezident del NKVD[1], que delegó la ejecución material del traslado hasta la frontera en «el camarada Santi».
La presencia de Kotov y la personalidad de «Santi» dan la medida de lo especial de la misión. Santiago Álvarez Santiago había sido uno de los principales responsables de las patrullas del radio Oeste del Comité Provincial de Madrid del PCE durante los días de plomo del verano-otoño de 1936, delegado del partido en el Comité Provincial de Inspección Pública (CPIP) y uno de los responsables de las sacas de presos derechistas en noviembre. Años después, sería el hombre al que confiaría su seguridad Dolores Ibárruri, «Pasionaria», en Bucarest[2]. Luis Galán, que lo trató en la redacción de Radio España Independiente, lo definió como «una persona de un complejo primitivismo: obcecado, violento y sentimental» pero «de una probidad implacable. Habría sido capaz de dejarse morir de hambre antes que tocar un céntimo de los fondos del partido». El tesoro documental y material comunista no podía estar en manos más seguras[3].
En Portbou, el enlace era un miembro de las Brigadas Internacionales que, a su vez, estaba en contacto con un «amigo francés», del PCF, el diputado Venoa, que debía hacerse cargo de la entrega de los camiones. El 9 de febrero, «Santi» comunicó que había cumplido su parte de la misión y que el archivo había llegado sin novedad hasta la frontera. Los problemas comenzaron al franquearla. Nadie con autoridad suficiente, salvo Juan Ambou, por el PCE y Valdés y Morgades, por el PSUC, se encontraba presente para llevar a cabo la recepción. Rivas y Fernández cruzaron la frontera por Le Perthus y Colinas y el chófer de Asalto por Portbou. A Fernández y a Colinas les pararon los gendarmes, registraron sus vehículos y se incautaron de ellos. Los comunistas franceses informaron a la dirección en Toulouse de que los otros camiones que contenían la mitad del fondo documental pasaron la frontera y fueron a parar a Saint-Cyprien. El que conducía el guardia de asalto fue el único que llegó a entrar en el campo. También había sido objeto de registro por guardias indígenas y gendarmes. Faltaban una caja de alhajas y algunos lingotes de oro que podrían haberse empleado para sobornarlos. Aun así, la mayor parte de su contenido fue puesta a buen recaudo.
José Gómez Gayoso y Felipe Muñoz Arconada corroboraron que el camión tenía el aspecto de haber sido saqueado. Visitaron al comandante español del campo, el coronel Morales, y consiguieron que el vehículo fuese trasladado al sector donde se encontraba el cuartel general del ejército del Ebro, el campo 15, para salvar lo que mereciera la pena y proceder a la destrucción de los documentos comprometedores. Un primer inventario de la carga consignó tres cajas de madera conteniendo biografías del PSUC —unas 3000 fichas, con fotografías incluidas, de la comisión de cuadros— y valores en acciones de Hidroeléctrica, Transatlántica, Ferrocarriles Nacionales y otras empresas, 172 900 pesetas en billetes, varios ficheros metálicos con correspondencia entre los comités provinciales y el Comité Central, carpetas de la Secretaría de Organización, una caja de caudales sin abrir y varios sacos con lingotes de plata, algunos abiertos y medio vacíos. Se encontró también una máquina fotográfica e instantáneas de plenos del Comité Central que fueron entregadas a uno de los hermanos Mayo, fotógrafos oficiales del PCE. Una revisión más exhaustiva de la documentación reveló que entre ella se encontraban documentos del máximo órgano de dirección, el Buró Político, sendas carpetas de Francisco Antón, Irene Falcón y Stepanov, cartas de los hijos de Largo Caballero, documentación relacionada con el POUM, números de La Batalla y Acción Francesa, una carpeta de Jesús Larrañaga que contenía un fichero de agentes fascistas en diferentes embajadas y documentos intervenidos al PSOE.
Un gendarme dio el aviso de que, durante la noche, los franceses se proponían registrar por sorpresa el campo 15 con el objetivo de coger todo el oro que se rumoreaba que había en él. La Comisión Político-Militar decidió trasladar todo el material al campo 16, del que varios camaradas sacaron clandestinamente todos los lingotes de plata que pudieron. De la documentación se hizo un primer expurgo. Al amanecer, para no llamar la atención, fueron quemados los documentos de los comités provinciales y las acciones. Se preservaron algunos papeles sobre Negrín y originales fotográficos de José Díaz y Dolores Ibárruri. Ante la persistencia de los registros, en la siguiente tanda se quemaron las actas del Buró Político, informes de Dimitrov y una serie de fotografías.
En un documento custodiado en el archivo de la Komintern[4] se alude a que «unos 300 kilos de oro que estaban en nueve lingotes y dos paquetes de regletas» fueron enterrados en el campo 14 de Saint-Cyprien. La mayoría de las fuentes refieren que, en realidad, se trataba de barras de plata y que fueron sepultadas en un cajón bajo la chabola del Comisariado del Ejército del Ebro. Sin embargo, José Díaz, en el cuaderno en que anotó los avatares de la evacuación del archivo consignó literalmente en el apartado 6 del inventario los términos «alhajas/oro», si bien luego matizó que pertenecían al PSUC[5]. Los responsables instaron a Ángel Álvarez («Angelín»), colaborador del Comité Central en Toulouse, a buscar la forma de recoger todo cuanto fuera posible para irlo enviando a París.
Peor suerte corrió otra parte sustancial del archivo documental. Los responsables de su traslado eran Luis Cabo Giorla y Bautista Banqué. Fue embarcado en un tren que hacía el recorrido La Bisbal-Portbou. En vista de las insuperables dificultades encontradas para su evacuación, fue quemado. Se destruyó también el archivo de la Subsecretaría del Ejército de Tierra. Desapareció entre llamas el del Comisariado, que contaba con un importante fondo de cerca de siete mil fichas y fotografías. El archivo de la zona Centro-Sur fue destruido en las proximidades de Cartagena por órdenes de Togliatti. Había estado arrumbado en un camión estacionado en un garaje, sin que nadie decidiera qué hacer con él, hasta que se produjo la sublevación casadista. Un síntoma más de que, por parte comunista, no había diseñados planes de contingencia en previsión de la derrota y el paso a la clandestinidad[6].
Más caótica aún fue la evacuación del material del PSUC, un partido fracturado, por añadidura, por la división interna y el enfrentamiento con el PCE. Los recursos financieros del PSUC ascendían a más de seis millones de francos. Su tesorero, Miquel Serra i Pàmies, delegó su gestión en Joan Morgades, uno de los más caracterizados opositores a la subordinación del partido catalán al español. Pedro Checa dijo que Morgades se había fugado a Francia con el dinero en distintas divisas, que con él había fundado una empresa y que había entrado en relación con Acció Catalana a fin de crear en Francia un partido socialdemócrata catalán. Como conocía detalladamente los bienes del PSUC y dónde estaban depositados, «los compañeros en Francia no se atrevieron a proceder contra él —se supone que liquidarlo— por no perder todo»[7].
El asunto se inscribía en el contexto de las tensas relaciones entre ambos partidos comunistas al final de la guerra. Antes de salir para Moscú, tuvo lugar una reunión de la cúpula del PSUC para decidir el destino de la caja del partido. Una minoría se mostró partidaria de ingresar sus fondos en el Banque Commerciale pour l’Europe du Nord (BCEN), controlado por la URSS, frente a la mayoría, representada por Serra i Pàmies y Josep Miret —ambos masones—, que preferían hacerlo en un banco francés por intermediación del ministro galo de Finanzas, Paul Reynaud. De esta forma, el PSUC pretendía mantener su autonomía financiera y no entregar sus recursos a la Komintern, con el riesgo de que acabaran siendo transferidos al PCE. Fue una precaución inútil, porque con la ocupación alemana, se perdieron definitivamente[8]. En todo caso, hay que reconocer algo de premonitorio en aquella actitud de reserva, habida cuenta de cómo funcionó la ley de transitividad en el caso de los fondos del PCE y del gobierno republicano confiados a agentes de la Komintern.
El gobierno republicano había cedido al aparato de Maurice Tréand («Le Gros»), responsable de la Comisión Central de Cuadros del PCF y de la empresa encubierta France Navigation, encargada de aportar barcos para la evacuación desde Levante, casi cuatrocientos millones de francos para su utilización en este menester. Terminada la guerra, nadie, salvo «Le Gros» y un puñado de dirigentes del PCF, sabía dónde se encontraba esta cantidad. La policía que rondaba la sede de France Navigation en la rue Arcade, a espaldas de la Ópera, estuvo en una ocasión a punto de dar con el secreto. En la caja fuerte de la compañía se hallaban documentos extremadamente comprometedores: la lista completa de los políticos y funcionarios que percibían dinero de la caja B del PCF; la relación de todos los escondites, puntos de apoyo y contactos, tanto en el país como en el extranjero; los archivos de transacciones entre Moscú y la España republicana; la información sobre el tráfico de armas y, lo más importante, la lista de los cuarenta y tres depositarios del «tesoro de guerra» del PCF[9]. Tréand tenía la intención de no soltar ni un céntimo hasta recibir instrucciones del Secretariado del PCE. Stepanov informó de ello a Dimitrov. La oportunidad era tentadora. En el tráfago del colapso de la República y el final de la guerra, se ofrecía la posibilidad de quedarse con una suma de entre 150 y 200 millones de francos cuyos legítimos propietarios iban a tener muy difícil ejercer su reclamación.
El 13 de junio de 1939, Tréand llegó a Moscú y se entrevistó con Dimitrov y Manuilski. Dimitrov consignó en su diario que el tema no había quedado resuelto porque era necesario consultar con las alturas. No parece que la cantidad fuera restituida al gobierno republicano. Tampoco, a tenor de las estrecheces y economías propuestas por la dirección para el funcionamiento del aparato, que revirtieran en el PCE[10]. Menos de un mes antes, Pedro Checa había comentado a Jesús Hernández que, para que PCE y PSUC pudieran emprender con algunas posibilidades de éxito el trabajo ilegal necesitaban «imprescindiblemente la ayuda técnica y material de la Internacional» y propuso que ambos partidos fueran ayudados económicamente. «Sin esta subvención en dinero —concluyó—, el sostenimiento de los mismos y del resto de sus actividades sería imposible a breve plazo»[11].
En noviembre de 1940, Checa refirió que, cuando Joan Comorera, secretario del PSUC, llegó a México trajo el encargo del resto de la dirección de ordenar que se realizara un informe sobre los problemas financieros del partido, «pues no comprendéis bien qué había sido del dinero». Y relató: «De nosotros, el único que conoció ese problema fue Luis Cabo Giorla, que dice lo siguiente: “En una reunión donde participamos Manuilski, Pepe Díaz, Dolores, yo y no recuerdo si ‘Le Gros’, se acordó a propuesta de Manuilski trasladar las cosas a la Casa [la URSS]. De ello quedaba encargado allí de llevarla a la práctica ‘Le Gros’ por estar en relación con otras cosas que se acordaron”». Es decir, tanto el remanente gubernamental no empleado en la evacuación de Levante como el tesoro del partido, fuera cual fuese su cuantía, acabaron en la URSS, seguramente por la vía de la Banque Commerciale pour l’Europe du Nord. La cornucopia del oro de Moscú, con la que fantasearon generaciones de opinantes y analistas de la subversión comunista y sus mecanismos espurios de financiación, era más bien un manadero estacional y, en ocasiones, cicatero. Y, si llegaba el caso, manaba en sentido inverso. Los camaradas franceses, colaboradores necesarios, hicieron oídos de mercader a la solicitud de explicaciones. José Díaz dejó constancia en sus apuntes de su intención de hablar del tema con «Le Gros»[12]. Se hicieron gestiones para reunirse, entre otros, con Émile Dutilleul, responsable de finanzas del PCF. No hubo manera. En ese período final de agosto de 1939 —bajo el shock de la reciente firma del pacto germano-soviético, de la ilegalización del mismo PCF y con las nubes de tormenta abigarrándose en el Este— «era imposible encontrarlos por estar de vacaciones».
Dados estos precedentes, resulta cuando menos curioso que el Secretariado de la Komintern, en su reunión del 19 de junio, instase a la dirección del PCE a aclararse cuanto antes sobre «el estado de sus recursos», para ponerlos a resguardo seguro y emplearlos en sufragar su funcionamiento[13]. Teniendo en cuenta que, al mismo tiempo, a sus dirigentes y cuadros se les estaba exigiendo formalizar cuanto antes su versión sobre el final de la guerra para satisfacer una demanda de Stalin, el resultado no podía ser otro que un incremento morboso de la ansiedad añadido a un comprensible estado de confusión. Un año después, cuando Pedro Checa pasó revista al presupuesto para el pago de salarios a los liberados, gastos de administración, viajes y propaganda, todo ello evaluado en 3200 dólares, concluyó lamentando la absoluta carencia de fondos y apelando a «si era posible obtener algún medio de los que en Francia existían y de los que nada sabemos por las condiciones en que se desarrollaron los acontecimientos»[14]. Durante los años de la guerra mundial, la penuria se cronificó. Por entonces, los dirigentes del interior fantaseaban con las posibilidades que podría brindar la exhumación de aquellos tesoros escondidos bajo las arenas de los campos del Midi de los que les habían llegado noticias difusas. Así, al colaborador del Comité Central Francisco Montoliu, Jesús Carreras le pareció un desequilibrado, ya que, mientras se dedicaba al mísero contrabando de piedras de mechero para financiar al partido, «estaba obsesionado por ir a buscar un tesoro que había sido enterrado por camaradas»[15].
Y AHORA, ¿QUÉ?
Entre el 15 de mayo y el 9 de junio de 1939, el secretario de Organización, Pedro Fernández Checa, recién llegado a la URSS, envió dos informes a su compañero del Buró Político, el exministro de Instrucción Pública Jesús Hernández Tomás[16]. En ellos planteó la situación de los refugiados y la utilización de los cuadros que estaban reagrupándose en la Francia metropolitana. Respecto a los primeros, indicó que el partido no debía oponerse al regreso a España de las familias que huyeron contagiadas por el terror general más que a causa de su significación o actividad política. Esto contradice la insidia del coronel Ruiz Ayúcar, que alude a «la fuerte coacción moral a la que estaban sometidos» quienes se encontraban en los campos para no volver a España[17]. De hecho, ya fuera por voluntad propia o forzados por las autoridades francesas, más de 340 000 refugiados en los meses de enero y febrero de 1939 retornarían al país antes del armisticio de junio de 1940, confiados en su inocencia o en la clemencia del Caudillo, prometida al nuevo embajador francés en Madrid, Philippe Pétain[18]. Bien pronto sabrían algunos de ellos lo poco que valía para los tribunales de Franco «no tener las manos manchadas de sangre».
Cabía estudiar la posibilidad de que la URSS, además de admitir a los comunistas españoles, ampliara su hospitalidad a algunos millares de familias, especialmente, campesinas, convenientemente seleccionadas por el PCE y el PSUC. Para quienes no se acogieran a la protección de la «Patria del Socialismo», había que aumentar la presión internacional para obligar a los gobiernos argentino y uruguayo a abrir las fronteras a los familiares de residentes españoles y para conseguir la admisión de exiliados en Norteamérica y los dominios ingleses. En el caso de Francia, la permanencia de una masa importante de refugiados obligaba a una revisión de los métodos de trabajo del partido francés, instándole a coordinarse con la CGT y los socialistas —la Section Française de l’Internationale Ouvrière (SFIO)— para impedir que esta mano de obra fuera utilizada como «masa del esquirolaje y del envilecimiento de salarios». Se podían lograr cosas si se mantenía una actitud vigilante. Muchos obreros metalúrgicos ya se habían incorporado a la producción y el gobierno francés estaba sacando gente de los campos para formar batallones de fortificación en condiciones económicas no del todo malas. El incremento de la movilización podía, paradójicamente, reportar oportunidades de trabajo para gran parte de los refugiados. Lo que debía constituir la principal preocupación de PCE y PSUC a este respecto era vigilar con atención el proceso de clausura de los campos, evitar en lo posible la diseminación de las familias, mantener el contacto con todos los grupos, por pequeños que fueran y donde estuviesen, preservar su organización en cada uno de ellos y «mantener vivo su entusiasmo antifascista y su participación activa en la lucha de reconquista de la República».
Respecto a la reorganización del partido, Checa propuso clasificar a los cuadros en cuatro categorías: militares, cuadros para el trabajo ilegal, cuadros políticos y técnicos. Los primeros debían ser utilizados teniendo en cuenta las posibilidades de la lucha antifascista en todo el mundo. Un número restringido de ellos, los que hubieran alcanzado ciertas categorías en la escala de mando, podrían recibir cursos de perfeccionamiento teórico y práctico en la URSS a fin de aprovecharlos en el ejército republicano español, si en el futuro este participase guerra mundial, o después de la liberación de España. Pero la gran mayoría de los cuadros militares debía ser empleada lo más rápidamente posible en las guerrillas del interior o en la lucha antifascista en otros lugares del mundo.
China ha de ser una de nuestras escuelas de entrenamiento y de lucha. Allí se podrán formar buenos guerrilleros. Abisinia no está aún sometida a Mussolini. Si intensificamos en movimiento guerrillero, heriremos en uno de sus puntos más sensibles al fascismo italiano. Para este trabajo habría que organizar un centro principal en Egipto y otro en Djibuti. Debemos infiltrarnos en la organización militar francesa norteafricana.
Checa bosquejó todo un tratado de geopolítica en tiempos de preguerra mundial. En caso de conflicto general, el África del norte francesa sería uno de los escenarios decisivos para la futura incidencia en el interior de España. Dada la situación de fuerzas beligerantes, Francia e Inglaterra se verían obligadas a resolver el nudo del Rif, liberar de toda amenaza Gibraltar, pasar el ejército colonial («moro y negro») a la Península para colocar a Franco entre dos fuegos y forzar su capitulación. Así quedaría en libertad de movimientos el ejército francés del Pirineo, y las fuerzas coloniales podrían llegar hasta los frentes italoalemanes. Con estas perspectivas, las posibilidades de trabajo político de los militantes en el norte de África eran enormes si eran capaces de organizar a corto plazo centros de trabajo en Orán, Tánger y Tetuán. Checa no se equivocó en la primera parte —el control del Magreb sería el objetivo de la Operación Torch en 1942—, pero sí en sus derivadas —el objetivo iba a ser el salto a Europa a través de Sicilia y el sur de Italia, dado que Francia se hallaría bajo ocupación.
En Estados Unidos existían facilidades de ingreso en las fuerzas armadas y había mucho trabajo que realizar en su calidad de centro de coordinación de la Komintern para América en colaboración con el PCUSA de Earl Browder. En el sur, los comunistas podían colaborar útilmente contra el peligro fascista en México, Colombia y Chile. En México se conjugaban todos los elementos que conformaban la amalgama de máximo riesgo en el imaginario comunista del estalinismo maduro. A la inestabilidad que podía provocar «el empirismo social de Cárdenas», había que añadirle «la ofensiva de los capitalistas petroleros y de la Gestapo, y el trabajo sistemático del trotskismo con su refuerzo de caballeristas, prietistas y anarquistas». Por ello, al país centroamericano se debía enviar un sólido equipo de cuadros militares y un grupo cualificado de cuadros políticos.
Desde la región andina se proyectaban sombras sobre la continuidad del Frente Popular en Chile. La Gestapo había logrado penetrar en Bolivia. Para contrarrestar su influencia, deberían infiltrarse cuadros en los ejércitos de Chile y Paraguay. Desde ambos se podrían tantear las posibilidades de trabajo en Argentina, Uruguay y Brasil como bases de trabajo de cara al interior de España por su contacto regular con la Península. Lo mismo debía ocurrir en Cuba, aprovechando la influencia creciente del PC, abierto a la incorporación de cuadros españoles. Por último, revestía un alto interés la creación de un centro ilegal en Portugal, en colaboración con los camaradas de ese país. Incluso bajo la dictadura de Salazar existían posibilidades de trabajo con relación a España. Con ello, no se hacía sino seguir el ejemplo de lo que habían hecho los fascistas durante la guerra civil, con gran provecho por su parte.
El trabajo en España pasaba por organizar la resistencia en dos frentes: el político y el de la lucha armada. El objetivo básico del trabajo ilegal era impedir la consolidación del régimen. En esta línea, había que desplegar todos los recursos posibles, desde la perpetración de actos de sabotaje para obstaculizar la normalización de los transportes y de la economía en general hasta la explotación de las dificultades de abastecimiento para movilizar a las mujeres en los mercados. Era preciso volver del revés las contradicciones del franquismo: usar las requisas contra los campesinos para «avivar su añoranza de la República con sus leyes agrarias y su trato humano»; agudizar las rivalidades entre falangistas y requetés, a flor de piel por la unificación forzosa, fomentar el resentimiento de los oficiales contra la soberbia de los invasores italoalemanes «para azuzarlos a contrapronunciamientos que no dejarían de apoyar generales jóvenes y ambiciosos»; procurar levantar frente a Franco a otro «caudillo» de tipo conciliador y reconstructor; avivar el sentimiento patriótico contra los invasores aprovechando todos los roces, por nimios que fueran o, directamente, inventándolos; desarrollar una campaña pacifista contra la intención de Hitler y Mussolini, amos de Franco, de usar a los españoles como su ejército africano en la guerra que preparaban contra Francia, Inglaterra y la URSS. Las consignas debían ser luchar contra el terror, por la amnistía y «por una reconciliación» —con casi veinte años de adelanto al giro de 1956— «que, de popularizarse, debilitaría los órganos represivos, espina dorsal del fascismo».
Sin haber consultado aún con la Komintern, se juzgó urgente alimentar el movimiento guerrillero. «Por poco volumen que tenga —sostenía Checa—, se crearán las condiciones de inseguridad, de nerviosismo, de recargo abrumador de los gastos represivos y de imposibilidad de un empréstito internacional». La consigna debía ser formar pocos grupos, pero lo más numerosos que se pudiera. No se concebía otra forma de lucha que no pasase por el enfrentamiento armado, aunque fuese en las extremadamente desfavorables condiciones derivadas de una implacable derrota militar. El entrenamiento de los cuadros guerrilleros y políticos debía hacerse en una escuela especial de la URSS antes de ser remitidos al país. Francia no era un lugar propicio para ello, por la creciente vigilancia a que eran sometidos los refugiados.
En el plano político, había que organizar los centros ilegales en Cataluña, Euskadi y Galicia, donde se prestaría especial atención a la exaltación de los sentimientos nacionales, y en donde fuera posible en el resto del territorio nacional. Una porción significativa y muy selecta de los cuadros políticos del partido debía ser sometida a un entrenamiento rápido y enviada de vuelta a organizar las direcciones regionales en el interior. La preparación para las nuevas condiciones de lucha era muy necesaria, puesto que la experiencia en el ámbito de la clandestinidad era entonces muy escasa: «Padecemos la deformación propia de partidos que han tenido mucho poder legal». El tránsito de un partido de masas a la condición de clandestino no era tarea fácil. La primera consecuencia era la pérdida prácticamente total de su base militante, de sus plataformas públicas y de sus recursos materiales. A falta de unas y otros, era urgente activar el capital humano más preciado del partido: sus cuadros. Ni uno solo debía «perderse en el pantano de la migración», sentenció Checa. Ya se sabía que la aspiración de todos era, como no podía ser de otra forma, recalar en la URSS. Pero había que ser cuidadosos con esto. Mientras hubiera en Francia campos de concentración y colonias de refugiados, una parte de los dirigentes intermedios debían permanecer en ellos. Como método de oxigenación, se podría establecer una rotación de equipos «para que todos los cuadros puedan recibir el baño de optimismo, de salud y de fuerza que significa el viaje», en la seguridad de que sus familiares quedarían acogidos en la URSS mientras estuvieran en misión. El estallido de la guerra mundial frustraría el proyecto. Del resto que no trabajara en los campos, una parte iría a América, otra quedaría en Francia —colaborando con el PCF— y el resto marcharía a la «Patria del Socialismo».
Al continente americano debían destinarse equipos seleccionados que pudieran ser de ayuda para los partidos hermanos, sobre todo para «vencer o neutralizar las campañas y maniobras de trotskistas, caballeristas, faístas y demás traidores». Tenían que ser capaces de movilizar en pro de la solidaridad con el exilio político a la vieja migración económica, a las colonias catalana, vasca, gallega y española en general. En Francia deberían quedarse especialmente los mandos políticos, sindicales y técnicos que en España hubieran trabajado en la industria de guerra —químicos, metalúrgicos—, por si su experiencia fuera de utilidad.
LA KOMINTERN MARCA EL RUMBO
El Secretariado de la Internacional se reunió el 19 de junio para abordar la situación creada a raíz de la derrota republicana. Checa levantó acta del encuentro. Manuilski y el resto del estado mayor del movimiento comunista internacional no estaban por perder el tiempo lamiéndose las heridas. El tablero de juego había cambiado y las reglas debían hacerlo también. El orden del día trató sobre la configuración del equipo de dirección y la formulación de los objetivos en la nueva etapa. Manuilski propuso reducir el Buró Político a cinco miembros con funciones efectivas. Había que ser lo más operativo y ágil posible a fin de trabajar en dos grandes metas: colaborar en mantener la presión internacional para evitar la consolidación de Franco en el poder y laborar para que el gobierno de Negrín y las Cortes siguieran funcionando legalmente en México para, aparte de otras cosas, «joderle a Francia e Inglaterra». Lo primero que se resintió de la derrota fue la política de alianzas. El Frente Popular estaba muerto. Había que formular una alianza con carácter de Unión Nacional: «Mejor que Frente Popular es Unión Nacional», sentenció. No se especificó qué sectores serían interpelados para ello ni cuáles serían sus puntos programáticos. Lo que quedaba meridianamente claro era la exclusión de cualquier tipo de acuerdo de los «traidores casadistas» y la FAI. Al estrechar tanto la base de esa fantasmagórica Unión Nacional, lo único que resultaba evidente era que el contenido netamente antifascista de la política unitaria se estaba difuminando. Dos meses más tarde, sería sepultado por la firma del pacto Mólotov/Ribbentrop.
El número dos de la Internacional desaconsejó el recurso a la lucha armada y, por el contrario, propuso la infiltración en las organizaciones de masas franquistas especialmente en el campo. Era preciso ingresar en ellas sin pérdida de tiempo para comenzar a realizar un trabajo de masas en su interior[19]. La guerrilla, dijo, no era deseable como apuesta táctica, sino solo como recurso de protección puntual. El entrismo, sin embargo, debía ser la táctica que guiase la acción de los comunistas españoles en el nuevo contexto de clandestinidad. La propuesta, que contradecía las primeras decisiones tomadas por el PCE, debió chocar a los dirigentes españoles hasta el punto de que Manuilski concluyó que el problema era demasiado importante como para darle solución en una sola reunión. El PCE era el segundo partido más influyente del movimiento comunista internacional después del PCUS y ello hacía recomendable impetrar el auxilio teórico de las máximas autoridades. Era preciso retomar el debate en presencia de Dimitrov y recabar el consejo de Stalin. La reunión tendría lugar el 19 de junio, y de ella se tratará más adelante. Mientras tanto, se decidió fijar a la mayor brevedad el número e identidad de los integrantes del nuevo Buró y enviar dos representantes a la Komintern, los secretarios generales del PC y del PSUC, Díaz y Comorera.
La cuestión de definir responsabilidades en la dirección era urgente. Como no podía ser de otra forma en medio del marasmo de la derrota y la evacuación, había durante aquellos primeros tiempos una enorme confusión en las tareas, sin que existiera una delimitación clara de las funciones de cada quién, «lo que determinaba que todos intervinieran en todo pero que las cosas no se resolvieran por nadie, o solo en pequeña proporción y un poco por espontaneidad». La atención a lo urgente, los problemas de la emigración, había llevado a descuidar el trabajo de cara a España. Y, aun así, el PCE no disponía de una estimación precisa del número de comunistas que había en los campos y de su organización y trabajo. «Nadie conoce concretamente lo que como partido tenemos en Francia y en África, lo que quiere decir que hay un gran número de refugiados que no tenemos ninguna relación con ellos»[20].
En las reuniones con el Secretariado de la Internacional se definieron las funciones de un reconfigurado núcleo de dirección. José Díaz, «Pasionaria» y Jesús Hernández se instalaron en la URSS para incorporarse al aparato de la Komintern. Manuel Delicado se hizo cargo de las relaciones con otras fuerzas del exilio (gobierno, PSOE, UGT, republicanos), Vicente Uribe asumió la agitprop, «además de su trabajo —muy poco— en el gobierno», y Mije, los asuntos de la emigración. No era este un asunto menor: la Federación de Emigrados contaba con diez mil miembros. Se estimaba que había 310 000 españoles en Francia y 30 000 en Orán. Demasiada carga de trabajo para alguien tan superficial como Antonio Mije. El discreto Pedro Fernández Checa siguió asumiendo el peso de las tareas organizativas. Por debajo de las figuras emblemáticas del Buró, se produjo la incorporación de nuevos activistas, acreditados como miembros de la Comisión Político-Militar del partido —Ceferino Álvarez Rey, Juan Ambou— destinados a reforzar el aparato de pasos a España. También ascendieron Esteban Vega —para la edición de la Historia del PC (b) de la URSS, manual indispensable en los cursos de formación de cuadros—, un recuperado Gabriel León Trilla —en la dirección de Nuestra Bandera, la revista teórica del partido— y Santiago Álvarez Gómez —que junto con Delicado y Antón eran los únicos que gozaban de un permiso de residencia legal en Francia. Se repartieron las responsabilidades por países: Martínez Cartón en México, Isidoro Diéguez en Estados Unidos, Zapirain en Argentina, Manso en Cuba, Francisco Félix Montiel en Inglaterra. El joven Santiago Carrillo seguiría trabajando en la JSU además de su incorporación al secretariado de la Internacional Juvenil Comunista. En su haber debía contarse que, a pesar de la expulsión de la JSU de la Internacional Juvenil Socialista, no se había producido en la organización ninguna quiebra significativa.
El 6 de agosto hubo una nueva reunión con la cúpula de la Komintern: Codovilla, Uribe, Checa, Antón y Carrillo se entrevistaron con Dimitrov y Manuilski. Dimitrov terminó de fijar la línea política y las tareas inmediatas. Dejó bien claro que «fuera de España no debe haber organización del PCE. El PCE reside en España». Buena parte de las disputas venideras sobre la supremacía orgánica tendrían como elemento vertebral este debate. Pero, independientemente de quién tuviese la sartén por el mango, si el interior o el exterior, lo que estaba claro era que los comunistas se negaron desde un primer momento a ser un «partido de la emigración» más[21]. No se hibernaron, como otros, a la espera de mejores tiempos, pero eso iba a suponer un esfuerzo titánico habida cuenta de que, como criticó Dimitrov, el PCE no había preparado la retirada y se encontraba ahora con el problema de que apenas existía aparato en España y que no había enlace con el exterior. Una crítica que reproduciría casi milimétricamente Heriberto Quiñones en su anticipo de orientación política para la Comisión Reorganizadora del partido en 1941: «Caro ha costado al pueblo y a nuestro partido no tener una línea política y orgánica. La misma catástrofe y sus consecuencias hubieran sido menores si hubiéramos tenido algo fijado para el día siguiente en que Franco completó la apropiación del país»[22].
Los datos hablaban por sí mismos: de los 445 evacuados a Argelia que fueron seleccionados para marchar a la URSS, 220 (49,4%) eran militares y agentes de orden público cuya seguridad hubiese corrido serio peligro de permanecer en el país, pero 206 (46,3%) eran cuadros políticos que, en buena parte, podrían haber sido utilizados en la reconstitución de la organización[23]. No hubo nada de eso. Se suponía que en Madrid había una representación del Comité Central con cuatro camaradas y entre 100 y 400 militantes. Los comités provinciales del partido y la JSU habían sido desmantelados por la policía. La presencia, en muchas provincias, no llegaba ni a testimonial. En Valencia quedaba solo un camarada. En Pamplona, había un dirigente provincial enlazado con cuatro o cinco afiliados. En Euskadi, cinco miembros, relacionados personalmente con otros diez o doce. En Gijón, los dos o tres que habían quedado, para más inri, no mantenían buenas relaciones entre sí. No había nada en Barcelona y solo algunos militantes se atrevían a agruparse al abrigo de la frontera o se reconocían en las colas de abastos o de visita a los presos. En Santiago, solo había contacto con dos o tres, y con solo uno en Córdoba. En Madrid, las normas de organización eran viejas, de la época de la guerra, como si nada hubiera cambiado, lo que propiciaba las caídas. En definitiva, el trabajo del partido se limitaba exclusivamente a la solidaridad con los perseguidos y estaba totalmente encogido. No había actuación política, ni se emitía propaganda escrita. Dimitrov recomendó precaución en el contacto con quienes hubiesen estado detenidos, por el peligro de que fueran empleados por la provocación, y descentralizar al máximo la organización, reconstruyéndola de arriba abajo. No olvidó reiterar que era necesario penetrar en las organizaciones fascistas.
EL PACTO CON EL DIABLO
Mientras los comunistas españoles intentaban recomponer los fragmentos de un aparato pulverizado por la derrota y la represión, sobrevino el bombazo del pacto germano-soviético del 23 de agosto de 1939. El estado de shock fue generalizado. Sus efectos fueron demoledores para un movimiento que había hecho del antifascismo y, en particular, de la lucha contra la expansión del nazismo, su bandera y su actividad fundamental desde 1935. La signatura del pacto sumió en estado de estupefacción a la propia Komintern y a los dirigentes de los principales partidos comunistas europeos: «Sorpresa y confusión muy profundos», anotó en su diario Maurice Thorez[24].
El informe de un activista, redactado en Madrid, ofreció un políptico sobre la recepción de la noticia tous azimuts. Cuando se publicó el acuerdo, decía, se produjo una enorme confusión en todos los campos. La estupefacción invadió a todos sin distinción de ideologías. Sectores del mismo gobierno, según el anónimo autor, empezaron a decir que Hitler llevaba a Europa al abismo. Los requetés y los monárquicos hablaban abiertamente contra Alemania. Los falangistas, sin embargo, lo defendían diciendo que en realidad se trataba de un pacto entre dos estados proletarios. No andaban muy lejos de lo que algunos comunistas llegaron a expresar para explicárselo a sí mismos. Ángel Luengo informó que en la cárcel de Yeserías, en 1941, se encontró a los militantes del partido divididos: «Había un grupo de camaradas que confundió el significado del pacto germano-soviético. Según ellos, el Partido Nazi era un partido revolucionario que luchaba contra el imperialismo anglo-francés»[25].
Los socialistas, proseguía el informe de Madrid, decían cosas atroces con respecto al tratado. Algunos de ellos creyeron confirmados sus prejuicios y dijeron que la alianza entre la URSS y Alemania venía de lejos y que la intervención de los soviéticos en la guerra de España había sido a propósito para justificar la intervención de Alemania. Si extravagante era este análisis, no lo era menos que el informante atribuyese a algunos socialistas estar «dispuestos a ayudar al gobierno a organizar algunas legiones para ir a combatir contra Rusia». Que, sin llegar a estos extremos, el pacto exacerbó las ya acres relaciones entre los comunistas y las demás organizaciones, enfrentados desde el dramático final de la guerra, lo reconocieron los propios dirigentes en el exilio y los militantes en prisión. En uno de sus primeros informes de situación, Pedro Checa reconoció que la firma del pacto germano-soviético acarreó una gran decepción para la gente que ansiaba la caída de Franco, por cuanto vio alejarse las perspectivas de un cambio de situación en España: «Al desencadenarse la guerra, el pueblo esperaba con ansiedad la formación del bloque de la paz, Francia/Inglaterra/URSS y veía en la guerra la posibilidad de acabar con el franquismo y con la intervención italiana, esperando el cambio de situación del exterior y no del interior. En un principio fue muy incomprendido el pacto y, particularmente, los republicanos, socialistas y anarquistas figuraban en primera línea en la lucha contra la URSS»[26]. Según Fernando Rodríguez, «el pacto aumentó los odios contra nosotros de los republicanos, socialistas y anarquistas, a los que se sumaron algunos camaradas, con Quiñones a la cabeza»[27].
La población de Madrid, continuaba el informe, recibió el acuerdo con mucha confusión. Nadie entendía la política de la URSS, pero tampoco nadie se atrevía a hablar mal de ella y a sospechar de sus intenciones. «La gente, en general, dolorida, se decía: “Esperábamos todo de la URSS y ahora que esta se ha unido a Alemania ¿qué nos queda? ¿De dónde vendrá nuestra liberación?”». Los mismos comunistas se confesaban desconcertados:
El primer día, cuando los obreros nos pedían explicaciones, les decíamos: «No tenemos todavía elementos de juicio para juzgar la política de la URSS en este caso concreto. Como obreros, debemos tener fe ciega en la URSS. Durante los veinte años de su existencia, la URSS no ha dado ningún motivo para poder sospechar que pudiera cometer algún acto en perjuicio de la clase obrera. Si ahora ha hecho el pacto es seguramente en favor de la revolución mundial». Claro está que esas explicaciones no satisfacían a los obreros[28].
Mariano Peña, un cuadro intermedio de larga trayectoria en el partido, confesaba haber asumido el tratado con la fe del carbonero: «No comprendo el pacto germano-soviético, pero estoy de acuerdo»[29]. En sus memorias, Melquesidez Rodríguez Chaos relata cómo se analizaron en Yeserías sus contenidos: «Las discusiones eran a veces de una gran violencia y no faltaron quienes llegaran a las manos. Los comunistas teníamos una confianza absoluta en la URSS; estábamos seguros de que no podía traicionar a los pueblos, pero tampoco sabíamos explicar aquel paso con razones convincentes»[30].
Encontrar una respuesta era cuestión de fe o, en su defecto, de una lógica alambicada, cuando no aberrante. El anónimo informante de la capital creía captar algo en el ambiente: «Hoy todo el mundo dice, aun sin comprender todavía la política de la URSS: “Rusia será el árbitro de la guerra. Rusia va ocupando las posiciones más estratégicas. Rusia se va convirtiendo en el único abastecedor de Alemania y llegará el momento en que la URSS dictará la política de Alemania”». De ahí a amoldarse a «la posición justa» mediaba un corto trecho: «Al día siguiente logramos orientarnos y darnos una explicación completa sobre la política de la URSS». La guerra que estaba a punto de estallar era una guerra imperialista. La política de paz de la URSS consistía en debilitar el poderío inglés. Con Alemania no merecía la pena lo mismo porque ya era, de hecho, un volcán a punto de estallar en cualquier momento. «El fascismo en Alemania es signo de la debilidad del capitalismo en dicho país». Con tan aplastantes argumentos, los socialistas —decía— no tuvieron más remedio que callarse. Sin embargo, insistían en que la URSS no había jugado limpio: mientras negociaba con los aliados, acordó a sus espaldas el acuerdo con Alemania. A esto se respondía que el pacto con Alemania no era ningún obstáculo para otro pacto con los aliados, ya que la URSS tenía una voluntad ecuménica de paz para todos.
En la cárcel, lo que preocupaba era en qué medida los acontecimientos internacionales podían favorecer o afectar a la situación de los presos. El activista madrileño no tuvo empacho en reconocer que los comunistas habían hecho trampa: «Para esto utilizamos una serie de argumentos, aunque en su fondo un poco absurdos e infantiles, pero que nos ayudaron a hacer comprender la política de la URSS y sus objetivos en favor de la clase obrera mundial». De acuerdo con ello, mediante el pacto con Alemania, la URSS había obtenido «ciertas posibilidades de presionar sobre el gobierno español en la cuestión de los presos» como, en su fantasía morisca, iba a ocurrir en Alemania, donde los comunistas obtendrían mayores facilidades para su trabajo. Seguro que en Dachau, los miembros del Partido Comunista de Alemania (KPD) que abarrotaban sus barracones estaban encantados. Cuando el Ejército Rojo ocupó la parte de Polonia acordada en las cláusulas secretas del tratado y los socialistas empezaron a hablar del imperialismo soviético y de puñaladas por la espalda, se retorcieron de nuevo los argumentos para justificar que lo que habían hecho las tropas soviéticas era, en realidad, liberar a los pueblos bálticos de la opresión polaca. Para ello, se divulgaron las últimas noticias de la prensa falangista que hablaban sobre la entrega de la tierra a los campesinos y la libertad de los presos comunistas[31].
La propaganda del régimen sobre la guerra en Finlandia, presentada como análoga a la de España —«Mannerheim, el Franco finlandés»[32]—, resituó a muchos de sus opositores en sintonía con las posiciones de la URSS. Otro tanto ocurrió con la intensificación de la represión en Francia contra los comunistas franceses y los refugiados españoles. Esto, unido a los esfuerzos occidentales por atraerse a Franco, motivó la extensión del sentimiento de que las democracias estaban traicionando de nuevo al pueblo español. «Cada vez menos ven en Francia o Inglaterra los liberadores de España y se comprende mejor el carácter de la guerra». En todo caso, resultaba sintomático que en el manifiesto del 1.º de mayo de 1940 en que se repudiaba la guerra imperialista, se condenasen las «mentiras imperialistas y sus agentes, los Blum (SFIO), Jouhoux (CGT), Prieto, Caballero, Attle, Citrine y dirigentes de la IJS» y no contuviese ni una sola referencia a Hitler o Mussolini[33].
Pese a todo, los cuadros emblemáticos tuvieron que emplearse a fondo en la tarea de convicción, no siempre con éxito en primera instancia. En Yeserías, Daniel Ortega y Domingo Girón dieron explicaciones, pero no fueron suficientes. Se preparó una reunión ampliada en la sexta galería. Acudieron a ella un militante delegado por cada una de las brigadas de presos. Estuvieron presentes responsables de máximo nivel del partido —Girón—, la JSU —Eugenio Mesón— y el ejército popular —Guillermo Ascanio—. El antiguo dirigente del Comisariado y del Comité Provincial de Madrid empleó todos los recursos de persuasión destinados a llegar a la fibra sensible de aquellos hombres derrotados por la traición de Múnich. Denunció el objetivo de los imperialistas anglonorteamericanos de lanzar a Alemania y Japón contra la URSS en una guerra de mutuo debilitamiento; la felonía de la no intervención franco-británica como arma letal contra la República en guerra; la negativa occidental a secundar la política de seguridad colectiva propuesta por la URSS; y la división del movimiento obrero por la traición socialdemócrata. Frente a todo esto, la URSS había optado por el pacto coyuntural con Hitler para ganar tiempo y aquilatar su capacidad de defensa. Nada se sabía entonces del compromiso adquirido por Moscú para abastecer de cereales, materias primas y petróleo al Tercer Reich. «Cerca de dos horas duró la intervención de Girón, a pesar de lo deprisa que hablaba —recordó Melquesidez Rodríguez Chaos—. No puedo decir que saliésemos de la reunión plenamente compenetrados con todos los detalles, pero sí que llevábamos una idea general bastante clara. Armados de aquellas ideas, charlamos con nuestros camaradas. No fue fácil hacerlo comprender a todos. Y no porque alguno dudara de la Unión Soviética —no conozco que se diera ningún caso— sino porque la cuestión no resultaba sencilla de asimilar»[34].
Montoliú recordó haber escuchado entre los camaradas presos todo tipo de opiniones, y casi todas equivocadas. Muchos quedaron rebasados por la situación creada por la firma del pacto, prestaron oídos a las críticas de los anarquistas y se quejaron de que «la URSS había traicionado, porque no intervenía». Otros les respondían: «Que se agoten los alemanes y los ingleses; después vendrá la URSS que acabará con todos ellos». Montoliú transmitió la versión canónica sobre el carácter de la guerra imperialista, «una lucha por mercados, en la cual, mientras no cambiara su carácter, la URSS no tenía nada que hacer». No debió ser fácil reconducir a los díscolos. Montoliú confesó: «Me duele que no comprendan el pacto». En su afán, recurrió incluso a una explicación mirífica: la URSS no podía rechazar un pacto con nadie, porque era la abanderada de la política de paz. Eso no está en contradicción con que la URSS luchara contra el fascismo. Lo que la URSS no deseaba era «la muerte para su pueblo ni para el pueblo alemán»[35].
En la prisión de Valencia tuvo lugar la preceptiva reunión, con la peculiaridad de que allí, según relató el informante, Fernando Rodríguez, hubo que lidiar con las críticas de Heriberto Quiñones. El veterano kominteriano intervino en primer lugar durante hora y media para combatir el pacto germanosoviético y a los partidos comunistas que lo apoyaban. Se explayó a gusto. Partió del principio de que la guerra no tenía carácter imperialista. Se trataba, dijo, de una guerra por la defensa de la democracia que estaba representada por los anglofranceses y por Estados Unidos, de un lado, contra el fascismo italogermano y el militarismo japonés, del otro. La firma por los soviéticos del pacto con los alemanes —«que hace todavía algunos meses arrojaban bombas contra nuestro pueblo» no admitía otra interpretación que el deseo de desentenderse de la guerra y, por consiguiente, «de la defensa de los pueblos que Hitler está sometiendo a su criminal política»—. La razón de la desbandada que se estaba produciendo en las filas comunistas de toda Europa había que buscarla en que los militantes desengañados «observan con tristeza cómo el internacionalismo proletario, tantas veces defendido por los rusos, se ha trocado hoy en acuerdos con el fascismo alemán para repartirse el festín de la guerra». Quiñones tronó:
Vosotros estáis viendo cómo se reparten Polonia y los países bálticos. No tardaremos mucho tiempo en ver entregar algunos países árabes y terminarán los soviéticos por conseguir llegar al golfo Pérsico con lo cual asomarían las narices al océano Pacífico, que ha sido el sueño dorado de los rusos. Ante esta política, continuaba Quiñones, ¿qué papel tienen que desempeñar los comunistas ingleses y franceses, ahora que Churchill en una declaración ordena que se arme al pueblo ante el peligro de perder la independencia de su propio país? Nuestra política debe consistir en una alianza con las fuerzas amigas que hoy luchan contra el fascismo.
El primero en contestarle fue Ángel Luengo. El informador de la reunión reconoció que no lo hizo con grandes o sofisticados argumentos, pero derrochó valentía y firmeza. Las prerrogativas del creyente. Luengo sostuvo que, si Quiñones creía que la Unión Soviética traicionaba a la clase obrera, él era el traidor. Le dijo que había insultado y maltratado a un camarada alemán, un tal Otto, «porque defendía valerosamente el pacto germano-soviético». Le acusó de hacer corrillos en los patios «hablando mal del “País del Socialismo” para que te oigan los oficiales y te aplaudan».
No era tono que pudiera soportar el temperamento sanguíneo de Quiñones. Se levantó para pegar a Luengo, pero no lo logró porque se interpuso el resto de los asistentes. Se activó entonces el habitual procedimiento de la rueda de intervenciones para machacar al discrepante. Uno de los presentes achacó a Quiñones no decir una palabra de las conversaciones que, durante dos meses, se habían mantenido en Moscú con franceses y británicos, sin llegar a ningún acuerdo. Los rusos habían mostrado mucha paciencia, teniendo en cuenta la traición que ambos países habían perpetrado durante la guerra, prefiriendo el triunfo de Franco y el fascismo a la República democrática. Quiñones callaba —«él sabrá por qué», apuntó insidiosamente— que los rusos habían querido construir un sistema de seguridad colectiva, unir sus fuerzas «para machacar al fascismo y establecer en todos los países europeos regímenes verdaderamente democráticos». Los anglo-franceses lo rechazaron. El interviniente hizo fantásticas revelaciones, en las que mezcló medias verdades, anacronismos, falsedades evidentes y auténticas barbaridades. Según él, por ejemplo, los rusos habían pedido a franceses y británicos que ejercieran su influencia sobre el gobierno polaco para que este permitiera el tránsito por su país de unidades soviéticas para estacionarlas en la frontera con Alemania. Moscú había exigido «sacar de las cárceles francesas a los comunistas, donde los había metido el gobierno Daladier» —la ilegalización del PCF fue posterior y no previa al pacto— y «democratizar los ejércitos que tenían que pelear contra el fascismo». Si ni París ni Londres habían accedido a las «justas y nobles condiciones soviéticas», no era por un prurito de vindicación de soberanía, sino porque tenían intereses ocultos. Además, ¿a qué engañarse? La máquina de guerra del fascismo alemán se había forjado con la ayuda de los llamados países democráticos y, en primer lugar, con la de Estados Unidos. El enemigo de ayer y el del mañana entrelazaban aquí sus complicidades. Las potencias occidentales veían en el potencial bélico nazi «el arma más segura que un día serviría para traspasar el corazón del grandioso pueblo soviético».
Sin entrar a refutar absurdos, Quiñones replicó, reafirmándose —«como los socialdemócratas», según el malicioso informante— en que esta guerra era para defender los principios democráticos amenazados por la tiranía hitleriana. Sus contradictores traspasaron entonces la tenue línea que separa la insidia de la calumnia: «Le duele al parecer a Quiñones que la máquina guerrera alemana haya enfilado sus cañones hacia Londres y París [en lugar de hacerlo] hacia Moscú». Ya se había discutido demasiado. La conclusión fue tajante: «Nosotros apoyamos con toda el alma el pacto germano-soviético. No queremos saber nada de las guerras entre imperialistas, estas guerras de rapiña, y únicamente lucharemos dentro de estos países para lograr transformarlos en guerras populares, al servicio de las masas antiimperialistas y en primer lugar en provecho del proletariado y los campesinos». Con este rosario de jaculatorias se acabó la reunión, no sin antes advertir a Quiñones, que seguía en sus trece, que «las conclusiones a que habían llegado los camaradas de la dirección del partido serían la política para todos los comunistas de la cárcel». Durante una semana, se discutió con todo el activo del partido, se explicó con paciencia la lectura ortodoxa del pacto y la desviada posición que sostenía Quiñones y, con este, algunos otros presos comunistas. Se recomendó la unidad del partido, rechazando de plano otra política que no fuera la que mantenía la dirección, de la que se informaría convenientemente a los militantes por los conductos reglamentarios[36]. La interpretación de Rodríguez sobre la posición de Quiñones respecto a la geopolítica soviética se contrapone con lo que este escribió en agosto de 1941 como preámbulo a su «Anticipo de orientación política», documento que habría de servir de guía para la acción de su Comité Reorganizador. En él, según recoge David Ginard, Quiñones defendió sin fisuras la política exterior de la URSS desde el pacto con Alemania hasta la invasión, sosteniendo que la neutralidad en la guerra germano-anglosajona no equivalía a indiferencia rusa. La discordancia podía ser fruto tanto de la animadversión de Rodríguez en pleno proceso de depuración como de la adopción por parte de Quiñones de un giro de adecuación a la ortodoxia en su pugna con la dirección exterior del PCE[37].
En una huida hacia adelante para producir efectos emolientes entre la militancia con relación a la digestión del pacto, la dirección difundió la idea de que
la próxima etapa sería la revolución socialista, que había que organizar los Consejos Obreros, que había que poner en pie nuestro propio ejército, para lo cual habían pasado a constituir inclusive un Estado Mayor, que no había que hacer ninguna clase de acciones ni actividad de propaganda hasta que un día la Internacional Comunista diera la orden de levantamiento armado. Estaba muy extendida también la idea de «las dos guerras en una, [la idea leninista de convertir la guerra imperialista en guerra revolucionaria]»[38].
La interpretación canónica vino dada por una declaración del Comité Central fechada el 25 de noviembre de 1939, con la firma de José Díaz y Dolores Ibárruri, titulado «La guerra imperialista» y dirigido «a todos los miembros del PCE, a la emigración española, al pueblo que sufre y lucha bajo la dominación de Franco», donde se afirmaba que
la guerra europea actual no tiene nada de común con la guerra justa, con la guerra de independencia nacional que llevaban los obreros, los campesinos, las masas populares de España contra la reacción interior e internacional. La guerra europea actual es una guerra imperialista; guerra dirigida contra los intereses de la clase obrera, de los trabajadores y los pueblos. Es una guerra entre los bandos imperialistas por la dominación del mundo. No es una guerra antifascista.
A continuación, se responsabilizaba de la guerra a «los Chamberlain, Daladier, Blum y Attle», a los «jefes vendidos de la II Internacional», al imperialismo italiano… sin citar ni en una sola ocasión el expansionismo nazi[39]. Sobrepujándose en la aplicación de estas directrices, la dirección en México ordenó suprimir de la prensa, de los mítines y de las comunicaciones internas del partido todo cuanto pudiera molestar a los alemanes, volcando únicamente sus ataques contra el «imperialismo inglés»[40]. Vicente Uribe publicó en el órgano del PCE en México, España Popular, que los comunistas no iban a propugnar la participación en la «guerra imperialista» porque se oponían a cualquier forma de unión sagrada con la burguesía y los imperialistas. En un prodigio de reinterpretación de la implicación nazi en la guerra de España, llegó a sostener que se había debido a las maquinaciones de «los imperialistas y la reacción internacional» que habían orientado su política «para lanzar lo que entonces era imperialismo agresor —el fascismo alemán— contra la patria del socialismo»[41]. Un despropósito solo superado en la Francia ocupada por L’Humanité del 7 de julio de 1940, que apeló a la confraternización con los soldados de la Wermatch recién instalados en París, «sea en la calle o en el bar de la esquina».
Honrosamente, no hizo falta que las botas nazis hollaran territorio soviético para que voces coherentes, como la de Gabriel Peri, exdirector del órgano de prensa del partido francés, elevara su voz contra el nazismo a costa de su detención y su fusilamiento[42]. Pero perteneció al ámbito de las excepciones: la mayoría de los dirigentes y cuadros comunistas se replegaron ordenada y disciplinadamente hacia posiciones justificativas de la diplomacia estalinista. La vuelta al redil de los discrepantes, cuando se produjo, no fue fácil ni rápida. En Yeserías, un grupo liderado por Juan Murillo, médico y antiguo jefe de División siguió disintiendo del pacto germano-soviético dijera lo que dijese la organización del partido en la cárcel. Solo cuando Alemania invadió la URSS «reconoció su error [sic] y reingresó con algunos de su grupo, pero otros siguieron realizando una labor trotskista»[43]. Obsérvese que, según el informante, el que se había equivocado, en cualquier caso, era Murillo.
La glaciación ideológica se hizo extensiva a otras interpretaciones de la línea mantenida en el pasado reciente. La propia valoración del conflicto español sufrió una vuelta de tuerca. Durante una discusión en la escuela Planiernaya, José Sevil, antiguo comisario de la XI División y colaborador del Comité Central, sostuvo la idea de que la guerra de España había sido una guerra de independencia nacional y no una lucha de clases. No hacía sino repetir, de manera simplificada, el contenido de una carta dirigida por José Díaz a la redacción de Mundo Obrero en marzo de 1938. En aquella época, la organización de Madrid había manifestado públicamente que la victoria en la guerra traería consigo la implantación del socialismo. Estas posiciones de desbordamiento del marco del Frente Popular, en un contexto en el que Stalin intentaba la última aproximación a las potencias occidentales en el período pre Múnich, fueron reconducidas por el secretario general del PCE a instancias de Togliatti[44]. Pues bien, en Planiernaya Sevil fue objeto de reconvención y hubo de modificar su opinión al respecto. Se le instruyó en que, si bien era cierto que la guerra de España había tenido un marcado carácter de lucha por la independencia nacional, ello no podía ocultar que en su transcurso se había producido «la lucha de clases más feroz de todos los tiempos en España entre las clases capitalistas, financieros y terratenientes, sublevados y ayudados por la reacción internacional para instaurar un régimen fascista y mantener sus privilegios». Esta lucha no había sido solo contra un enemigo frontal. También se había dado en el propio campo, dentro del Frente Popular, en cuyo seno
la clase obrera, con nuestro partido a la cabeza, luchaba en los frentes contra los sublevados y la intervención, y en los organismos del Frente Popular y del estado contra los enemigos de clase, con los cuales habíamos llegado a una alianza provisional, pero que se oponían a que se llevara a cabo la revolución democráticoburguesa, cuyas medidas exigía la clase obrera, los campesinos y la mayoría del pueblo.
Nunca, entre 1936 y 1939, se explicitó una interpretación política semejante. El mantenimiento del frentepopulismo fue el santo y seña de la política comunista desde los meses inmediatamente anteriores al estallido de la guerra hasta el desplome republicano en marzo de 1939. Fue precisamente el impacto ocasionado por la confrontación con los antiguos aliados erigidos en Consejo Nacional de Defensa lo que introdujo a posteriori esa lectura conflictiva de las relaciones en el seno del Frente Popular. No es extraño que Sevil dijese, en su descargo, que no era que hubiese olvidado, sino que no había aprendido aún «qué significaba la estrategia del partido en la revolución democrático-burguesa y cómo debía manejar sus reservas en las diferentes etapas, para ganar la guerra y hacer la revolución». Que la cosa no debió quedar del todo aclarada da cuenta el hecho de que se reclamó la presencia del propio José Díaz para dilucidar el problema[45]. No tenemos testimonios de su intervención y, por tanto, no sabemos en qué medida él mismo tuvo que reinterpretarse en beneficio de las lecturas del presente.
LA CÚPULA ERRANTE
En octubre de 1940, Checa redactó un nuevo informe de organización. En él se recogía la decisión de que el Buró Político contara con cinco miembros, que debía residir necesariamente en el extranjero. Por este orden, Vicente Uribe —máximo responsable del partido—, Jesús Hernández —propaganda—, Santiago Carrillo —juventud—, Antonio Mije —relaciones con otras fuerzas políticas— y Francisco Antón —organización[46]—. El Comité Central quedaba reducido a veinticinco miembros efectivos y cuarenta y cinco candidatos, que debían ir reuniéndose en la URSS a la espera de que comenzase a desarrollarse el trabajo en el país. La intención inicial era que el secretariado se instalara en México. De esta forma se cohonestaba el mantenimiento del máximo órgano de dirección en el exterior con la directriz de Dimitrov de que el PCE debía estar en el interior. Al fin y al cabo, México se consideraba casi como una extensión de España. Allí se encontraba el centro más importante de la emigración republicana. Ofrecía las ventajas de recibir una información frecuente de la situación española; permitía incidir en el interior a través del envío de enlaces, y suponía tener presencia en los foros internacionales a través de los organismos unitarios de la oposición republicana y de las actividades, protegidas por el gobierno mexicano, de las Cortes y las instituciones de la República española.
La invasión alemana de Francia en 1940, y la de la URSS en 1941, impidieron la llegada al país de los responsables que se encontraban en Moscú, siendo solo posible la instalación en América de quienes se encontraban originariamente en Francia o en otros países del continente americano. Uribe quedó momentáneamente en Cuba, por lo que de la dirección de la delegación del Buró Político del PCE en México se encargó en principio Mije, junto con Ángel Álvarez. En los puertos de Veracruz, La Habana y Buenos Aires, los delegados del PCE intentaban entrar en contacto con marinos mercantes dispuestos a proporcionar información sobre la situación española y a introducir propaganda clandestina o llevar en sus bodegas a militantes con destino a España. La entrada de Estados Unidos en la guerra en diciembre de 1941, secundada de inmediato por el gobierno cubano, interrumpió el tráfico marítimo entre La Habana y Europa, por lo que los puestos de México y Buenos Aires redoblaron su importancia para el mantenimiento de contactos y envíos a la Península. Uribe pasó a México, para presidir la delegación del Buró junto a Mije[47].
Por lo que respecta al interior, la organización del partido estaba pagando un alto precio por la imprevisión en el paso a la ilegalidad. Desde el extranjero se habían efectuado las primeras tentativas para recobrar el contacto con el país. Se habían llevado a cabo misiones en Asturias y Galicia, el Pirineo aragonés y Euskadi, sin que hasta el momento se pudiera informar de resultados. Las escasas noticias que llegaban informaban de la existencia de un comité del partido en la zona centro (Madrid, Cuenca, Guadalajara y Toledo), compuesto por tres camaradas no muy conocidos; de otro en Baza, que actuaba para Granada, Jaén y Albacete; y un último en Levante. Se desconocía cómo había pasado la JSU a la clandestinidad y si era capaz de funcionar. En las zonas dominadas por los franquistas desde el comienzo de la guerra existían algunos puntos de apoyo y agrupaciones dispersas de huidos en los montes de Galicia, Asturias y Andalucía. Aunque se carecía de más información, se sabía que libraban pequeñas escaramuzas con las fuerzas policiales y se creía que su número habría engrosado con los fugitivos de las últimas zonas dominadas. Su presencia contribuía a mantener en constante estado de alarma a las poblaciones. El peligro estaba en que sus actos degenerasen en mero bandidaje. El partido debía enviar cuanto antes instructores para asumir la dirección de estos grupos y utilizarlos en tareas auxiliares a la reconstrucción de la organización, siguiendo la consigna de no orientarse hacia la lucha guerrillera. Debían ser empleados como reserva para el trabajo de organización, en la preparación y distribución de propaganda ilegal, o para organizar a los campesinos y pueblos contra fascistas locales, autoridades y caciques.
Si se desconocía la fuerza numérica del partido en el país, la situación no era mucho mejor en el extranjero, por carecer de estadísticas. Los datos con los que se contaba eran aproximativos. En México, sobre 6000 refugiados (1100 cabezas de familia, 3300 familiares, 2680 hombres y mujeres solos) se contabilizaban 300 militantes del PSUC y entre 400 y 450 del PCE[48].
Pero el grueso del partido radicaba aún en los campos de Francia y Argelia y su situación había empeorado sustancialmente tras la derrota y la subsiguiente ocupación nazi. Los cuadros fundamentales estaban en el campo de internamiento de Vernet —una instalación de carácter disciplinario— y constituían «una especie de rehenes del gobierno francés que pone toda suerte de dificultades para su salida». El trabajo en los campos era muy difícil, debido a la persecución policial y las frecuentes provocaciones de los colaboracionistas franceses. En las compañías de trabajo forzoso, donde se encontraba la inmensa mayoría de los refugiados, el trato era durísimo. Había grupos poco numerosos en fábricas e industrias, incorporados forzosos a la legión y apenas algunos en el ejército. Los de África se encontraban en idéntica situación, con las agravantes del clima y el aislamiento[49]. La reorganización avanzaba con bastante lentitud, a pesar de que se había situado a camaradas de la dirección en la proximidad de los campos para orientar y dirigir el trabajo en su interior. En los últimos tiempos se habían sacado casi trescientos cincuenta cuadros para enviarlos a la URSS. Otros quedaron en territorio galo para emplearse en diferentes cometidos. En París se publicaba un periódico, La Voz de Madrid, que fue suspendido por las autoridades. En su lugar apareció una nueva publicación en francés y español. También se editó por la dirección del partido un boletín para los campos, al tiempo que se distribuían el órgano de la Komintern, La Correspondencia Internacional y la Historia del Partido Bolchevique.
Era urgente poner a disposición del Secretariado un grupo para la organización de las misiones en la frontera y en el interior y disponer en breve tiempo de una información exacta de la situación en ambos lugares. Se enviarían emisarios del Comité Central para preparar el terreno a la llegada de cuadros que se instalarían en el país de manera permanente. En un primer momento no podría haber una dirección única. El trabajo político y el de guerrillas tendrían responsables distintos y sin contacto entre sí. La compartimentación, por motivos de seguridad, debía ser máxima. En las diferentes provincias, los guerrilleros establecerían canales de relación directa con el exterior sin ninguna relación con la dirección del PC en España. En Francia, los dirigentes intermedios tenían que seguir organizando el trabajo ilegal en los campos y el semilegal en los chantiers —refugios políticos con la apariencia de explotaciones forestales—, con escuelas destinadas a preparar a los elementos destinados a ir al país.
La naturaleza internacionalista de la militancia comunista generó algunos problemas de adscripción entre los emigrados. La norma de la Komintern era que los militantes comunistas de otras nacionalidades debían integrarse en el PC del país de acogida. En el caso de Francia, se optó por mantener un núcleo operativo, el compuesto por los camaradas organizados en los campos, con autonomía respecto al PCF, aunque auxiliado por él. Los que estuvieran fuera de los campos, entrarían en el PCF como «grupos de idioma castellano» de la organización de Mano de Obra Inmigrada (MOI), pero manteniendo su ligazón con el Comité Central español. Como se pensaba que la permanencia de los comunistas españoles en territorio francés era transitoria y que su lucha era específica, se consideró que deberían mantener una independencia orgánica y estratégica respecto al PCF. Otro caso distinto sería el de los afiliados que se encontraran en países de habla española, que pasarían pura y simplemente a formar parte de los partidos comunistas de sus países de acogida.
La salida fuera de la Europa ocupada de algunos altos dirigentes había planteando problemas. Francisco Antón retrasó demasiado su partida y, probablemente debido a una denuncia, cayó un día antes de abandonar Francia. El propio Antón se encargó de avisar a Carmen de Pedro, antigua secretaria de Togliatti, de que «no se hiciera nada por ahora pues la gestión la llevaban buenas manos». Esas buenas manos a las que se refería podían ser las del mismísimo Stalin. Según la versión de Líster y «Modesto», adversarios acérrimos de Antón, habría sido canjeado por un espía alemán ante los insistentes ruegos de «Pasionaria» a Stalin. En aquellos momentos de vigencia del pacto germano-soviético, no fueron infrecuentes las demostraciones mutuas de buena voluntad. Stalin correspondió deportando a la Polonia ocupada por Hitler a entre doscientos y trescientos miembros del Partido Comunista de Alemania (KPD) refugiados en la URSS desde 1933. Lo mismo hizo con ochenta y cinco comunistas austríacos, algunos de ellos de origen judío, que, entregados a la Gestapo en el puente fronterizo de Brest-Litovsk, terminaron recluidos en los campos de exterminio de Auschwitz y Ravensbruck[50].
Según la versión menos maliciosa de Carmen de Pedro, la liberación de Antón fue fruto de los esfuerzos desplegados por ella y, sobre todo, por Jesús Monzón ante las legaciones diplomáticas de Chile y Cuba para lograr que se le reclamase oficialmente y se le otorgase un visado. Aunque se logró de inmediato en ambos países, se recibió nuevamente comunicación de París acerca de que «no conviene seguir en esta vía». Por si acaso, Benigno, el secretario de Negrín, les concertó una entrevista mientras Carmen hacía gestiones en el consulado mexicano. En el encuentro con Negrín, al que acudió Monzón, este planteó que el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) debía hacer todo lo posible por conseguir la salida de un barco con el mayor número de internados del Vernet. Le facilitó una lista, en la que, intercalado, figuraba el nombre de Antón. Negrín aceptó y Monzón volvió exultante. El 5 de marzo, Checa anotaba en su cuaderno manuscrito: «Paco fuera campos comunicado a nosotros». Y el 8, sendos telegramas de Uribe, Manso y Gamboa decían que «Paco ya tiene visado París» y para Cuba[51].
La provisión de fondos para sufragar las actividades del partido siguió siendo un dolor de cabeza. A principios de 1940 se contaba con 12 000 dólares en la caja. De ellos, la mitad se gastaba en la edición de propaganda. Del resto, un 50% en viajes y envíos al país, y lo que quedaba, en gastos del aparato y salarios. Mensualmente se enviaban un mínimo de 500 dólares a Cuba, 250 a Portugal y 250 a Argentina, sin contar con los gastos en ediciones especiales de prensa, ayuda económica al interior y gastos de preparación y envío de cuadros. La ayuda del PCUSA, unos 2000 dólares, podía desaparecer en cualquier momento. El PCE intentaba movilizar todos los medios a su alcance: las cotizaciones extraordinarias de sus afiliados, los donativos y ayudas diversas, las colectas entre los refugiados españoles en general y las contribuciones de los negocios y empresas varias (cine, editorial, varios negocios y empresas) vinculadas al partido o a simpatizantes. Así se conseguían otros 3000 dólares. Se pidieron a Negrín, por cable, 50 000 dólares. Su secretario contestó que estaba de acuerdo y se vería la forma de enviarlo. Pero pasó el tiempo y no se resolvió nada en concreto. Por todo ello, Checa calculaba que a partir de primeros de 1941, la situación sería muy difícil. «Los pocos medios logrados entre la emigración de los diversos países son íntegros para los gastos que origina el trabajo entre ella y muy escaso por la crisis»[52].
Las relaciones entre los miembros del Buró disperso no eran del todo satisfactorias. El 16 de marzo de 1940, Uribe se quejó de la actitud de Juan José Manso[53] y Santiago Carrillo: «Calamidad. Crítica. No quieren participar trabajo con responsabilidad. Se colocan por encima. No ayudan». Checa, a quien le quedaba poco tiempo de vida, acometió la tarea de organizar la dirección en América y la tentativa de cabeza de puente de Portugal. Junto al centro dirigente principal en México se creó otro secundario en Chile-Argentina. Según se comunicó a José Díaz por telegrama, México se encontraba en una situación delicada, pero todavía seguía ofreciendo mejores posibilidades para el trabajo de dirección que otros países, por la mayor facilidad para la obtención de visados. Se establecieron otras bases de actuación en Estados Unidos, Cuba, Uruguay, Santo Domingo y Filipinas en previsión de que el centro principal de México quedara aislado por la extensión de la guerra. Uribe y el propio Checa quedaron encargados del envío de propaganda y organizadores a España, con la misión de recoger información y restablecer contactos. Uribe, en su condición de exministro, estaría encargado del contacto y relación con el gobierno republicano y sus órganos. Asimismo, debía crearse un centro en Portugal y preparar a los cuadros que irían al país. En este trabajo colaborarían los dirigentes radicados en Argentina-Chile, Cuba y Estados Unidos. Mije se encargaría del trabajo con la emigración, del censo y control de cuadros y militantes, y de la educación política y ayuda a los cuadros. Margarita Abril y Pedro Martínez Cartón liderarían las campañas de ayuda a la salida de Francia e instalación en América, y de solidaridad con las víctimas del terror franquista. Se formuló la necesidad de crear un aparato técnico para la elaboración de documentación falsa con vistas a la preparación del paso de colaboradores a España. El nombre del responsable quedó en blanco. Poco después se hizo cargo de tan decisiva misión Domingo Malagón.
A comienzos de enero de 1941 la situación se complicó. La directriz de mantener a toda costa el supercentro de dirección en México motivó la queja del resto de los responsables en Suramérica. «En caso guerra quedaremos aislados», se lamentaron. Tenían la experiencia de lo ocurrido en Francia. Solo podrían mantener la ligazón con «casa» —Moscú— y Estados Unidos, pero perderían todo enlace con España y África del norte donde, en aquel momento, cerca de cuatro mil españoles, según decían, se habían pasado a las fuerzas de De Gaulle. A ello había que añadir que el trabajo político en Cuba y Estados Unidos era escaso. Había más posibilidades en Suramérica y, sobre todo, en Argentina para seguir enviando gente a España. Existían buenas expectativas respecto al establecimiento de una base en Portugal. Se había logrado enlazar con Madrid, Galicia y Asturias. Se tenían noticias de la existencia de organizaciones del partido en Toledo, Ciudad Real, Bilbao, Palencia, Zamora, Salamanca, San Sebastián, Pamplona, Cádiz, Zaragoza, Málaga y Sevilla. A mayor abundancia, se había establecido comunicación con Francia para reiniciar el trabajo en la zona de los Pirineos. Comenzaba a editarse Mundo Obrero y se disponía de información fiable sobre puntos de referencia y apoyo para el desarrollo del trabajo en el interior. La buena situación podía acelerarse con el pronto envío de cuadros a Madrid y Portugal por vía segura.
La respuesta de «Pasionaria» cayó como una helada sobre los brotes de las nuevas expectativas. «Situación demanda reducción al mínimo aparato partido. Solo dos deben percibir retribución del partido. Los otros deben trabajar y ayudar al partido». Las estrecheces económicas estrangulaban en la cuna los conatos de recuperación organizativa. Uribe y Checa respondieron airados:
Hemos escatimado al máximo gastos trabajo hasta aquí. Interpretamos primera recomendación en sentido acentuar más aún rigidez y severidad política gastos. De acuerdo con ello, hacemos esfuerzos ese sentido. No comprendemos segunda parte comunicación. Tal como tenemos organizado trabajo es inaplicable directiva de que solo dos camaradas perciban retribución.
Por primera vez desde el fin de la guerra, había un aparato ilegal de trabajo en España. El centro en Cuba contaba con un dirigente y cuatro colaboradores. Se había establecido una base en Portugal con un dirigente, un colaborador y tres enlaces, además de una imprenta. Se había logrado un enlace permanente entre Portugal y Nueva York, con dos organizadores. Existía otro puesto de contacto en Buenos Aires, con dos hombres. Era absolutamente preciso que todos fuesen retribuidos y era impensable reducir su número. El coste mensual de este aparato era de 1500 dólares, «en base a salarios mínimos, estrictos, sin contar gastos de material impreso y de preparación de cuadros para su envío». Los viajes a Portugal o España ascendían a 350 dólares, como mínimo. El total de gastos mensuales ascendía a 1850 dólares. Teniendo en cuenta que los ingresos suponían 1100, había un déficit mensual de 750 dólares. En cuanto a la propaganda, se editaban España Popular y Nuestra Bandera con solo dos redactores, con sueldos muy bajos, y ayudados por varios camaradas sin retribución. El gasto mínimo mensual en ambas publicaciones era de 540 dólares. Los ingresos por su venta eran 100, por lo que se acarreaba un déficit de 440 dólares mensuales. Solo había tres liberados en la dirección: uno al frente del trabajo para España; otro, encargado de la emigración y un último responsable de propaganda. A ellos había que sumar una mecanógrafa y un par de auxiliares. Entre todos consumían 300 dólares mensuales, incluidos los gastos de correspondencia. La supresión del salario de un liberado de los tres existentes era imposible sin que el trabajo en su conjunto se resintiera, máxime cuando Checa pasaba por una situación acuciante a causa de su enfermedad[54].
La penuria de medios, los golpes de la represión y la combinación de estos y otros igualmente adversos factores determinaron que el PCE siguiera sin levantar cabeza en el interior del país. El 19 de junio de 1942, «Pasionaria» acusó recibo de un documento de Uribe y Checa en el que daban cuenta de su trabajo desde 1940. Sería el último firmado por el tándem, ya que Checa fallecería el 6 de agosto de ese año a consecuencia de complicaciones derivadas de una apendicitis. El panorama pintado era deprimente: «En el informe se dice que hubo un tiempo en que pudieron establecer contacto con España y Portugal a través de Cuba, Argentina y Estado Unidos, utilizando barcos para el envío de gente y literatura, pero debido a una serie de fracasos y traiciones… allí no hay organización capaz de recibir gente»[55]. Se había fracasado en el contacto con Francia y en las tentativas de enlace con España desde Portugal tras la caída del grupo de Isidoro Diéguez, Jesús Larrañaga y Manuel Asarta, entregados por la Policía Interior para la Defensa del Estado (PIDE) de Salazar a la policía franquista y fusilados. El balance era desolador. «Nuestro trabajo en estos países se encuentra en situación desastrosa. El envío de gente desde Cuba y Estados Unidos no puede ser realizado debido al corte total del tráfico marítimo. El envío de gente lo realizamos desde Argentina. Utilizamos todas las posibilidades… El aparato en Francia funciona y puede sacar gente de España a Francia… Nuestro centro se ha trasladado de Cuba a México»[56]. Como en el bastidor de Penélope, el hilo de la urdimbre volvía a estar en el punto de partida.