CAPÍTULO VIII

—Buenos días —escuché la voz de Iván.

—Buenos días —contesté abriendo los ojos y contemplando su rostro frente al mío—. Esto es nuevo.

—¿El qué?

—Siempre me despierto abrazado a ti o a Andrés y ahora abro los ojos y veo tu careto.

—Eso es porque me levanté a mear y no te has dado ni cuenta.

—Pues muy mal. No me gustan las novedades nada más despertarme. Pueden alterar mis neuronas y eso me podría causar un caos irreversible. Así que cerraré los ojos y pensaré que esto ha sido un sueño —cerré los ojos, sentí que Iván se daba la vuelta, sonreí y lo abracé pegándome a él.

—¿Está bien el señor ahora? ¿Sus neuronas se han equilibrado?

—Aún sigo dormido, no me ha despertado nadie —sentí que se reía por el movimiento de su cuerpo.

—Buenos días —volvió a saludarme.

—Buenos días cachorro. ¿Has dormido bien?

—Sí, perfectamente. Me gusta sentir un macho en la cama.

—A mi también y abrazarle como lo estoy haciendo ahora. Pero sabes una cosa… —me separé y me levanté dirigiéndome al baño—. Me estoy meando.

—A la mierda el romanticismo. Ya volvió el Rafa de siempre.

—Y el que os gusta —contesté tirándome encima de él tras regresar del baño.

—Tío que no eres un peso pluma. Me vas a reventar y la cama me tiene que durar todavía unos años.

—Sí. Te voy a reventar a polvos.

—Lo dicho, ahora si me creo que alguna neurona ha sido afectada.

—Te quiero cabrón —le besé y me senté sobre él—. No, no me voy a meter tu polla. ¿Es normal sentir un cierto calor dentro?

—¿Todavía lo sientes?

—Sí, noto algo extraño. Me has desvirgado, ahora tendrás que pedir la mano a mis padres. ¡Qué vergüenza, cómo se lo voy a contar! Yo, con lo joven que soy y ya he perdido la virginidad. Seguro que me emborrachaste o me pusiste algo en la bebida. Yo nunca hubiera caído tan bajo. No, yo quería ir al altar virgen y puro.

—Lo dicho, tienes alguna neurona tocada y espero que no sea contagioso.

—La única enfermedad que padezco es el amor y el cariño que os tengo a los dos. Soy el hombre más feliz de este universo.

—¿Desayunamos?

—Yo por lo menos no. Quiero terminar el ritual que comencé hace unos días. Hoy volveré a desayunar en la cafetería, pediré mi desayuno especial y esperaré a que venga mi queridísimo jefe del alma. Cuando me proponga follar, le daré el regalo.

—Tengo una idea. Levántate —le obedecí y saltó de la cama. Abrió un cajón y sacó papel de regalo y me lo mostró con cara de niño travieso.

—Sí. Buena idea. Se lo envolveré en papel de regalo. Con todo mi amor y mi estimación. Por los momentos tan maravillosos que me ha hecho pasar estos días. Por todo lo que le quiero y…

—¡Calla ya! Joder tío, parece que en vez de pizza, anoche cenamos lengua. Madre mía que manera de hablar.

—La culpa la tienes tú por despertarme con la terrible imagen de tu cara ¿Sabes la impresión qué pudo causar ese momento a mi cerebro? No lo sabes tú bien.

—Serás cabrón. Levántate y envolvamos el regalito.

—De eso me encargo yo, que todo el mundo dice que soy el mejor envolviendo regalos.

Me senté y preparé el DVD mientras Iván desayunaba. Pensé en la cara de mi jefe cuando lo abriese: Primero se quedaría extrañado al ver el DVD y segundo cuando contemplara las imágenes en su ordenador. Daría lo que fuera por saber cuales eran las primeras palabras que surgieran en su mente, observar su cara y sus ojos saliéndose de sus órbitas. Si, ese momento también sería digno de conservar en una grabación.

Iván había terminado de desayunar, me levanté y le propiné un azote en el culo.

—¿Nos duchamos juntos? —sonrió y así lo hicimos. Nos secamos, nos vestimos y salimos a la calle. Era una mañana espléndida, el sol brillaba con intensidad y ninguna nube manchaba el azul del cielo.

—No dejes de llamarme, quiero saber todo, todo, todo lo que suceda.

—Eres un cotilla. Seguro que luego toda la información la quieres para ir a un programa del corazón y ponerme en evidencia. Pero si haces eso, te demandaré y te llevaré ante los tribunales.

—Hoy no puedo contigo. Anda, que vas a llegar tarde. Pasa un buen día.

—¿No me das un beso? —le sonreí.

—Me besó en los labios y se fue.

Sí. Aquella mañana me había levantado de buen humor. Estaba feliz, por fin era viernes. Por fin mi venganza la serviría en forma de regalo. Por fin esa noche dormiría con Andrés, en la primera noche de las muchas que nos esperaban juntos. Sí, era feliz y encima el sol calentaba más que otros días. La primavera nos sonreía y yo correspondía.

Llegué a la cafetería, el camarero ya no me preguntó y mientras me servía el desayuno, además de darle las gracias, le sonreí. Apenas me había tomado el zumo de naranja y estaba llevándome una de las porras a la boca, cuando entró él. El hombre impenetrable con una sonrisa socarrona y maliciosa. Estaba seguro que ya había planeado algo para divertirnos. Se sentó y me miró.

—Buenos días —saludó.

—Buenos días —contesté con la misma indiferencia que otros días, sin mirarle a la cara.

—Hoy hace un buen día y he pensado que la hora de comer la pasaremos en la casa de campo.

—¿Qué? Tú estás loco. Ya te he dicho que mi tiempo libre, lo administro como yo quiero. Fuera de las horas del trabajo, tú no mandas en mi vida.

—No estoy loco, quiero que me folles al aire libre. En mitad del campo.

—Ni lo sueñes. Mi hora de comer es sagrada y no la voy a desperdiciar por un polvo de mierda.

—Iremos y no se hable más.

—Al final me vas a enfadar, cuando hoy me he despertado con buen humor, tanto, que te había comprado un regalo.

—¿Qué has dicho?

Saqué el paquete de la chaqueta y se lo entregué.

—Pero no quiero que lo abras hasta que estés en tu despacho.

—Me gusta que me hagan regalos.

—Te aseguro que es un regalo muy especial, no lo olvidarás jamás.

—Me voy, ya hablaremos de la escapada.

—Te aviso y lo repito: no pienso ir. No me puedes obligar a salir de mi puesto de trabajo para echarte un polvo en plena naturaleza porque te salga de los cojones. Ni lo sueñes y mucho menos, en mi hora libre: esa es mía.

—No te pongas tan bravo y baja el tono. No quiero que nadie nos escuche.

—¿El qué? Lo maricón que eres. Ya se enterarán tarde o temprano.

—¿Eso es una amenaza? No me amenaces, no estás en situación de hacerlo.

Bajé la cabeza y seguí desayunando. Para qué malgastar más palabras. En aquel paquete se encontraba el desenlace, por lo tanto, mejor olvidarse ya del tema. Se fue y yo salí a fumar un cigarrillo antes de subir a mi puesto. Terminado, como cada mañana, entre en el vestuario y me cambié de ropa. Saludé mientras me colocaba en mi zona y esperé al primer cliente, o en realidad, era a él a quien esperaba.

Atendí al primer cliente. Algunos viernes la primera hora es la más fuerte y éste prometía serlo. Le enseñé el ordenador que deseaba ver y le expliqué sus características. Lo compró y cuando se lo estaba cobrando, Robert apareció. En su cara se dibujaba odio, sus ojos parecían a punto de estallar y en sus movimientos se observaba un cierto nerviosismo. El cazador había sido cazado y estaba a punto de reventar como un volcán que lleva dormido muchos años. Se aproximó a mí.

—Cuando termines con el cliente, te quiero en mi despacho inmediatamente —su voz era dura, autoritaria y despectiva.

—Sí señor. Ahora voy.

Se fue y el cliente me miró asombrado.

—Hoy tu jefe tiene malas pulgas.

—No es hoy, es así siempre ¿Cuándo ha visto un jefe tolerante?

—Yo soy jefe —sonrió— y te puedo asegurar que lo soy. Disciplinado cuando hay que serlo y comprensivo cuando lo requiere la ocasión y en mi opinión, no son formas de tratar a un empleado de la manera que te ha tratado a ti y menos delante de un cliente.

—Disculpe. Ya sabe que es una frase hecha. Todos tenemos nuestros días malos.

—Sí —sonrió y sacó una tarjeta—. Si lo que pretende tu jefe es despedirte, esa es la sensación que me han dado sus palabras, llámame. Eres educado, tienes buena planta, sabes estar delante del público y tratar a un cliente —tomó el paquete y se fue. Llamé a uno de mis compañeros y le dije que me requería el jefe en el despacho.

—Últimamente estás mucho en ese despacho. No nos cuentas nada, como siempre tan reservado. Una de dos, o pronto recibes un ascenso o te larga cualquier día a la calle.

—Espero que sea lo primero, no me haría ninguna gracia que me despidiera —sonreí—, aunque acaban de ofrecerme trabajar en otro sitio.

Con paso firme y con la cabeza alta me dirigí al despacho. Una nueva llamada a la puerta, una nueva pregunta de quién era, la contestación de que era yo y tras el «pasa» entrar en el despacho y cerrar la puerta.

—¿Qué se supone que es esto? Espero que sea una broma.

—No. No es ninguna broma. Nunca he soportado a los prepotentes, arrogantes y menos a quienes provocan daño a un semejante sólo por su satisfacción personal.

—¿Me quieres decir qué lo nuestro ha terminado?

—Por supuesto, nunca debió de comenzar y además… con condiciones.

—¿Te atreves a ponerme condiciones?

—Claro y las cumples o ese vídeo será el más visto en todo Madrid y por Internet.

—No voy a caer en esa trampa. Te voy a mandar a la puta calle.

—Perfecto. Buenos días —me di la vuelta y abrí la puerta.

—No te he dicho que te vayas todavía.

Cerré la puerta de nuevo.

—Creo que todo está hablado.

—No. Quiero el original de esta película. Quiero todas las copias y que luego te largues de mi vista. No quiero volver a verte jamás en este departamento. ¿Lo has entendido?

Me acerqué a la mesa con mirada retadora, coloqué mis puños cerrados sobre ella y le miré desafiante, con aquella mirada que muchos decían que les daba miedo, que resultaba agresivo. Ahora más que nunca deseaba ser agresivo con la mirada y templado con las palabras.

—No está usted en disposición de dar órdenes y lo sabe muy bien. Podrá atemorizar a todos, pero a mí no. Sé su juego. Se de usted más, que usted mismo. Tengo en mis manos en estos momentos el que usted continúe detrás de esta mesa o esté en la calle recogiendo basura y…

—No te permitiré…

—No me interrumpa cuando estoy hablando. Ahora no. Durante toda la semana me ha estado acosando, siendo su puto esclavo, haciendo lo que no deseaba, tocando su cuerpo repugnante y teniendo que complacerle con la amenaza de irme a la calle con una de sus firmas dictadoras, sino sucumbía a lo que solicitaba. No, ahora no me mandará callar. No sólo me quedo aquí a trabajar, sino que el lunes quiero que me llame al despacho para firmar mi ascenso y el aumento correspondiente de sueldo.

—¡Estás loco!

—Jamás he hablado más en serio. Usted casi me vuelve loco hasta que lo tuve todo muy claro.

—Quiero que me entregues todas…

—Usted ya no me va a dar más órdenes. Se terminó el juego. Le dejé bien claro que tenía pareja y me quiso someter a su voluntad. No sabe bien con quien ha estado jugando. Uno tendrá sus defectos, pero el orgullo como ser humano, jamás me lo dejaré machacar por una cucaracha como usted. Me da pena que alguien de su calaña exista y encima se siente en un puesto de responsabilidad. Me asquea tener que estar cerca de usted por lo que representa.

—No te saldrás con la tuya.

—De momento sí. Hoy si quiere que le den calor a ese culo, se busca un chapero o se mete el palo de la escoba. ¿Puedo retirarme?

—Lárgate, pero no te saldrás con la tuya.

—Ya lo he hecho y le juro por lo más sagrado que si el lunes no tengo esa carta de ascenso y el nuevo sueldo, el martes todos los empleados de este edifico, desde la planta baja hasta el último piso, recibirán un regalo sorpresa, como el que hoy ha recibido usted.

—No te atreverás.

—Póngame a prueba y verá de lo que soy capaz. Ya le he dicho que no tengo nada que perder —saqué la tarjeta de mi bolsillo y se la mostré—. ¿La ve? Es del cliente que he atendido hace un momento. Me dijo que si un día buscaba un nuevo trabajo, que lo llamara.

—Pues lárgate con él.

—Ni lo sueñe. En esta empresa tengo un buen futuro, mientras usted se sienta ahí detrás, hasta el día que sea yo el que me siente y no desnudo precisamente. Con su permiso, los clientes esperan.

Di media vuelta y salí. Respiré profundamente tras cerrar la puerta y volví al trabajo. Mi compañero, el que me había sustituido me miró intrigado.

—¿Despido, ascenso?

—Despido te aseguro que no —le sonreí.

Me dirigí a un cliente que estaba mirando algunos objetos en una de las vitrinas.

—¿Le puedo ayudar en algo?

—Me gustaría saber el precio de esa videocámara.

La saqué, miré la etiqueta y se lo dije. Se interesó por ella y comencé a presentar sus funciones.

La mañana transcurrió sin más novedad, no volvió a aparecer por el departamento. A las dos salí a comer y lo primero que hice fue llamar a Andrés e Iván. Los dos se sorprendieron, pero también estaban seguros de que yo era capaz de eso y de mucho más. Por las buenas soy bueno, por las malas puedo ser el mayor hijo de puta. Ellos habían ganado mi corazón, porque se lo merecían, Robert por el contrario, todo mi odio y desprecio. Algún día le vería caer de su pedestal, como todos los miserables de este planeta. El destino pone a cada uno en su sitio, unas veces tarda más y otras menos, pero tarde o temprano, siempre sucede. Lo único que debemos de tener es paciencia.

Comí tranquilamente en el bar de enfrente. No deseaba cruzarme con él en el restaurante. Desde el lunes desayunaría en casa y entraría a trabajar directamente. Haría todo lo posible por no volver a sentir su presencia cerca de mí. Mermaba mi ser, bloqueaba mi energía, aunque intentara mantenerme firme. El odio que sentía hacia él resultaba demasiado fuerte. Esperaba, por el bien de los dos, que mi ascenso no estuviera vinculado con seguir tratando asuntos con él. Después de comer salí a la calle, paseé y me senté en un banco, encendí un cigarro y mis ojos se detuvieron ante dos leather que pasaron junto a mí.

Cerré los ojos por unos instantes y aquel cuero negro sobre sus pieles blancas, me recordó los tiempos en que el sexo se volvió una obsesión. Ahora me daba cuenta que todo en la vida se debe de tomar en su justa medida, que los excesos no son buenos, llegan a empachar y en ocasiones complicándote la vida. Me gusta el sexo, lo reconozco, disfruté de muchos de aquellos encuentros, es cierto, pero en otras ocasiones, desfogaba mi ira, mi rabia, mi soledad, mis frustraciones. Follaba sin control para sacar toda la adrenalina acumulada de la semana. Como tantas veces había dicho: cuando mejor follo es cuando estoy cabreado. Ahora ya no quería follar más, ahora quería amar y ser amado. Ahora quería sentir y hacer sentir. Era el momento del cambio y esta semana se había precipitado todo. Los fantasmas surgieron de sus rincones deseando dominarme, pero existía una luz, una luz muy poderosa llamada: amor y amistad y contra esa luz no podían y menos con mis ganas de conservarla. Me rebelé y en aquella rebelión encontré mi liberación, una liberación que salió de mi interior con sudor y vómito, pero me dejó listo para enfrentarme limpio ante mi nuevo despertar.

Abrí los ojos, volvía a la realidad, al bullicio de la ciudad, al transitar de cientos de personas y miré el reloj. Me levanté y caminé hacia mi puesto de trabajo. Estaba deseando salir esa tarde, llegar a casa, asegurarme que nada quedaba en ella y entregar aquellas llaves. Unas llaves que habían sido sustituidas por otras que abrían mi mundo soñado, junto con la persona amada.

Al entrar en el departamento, la secretaria me hizo una seña para que me acercara a ella.

—¿Qué ha sucedido antes?

—Nada, ¿por qué lo pregunta?

—Sé que algo ha pasado. Como siempre eres muy discreto, pero sé que habéis discutido, en algunos momentos vuestras voces traspasaban la puerta.

Me dejó sin palabras por unos segundos. Pensé en aquel momento si escuchó algo que no debía.

—No te preocupes —me comentó como si leyese mi pensamiento—. Las palabras eran ininteligibles, pero se que habéis discutido. Espero que no te despida —me sonrió—, me caes muy bien.

—Gracias. Debo de volver a mi puesto. No quiero…

—Se ha ido. Llevaba cara de perro y me ha dicho que no volverá en toda la tarde, que tenía que arreglar unos asuntos fuera —miró a su pantalla de ordenador y luego a mí de nuevo—. Nos espera una tarde tranquila y sin sobresaltos.

—Es usted un encanto. Sabe que todos la queremos mucho, ¿verdad?

—Sí, lo sé y te aseguro que eso me motiva a venir todos los días. Cuando me siento mal, os miro y siempre alguno de vosotros me sonríe y me llena de felicidad.

Me acerqué y la besé en la mejilla.

—Este beso, de parte de todos.

Se sonrojó y volví a mi puesto de trabajo. En aquel momento de felicidad, de sentir como aquella mujer me habló, tuve la necesidad de hacerla un regalo. Cogí el móvil y llamé a la floristería y encargué un ramo con siete rosas rojas y una blanca en el centro. Las siete eran por cada uno de nosotros, la blanca por ella. Mientras, preparé unas frases en un folio y se lo pasé a mis compañeros. Me miraron sorprendidos, leyeron el escrito y todos firmaron sonriendo.

Atendí a la clientela y el chico de las flores hizo acto de presencia mirando a uno y otro lado.

—Si me disculpa un momento, tengo que poner una nota en ese ramo de flores.

La mujer me miró y sonrió:

—Claro hijo, es un ramo muy bonito.

Llamé al chico, se acercó, coloqué la nota y le indiqué a quien iban destinadas. Todos mis compañeros se detuvieron a mirar la escena. El departamento pareció congelarse por unos segundos, mientras aquella mujer recibía un ramo de flores en una fecha que para ella era un día normal. Las recogió y leyó la nota. Se emocionó y nos miró a todos con una gran sonrisa lanzándonos un beso con la mano.

—Se ha emocionado —me comentó la clienta que estaba atendiendo ¿Es su cumpleaños?

—No. Simplemente ha sido un impulso de todos. Es una gran mujer.

—Es bonito que exista esta complicidad entre todos vosotros. Así se trabaja bien y se nota en vuestra atención.

—Nuestro trabajo es atenderles a ustedes y complacerles en lo que buscan.

Todo resultó mágico. Mis compañeros estaban relajados y se entregaban a sus clientes en cuerpo y alma. El departamento en aquellos momentos estaba vivo y se respiraba felicidad. Las horas pasaron rápidas y me despedí mientras otro compañero me sustituía. Entré en el vestuario, me cambié con prontitud y salí a la calle. Respiré profundamente y caminé. La tarde era muy agradable, soplaba una brisa del sur que agradecí y mi cazadora volaba libre mientras el aire penetraba por la camisa ahuecándola y acariciando mi piel. Al girar en una de las calles, alguien me golpeó haciéndome perder ligeramente el equilibrio. Sentí una punzada fría en mi pecho que me cortó parte de la respiración. Noté que mi camisa se empapaba y al mirarme, un líquido viscoso y grana se extendía por todo el tejido. Me mareé y caí al suelo. Todo me daba vueltas, no podía casi respirar y comencé a sentir un frío interno que me hizo temblar. Alguien se detuvo y se agachó frente a mí.

—¿Qué te pasa chico?

Otra voz gritó:

—¡Le han apuñalado!

Al instante, cientos de voces invadieron mis tímpanos. Voces sin definir y mientras tanto mi cuerpo se volvía rígido. Me habían apuñalado, me estaba desangrando y lo peor de todo, es que no vería por última vez el rostro de Andrés. Me estaba muriendo en aquella acera rodeado de desconocidos, en la tarde más feliz de mi vida. Mis ojos se llenaron de lágrimas de impotencia, no de dolor, porque no lo sentía, pero si la impotencia de no sentir el abrazo de Andrés o de Iván. ¿Dónde estaban? Les necesitaba, deseaba decirles que les quiero y que si les abandono, se cuiden el uno al otro. Necesitaba abrazarles y darles el último beso. Ellos eran mi vida, mi refugio, mi consuelo.

—No te preocupes chico. Hemos llamado a una ambulancia.

No llegarían a tiempo. Ya no sentía mi cuerpo, tan sólo mi mente se conservaba aún activa, pero el resto era como un tronco sin vida y frío como el hielo. Un frío que cortaba cada músculo, cada arteria, cada nervio, cada parte de mi ser. Un frío que deseaba apaciguar con las miradas siempre alegres de Andrés e Iván.

—Andrés… Andrés… Andrés.

Alguien cogió el teléfono móvil de mi chaqueta y busco aquel nombre. Fue mi última visión. Todo se nubló. Las voces se alejaron. El sol dejó de existir y me encontré en medio de una gran oscuridad. Una oscuridad que me aterró y congeló por completo. Una oscuridad donde la nada se había hecho visible. Miré a mí alrededor sin saber que lugar era aquel. Podía moverme y ya no sentía nada. Estaba de pie, eso si lo sabía y caminé aunque no percibí suelo bajo mis pies desnudos. Si estaba muerto, después de la oscuridad aparece el túnel, eso era lo que decían algunos que habían estado cerca de la muerte, pero allí no había túnel ni la más minúscula luz.

Recordé los momentos en que decidí venirme a vivir a Madrid. A mi padre y a mi madre. El viaje, el reencuentro con Carlos y los meses vividos juntos hasta llegar aquel otro personaje. El tiempo vivido en mi apartamento y el desenfreno sexual de los fines de semana. Mi trabajo, mis compañeros, la sonrisa de la secretaria y los ojos de ira de mi jefe. Mis encuentros con Andrés e Iván y todos los momentos de angustia y felicidad. Lo recordaba como un sueño, pero si era el sueño de mi muerte, ¿por qué no había imágenes de mi infancia, de mi adolescencia, de mi ciudad? En realidad los años vividos en aquellos tiempos, no habían sido tan malos, simplemente mi mente buscaba horizontes distintos y Madrid fue el balón de oxígeno que precisaba.

Intenté mirar para abajo, buscando mi cuerpo tendido en aquella acera rodeado por desconocidos, con mi camisa blanca ahora grana, con el suelo encharcado con mi sangre, con la ambulancia llegando y no pudiendo hacer nada, pero no había imágenes, todo era oscuridad. Una oscuridad profunda que quebraba mi ser. Necesitaba luz, necesitaba imágenes, necesitaba que alguien se acercara a mí y me dijera qué estaba sucediendo.

Caminé buscando una salida que no sabía donde se encontraba. Miré hacia lo alto deseando ver el sol que antes calentaba e iluminaba la tarde y seguí caminando y sentí mi piel fría y seca. Cerré los ojos y percibí una mano sobre mi hombro derecho. No los abrí, tal vez era el estado en que debía de estar.

—¿Qué haces aquí? —escuché una voz aterciopelada y dulce.

—No lo sé. Creo que he muerto, pero…

—Aún no has muerto, pero ya no estás con los vivos.

—¿Quién eres tú?

—Eso carece de importancia. He venido para guiarte.

—No quiero morir aún. Ahora no… Ahora…

—¿Por qué aferrarse a la vida, cuando os causa tanto sufrimiento?

—No lo sé, pero creo que sufriendo aprendemos a valorar más las cosas. No lo sé, porque en realidad…

—Dudas, miedos, penas, traiciones…

—Felicidad, besos, caricias, abrazos, risas —le interrumpí.

—Has tardado en descubrir otras sensaciones.

—No. No es verdad, no he tardado, simplemente creé una coraza para no sufrir, pero ya desapareció. Cayó al suelo hace tiempo y no la recogí jamás.

—¿Qué te une a la tierra?

—Mis dos grandes amores: Andrés e Iván. Los quiero y deseo protegerlos el resto de mis días.

—Sólo se puede amar a uno.

—Pero el querer no tiene límite. ¿Quién eres?

—Yo seré quien tú desees que sea. Quédate conmigo y serás feliz.

—No. Tengo que volver. Necesito volver, no puedo quedarme aquí.

—¿Para qué? Yo te puedo ofrecer todo lo que desees, sin dolor, sin sufrir, siendo siempre feliz y disfrutando de todo lo que se te antoje.

—Es mi mundo. Es el lugar al que pertenezco y aún tengo que hacer muchas cosas. Soy joven y estoy aprendiendo, no me prives de ello, por favor. Necesito seguir vivo para mostrarme como soy de verdad.

—Puedes elegir. Ahora puedes elegir. Tu mundo o…

—Quiero regresar. Por favor, ayúdame, ayúdame. Quiero regresar.

—Volverás a sufrir, volverás a llorar, volverás a sentir dolor.

—Sí, pero ese sufrimiento, esas lágrimas, ese dolor, se volverán también alegría, risas y felicidad y deseo compartirlo con la persona que amo, con el ser que quiero y con quienes merezcan la pena estar a su lado.

La mano se retiró de mi hombro y continué con los ojos cerrados. La soledad me volvió a invadir y el frió regresó a mi cuerpo, me abracé para paliar aquella sensación que cortaba mis músculos como cuchillas y sentí dolor y con aquel dolor retomó poco a poco el calor y percibí una luz aún con los ojos cerrados y de nuevo escuché una voz, esta vez, que pronunciaba mi nombre.

—Rafa, Rafa.

Aquella voz la reconocí, era él, mi gran amor. Era Andrés y sentí su mano apretar la mía y apreté la suya mientras abría los ojos. Me quedé muy quieto, no sabía si aquello era otro sueño. Contemplaba el techo de una habitación con los fluorescentes que la iluminaban.

—¡Rafa! Has despertado. Te amo, no me abandones.

Giré mi rostro hacia donde provenía la voz y el rostro de Andrés me miraba empapado en lágrimas, sollozando mientras seguía apretando mi mano.

—No te abandonaré. He vuelto para estar contigo. Te amo y siempre te amaré.

—Pensé que… Has perdido mucha sangre, pero ya estás aquí.

—Sí. Te quedará una bonita cicatriz en tú hermoso pecho —la voz era la de Iván que apareció por detrás de Andrés y le sonreí.

—Más cicatrices tienen nuestros corazones y no las cuidamos.

—Nos has dado un buen susto —continuó hablando Iván—. ¿Sabes quién ha podido ser?

—No, o tal vez si. Ahora ya da lo mismo. Lo importante es que estoy aquí y vosotros conmigo —miré a Andrés—. Amor, tengo que decirte que quiero a Iván, aunque al que amo es a ti.

—Ya lo sé. Lo supe desde el primer día.

—No podría vivir sin ti, pero…

—Tranquilo, todo está bien. Ahora debes de recuperarte.

Iván colocó una mano sobre el hombro de Andrés y me ofreció la otra. Moví mi brazo y sentí un pinchazo en el pecho que desapareció al percibir el calor de su piel. Suspiré.

—Me siento agotado.

—Descansa, nosotros estaremos aquí cuidándote. Descansa y cuando te recuperes, reiremos juntos descubriendo el futuro.

—Sí. Necesito descansar, necesito dormir.