Esperanza está contenta porque ha podido recuperar el día. Después de ir en balde a Torrejón, donde todo estaba cerrado por las fiestas, regresó a Madrid, al Rastro. Aunque fue un poco pillada de tiempo y tuvo que trabajar apresuradamente, lo que tiene sus riesgos, al final le cundió el trabajo y apañó algo de ropa, unos zapatos de niño y algunos discos compactos. Poco después lo colocó todo muy bien sin salir del Rastro, pero los discos cada vez son más difíciles de vender con eso de la piratería. No obstante, la gente sigue prefiriendo un original, aunque sea robado, por tres o cuatro euros que uno pirata por seis. Eso le permite todavía sacarse un dinero, aunque sabe que pronto deberá abandonar ese tipo de género. Ha decidido no regresar a la tienda del gordo salido, que apenas le da dos euros por cada disco y ha optado por acudir a otros dos o tres compradores del mismo Rastro que pagan un poco mejor, pero por ese lado no tiene futuro. La ropa da más y es más fácil de distraer.

Ha regresado a las Barranquillas en el tren de cercanías casi a la misma hora en que el Legi se marchó a casa de los Ramones. Durante el viaje de vuelta ha tenido tiempo de pensar sobre su relación con Tomás. Lo quiere y no dejará que una tontería estropee su relación. Eso es lo único que tiene claro.

Nada más llegar a las Barranquillas, Esperanza se pasa por la chabola de los Gaditanos con idea de pillar alguna puntita para llevarle algo a Tomás y hacer las paces. No hay nada mejor para estrechar lazos que chutarse juntos.

¡Tienes que dejar la vena de una puta vez!, le reprocha Reme, que está sola en la chabola. Esperanza se disculpa, dice que tiene que ser algo que deben conseguir los dos juntos, Tomás y ella, y promete intentarlo. Reme se disculpa por no tener nada de género para venderle ni nada que prestarle. Le explica por qué no hay nadie de los Gaditanos en el poblado y probablemente tampoco de los Ramones: han matado al Negro y se sospecha del otro clan. La policía ha interrogado al Legi. Esperanza se asusta. ¡La que se va a armar!, dice en un grito ahogado. Siente deseos de ver a Tomás cuanto antes. Estará en la chabola de los Abantos. Zona de peligro. Le invade un temor infinito por su hombre. ¡Si se lían a tiros no van a ponerse a mirar quién es de la familia y quién no!, gime. No te preocupes, trata de tranquilizarla Reme, ninguno de ellos está en el poblado, ni de los Ramones, ni de los Gaditanos ni de los Abantos. Lo he comprobado. Si el Tomás está en la chabola estará solo. Esperanza se tranquiliza a medias y le cuenta la discusión de la mañana con su novio y su decisión de hacer las paces. La confesión anima a Reme, que le confiesa el giro que ha tomado su relación con el Legi, su idea de quedarse definitivamente en las Barranquillas y su pelea con Soraya. ¡Nos hemos peleado como dos perras rabiosas!, dice con una carcajada al tiempo que le muestra las heridas y los rasponazos sufridos en la refriega.

Se despiden con un beso. Más unidas que nunca. Esperanza, de camino a la chabola de los Abantos, se detiene en la del Fullarate, un gitano de un clan de menor influencia que siempre tiene un par de micras a buen precio para ella.

Le ha dado varias vueltas a la cabeza sobre la forma en que debe abordar su encuentro con Tomás. Sabe que él es orgulloso y que no dará el primer paso para la reconciliación, pero si es ella la que toma la iniciativa no tardará en aceptar hacer las paces. Tiene pensado pedirle perdón por haber sido una borde con él por la mañana y ofrecerse a hacerle una mamada, para que no le vuelva a reprochar lo del Tomeno. Además, ella no tiene inconveniente en mamársela, ya lo ha hecho antes con otros. El Tomeno no fue el primero. Aunque reconoce que ella no le saca ningún gusto a eso.

La puerta de la chabola de los Abantos está abierta. Entra y ve a Tomás sentado al fondo, sobre uno de los jergones. Ella saluda con alegría, como si no hubiera pasado nada, pero él permanece inmóvil, sentado y con gesto sombrío. Esperanza supone que es la pose que quiere mantener para hacerle saber su enfado por la discusión. Se le acerca y lo besa en los labios. Pero Tomás, en lugar de responder al beso, la agarra por el pelo y tira de su cabeza hasta hacerla caer sobre el catre. ¿Dónde está la micra de caballo que había aquí esta mañana, zorra?, brama. Esperanza grita de dolor y manotea para zafarse. ¡Suelta, cabrón, suéltame! ¿Te llevaste la micra, cacho puta?, vocifera como poseído, con el mono acechándolo. ¡No me llevé nada!, se defiende ella, ¡suéltame, me haces daño! Pero Tomás no suelta su presa. Ella bracea y le alcanza una bofetada en la cara. Tomás responde con un puñetazo en la espalda. ¡Guarra, hija de puta!, aquí había una micra anoche y ya no está, te la has llevado tú y me has dejado a dos velas. Tomás la suelta con un empujón que la derriba de bruces en el suelo de la chabola. Ella se levanta de un salto. Llora e insulta en un torrente. ¡Cabronazo, hijo de puta! ¡No quedaba nada, lo terminamos anoche! Tomás lo niega. ¡Eres una mentirosa y una gualtrapa, me cago en tu puta madre y en todos tus muertos! ¡Te lo juro, Tomás!, grita ella, ¡lo terminamos todo! Como respuesta recibe una bofetada que le hace sangrar el labio. ¡Lárgate de mi vida, zorra, no quiero volver a verte!

Ella se ve impotente para hacerlo entrar en razón. El mono comienza a hacer mella en Tomás. Esperanza lo sabe. Sabe que parte de la irracionalidad de su hombre es debida al síndrome de abstinencia. ¡Mira!, dice ella mostrándole una de las papelinas que acaba de comprar al Fullarate, ¡lo acabo de comprar para los dos! Tomás le arranca el caballo de las manos y la echa a empujones de la chabola. ¡Como vuelvas por aquí, te rajo, hija de puta, mentirosa! Se trompica y cae de espaldas sobre el polvo del camino. Tomás la sigue y pone un pie sobre su cara ¡Me dan ganas de aplastarte la cabeza como a una puta cucaracha, por ladrona de mierda! Pero se contiene. Regresa a la chabola y cierra de un portazo. Necesita pincharse cuanto antes. Ya no recuerda que hace unas horas salvó a un niño de ser devorado por las ratas cuando sin un euro en el bolsillo deambulaba por el poblado mendigando una dosis. Ya olvidó que nadie le dio nada, ni siquiera la familia del niño tuvo el detalle de recompensarle con un poco de dinero ni con una miserable micra que llevarse a la vena. Se ha cagado mil veces en los muertos de Esperanza al creer que se llevó el poco caballo que tenían. Y ahora solo piensa en una cosa. En chutarse y olvidarse del mundo hasta que regrese alguno de los Abantos, quizá por la noche, para continuar la venta.

Esperanza queda tendida en el suelo. Llora. Se lame la sangre del labio y los mocos que le fluyen con las lágrimas. No tiene ganas de levantarse. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene ya la vida para ella? Se ha hundido lo que más quería de la forma más humillante y ruin. Los yonquis pasan a su lado sin detenerse. La miran con indiferencia. Están acostumbrados a ver gente tirada por el suelo. Ella solo piensa en morirse.

La Gorda tiene mal genio. Solo le ha faltado darle un capón al Legi. ¡Llegas tarde, jambo! Es que me encontré con un amigo de la mili…, se disculpa. ¡Y menudo amigo!, corrobora la Rosi. La Gorda echa una mirada de reproche a la niña, ¡tú qué dices, guarra! Que está buenísimo, insiste la Rosi, ¡y me ha besado la mano! Eso exaspera a la madre. ¡Como te dé una hostia, tía guarra, te vas a enterar! Los hermanos de la Rosi acuden a los gritos de la Gorda. ¿Qué pasa?, dice Raúl, el Ponche, el que precede en edad a la Rosi. ¡Esta guarra, que se deja besar las manos por un payo!, ¡hala, madre, si no es un payo!, se defiende la chica. Es italiano, interviene el Legi, bueno, lo era su madre. Su padre es catalán. ¿Y los italianos no son payos?, interviene Raúl. Claro que sí, dice el Legi con un puntito de irracional orgullo racial. ¿Eso quiere decir que un gitano sí puede besarme?, puntualiza la Rosi con sorna. Entra el Rana en el salón, que se ha enterado de todo desde el dormitorio donde se acaba de despertar de la siesta. Legi, dice el Rana, la culpa de todo la tienes tú y te voy a partir por la mitad como me sigas tocando los cojones… ¡Eh!, protesta el Legi levantando las manos, que yo no he hecho nada ahora, que solo he venido porque me ha llamado tu madre para hacer una chapuza. Piedad le da la razón. Eso es verdad, dice, el Legi ha venido a arreglar el lavabo que está atascado. Esta guarra, añade la madre, se basta y se sobra para zorrear con los tíos ¡y más si son italianos!

El Rana responde con un gruñido ininteligible y se marcha de nuevo a la habitación. Se prepara para ir a las Barranquillas junto con sus hermanos y el padre. Cuanto antes vuelvan al poblado, mejor. Una ausencia prolongada sería una declaración de culpabilidad en toda regla. Además, no pueden abandonar el negocio. El mercado, como dice Ramón, el hijo mayor, con aires de autosuficiencia, es muy caprichoso y voluble y se pueden perder muchos clientes. El Rana se parte de risa cada vez que oye este comentario, que su hermano repite siempre que quiere rematar una discusión. ¿Que los yonquis son volubles?, se carcajea el Rana. No, los yonquis no, el mercado, el mercado, explica Ramón. Es otro concepto que tú no entiendes.

La Gorda empuja al Legi al cuarto de baño. Si consigues desatrancar el lavabo te doy cincuenta euros, le dice. Un momento, puntualiza el Legi, ¿eso quiere decir que si no lo puedo desatascar no me pagarás ni un duro? ¡Tú verás!, se escandaliza Piedad, ¿no pensarás que te voy a pagar por no arreglarlo? Lo empuja de nuevo hacia el baño. Bueno, transige el Legi, pero dame una puntita ahora porque estoy al límite, por favor. Piedad le observa con gesto avieso. Este me la está pegando, piensa. Pero acepta. Al fin y al cabo un yonqui no es raro que tenga necesidad de consumir. Además, tiene el encargo del marido de sonsacarle sobre el ambiente que hay en el poblado y lo que comentan los Gaditanos, y si le da algo de fumar estará más predispuesto hacia ella y le será más sencillo. ¡Vale, vale!, dice la Gorda, que finge aceptar a regañadientes, ¿quieres para un arrebujaíto, no? El Legi asiente con la cabeza. La Gorda va a buscar la droga mientras él examina el cuarto de baño. La bañera esta hasta arriba de muebles viejos y cacharrería. Al lavabo le falta un dedo para desbordarse de agua sucia. El espejo sobre el lavabo tiene una fina pátina de alguna sustancia de origen incierto (probablemente porquería acumulada durante meses) que ha sido retirada en la zona central por la mano de alguien que deseaba contemplarse. Debe de haber sido la Rosi, piensa el Legi al ver sobre una repisita un montón de útiles de belleza femenina, principalmente lápices de ojos y barras de labios. La imagen de la gitana pintándose ante el espejo le produce una débil erección. La llegada de Piedad interrumpe sus fantasías. Toma, le dice largándole un par de papelinas de blanca y marrón y los útiles necesarios para hacerse el chino, ponte a tono antes de empezar a trabajar. El Legi acepta y da las gracias, aunque sabe que después de fumar no tendrá muchas ganas de meterse con el lavabo, pero esa es otra historia que abordará en su momento. Siéntate, hombre, le dice amablemente la Gorda, que sale de nuevo hacia el comedor. El Legi piensa que la gitana le va a traer una silla, pero en realidad solo trae una banqueta en la que se sienta ella, desbordándola con su trasero por los cuatro puntos cardinales. ¡Siéntate, payo!, insiste la Gorda cómodamente instalada ante la puerta del baño. Cualquiera diría que se ha sentado allí para impedirle salir hasta que no acabe su tarea. Mira a su alrededor y descubre un cubo de plástico amarillo en la bañera. Lo coloca en el suelo boca abajo y se sienta.

¿Qué tal por el poblado?, pregunta Piedad con tono tan inocente y casi infantil que el Legi se da cuenta a la primera de que los Ramones saben todo lo que ha ocurrido y que, además, son los autores del crimen. Suda mientras se prepara el chino y no sabe si es por el calor que hay en el interior del diminuto baño o por la desazón que le produce la idea de equivocarse en el interrogatorio a que va a ser sometido. Pues muy mal, responde el Legi dando la primera calada al arrebujaíto. Con la excusa de las inhalaciones, largas y profundas, se toma un tiempo extra para pensar la contestación. Piedad se muestra deliberadamente blanda y no le aprieta. ¿Ah, sí?, se extraña la Gorda, ¿qué ha pasado? Nueva inhalación. El chino le sirve de pretexto también para no mirar a los ojos de la mujer. Que anoche mataron al Negro, responde con los ojos fijos en el mechero que licúa la droga sobre el papel aluminio. ¡No!, exclama la Gorda con afectación, ¿al Negro de los Gaditanos?, pregunta fingiendo que no acaba de creerse la noticia. ¿Qué Negro va a ser si no?, responde el Legi tragándose la sonrisa que está a punto de aflorarle a los labios por el cinismo de la gitana. ¡Joder!, agita la Gorda la mano, ¿y cómo fue? Nueva inhalación. Un suspiro. El Legi se siente tan dueño de la situación que por primera vez mira a los ojos de la Gorda. Le pegaron varios tiros. A él y a su primo Loren, que lo acompañaba. Muertos en el acto. Terrible. La Gorda se remueve en su mínima banqueta. ¡Estaréis hechos polvo!, dice refiriéndose a los Gaditanos e incluyéndolo a él como machaca oficial del clan. Pues…, el Legi duda por primera vez, en realidad, no lo sé porque no he visto a ninguno de la familia hoy. Yo sí estoy afectado, claro, pero no sé cómo estará su familia. Claro, claro, cloquea la Gorda, y nosotros de boda en Plasencia, ¿sabes?, recuerda la gitana por si alguien ha pensado que ellos pudieran tener algo que ver. Nosotros no nos llevamos bien con los Gaditanos, eso lo sabe todo el mundo (el Legi asiente con la cabeza), pero ni a mi peor enemigo le deseo la muerte, yo no soy así, ya ves.

El Legi no responde. Sigue a lo suyo, fumando. Este chino le está sentando de maravilla. Pero la Gorda no ha terminado el interrogatorio. ¿Y se sabe quién lo ha hecho? El toxicómano niega con la cabeza, expulsa el aire y añade: la policía estuvo en el poblado. Un inspector me preguntó si sabía algo. ¿Y qué le dijiste? En el tono de voz de la Gorda se percibe una ligera alteración emocional. Nada, subraya el Legi, ¿qué le iba a decir, si me enteré de la muerte un minuto antes de que llegaran los vicentes? Entonces, sigue Piedad, ¿no se sabe quién fue? Andrés Amador García se siente crecido, dominador de la situación, y se permite hacerse un poco el tonto para sacar de quicio a la gitana. ¿Quién fue qué?, pregunta. ¡El asesino, joder!, grita la Gorda con voz apagada, ¿quién fue? ¡Y yo qué sé, te digo!, responde el Legi elevando también la voz. Disfruta tratando de tú a tú nada menos que a la Gorda. Pero algo se dirá en el poblado ¿no?, la gente siempre murmura… ¿De verdad quieres que te lo diga?, sonríe el Legi dando la última calada al chino. ¡Pues claro, estúpido!, grita la Gorda abiertamente, consciente por fin de que el toxicómano está abusando de su posición. El Legi no se atreve a mantener el pulso y responde en un tono más sumiso, pero lleno de mala leche: se dice que han sido los Ramones, por lo de la furgoneta de Valdemingómez. ¡Ay, qué cabrones!, grita echándose la manos a la cabeza, ¡pero si nosotros estábamos todos de boda en Plasencia! ¡Todo el mundo lo sabe! El Legi se encoge de hombros. ¡Ves, por esas tonterías las familias nos ponemos contrarias y luego pasa lo que pasa!, se lamenta la Gorda. Luego cambia su tono plañidero por otro más duro: ¿y tú le dijiste eso a la policía?, pregunta inclinando su voluminoso torso hacia él. ¡Nooo!, exclama el Legi asustado de verdad. Yo no dije ni pío. ¡Si me acababa de enterar! Guarda silencio un par de segundos y añade, pero no sé lo que habrán dicho otros…

La Gorda se pone en pie con dificultad. Ya sabe todo lo que quería saber. Acude a otra habitación para informar a los hombres, pero antes de salir le dice al Legi: ¡venga, se acabó la charla, vago, ponte a trabajar!

Linares coincide el lunes en los juzgados de la plaza de Castilla con Requena/Ricky Martin, con el que ya ha tratado en un par de ocasiones por muertes relacionadas con la droga. Es un encuentro casual. Ambos han ido a testificar en dos asuntos diferentes. El Ricky libró durante el fin de semana y ha ido a los juzgados sin pasar antes por la comisaría. Está en el vestíbulo rodeado de media docena de gitanas de todas las edades, la mayoría vestidas de negro. Acaba de declarar contra el marido de la más vieja, en prisión preventiva, pero eso parece no importarle a las mujeres. Le hacen proposiciones de matrimonio para la más joven. Una morena delgada a la que su nariz ganchuda no estropea su belleza de quince años. La niña, pechugona de wonderbra, escotada y falda larga, permanece callada pero una sonrisa dibujada en su rostro permite adivinar que no le desagrada la idea lanzada por sus mayores. Linares se topa con la escena al salir del ascensor. Observa cómo, pese a la escandalera, Requena tiene controlada la situación. Parece disfrutar, incluso, del acoso de las mujeres. Gasta bromas y trata con familiaridad y condescendencia a las gitanas. Lo que tienes que hacer, Fernanda, le dice a la más mayor, es sacar a tu hija de ese ambiente, que cualquier día acabará enganchada. Quita, quita ¿y dónde la mando?, replica la vieja, ¿no ves lo linda que es? Si la pierdo de vista me la malean los payos, ¡menudos son! Mejor te la llevas tú y te casas con ella, Ricky. Pero si yo soy payo, mujer. Ya, pero no es lo mismo, tú eres policía y cuidarás bien de ella. ¿Y qué dirá tu marido cuando salga de la cárcel?, Requena sigue la corriente a la mujer. ¡Ese jambo es un muerto de hambre!, estalla la gitana, si está ahí es por no hacerme caso, por confiado. Las otras gitanas ríen a carcajadas y dan palmaditas en la espalda al Ricky y a la Fernanda. La hija, cabizbaja, mira de reojo al policía, hipnotizada, incapaz de retirar la mirada. Más vale que tú también lleves cuidado, mujer, o acompañarás a tu hombre, y entonces ¿qué será de tu hija? ¡Coño! La gitana finge admiración, ¿no pensarás que yo también vendo drogas? ¡Ay, payo!, se echa las manos a la cabeza.

Requena se percata de que Linares está a su lado, observando la escena, divertido. ¡Bueno, señoras!, corta la charla el Ricky, más vale que se vayan y pongan orden en su casa no sea que tengamos otro disgusto. Las mujeres desfilan entre carcajadas, gritos y empujones. La chica que le fue ofrecida en matrimonio las sigue a dos pasos, con la cabeza vuelta, sin dejar de mirar al policía. Finalmente tropieza con su madre, que se detiene de golpe para contestar al teléfono móvil, que suena en algún lugar perdido entre sus faldones negros. ¡Ay, niña, que estás atolondrada!

Requena, una vez a salvo del acoso femenino, saluda a Linares encogiéndose de hombros: servidumbres de la fama, dice. Pues se te ve muy a gusto en ese papel. Ya ves, se defiende el Ricky, en este trabajo es necesario hacer relaciones públicas. Como decía el otro: a Dios rogando y con el mazo dando. Acabo de declarar contra el marido de una de ellas, al que pillamos con drogas, pero a estas mujeres eso les da lo mismo, lo único que quieren es emparentar conmigo. Linares se ríe de la ocurrencia, pero aprovecha la ocasión para ir directo al grano. Me viene de perlas encontrarte aquí porque tenía previsto llamarte hoy mismo. ¿Sí?, pues tú dirás. ¿Conoces al Negro? Rubén Maya, de la familia de los Gaditanos. Claro que lo conozco, ¿en qué lío se ha metido esta vez?, Requena frunce el ceño porque sabe que Linares es de homicidios y en tal caso la cosa debe de ser seria. No está en ningún lío. Está muerto, informa Linares. ¡Hostias!, si el jueves pasado estuve hablando un rato con él en la comisaría de Villa de Vallecas. Pues lo mataron junto a su primo… Lorenzo Mayoral. ¡El Loren!, exclama Requena, sorprendido de verdad. El mismo. Quería que me hablaras de ellos, quizá me des alguna pista sobre los asesinos.

Mientras beben café en un bar próximo a los juzgados, Linares informa a Requena de todos los datos que tiene sobre el doble homicidio, incluida su frustrante experiencia con el juez. El Loren no era nadie, no era más que un chaval, pero toxicómano, y ya tenía encarrilada su carrera profesional, dice Requena con sorna. Era pariente de los Gaditanos. Uno más de entre toda esa gente que come a costa del negocio de la Panita. El Negro, sí. El mayor de la Panita. Ese sí que era un tipo de cuidado. ¡Joder, muerto! Pues le ha echado huevos quien se lo haya cargado.

Requena/Ricky eleva las cejas y añade: estará fino el delegado del Gobierno, con otros dos muertos en el fin de semana. Tres, corrige Linares. ¿Cómo que tres? Que son tres las muertes que ha habido este fin de semana. Joder, Requena, no te enteras de nada. ¡Coño, es que he pasado el fin de semana en Londres, con una amiga, y acabo de llegar! He venido directamente a declarar a los juzgados. No he leído ni los periódicos, protesta el jefe del módulo antidroga. Entonces, ¿no sabes lo del coche del delegado? ¡Que no se nada de lo que ha pasado en España desde el viernes, joder…!

Linares no puede evitar romper en una carcajada sonora. ¿Qué te pasa, tío?, se extraña Requena, al que se le escapa una risa tonta, contagiada por la de su compañero. Linares debe hacer un esfuerzo para contenerse y poder explicarse. Pues yo te voy a poner en antecedentes, dice Linares, congestionado todavía por la risa. ¿Entonces no sabes que ayer le robaron el coche al delegado del Gobierno? ¡Qué me dices!, grita Requena desde su metro noventa de altura. ¡Como lo oyes! Los dos ríen desatados. ¡No, jodas!, ¿eso es verdad?, pregunta incrédulo Requena. Linares afirma con la cabeza porque no puede articular palabra. Más carcajadas. Los clientes del bar los miran sorprendidos. No les importa. No hay nada más saludable que reírse de los jefes. Aún tardan un minuto largo en poder retomar la conversación. Requena llora de risa desde allá arriba. Cuenta, cuenta, insta a su compañero entre risotada y risotada. Bueno, la verdad es que nos reímos del capullo del delegado, pero la cosa no es para bromas. Terminó con un muerto. Linares trata de cerrar el capítulo cómico. ¿De veras? Sí, es el tercero del día, como te dije. El caso es que un grupo de yonquis robó el coche del delegado del Gobierno cuando estaba poniendo gasolina en el surtidor de Neptuno… ¿Con el delegado dentro?, pregunta Requena, aún de broma. No. El delegado estaba en un acto en el hotel Palace. El conductor se fue a llenar el depósito y cuando estaba pagando, uno de los yonquis aprovechó para robarlo. Yo nunca dejo las llaves puestas cuando reposto, puntualiza Requena. Su compañero continúa el relato sin prestar atención al comentario. Se largó con el coche, al que luego se subieron otros dos. Concretamente un paralítico y una mujer. Iniciaron una carrera camino de las Barranquillas. Iban a por droga. Al parecer les había fallado la cunda. Sí, ese es uno de los puntos de reunión para salida de las cundas, precisa Requena. Bien, sigue el investigador de homicidios. Te puedes imaginar el dispositivo que se montó en apenas unos segundos, pero tuvieron tiempo de atropellar a una pareja en un paso de peatones. La chica aprovechó ese momento, en que se detuvo el coche, para largarse. Los patrullas interceptaron el coche casi en el Puente de Vallecas. Uno de ellos, el paralítico, los recibió a tiros con la pistola del chófer del delegado, que estaba en la guantera. Tuvieron que matarlo. ¡Joder!, exclama Requena, ya sin la menor sombra de sonrisa en el rostro. Ya ves, continúa Linares, el pobre desgraciado se vio atrapado, sin poder correr, como su compañero, y no se le ocurrió otra cosa que liarse a tiros. ¿Y el otro? El otro, que fue el que robó el coche, secuestró a una vecina a punta de navaja y se refugió en su casa. Hubo que negociar con él. Era otro desgraciado. Solo quería meterse un pico. Tenía un mono de muy señor mío. ¿Y cómo lo resolvisteis? Pues con un pico, naturalmente. Nos tuvo más de dos horas hasta que logramos una dosis de caballo para que se la pusiera. Luego soltó a la vieja y lo detuvieron. ¿Estáis locos?, le recrimina Requena. ¿Por qué?, se sorprende su compañero. ¿Cómo se os ocurre darle droga? Era la única forma, aunque yo no estuve en el ajo ese, ¿eh?, pero lo apruebo, el tío tenía un mono del carajo y seguro que le hubiera cortado el pescuezo a la señora, y ya llevábamos muchos muertos para un solo día. Ya, dice Requena, ¿y si el tío se queda tieso por sobredosis o porque estuviera adulterado el caballo? ¿De dónde salió la droga? ¿Quién tomó la decisión? ¡Joder, Requena!, solamente ves el lado negativo. Todo salió a pedir de boca. La decisión fue del delegado en persona, confirma Linares, y la droga creo que la facilitó un camello de confianza, no sé, no estoy seguro.

Requena se calma y cambia el semblante. Bueno, no le demos más vueltas, pero os la jugasteis ahí, ¿eh? Que lo sepas. Ya, ya lo sé, admite Linares. Ahora vamos a lo que me interesa, a lo que quería hablar contigo. Tú que los conoces bien, ¿qué me puedes contar de ese Negro, los Gaditanos y demás familia? Quizá me aclares algo sobre estos crímenes.

Requena pide otros dos cafés y sugiere a Linares que se sienten en una mesa. Te voy a dar una teórica sobre las Barranquillas, el mundo de la droga y las familias que controlan el negocio, le explica. Y eso requiere un rato largo. ¿Tienes tiempo? Todo el del mundo. Pues vamos allí. Se acomodan en un rincón. Requena inicia su explicación. Verás, las Barranquillas, como dice la prensa de forma rimbombante pero con razón, es el hipermercado de la droga más grande de Europa… ¿Y por qué no acabáis con él de una puta vez?, interrumpe Linares, es un criadero de delincuentes… ¡Joder, porque no se puede! ¿Por qué? Por muchas razones, explica Requena, pero la principal es que no puedes dejar a casi cinco mil toxicómanos sin su dosis diaria, ¿qué quieres, que anden por ahí enloquecidos como el que robó el coche del delegado? Ya se hizo un cerco una vez, eso lo recordarás tú, y fue la hostia. Linares asiente mientras sorbe su café humeante. Además, si los traficantes están agrupados, mejor para controlarlos. De todas formas, si no me interrumpes, recomienda Requena, encontrarás explicación a todas tus dudas. ¿Y la legalización?, vuelve a preguntar Linares. ¿Qué pasa? ¿Me quieres examinar?, replica Requena molesto. No, joder, solo te pido tu opinión personal: ¿qué opinas de la legalización total de las drogas? ¡Esa es la pregunta del millón, cachondo! Ya, pero tú, ¿qué opinas?, insiste Linares. Lo que yo opine es lo de menos porque si se tomara esa medida en España nos convertiríamos en el paraíso de los yonquis. Seríamos un reclamo para los consumidores. Esas medidas tienen que ser de carácter internacional… Pero arruinaría a los traficantes, ¿no?, insiste Linares. Quizá sí, admite Requena, pero siempre que se haga en todo el mundo, joder. ¿Pero tú me buscabas para que te informe del entorno social de unos tipos a los que han dejado fritos o para que resuelva todas tus dudas filosóficas? Perdona, se disculpa Linares, pero ya que estamos, me interesaba tu opinión sobre esos asuntos.

Requena apura su café, enciende un cigarrillo, se acomoda en la silla y pregunta: ¿quieres que te explique cómo vivían esos pájaros que han matado o no? Claro, perdona. Ya no te interrumpo más. Bien. Entonces te cuento: las Barraquillas hasta 1998 no era un lugar problemático. Allí vivían, junto a un vertedero, algunos chabolistas y chatarreros y tenían sus huertecitos unos pocos jubilados que los labraban para pasar el rato más que nada. Cuando ese año se derribó el poblado de Torregrosa, donde se traficaba a base de bien, los traficantes se trasladaron a las Barranquillas, llevándose, como es natural, a los clientes. Como las Barranquillas está en un lugar bastante peor comunicado que lo estaban la Celsa o la Rosilla, otros focos entonces de venta de droga, los traficantes decidieron bajar drásticamente los precios y aumentar la calidad. Así se garantizaron una afluencia masiva de toxicómanos. Se puede acudir en transporte público, el autobús 130 te deja muy cerca y la estación de cercanías del Pozo no queda lejos, aunque hay que andar un poco por la carretera. A muchos que van ciegos los han atropellado. Por eso con las Barranquillas se ha institucionalizado la cunda, es decir, un yonqui ofrece su coche y, a cambio de dinero o droga, acerca a tres o cuatro hasta las Barranquillas. La mayoría de las veces con derecho a consumir en el interior del coche y a traerlos de regreso después. Hay sitios más o menos fijados para la salida de las cundas, uno de ellos es la Carrera de San Jerónimo, muy cerca de donde ayer ocurrió lo que me contaste del robo del coche del delegado. También salen de San Fermín, de la calle Amposta, de Capitán Haya o junto al lago de la Casa de Campo. Y, por supuesto, desde Getafe, Alcorcón o Móstoles. El precio del pasaje depende del lugar de salida, naturalmente. Desde Madrid ronda los cinco euros, aproximadamente. De esta manera, el poblado ha ido creciendo poco a poco y adquiriendo unas características específicas que no tienen otros asentamientos marginales de Madrid. ¿A qué te refieres?, pregunta Linares vivamente interesado en el relato de su compañero. Por ejemplo, responde Requena, allí ya no vive nadie que no se dedique al tráfico de drogas. A muchos de los desalojados de Torregrosa les dieron una vivienda del antiguo IVIMA, es lo que ahora se llama Instituto para el Realojamiento e Integración Social. Sí, el IRIS, puntualiza Linares. Y añade: de modo que a los traficantes ¿el IRIS encima les pone un piso?

Requena se toma unos segundos antes de responder. Eso es. Bueno, en Torregrosa no todos eran traficantes, pero todos se beneficiaron de la política social de la Administración. Es lo que tienen estas cosas: es muy difícil discriminar el grano de la paja. Pero, a lo que voy, continúa Requena, pese a disponer de piso, muchos conservan esas chabolas de las Barranquillas única y exclusivamente para la venta de droga. No viven en ellas, pero las mantienen abiertas durante casi las veinticuatro horas del día. Y disponen de machacas alojados en ellas para que las cuiden. ¿Sabes lo que es un machaca en el argot?, pregunta Requena. Claro que sí, responde Linares, es un toxicómano que trabaja para el traficante. Más que eso, puntualiza Requena con dureza. Un machaca es peor que un esclavo, es un toxicómano que a cambio de varias dosis al día hace lo que le manden, sin horario, sin sueldo, sin derechos, sin nada de nada. La mayor parte de las veces maltratado y humillado. Eso es un machaca. Tendrías que verlos. Son como sombras, desnutridos, sin voluntad, sin capacidad de reacción, no piensan más allá de su próxima dosis, sucios… da pena verlos. Linares percibe el cambio de humor de su compañero al hablar de los machacas. Ha hecho una fiel descripción del Legi, al que no ha podido quitarse de la cabeza desde que habló con él el día anterior.

Requena enciende otro cigarrillo. Sigue su relato: ¿por dónde iba…? Ah, sí. Te decía que las familias honradas que había en las Barranquillas se marcharon, ¿por qué? Porque no es un plato de gusto vivir en un lugar que ha crecido desmesuradamente sin tener ningún tipo de servicio. Sin luz, ni agua, ni saneamientos. Lleno de mierda, de ratas, de piojos, de barro. Con riesgo de coger cualquier enfermedad infecciosa. Con miles de personas drogándose por todos lados y a todas horas, con el peligro de que tus hijos se enganchen. Eso no lo soporta nadie que no se dedique a vender y ya te digo que ni siquiera los traficantes viven allí. Solo acuden a vender.

Requena hace una pausa. Luego continúa. Me preguntarás por qué la mayoría de los traficantes han elegido aquel lugar para asentarse si es tan sucio y alejado. Por dos razones: primero porque es suelo público, sin derechos de propiedad privada que pueda provocar un proceso de desalojo. Segundo, porque por su ubicación, detrás de Mercamadrid y rodeado de autovías, hace difícil que aquello se pueda urbanizar. Se puede decir que es un lugar de futuro. No como Torregrosa. Su insalubridad se debe más al crecimiento desaforado del poblado que a los terrenos en sí mismos o su cercanía al vertedero. No obstante, la mayoría de la gente tiene tomas ilegales de agua y de luz que funcionan malamente. ¿Por qué se agrupan?, continúa Requena. Porque la unión hace la fuerza y permite una oferta continua de droga durante todo el día. El toxicómano sabe que encontrará su dosis a cualquier hora, ya sea en una chabola o en otra. Solo tiene que escoger. El poblado ha crecido desmesuradamente y a los extraños les resulta difícil moverse en él. Y eso a nosotros nos dificulta mucho el trabajo. Además, la marginalidad compartida refuerza los lazos de solidaridad. Por eso, cuando hay que hacer registros o detenciones es preciso acudir con un importante dispositivo policial si no quieres que te echen a patadas. Ese es mi primer consejo: no se te ocurra ir tú solo en plan Curro Jiménez. Por nada del mundo. Si necesitas acudir allí, pídenos ayuda a la comisaría de Vallecas, ¿está claro? Clarísimo, acepta Linares, pero ya estuve ayer. Requena tuerce el gesto, ¿estás loco?, lo increpa. ¡Joder, no fui solo, me acompañó una patrulla… ¿Y qué sacaste en limpio? Nada, me dio la impresión de que hay un pacto de silencio para no decir ni pío. Es probable, asiente Requena, si alguien sabe algo no será a ti a quien se lo confiese, y menos en un interrogatorio en su terreno. Te llamé, dice Linares con sorna, pero como estabas pelando la pava en Londres…

Requena se hace el sueco y continúa su disertación: ahora te voy a explicar cómo son las chabolas, aunque quizá lo vieras ayer, y cómo funciona el negocio para que te des cuenta de que, aunque muchísimas veces sabemos que hay droga en el interior, no podemos hacer nada, subraya Requena. Para entrar hay que tener una orden judicial, y los jueces son muy remisos a concederlas si no aportas pruebas muy claras de que en el interior hay mandanga, por lo que, una vez que consigues la orden, te encuentras con la segunda dificultad: la propia fisonomía de las chabolas. ¿A qué te refieres?, inquiere Linares. Las chabolas del poblado son muy precarias. Están levantadas con todo tipo de desechos, como madera, cartón, latas o tetra-briks, aunque muchas de ellas tienen ladrillo. Además, van evolucionando con el tiempo, van mejorándose, y lo que surgió de unos cartones con el paso de los años se ha convertido en una chabola de ladrillo. Pero eso no es lo principal. El meollo es que todas ellas son lo suficientemente sólidas y concebidas con el mismo criterio básico para resistir una acometida policial. ¿De qué hablas?, ¿qué es eso de acometida policial?, pregunta Linares. Te explico: lo normal es que la vivienda se divida en dos partes, un vestíbulo, por llamarlo de alguna manera, al que se accede por la puerta de la calle, y luego otra habitación interior con una sólida puerta atrancada por dentro y que suele tener una ventanilla enrejada que da al vestíbulo. ¿Como una taquilla de cine, quieres decir? Eso es. Como una taquilla desde la que se expende la droga. Los clientes entran al vestíbulo y se les sirve la droga por la taquilla. En la habitación interior suele haber una balanza de precisión para pesar la dosis y una estufa, siempre encendida, ya sea invierno o verano. ¿Y eso?, pregunta Linares intrigado. Por si entramos nosotros, responde su compañero. Cuando conseguimos autorización para un registro tenemos que entrar como la marabunta. Derribando las puertas con mazos porque el traficante, si nota peligro, en pocos segundos quema la droga en la estufa. Por eso no suelen tener mucha de una vez en la chabola y deben reponer a menudo. A la menor señal de alarma queman el género y nosotros nos quedamos con un palmo de narices. Ya sabes que aquí o los coges con las manos en la masa, es decir, con la mandanga, o te jodes y se ríen de ti. También solemos intervenirles armas de fuego, que, si no los coges con droga, siempre te sirve para formalizar una acusación por posesión ilegal. El premio de consolación, vamos.

José Luis Requena mira el reloj. Se me hace tarde, dice. Vamos hacia el metro y te voy contando lo más interesante. Linares lo sigue. No tiene inconveniente en acompañarlo hasta Vallecas si es preciso. Dispone de tiempo.

En las Barranquillas, continúa Requena, se maneja mucho dinero pero, en contra de lo que pudiera parecer, hay poca droga junta al mismo tiempo. Esto sorprende, es verdad, porque la gente cree que en un híper debe de salir el género hasta por las orejas. Pues no. Ten en cuenta que se vende al menudeo. Es decir, por micras. Cantidades insignificantes. Es difícil hacer un cálculo, pero si tenemos en cuenta que acuden una media de cuatro mil toxicómanos diarios, que consumen 0,25 gramos cada uno, eso hace un kilo, ya sea de heroína o cocaína. Algo más si se tiene en cuenta que muchos repiten dosis en el día. Ponle alrededor de kilo y medio de sustancia. ¿Nada más?, pregunta sorprendido Linares. Requena se ríe. Ya te lo dije. Se piensa que se mueven toneladas y no es verdad. Pero un kilo ya es mucho. Bien es cierto que cuando se agota, enseguida se repone. Hay un constante flujo de droga.

Requena se detiene ante un semáforo en rojo. Sigue con la mirada durante unos segundos a una mujer con minifalda que ha tenido que correr para que no la atropellen los coches. Al cruzarse se observan con descaro, pero ella no soporta la penetrante mirada del policía y gira la cabeza. Linares se da cuenta de que su compañero hace honor a su fama de castigador.

El jefe del módulo antidroga recupera el hilo de su explicación cuando pierde de vista el trasero de la mujer. Es lógico, dice. Tú ten en cuenta que si sufren un registro se ven en la siguiente disyuntiva: o los pillamos con la mandanga, y la cantidad se mide en años de prisión, o la queman en las estufas, y cuanta más tengan, mayor quebranto será para sus economías.

Pero los ingresos diarios serán enormes… interrumpe Linares. Ya lo creo, aunque se les van tal cual les vienen. Según nuestros cálculos, la venta de kilo y medio diario de droga genera unos ingresos de once millones y medio de pesetas (saca tú los euros que son) con un beneficio de unos tres millones de pesetas. ¡Joder! Exclama Linares. Es una pasta. Sí, añade Requena, pero ten en cuenta que esos son datos de todo el poblado, donde hay unas doscientas familias que se dedican a este negocio. ¿A cuánto tocan por familia?, seguro que lo tienes calculado, pregunta Linares. En efecto, lo tengo calculado. Salen a unas quince mil pesetas diarias, cuatrocientas cincuenta mil mensuales. ¿Nada más? Se admira Linares. ¡Eso es una mierda! Conozco putas que ganan más. Es verdad, admite Requena, yo también sé de mucha gente que gana honradamente mucho más mensualmente. Un diputado, por ejemplo. Tienes razón, asiente Linares con una sonrisa.

Además, en el caso que nos ocupa hay que tener en cuenta otras cuestiones, añade Requena. ¿Cuáles son? Los dos policías bajan las escaleras del metro. ¿Pero tú vienes en metro? Yo voy adonde haga falta hasta que termines de informarme, que por cierto, aún no me has dicho ni palabra del Negro. No seas impaciente, que a eso iba.

Como son policías, no pagan billete. Es lo bueno que tiene servir a la ley.

No tienes que perder de vista que todos, todos, todos los traficantes de las Barranquillas son gitanos. ¿Todos? Pregunta Linares. Todos. Ya sé que no es políticamente correcto decirlo en público porque enseguida te acusan de racismo y no sé qué cosas más, pero es una realidad absolutamente incontestable. ¿Y eso adónde nos lleva? Nos lleva a dos conclusiones: la primera es que se trata de un negocio muy difícil de erradicar porque aunque detengas a tres o cuatro miembros de una familia, el resto del clan, que suele ser muy numeroso, sigue con el tráfico. Se relevan unos a otros. Y la segunda conclusión es que a pesar de los elevados ingresos que obtienen, les lucen poco porque son demasiada gente a meter la cuchara, ¿sabes? Hay muchos pendientes de la sopa boba y, claro, el dinero sale con la misma rapidez con la que entra. Además, gastan mucho en artículos de lujo, en joyas, sobre todo de oro. Les encantan los electrodomésticos, los móviles, los coches caros y cosas así. ¿A quién no?, puntualiza Linares. Es verdad, admite Requena, pero para ellos esas cosas son prioritarias. Por otra parte, sufren una importante sangría con los abogados, que les cobran a buen precio, en metálico y por adelantado sus gestiones, que son muchas. Ten en cuenta que siempre están con juicios, fianzas y demás.

¿Qué me puedes decir de los muertos?, pregunta Linares impaciente, que ve que llegarán a la estación de Vallecas sin haber tocado el asunto. A eso iba, no te inquietes, responde Requena, que enseguida aborda la cuestión. Lo primero que debes saber es que aunque en las Barraquillas hay casi doscientas familias, como te dije antes, muchas de ellas están emparentadas entre sí y solo hay dos verdaderamente importantes. No solo por su preponderancia en el poblado, sino porque tienen extensiones en otros puntos de venta. Vamos, que tienen delegaciones abiertas en otros sitios ¿no?, interpreta Linares. Más o menos, admite Requena, aunque en esos casos el peso del negocio recae en otros miembros del clan. Los Gaditanos, la familia del Negro, vende únicamente en las Barranquillas, aunque el padre, Marcelino, tiene un negocio de compraventa de coches que es más o menos legal.

Requena y Linares ocupan dos asientos que acaban de quedar vacíos al bajarse casi todos los pasajeros en la estación de Sol.

Las dos familias importantes de las Barranquillas son los Gaditanos y los Ramones, continúa diciendo Requena, y ahora no están muy bien avenidos, que yo sepa. En tu opinión, ¿eso convierte a los Ramones en sospechosos del crimen?, pregunta Linares. Puede ser, admite con cautela Requena, pero que no se lleven bien no quiere decir que tengan que matarse mutuamente. Evidentemente, admite Linares, pero, dime, ¿qué problema tienen esas dos familias? Entre ellos solo puede haber una causa de fricción, sentencia Requena, los relacionados con la droga. No hay más. ¿Cómo estás tan seguro?, quiere saber Linares. Conozco a las dos familias, joder, llevo diez años metido en este mundillo. Y puedo asegurarte que todo se reduce a eso: dinero. Es decir, droga. Está bien, sigue. El Negro, explica Requena, es…, mejor dicho, era el tipo más peligroso de las Barranquillas. Tiraba de pistola a la más mínima, casi siempre iba armado y allí todos le temían. No llevaba armas cuando lo encontramos tirado en el Parque Sur, puntualiza Linares. Quizá no iba armado, o tal vez le robaron la pipa. Es posible, pero si fue así no le robaron la pasta. No sé, duda Requena, tú sabes que cuando se trata de ajustes de cuentas es raro que desvalijen el cadáver… Eso es verdad, admite Linares. Quien lo hizo le echó muchos huevos, añade Requena, pero muchos, ¿eh?, porque el Negro era un tipo muy duro. Era la mano derecha de su madre, la Panita, la mayor traficante de las Barranquillas. El otro muerto, el Loren, no era importante, iría de comparsa con su primo y pagó el pato. ¿Quién crees tú que pudo hacerlo?, pregunta Linares de sopetón. Requena se le queda mirando unos segundos antes de contestar: ¿me tomas por Rapel? ¿Crees que soy adivino? No, coño, ¿pero no dices que conoces al dedillo ese mundo, que llevas diez años metido en él?, pues alguna teoría tendrás. Naturalmente que la tengo, responde enfático Requena. ¿Y me la vas a contar o tengo que echarte una instancia?, replica Linares aún más pomposo. No, hombre, no. En cuanto me dijiste que había muerto me vinieron a la mente los Ramones. Son sus enemigos naturales. Creo que han sido ellos, salvo que en este fin de semana haya ocurrido algo que desconozca que pudiera desencadenar la tragedia. Eso no lo sabré hasta que llegue a la comisaría y me informen. Si no hay ninguna novedad, al menos que nosotros conozcamos, me inclino por los Ramones. Se odian. Se disputan los mejores terrenos de Valdemingómez y ya tuvieron un incidente cuando el Negro les quemó un chamizo y una furgoneta. ¿No podrían haberle tendido una trampa para robarle o algo así cuando iba a realizar una operación de compraventa de droga?, sugiere Linares. No lo creo, descarta Requena. Los traficantes no manejan dinero, van de fiado siempre, pagan después en varias veces, nunca grandes cantidades, ¿cuánto llevaba el Negro encima? Trescientos euros, informa Linares. Nada, eso es mucho para dejarlo en su bolsillo si hubiera sido un robo, pero calderilla para pagar un alijo. Me inclino por una venganza. Ya verás como acierto. Aunque, naturalmente, todo son especulaciones porque pruebas no tenemos ninguna.

Llegan a la estación de Vallecas. Se apean del vagón y se despiden. Llámame luego y dime si hay alguna novedad, dice Linares estrechándole la mano. De acuerdo, acepta Requena, luego te llamo, quizá tenga algo para ti. Se gira y sube las escaleras de dos en dos a grandes zancadas en dirección a la calle. Linares va en busca del andén contrario para regresar a la comisaría.

Sábado Santo, 19 de abril de 2003
Ayer estuve en casa de mi mujer y lo pasé fatal. Primero porque me pegó una bronca de cuidado porque no me preocupo por ellos. Dice, y con razón, que nunca llamo ni voy a verlos y que los chicos necesitan atención. Y, encima, para una vez que voy, ellos no están porque se han ido con mis suegros al pueblo a pasar la Semana Santa. Ella se tuvo que quedar por trabajo. Después me dijo que estoy hecho un guarro, que una cosa es que me drogue y otra que no me lave. Se empeñó en que me duchara y me cambiara de ropa, porque todavía guarda cosas mías. No me pude negar, si no me mata. Me desnudé en el cuarto de baño pero no pude quitarme los calcetines, hacía tanto tiempo que no me los cambiaba que los tenía pegados a la piel. Me desollaba los pies si tiraba de ellos. Al final me duché con los calcetines puestos y, con el agua caliente y el jabón, salieron. No le dije nada a Ángela. Me hice ilusiones de echar un polvo con ella, pero en cuanto me acerqué un poquito me paró los pies. Me dijo que me quiere porque soy el padre de sus hijos, pero nada más y que me olvide.
Volví a la chabola con un calentón de aúpa, pero en cuanto llegué me fumé un chino y me quedé como Dios. Hemos vendido como nunca, esto parecía El Corte Inglés. Como si los clientes quisieran disponer de costo para todo el fin de semana. Acabé tardísimo y con un colocón de cuidado porque el Mellas, otro machaca de aquí, se trajo una botella de coñac que había mangado en algún sitio. Nos la bebimos entera porque hacía frío y menos mal que Ramón no nos echó por quedarnos dormidos antes de acabar el trabajo.