Los dos yacen muertos sobre la hierba húmeda del parque. Uno sobre otro. Como si hubieran tratado de apoyarse mutuamente para evitar el derrumbe. Las caras manchadas de sangre y de barro. Los pechos destrozados. Los impactos han sido certeros. Disparos a bocajarro. El parque Sur está desierto a esas horas, un domingo de madrugada. Un anciano insomne que paseaba a su perro se topó con ellos. Mejor dicho, fue el perro, un pequeño cocker de orejas arrastradas, el que alertó al amo. Los cadáveres, abandonados tras un seto, festín de moscas, no se ven desde el camino.
El inspector Pedro Pablo Linares llega cuando ya ha sido acotada la zona con cinta policial. Junto a la plaza Elíptica, en el arranque de la carretera que lleva a Getafe y a Toledo. Una luz lechosa que anuncia el alba permite a los agentes inspeccionar el terreno, ayudados con linternas, en busca de pruebas. En busca de indicios para encontrar a los autores del doble crimen. Un ajuste de cuentas, según las primeras hipótesis. Socorrida hipótesis cuando no se sabe nada. Murieron, dice uno de los agentes, de varios disparos de escopeta de postas. Los cuerpos tienen enormes boquetes por los que se les ha escapado la vida. Los tiros se hicieron desde muy cerca y las postas apenas tuvieron tiempo de separarse antes de alcanzar a las víctimas. No murieron hace mucho tiempo ya que el rigor mortis no ha aparecido aún. Las caras, los cuellos y las mandíbulas, donde primero hace presa la rigidez de la muerte, siguen blandas. Los cadáveres están calientes y pálidos. Flexibles en sus articulaciones. El inspector Linares, con las manos en los bolsillos del pantalón, escucha y observa por su cuenta la escena del crimen. Son gitanos, dice para sí en voz alta al escrutar en sus caras ásperas y asombradas el último gesto antes de perder la vida. Alguien confirma a su lado el comentario. Eso parece. Ajuste de cuentas, quizá. Debe avisar a la Delegación del Gobierno. Tiene orden de sus superiores de informar inmediatamente de las muertes violentas que se produzcan en Madrid, especialmente si son de estas características. La sensación de inseguridad ciudadana ya es insufrible. Pero es demasiado temprano y el delegado estará recocido en alcohol, como todos los fines de semana, de modo que esperará un par de horas antes de dar aviso. Por el suelo hay restos de un teléfono móvil, destrozado por el impacto de uno de los disparos. Uno de los cadáveres tiene incrustada en el pecho, junto al orificio mortal, la batería del aparato. En el barro, junto a ellos, hay cuatro casquillos percutidos de escopeta.
Le entregan lo que se halló en los bolsillos de las víctimas. Poca cosa: tabaco, un mechero, un peine, una navaja y varios billetes de cincuenta euros. Seis, concretamente. Todo pertenecía al más corpulento, le dicen. El que parece de más edad. El otro, apenas un chaval, no llevaba nada. Solo una navaja y agujeros en los bolsillos. Linares ordena lo que, por otra parte, ya sabe que están haciendo sus compañeros y el equipo científico de la policía judicial. Que les tomen las huellas, los identifiquen y que le manden todo a jefatura. Se marcha del lugar despacio. Igual que vino. Con ojeras, con una desagradable sensación de estómago vacío y de pesadez de pies. Sí, de pies. Siente que le pesan los pies, que los arrastra más de la cuenta. A esas horas, y en domingo, que nadie le pida que rebose energía. Y el delegado, que espere y la duerma tranquilo. Tiempo tendrá para ponerse nervioso. Para presionarlo. Es lo suyo en este oficio, el de arriba presiona al de abajo.
El inspector regresa al coche. Hace un calor insoportable y apenas acaba de salir el sol. Es el primer día del verano. Veintidós de junio. Del mes de junio más caluroso que se recuerda en Madrid. Le suda la frente, despejada y brillante ahora, pero, en tiempos, cubierta por magníficos rizos rubiajos que le daban aspecto aniñado. De chaval los amigos le apodaban el Chupete, precisamente por esa cara infantil que no ha perdido con el paso del tiempo, aunque ahora la calvicie predomina en su cabeza y los pocos cabellos que le quedan prefiere llevarlos rapados casi al cero. Lejos quedan esos años de estudiante en la Facultad de Biológicas. Porque, aunque ahora es un destacado investigador de homicidios, su primera vocación fue la biología. Quería ser naturalista. Estudiar el comportamiento de los animales. Pero finalmente se decantó por el de los seres humanos. La conducta criminal de la raza humana es más apasionante. Más difícil e impredecible. Tras la academia de Ávila, el paso por el País Vasco acabó de curtirlo y, pese a su larga estancia en el norte, casi seis años, no desarrolló ninguna de las paranoias que minaron a muchos de sus compañeros. Solo conservó la sana costumbre de mirar los bajos del coche antes de subirse a él por las mañanas.
Linares arranca el motor y suspira. Los crímenes se le acumulan. Ayer mataron a un albanés en el Puente de Toledo y hace dos días ametrallaron a dos búlgaros en pleno centro de Madrid. Todo cosa de mafias, piensa. Mafias de prostitución, de droga, de tráfico de armas, de coches de lujo robados, de inmigrantes sin papeles. Hay mafias para todo.
Necesita un café.
Al verse encañonado por las escopetas de los Ramones, el Negro supo que no volvería a ver a su mujer, la Juani. Ni a sus hijos, el Rubén y la Eli. Porque ya nunca más regresaría al poblado, donde su madre, la Panita, lleva el negocio con mano astuta y firme. ¿Qué dirá ella cuando se entere de que lo ha enviado a la muerte sin saberlo? Sin duda, dedicará un día a llorarle con desconsuelo y el resto de su vida a vengarlo. Es posible incluso que se sienta culpable por haber arreglado esta cita, pero es que el negocio con el turco parecía seguro y ventajoso. ¿Cómo iba a suponer que era una trampa de los Ramones?
El Negro, alto y corpulento, no tuvo miedo en los últimos momentos de su vida. Muchas veces se había enfrentado a la muerte, aunque siempre pudo eludirla. Jugar a esquivarla formó parte de su existencia desde que tuvo uso de razón. Ahora no tenía remedio. Sabía que la familia se ocuparía de su mujer y de sus hijos, que seguirían teniendo un lugar importante en el negocio. Más pena le dio el Loren, su primo de catorce años, que se empeñó en acompañarlo para ir aprendiendo el oficio. Pero eso no fue lo que más le dolió, y mucho menos los disparos que le reventaron el pecho unos segundos después. Lo peor fue haber caído en la trampa de los Ramones de manera tan inocente. Sin haber previsto que podrían vengarse después de quemarles la furgoneta en Valdemingómez.
Sin el primogénito, la familia tendrá muy difícil enfrentarse a los Ramones. Su padre no está hecho para estas cosas. Es demasiado blando. No parece gitano. El Negro no le hizo nunca reproches, pero sabía que era un cero a la izquierda en estos negocios. La madre, pese a su disposición y olfato para el trabajo de cada día, no está acostumbrada a lidiar con este tipo de asuntos. La irrupción de los Ramones en Valdemingómez le vino grande y tuvo que ser él, el Negro, el que pusiera los cojones encima de la mesa para evitar que los avasallaran. Fue decisión suya quemar la furgona y derribar el chamizo que habían empezado a construir en su terreno. Sabía que le tenían miedo. Nadie como él manejaba las armas en el poblado. Siempre iba armado. Nunca hubieran tenido arrestos para abordarle por la calle frente a frente. Ni siquiera los cuatro Ramones juntos. Pero se sobrevaloró. No contó con la posibilidad de una trampa. Un exceso de confianza que le ha pasado factura. Muy grave factura. La muerte. Un disparo a bocajarro por enfrentarse a los Ramones. Con su hermano Paco, el Chirla, en prisión por tráfico de drogas, el clan de los Gaditanos tiene muy difícil el futuro.
Andrés Amador García, treinta años, más conocido como el Legi, menudo y nervioso, acaba de reflejar en su diario las impresiones del día. Utiliza para ello un viejo dietario del Ayuntamiento de Alcobendas. A veces suele dibujar, para relajarse, a la Dama de Fuego. Un rostro femenino con los cabellos como llamas. Poco a poco va perfeccionando sus rasgos y cada vez le sale mejor. Ya hasta introduce variantes con diferentes tonos. Cuando se pinchaba, en sus tiempos de legionario, la Dama de Fuego se le metía por las venas y lo poseía. Era una dama amada y odiada. Ya no se pincha la droga. Solo la fuma, de modo que ahora la dama no le abrasa las venas. Le entra igual en el cuerpo pero de otro modo. Es más amable.
Son las cinco de la mañana y todavía no sabe que el Negro y su primo acaban de ser asesinados por los Ramones. El Negro pertenece al clan de los Gaditanos. Es el hijo mayor de Marcelino Maya y de Paquita Jiménez, dueños del principal negocio de venta de droga del poblado de las Barranquillas. En realidad, quien lleva todo el peso es ella, Paquita, o mejor la Panita, como la conoce todo el mundo.
Andrés, o el Legi de Parla, como le gusta que lo llamen, al llegar al poblado a mediados de marzo se puso al servicio de los Ramones, pero duró poco. Cree que son mala gente. Un mes y medio después, a primeros de mayo, se marchó con los Gaditanos, un clan rival. Con ellos sobrevive ahora de machaca, alojado en una de sus chabolas. A cambio de droga hace lo que le manden los amos. Hoy le ha tocado abrir y cerrar la puerta de la chabola, ante la que los yonquis hacen cola. El Peque, otro machaca, diminuto y algo renqueante, organiza la fila en la calle para que no dé el cante y le avisa con una voz cuando tiene que abrir la puerta.
Pese a que lleva más de doce horas sin parar, el Legi está contento. Le llaman el Legi porque fue legionario durante tres años. Está orgulloso de ello, aunque allí arruinó su vida. Ahora no es nada. No es nadie. Casi no es persona. Es solamente un machaca, un esclavo. Pero hoy está contento. Piensa las cosas tan extrañas que tiene la vida. Cómo cambia de un día para otro. Hasta ayer, como quien dice, no se comía ni media y hoy tiene a dos pibas que casi se lo disputan. Unas veces tanto y otras tan poco. Perdió el tiempo con la Rosi, una gitana virgen, de larga melena morena, por la que estaba colado, pero que no le hacía ni caso. Él quiere pensar que sí, que a ella sí le gustaba, porque le seguía muy bien el rollo, pero que eran sus hermanos, esos cabrones de los Ramones, los que no la dejaban ni mirarlo. Ya se sabe, los gitanos cuidan mucho eso de relacionarse con un payo. Además, tienen prometida a la Rosi a un turco. Que también es payo, piensa el Legi, pero, claro, al ser traficante, y de los gordos, con el que quieren hacer negocios, la cosa cambia.
El Legi le lanzaba requiebros a la Rosi cuando la veía en la chabola. Le cantaba canciones de Camarón de la Isla, lo mejor que ha parido este país, proclamaba tajante. Qué pena que se haya muerto.
Rosa María, Rosa María,
si tú me quisieras qué feliz sería.
Es su preferida. Nunca fallaba este tango de Camarón. Ella siempre entraba al trapo. Con sus dieciséis primaveras y sus pícaros ojos negros, se reía de la entonación que le daba el Legi. Lo acompañaba con palmas (eso sí lo hace divinamente) y a veces se arrancaba con algún bailecito. Nada, unos pasitos que apenas marcaba, pero con un vuelo de caderas que a él lo hacía temblar de arriba abajo. ¡Hostia, qué mujer! Nadie se te resiste, Rosi. Eres la más guapa de toda la raza calé. Ella reía y se ruborizaba.
Gitana te quiero.
Tú, pura como la mimbre,
Yo, gitano canastero.
El Legi, animado, cantaba con su voz ronca, anárquica, casi agónica, pero bien templada para el flamenco sentío. Con una garganta destruida por el tabaco, el alcohol y las drogas.
Yo soy pura y virgen, pero tú no eres gitano canastero, sino un machaca payo muerto de hambre. Golpeaba ella donde más le dolía, que pasaba de festejarle sus desgarrados tangos a recordarle la dura realidad de su condición de despojo humano. Eso lo dejaba partido por la mitad. Parecía que la muchacha se emocionaba a su lado pero, de repente, esos golpes bajos que le doblaban el alma. Me deja como La Paquera de Jerez, sentao y con la boca abierta, se lamentaba el Legi.
Hasta que un día, el Rana se hartó de él. Se hartó de que metiera pájaros en la cabeza de su hermana. Ricardo Cabrera, el Rana, es el segundo hijo de Ramón y de Piedad, la Gorda, los padres del clan de los Ramones. Lo llaman el Rana porque es de ojos saltones, bajito y tiene las piernas arqueadas como si fueran ancas. Una tarde les sorprendió una conversación en la que el Legi trataba de convencerla de que no se casara con el turco: los turcos tienen muchas mujeres. Su dios les deja tener tantas como puedan mantener, y si es traficante tendrá mucho dinero y muchas esposas, todas más antiguas que tú. Las tienen metidas en jaulas y solo las sacan para disfrutarlas. No son nada cariñosos y van a lo que van. A echarles un polvo, vamos. Les hacen hijos, algunos de los cuales venden (porque les sobran), y las encierran de nuevo. Y no pueden verlas los demás hombres, porque si se dejan admirar por otros, les cortan la cabeza, por putas. Además, los turcos también trafican con mujeres, que se llama trata de blancas.
No, no, esa blanca no es la cocaína, explicaba el Legi, esas blancas son las putas. Y, joder, nunca se sabe, si se cansa de ti… Tú te mereces un hombre que te quiera y que te respete, Rosi. Eres una gran mujer, vales mucho, ¡como para echarte a perder en un harén de esos!
La Rosi estaba a punto de creerse las patrañas del Legi cuando su hermano, que escuchó la conversación desde la calle, irrumpió en la chabola y la emprendió a golpes con el machaca. Lo arrastró hasta la calle y lo arrojó de allí a patadas. Como te vuelva a ver por aquí o rondando a la Rosi te reviento las tripas, cabrón hijodeputa.
El Rana regresó a la chabola y abofeteó a su hermana. Pareces idiota, niña, te crees todas las gilipolleces que te cuenta un muerto de hambre. Después trató de camelarla contándole la vida tan magnífica que le esperaba con el turco. Tendría dinero, joyas, coches caros y casa con piscina. Ella preguntó si eso sería aquí, en las Barranquillas, o en San Fermín, junto a los pisos de realojamiento del IVIMA. O tal vez debería irse al país del turco, es decir, a Turquía. Pero el Rana no contestó.
Eso fue hace un mes y medio, aproximadamente. Y para el mes que viene está previsto que los Ramones entreguen a la Rosi al turco. No saben si irá a Turquía o se quedará en Madrid. Quizá en Barcelona, donde, según dice el padre de los Ramones, tiene importantes negocios de tráfico de drogas.
Ahora, el Legi está con los Gaditanos y no sabe que al mayor, el Negro, lo acaban de matar los Ramones. Está contento porque una de las clientas habituales, Soraya, le tira los tejos con todo el descaro. Y si él no ha respondido es porque ha conocido a la Reme, una mujer con la que tiene una relación especial. También es yonqui. También estuvo casada y tiene una hija. No es alta ni baja, ni guapa ni fea, solo vulgarota. Hace un mes se presentó a por caballo en la chabola de los Gaditanos. Iba desesperada, pero él supo calmarla y poco a poco ha conseguido que solo fume chinos y no se pique. Tenía las venas destrozadas. Algo ha nacido entre ambos, aunque el Legi tiene mucho pudor en calificarlo. Le avergüenza exteriorizar sus sentimientos. A ella no le ocurre lo mismo. Al contrario. Ella le dice a diario que lo quiere, aunque sabe que le incomodan esas declaraciones íntimas. Pero desde aquella noche en que él la ayudó cuando tenía un mono de cuidado, ya no puede evitar decirle que le quiere.
El Legi no tuvo problemas para que la Panita le permitiera dormir en su chabola de las Barranquillas. Que haya salido rebotado del clan de los Ramones es un punto a su favor, y tener un machaca que haga de reponedor de droga, es decir, que la traiga hasta el poblado, es lo mejor para que la policía no pesque con el género a los miembros de la familia. La detención del Chirla, el hijo pequeño, les sirvió de escarmiento. Pero lo que decidió finalmente a la Panita a admitir al Legi en su casa fue la intervención de su marido. Marcelino es un gitano de La Línea de la Concepción, amante del cante jondo. Fue un honrado tratante de ganado, de sombrero viejo y bigote fino. En Arévalo dio con la Panita, una gitana de genio, mandona, que ayudaba a su familia en un pequeño negocio de menudeo de hachís. Tardaron poco en casarse y ella lo acompañó durante unos años en sus viajes por las ferias ganaderas del sur. La paulatina llegada de los hijos dificultó la vida nómada del matrimonio. La Panita había dejado a su familia y la venta de droga, por lo que perdió la mayor parte de sus ingresos.
Acabaron por instalarse en el poblado de Torregrosa, a las afueras de Madrid, donde levantaron una chabola, como tantos otros, con la intención de regresar al negocio de las drogas. Marcelino, cada vez con menos ingresos de su honrado oficio de tratante de ganado (nadie quiere un rebaño de cabras al borde de la M-40), se dejó convencer por su mujer de que esa era la mejor forma de sacar adelante a la familia. Pero no se resignó a dejar su vida itinerante, de ir de acá para allá, como había hecho toda su vida. En 1997 levantó una chabola en el tranquilo asentamiento de las Barranquillas, donde otros gitanos chatarreros convivían pacíficamente con un puñado de payos jubilados que los fines de semana se entretenían labrando huertos de tomates y lechugas. El incipiente negocio de chatarra comenzaba a prosperar, gracias a la buena mano de Marcelino, cuando el poblado de Torregrosa fue desmantelado al año siguiente. El ivima les dio un piso de realojamiento en el Alto de San Isidro, en Carabanchel, y trasladaron el negocio de la droga a la chabola de las Barranquillas. Lo mismo hicieron los otros traficantes, que se llevaron la droga y la clientela. El poblado tardó poco en convertirse en el principal centro de menudeo de droga de España. La Panita, con su chabola amplia y bien ubicada al ser de los primeros en llegar, y con los precios cada vez más bajos y un género de calidad, vendía más que nadie. Marcelino tuvo que dejar la chatarra porque se reían de él. Gracias a unos gitanos conocidos suyos intentó una nueva aventura ajena a la droga. La compraventa de coches usados. La Panita ya no lo necesitaba porque el hijo mayor, Rubén, el Negro, estaba lo suficientemente maduro para ayudarle en el negocio. Además, el chico, aficionado a las armas, tenía buena mano para ello y aprendía rápido.
Harto de estar todo el día rodeado de endrogaos, como él decía, Marcelino se volcó en la compraventa de coches y apenas pisaba las Barranquillas, salvo que algún negocio le llevará por allí. Pasaba la mayor parte del tiempo en los bares de la calle Antonio López, junto a la glorieta de Cádiz, donde los gitanos tienen instalado el mercadillo de vehículos de segunda mano. En pocos meses, Marcelino se hizo indispensable para cualquier gitano que deseara cambiar de coche a buen precio. A la Panita le pareció de perlas la nueva actividad del marido, que le servía de tapadera para disimular su principal fuente de ingresos.
A Marcelino le gustó el Legi desde el principio porque también era un admirador de Camarón, aunque su preferido sea Enrique Morente. Será cuestión de edad, le dijo el machaca cuando el gitano le confesó que tenía ya cuarenta y ocho años. Al patriarca de los Gaditanos le cayó en gracia el chico. ¡Qué bien canta el jambo ese! ¿Sabes que el Camarón tiene un monumento en La Línea?, le dijo un día. Pues no, el Legi no sabía, pero si es de San Fernando, ¿allí no tiene monumento? No sé, pero en la Línea está sentado en una silla junto al mar, mirando de reojo al Peñón de Gibraltar.
Como tienen piso del IVIMA, a Marcelino no le parece mal que algún machaca se quede fijo en la chabola para que siempre esté ocupada. Eso fue lo que convenció a la Panita, más que las cualidades artísticas del Legi.
Andrés intenta desde hace un par de días convencer a la Panita para que permita que Reme se traslade con él a la chabola. Se lo dijo ayer, pero ella no ha contestado aún. Parece ida. Absorta en sus cosas. No le extraña porque los Ramones andan jodiendo en Valdemingómez. Por eso les quemaron la furgoneta. Pero no importa. Puede esperar porque todavía no le ha propuesto a Reme que se vaya a vivir con él. Supone que ella se resistirá. Ya le ha lanzado algunas indirectas. Pero, o no las ha cogido o se ha hecho la sueca. Están bien juntos y ella dice que lo quiere, pero acaba marchándose casi todas las noches. Dice que es por su hija. Tiene una hija que se la cuida la abuela. Es decir, la madre de Reme. No tiene ningún trato con la familia del marido, del que el Legi solo sabe que murió, pero prefiere no hablar de esas cosas. Reme le dice que aprovechen el momento y no piensen ni en el pasado ni en el futuro. Es verdad. Esa es una buena filosofía. De hecho, el Legi no piensa más allá de la próxima dosis que necesita. Pero le jode mucho que su chica se marche a última hora del día. En ocasiones están adormilados en la chabola o en la trasera del coche abandonado que hay enfrente, cuando ella se despabila y dice que se va. Y no hay forma de retenerla. El Legi a veces piensa que es un vampiro pero al revés. O una Cenicienta, que al llegar la noche tiene que ocultarse porque sufre una transformación que nadie puede ver. Eso le jode al Legi.
¿Por qué dice que me quiere y luego me deja tirao por las noches?, se pregunta el Legi. A veces, cuando está con estos pensamientos, lo ronda Soraya, ¡que está muy buena y tiene un descaro que no veas!
Pero yo aguanto como nadie. Joder, para eso soy legía. Que el espíritu duro de la Legión no se pierde cuando te licencias. Aguanto porque sé que como esta me líe, pierde el culo por decírselo a todo el mundo, especialmente a Reme, y entonces se jodió el invento, se va a tomar por culo lo más importante que me ha pasado en mucho tiempo. A Reme, se dice el Legi, la quiero, aunque no se lo diga, que me da un cortazo que te pasas. Joder, yo soy así, me hago el duro y me cuesta expresar mis sentimientos, pero en el fondo tengo mi corazoncito y sé que la quiero, aunque no se lo diga. Pero menos se lo voy a decir si me deja colgao cada noche. Que me dan unas ganas enormes de tirarme a la Soraya y que se entere Reme y todo dios, para que despabile, joder. Y eso voy a hacer como le diga que se venga a vivir conmigo y me rechace. Entonces sí que voy a ir a muerte a por la Soraya. Se va a enterar esa calientapollas de que no se puede jugar con Andrés Amador García, el Legi de Parla.
No queda más. La Panita le dice que no queda más. Se han acabado tanto las camisas blancas como las marrones. Sal fuera y dile a los clientes que vuelvan mañana o que se busquen la vida en otro lugar. Joder, se mosquea el Legi, ¿no ha quedado nada para mí? Ni gota. ¿Por qué no has reservado una micra al menos para mí y para el Peque, que estará jodido ahí fuera, toda la noche de pie? Ni me acordé, se excusa la Panita, con este día que llevamos… ¡Leches de día y de noche!, el caso es que siempre nos jodemos los mismos. Todo el día currando para nada. Y yo no aguanto mucho más en blanco, hostias. Tengo que echarme algo para el cuerpo. ¡Vete a tomar por el culo, Legi, mamón!, le responde la Panita, mañana te doy ración doble. Explícaselo al Peque, que estará tieso ya.
El Legi está enfadado de verdad porque no es la primera vez que le pasa. El Peque se encabrona también cuando recibe la noticia. Es divertido verlo patalear indignado, lo que acentúa su cojera, producto de un atropello hace un par de años, cuando iba algo apurado a pillar en el poblado. ¡La Panita vende hasta sus bragas con tal de sacar un euro!, grita. Pero la gitana ya no está en la chabola. Ha salido con los billetes escondidos debajo de su enorme faldón negro. Su yerno, Manolete, el marido de la Loli, la hija más joven, se la lleva en su coche a toda velocidad. Se van a descansar al piso del IVIMA que tienen en la calle Tejares. Son las seis de la mañana, amanece, y el Negro le tiene que contar en qué ha quedado con el turco ese. Está preocupada porque lo ha llamado al móvil un par de veces y no ha contestado. Él sabe apañárselas, trata de tranquilizarse.
El Legi y el Peque, ya de amanecida, se van de la chabola en busca de alguien que les proporcione un chino que fumarse. Un arrebujaíto me vendría de perlas ahora, dice el Legi. El arrebujaíto es la mezcla de coca y heroína que toma para rebajar la dosis de caballo. Desde que se quitó de la vena es lo que más lo pone, aunque no desprecia fumar la cocaína a secas. Van camino de la chabola de los Abantos, por si les quedara algo. El Peque, por culpa de su cojera, se bambolea como si fuera un viejo galeón sacudido por las olas. No se puede decir que sea un tipo elegante.
Los Abantos son parientes de los Gaditanos y también venden mandanga en las Barranquillas. Feliciano Abantos, el padre, un socarrón por naturaleza, está casado con Teresa Jiménez, la Chota, hermana menor de la Panita. Aunque la mayoría de la gente piensa que la llaman la Chota porque está loca (es verdad que no está en sus cabales), la realidad es que ese nombre le viene por tener las tetas muy grandes desde jovencita. Su madre se reía de ella y le decía que parecía una chotilla. Eso era por no llamarla vaca. A Teresa le molesta mucho que la llamen la Chota porque siempre ha tenido complejo de pechos grandes, aunque su marido, al que le gusta el derroche en el cuerpo femenino, dice que esa es su principal virtud y que no debe avergonzarse.
La Panita se trajo a su hermana de Arévalo después de que se instalaran en las Barranquillas a vender droga. Teresa ya tenía experiencia en el negocio del hachís, por lo que no le fue difícil recomenzar en Madrid con la blanca y la marrón. Feliciano, el Feliche, a diferencia de su cuñado, se introdujo sin reservas en el negocio, harto de ir por los pueblos de feria en feria con el Pulpo, una atracción con la que apenas obtenía la mitad de beneficios que su mujer con el hachís. El Feliche, como le llama casi todo el mundo, pasó los trastos a su yerno, Angelito el Payo, y se marchó a Madrid sin dudarlo. El Pulpo quedó así a cargo de Angelito, un feriante payo que se casó hace seis años con Felisa, la hija mayor de los Abantos. Ángel, un larguirucho de ojos azules, era empleado de otro feriante de coches de choque que coincidía quince o veinte veces al año con los Abantos en las fiestas de los pueblos, la mayoría de Madrid y las dos Castillas. Lo suyo con la Feli fue un flechazo. Aunque le costó, Ángel pudo vencer al final la resistencia de los Abantos a que su hija se casara con un payo. Pero lo consiguió porque a la enésima vez que la Feli suplicó a sus padres que permitieran su amor, añadió que estaba embaraza de cuatro meses. La Raquelita ya estaba encargada. Los Abantos tuvieron un acceso de ira pero también, afortunadamente, de duda. Se les pasó por la cabeza pegar dos tiros a ese payo cabrón que había desvirgado y preñado a su niña. Finalmente, frente a los deseos de venganza de los dos vástagos menores, se impuso el sentido común de la Chota: si se quieren, que se casen. Por un arrebato no vamos a dejar viuda a la hija y huérfana a nuestra primera nieta antes de nacer.
Cuando los suegros le recuerdan el cónclave familiar en el que se trató sobre su muerte y su boda, Angelito siempre dice que si sigue vivo es gracias a que la profesión de feriantes de los Abantos les permitió conocer mundo y tener una mente más abierta y tolerante. Tu tía Panita, le dice Ángel a su mujer, me hubiera cortado el pescuezo, porque aunque también viajó algo con eso de la compraventa de ganado, no es lo mismo y le aprovechó poco.
Los Abantos tienen su chabola casi en el otro extremo de las Barranquillas, cerca de la de los Ramones, y hacia allí se dirigen el Legi y el Peque. En busca de unas micras de cualquier cosa que los salven del mono que se les avecina. Los conocen de sobra en aquella casa. Muchas veces les han hecho recados e incluso han trabajado de reponedores cuando se les ha acabado la droga. También tienen buena relación con Esperanza y Tomás, una pareja de machacas que trabaja allí y que se enrolla muy bien. Seguro que si están, nos darán algo, subraya el Legi.
Hablando del rey de Roma, dice el Peque, por allí vienen los dos. Van discutiendo y les falta poco para llegar a las manos. Solamente interrumpen su disputa cuando llegan a la altura del Legi y del Peque. ¿Qué te pasa, chacho, que gritas tanto?, pregunta. La zorra esta, que me tiene hasta los huevos, responde Tomás. Mientras lo dice levanta la mano como si fuera a pegarle una bofetada a Esperanza. Vale, vale, interviene el Legi. La mujer, que llora sin consuelo, llama mariconazo y cabrón a su novio, quien, finalmente, descarga su mano sobre el rostro de Esperanza en una bofetada desganada. No se te ocurra volver a llamarme eso, ¿entiendes? Y menos tú que no eres más que una puta arrastrada. Esperanza se revuelve para arañar a su hombre pero el Legi y el Peque se interponen y los separan. Los llevan a un lado de la calle, junto a unos bloques de piedra, donde se sientan. Separados convenientemente para que no se agredan.
El Legi trata de averiguar el motivo de la disputa. ¿Qué os pasa, joder, con lo bien que os lleváis siempre? Que acabo de enterarme de que esta es una puta. Esperanza arrecia en sus lloros.
Venimos de casa de los Abantos, cuenta Tomás. Nos han echado a patadas y todo porque la Esperanza es una guarra y yo sin saberlo. Estábamos en la chabola y se acabó el género. Entonces el Pedro, el mayor, se fue a por más para reponer y nos quedamos solos nosotros dos con el Tomeno, ya sabéis, Juanito, el hijo menor. El que está soltero. El Legi y el Peque asienten con la cabeza. Conocen de sobra al Tomeno, un mal bicho de 21 años que no tiene freno ninguno. Pues nos dijo que estaba agotado después de vender toda la noche y que se iba a dormir a la habitación de al lado. Que nosotros hiciéramos lo que nos pareciera. Y eso hicimos. Nos fumamos un par de canutos y, ya sabéis cómo son estas cosas, nos pusimos tan a tono que empezamos a meternos mano. Lo típico. ¡No cuentes eso, hijoputa!, dice ella. ¿Qué pasa, guarra, te da vergüenza ahora?, replica él. El caso es que como esta gime como una burra, el Tomeno nos llamó la atención. Le molestaba el ruido. Que si no me dejáis dormir, que si sois unos plastas, que si tal, que si cual. Joder, yo le metía mano por abajo y le tenía que tapar la boca por arriba porque me conozco al Tomeno y ese es capaz de rajarnos solo por incomodarle la siesta. El caso es que cuando estábamos follando, como esta tía puta no es capaz de controlar sus gemidos, apareció el Tomeno cabreado. Que no le dejábamos dormir y además se había puesto cachondo de tanto oír a esta guarra gemir de placer. Dijo que como era culpa de ella que se le hubiera puesto tiesa, que tenía que solucionárselo. Se sacó la polla allí delante y le dijo a la Esperanza que se la chupara. ¡Cabrón —interviene ella histérica—, lo que no dices es que me puso la navaja en el cuello! Bueno, eso es verdad, pero a lo que voy. El Tomeno nos obligó a seguir follando a cuatro patas mientras esta le hacía una mamada. ¡Y le gustaba a la muy puerca!, exclama Tomás echando los brazos al aire. Ella se levanta y le tira un guantazo que no lo alcanza porque se interpone el Peque. ¡No me gustaba! ¡Pues bien que gemías, zorra! ¡Era por ti, era por ti, cabrón de mierda, no por él! Se derrumba llorando en los brazos del Peque. Le ha dolido el alma tener que reconocer que Tomás, el cabrón que la está puteando ahora, era quien le daba placer, y no el gitano.
¡Claro, coño!, trata de apaciguar el Legi, ella disfrutaba porque tú la follabas, ¿no? Eso me da igual, hostias. Lo que más me jode es que no puso ninguna pega a mamársela a ese cabrón hasta que se corrió en su boca y, en cambio a mí no me la ha chupado nunca, la muy cerda. ¡Pero cómo se iba a negar si tenía la navaja en la garganta!, exclama el Peque. Eso fue solo al principio, después se la guardó. Y a mí nunca me la chupa. ¡Ni tú a mí!, salta Esperanza librándose del abrazo protector del Peque. ¿Cómo?, pregunta sorprendido Tomás. Que tú a mí tampoco me comes el coño, mamón. No es lo mismo. ¿Por qué no es lo mismo? Porque no, joder, no vas a comparar. Lo suyo es que las tías se la chupen a los tíos. Es una mamada.
Ahí sí lleva razón el Tomás, ¿eh?, hay que reconocerlo, tercia el Peque, esta vez más inclinado hacia los argumentos de él. Eso es una mamada, que se llama también felación, y lo hacen solo las tías. Y los chaperos, puntualiza el Legi, que yo conozco a algunos. Bueno, pero eso no cuenta, coño, que son maricones y esos se hacen a cualquier cosa. El Peque defiende su tesis. En cambio, si por un lado existe la felación, por el otro lado, ¿qué hay? ¿eh? ¿existe algo o no existe? ¡Venga, os lo pregunto! Comida de coño, responde mohína Esperanza, que al menos ya no llora. Y eso de comida de coño ¿qué es?, insiste el Peque. ¿Cómo que qué es?, se admira el Legi, ¿qué va a ser? Una gozada para las tías, anda que no me comí yo coños en Ronda cuando estaba en la Legión. ¡Vale, vale!, admite el Peque, pero ¿qué figura es?, la mamada es una felación, ¿no?, explica didáctico. Ellos asienten y Esperanza se encoge de hombros, si tú lo dices. Sí, lo digo yo. Y digo más. Dicho en propiedad, como debe ser, se llama felatio. El Peque tiene razón, interviene Tomás, y dar por culo se llama griego. Exacto, concede el Peque. En ese caso, añade el Legi, la mamada también se llama francés. Es cierto, sí. ¡Pues comer el coño se llama español!, grita Esperanza. ¡Eso te lo acabas de inventar!, le reprocha el Peque, que veía derrumbada su teoría sobre las diferentes posturas sexuales. ¡Bueno, da lo mismo!, corta Tomás. El caso es que después de la mamada, el Tomeno se volvió a la cama tan pancho… ¿Y tú qué?, le grita Esperanza. ¿Qué pasa conmigo? Que tú también te quedaste tan pancho echándome un polvo, ¿o no? ¡Hostias, estaría bueno, encima, que yo, que soy tu hombre, no hubiera podido! ¿Sabes qué te digo?, corta ella, ¡que te den por culo que me largo! ¡Ahí te quedas! Esperanza se levanta y se marcha a la carrera. ¡Qué te folle un pez, hija de puta!, le grita Tomás. ¿Sabéis cómo acabó la cosa con el Tomeno?, añade. Pues que como nos pusimos a discutir estas cosas en la chabola, a los cinco minutos volvió el cabrón y nos echó a patadas. Dijo que si teníamos problemas de novios que los discutiéramos en otro sitio, que no lo dejábamos dormir. ¡Será hijoputa! ¡Pues no dice que si tenemos problemas de novios, después de obligar a mi chavala a hacerle una mamada delante de mí! ¿Obligada?, pregunta el Peque, ¿pero no decías que ella se lo había pasado en grande? Joder, sí, es lo mismo, la obligó pero estoy seguro de que a la muy puta le gustó. Oye, Tomás, interviene el Legi, ¿puedo preguntarte algo? Claro. ¿Cómo la tiene el Tomeno? ¡Vete a tomar por el culo! Bueno, hombre no te enfades. Eso, no te enfades, colega, dice el Peque, y saca algo para que fumemos, que nos han dejado colgaos esta noche. Lo siento pero no tengo nada, salvo tabaco. ¡Pues vete a la mierda!
Lunes, 17 de marzo de 2003
Últimamente consumo demasiado. Con eso de que no quiero tocar mucho el caballo, me pongo hasta arriba de coca con caballo, o sea de arrebujaíto, como digo yo. Parece que no, pero he notado que he rebajado un montón el caballo porque casi no lo toco, solo una puntilla súper pequeña para dar color a la coca. Cuando me quiera quitar de la coca lo voy a pasar peor que con el caballo. Porque me doy unos pasotes de blanca que es mucho. He oído a unos que el mono de la coca ni te enteras, pero otros dicen que lo contrario, que es peor que el del caballo. Dicen que el mono de la coca se puede pasar en quince o veinte días, y que da sueño y deliras, pero que con algún tranqui puedes dormir. El del caballo es más jodido. No sé. Estoy agotado hoy porque además de estar de pasmarote para dar el queo toda la noche, luego he tenido que arreglar la manguera del agua que el Ramoncito ha roto de un pelotazo. Con eso de que estuve de aprendiz de fontanero antes de ir a la mili todas las chapuzas me caen a mí. Aunque no sean de fontanería, como colgarle los muebles de cocina a la Rosario en su piso de Vallecas. Eso me pasa por darme pisto. Aquí, como en la Legión, lo mejor es pasar desapercibido. Aunque con esos trabajitos pillo unas dosis adicionales que me vienen muy bien. Hasta otra.