Remedios López Aguado, veintinueve años, sale llorando del club. Cargada con su pequeña maleta, baja por la Gran Vía camino de Alcalá. Es temprano y hay poca gente por la calle. Su pantalón ceñido imitación piel de leopardo no llama la atención de las pocas personas con las que se cruza. Su cuerpo esmirriado, enfermizo, disuade miradas de soslayo. La prenda fue diseñada para seducir pasiones baratas. Urgentes y rudimentarias. Pero los hombres no giran la cabeza a su paso. No vuelven la vista para deleitarse con un presunto trasero excitante. El rostro de Reme, envejecido por la droga y congestionado por el llanto, produce rechazo. Su dolor ni siquiera inspira compasión. Camina sola por la calle, ajena a los paseantes dominicales. Cruza por Cedaceros camino de la Carrera de San Jerónimo. Espera poder tomar una cunda para ir a las Barranquillas. Su primera intención fue refugiarse en su casa, con su madre y su hija, pero luego lo pensó mejor. No quiere que la vean así. Mejor irá antes a ver a Andrés, a su Legi, el que ha sido su refugio en las últimas semanas. Lo quiere y necesita hablar con él. Sincerarse. Contarle muchas cosas que ignora. Intuye que hoy cambiará su vida. No sabe qué derrotero tomará, pero ya no será lo mismo. Su expulsión del prostíbulo quizá sea una señal. Una señal del cielo. La que ha pedido tantas veces en vano. O quizá ella no ha sabido verla, como le dijo un sacerdote en una ocasión en que entró en una iglesia para confesarse. El cura le dijo que quizá no había tenido los ojos suficientemente abiertos y los oídos alerta para recibir el mensaje de Dios. Le dijo que siguiera el ejemplo de María Magdalena, que dejara todos sus vicios e iniciara una nueva vida de virtud. Es fácil decirlo. ¿Cuántas veces se ha propuesto ella dejar la droga? Cada mañana. Cada tarde. Cada noche. Dejar la droga y la prostitución para rehacer su vida junto a su hija, que la tiene abandonada. Es verdad que está con la abuela, y que la abuela no dice nada. En realidad no dice nada con las palabras, pero sus miradas lo dicen todo. Cuando la ve (cada vez más de tarde en tarde), su mirada es un reproche. Pero es que ella no comprende. A veces ha tratado de explicárselo: ¿a quién ha apretado Dios tanto como a mí?, le dice. No conozco a nadie que lo haya tenido tan difícil. Su madre la consuela con frases dulces pero acompañadas de una dura mirada. En sus ojos se refleja la censura. Existe contradicción entre la palabra y la mirada. Está harta de ver eso mismo en los hombres que la usan a diario en el club. Ve la mentira solo con fijarse en los ojos de las personas. Pero la madre no lo entiende, e insiste: siempre hubo otros que estaban peor y salieron a fuerza de voluntad… Pero ella qué sabe del mundo en que vive su hija, qué sabe de la droga, del lazo terrible que trenza sobre el cuello de los pobres desgraciados a los que atrapa.
Por eso prefiere no ir a casa. En realidad, Remedios prefiere no ir a casa desde hace muchos meses. No es capaz de enfrentarse a la mirada de su madre. Pero peor aún es la de la hija. Seis años ya y una creciente incomprensión. No entiende por qué su madre no está en casa, por qué se marcha apenas un par de horas después de llegar. Por qué dice que la quiere si luego la abandona. No la lleva al colegio. No la recoge, como hacen las madres de otros niños. Siempre es la abuela la que está allí. Esperando. La que le ofrece seguridad y la arropa y la besa por las noches.
Por eso la Reme prefiere ir a las Barranquillas. Seguro que alguna cunda saldrá esta mañana para allá. Recuerda la primera vez que tomó una. Pasó miedo y vergüenza. Sufrió el acoso de los toxicómanos. De los compañeros que viajaron con ella. Quiso pagar, pero el dueño del vehículo dijo que la llevaría gratis… si al llegar le hacía una mamada. Antes de pincharse, naturalmente. Aceptó. Ya estaba acostumbrada a ese tipo de humillaciones. No le resultó difícil cumplir.
Remedios llega a la Carrera de San Jerónimo casi a la altura de las Cortes. Ya hay una cunda esperando en la esquina. Se limpia las lágrimas con la palma de la mano y aprieta el paso. Varias personas están acomodadas en el interior del coche. Aún hay sitio. Remedios se acerca a la ventanilla del conductor. ¿Vais a las Barranquillas?, pregunta sorbiéndose los mocos. Sí, responde un tipo hosco, con pitillo en la comisura de los labios. ¿Cuánto cobras? Cinco euros con derecho a consumir en el coche. Reme busca el monedero en su bolso. No lo encuentra. No está. Maldice. Lo olvidó en su habitación. ¡Joder, no tengo dinero!, se lamenta. Pues sin pasta no hay viaje. Otro yonqui se coloca detrás de Reme. ¿Vais a las Barranquillas? ¡Espera, hostia, no ves que estoy yo antes! El conductor se impacienta. No le gusta estar mucho rato parado. Llama la atención. ¿Tienes pasta o no?, urge a Reme. ¿Fías? Estás loca. Aquí se paga o te quedas en tierra. Si me llevas te haré una mamada en el poblado… propone Reme como último recurso. ¡Venga ya, tía, si das asco! ¡Apártate! El conductor la retira con una mano llena de picaduras de jeringuilla. Deja paso al siguiente, puta, ¿qué quieres?, ¿que se me caiga el nabo a trozos? Lárgate o te doy una hostia. Remedios se echa a un lado. Regresa a la acera. El otro yonqui paga los cinco euros y sube al coche. Se van. Reme se queda sola en la acera viendo cómo el destartalado vehículo se aleja haciendo un ruido ensordecedor.
¡Me cagüenenlaputa! Oye maldecir a su espaldas, entre chirrido de hierros y tuercas. Reme se vuelve. Un tipo con muletas y las piernas reforzadas con una estructura de metal se encuentra a su lado. ¿A que ibas para las Barranquillas y te han dejado en tierra?, pregunta. Reme afirma con la cabeza. Lo sabía, joder, por un pelo he llegado tarde. Por culpa de estos aparatos de mierda. Ella le mira los hierros que asoman por debajo de sus pantalones y atrapan sus pies. Un accidente, explica él. Hace muchos años. ¡No siento las piernas!, grita con una mueca. Ella, que recuerda esa frase de la televisión, sonríe. La primera vez en el día. Es gracioso el tipo. Lleva su desgracia con humor, piensa. Tiene su mérito. Yo no puedo. No puedo ponerle humor a mi desgracia.
Pues no creo que venga ninguno más hasta la tarde. Estamos jodidos, dice el tipo volviendo a su gesto grave. Ronda los cuarenta. Rapado y pequeño, pero robusto. De brazos poderosos. Brazos como piernas. Brazos que hacen de piernas moviendo unas anticuadas muletas. Se da cuenta de la mirada curiosa de ella. ¿Te gustan mis muletas? Reme se encoge de hombros. Pues aquí donde las ves pesan cuatro kilos cada una. Cógela. Le ofrece él. Reme duda, siente que si acepta la muleta que le tiende el otro sería algo así como coger una parte de su cuerpo. Agarrarle por las piernas. O por los brazos, no sabe muy bien. El inmediato rechazo que le produce el ofrecimiento, como si de algo de casquería se tratara, se transforma en ternura instantes después. Al fin y al cabo, que le ofrezca su muleta (o su pierna) es un gesto de confianza, casi entrañable. Le está dejando que sopese una parte de su cuerpo, y no es precisamente la que suelen ofrecerle los hombres habitualmente. Reme agarra la muleta. La toma con dejadez casi. Como si de una pluma se tratara, sin hacer fuerza apenas para sostenerla. Pero el artículo de ortopedia la arrastra del brazo. ¡Ya lo creo que pesa!, dice tratando de compensar con su liviano cuerpo el tirón hacia abajo de aquel bastón de acero. ¿No te lo decía?, confirma con una sonrisa. Pues con eso tengo que cargar todo el puto día. ¿Tú te crees que la Comunidad de Madrid o el Ayuntamiento o la madre que lo parió no es capaz de pagarme unas muletas de aluminio, más ligeras? ¡Ni pa Dios!, brama. Esos solo piensan en llenarse los bolsillos. Menudos hijos de la gran puta están hechos todos. ¡Pero todos, eh! No se libra ni uno de esos mamones, chupones de mierda. Y eso con las muletas, porque si te enseño el enrejado este que llevo en las piernas, ¡te cagas! Bufa. Suspira. Suda. ¡Cabrones!, añade como último coletazo de su ira. Regresa poco a poco a la situación presente de tirados en la calle. Pues vamos a tener que coger un taxi. ¿Tienes pelas?, pregunta el minusválido. Ella niega. Por eso no han querido llevarme. Bueno, dice el tipo, yo te invito. ¿De veras?, se sorprende Reme. Trata de hacer memoria de la última vez que alguien le regaló algo. No recuerda. Solo le vienen a la cabeza algunas de las atenciones del Legi, últimamente. Poca cosa, detalles menores pero que a ella le llegaron al alma. Por eso lo quiere, supone. Un par de florecillas silvestres que le regaló una mañana, cortadas de una mata cerca de la chabola de los Gaditanos y unos versos ( propios, no de Camarón) escritos apresuradamente en una hoja de la agenda que usa de diario personal:
Si quererte y no quererte
son dos cosas iguales
pues te quiero para mí
y no te quiero para nadie.
A los que ella respondió, escribiendo debajo:
Si la sangre de mis venas
se cayese gota a gota
no me dolería tanto
como verte a ti con otra.
Te pagaré cuando lleguemos a las Barranquillas. Tengo algunos amigos y me dejarán el dinero. Tú no tienes que pagarme, mujer. Tu compañía me basta.
Remedios se siente tan halagada que está a punto de hacerle el mismo ofrecimiento que al conductor de la cunda. Pero se detiene antes de que sus palabras salgan de su boca. Pensará que soy una puta si le digo eso, y este no es un tío zafio, como el otro. ¡Pero qué digo, si salta a la vista lo que soy! ¡A quién voy a engañar yo!
En ese corto instante de silencio, el minusválido también hace sus reflexiones: si no fuera porque no siento nada de cintura para abajo le diría a esta tía que me hiciera una mamada. Es un adefesio, joder, pero ¿y yo?, ¿qué soy yo? Hace años que no estoy con una tía. Pero, claro, ¿para qué?, si me da lo mismo. Cuando después del accidente lo intenté con algunas putas solo conseguí cabrearme. Sudar y cabrearme. ¡Hostias, no sirvo para nada!
Yo soy Rafael. Rafita para los amigos, dice finalmente. Si vamos a viajar juntos lo mejor es presentarnos. Apoya su codo derecho en la muleta y le tiende la mano a Reme. Ella la toma. Es sudorosa y potente. El tipo la estrecha con ganas. Cree que le fracturará algún hueso. Yo me llamo Remedios. Gracias por tu amabilidad. Bien, Remedios, vamos a poner remedio a nuestros males, bromea.
¡Hombre, Chatarra!, alguien le palmea por detrás con efusión. Nervioso. Es Luis. Otro toxicómano. Lo llaman el Trasto porque tiene fama de que todo lo que intenta le sale mal. Hay quien dice que es gafe, pero Rafita no cree en esas cosas. Y Reme, que es muy supersticiosa, no lo sabe. Rafita responde a su entusiasta saludo: otro que llega tarde. ¡Joder, Trasto, hoy te has dormido! Nos hemos quedado en tierra los dos. El semblante del recién llegado cambia de golpe. ¿Qué hora es? Mira su muñeca para ver la hora, pero no tiene reloj. Hace seis meses que lo empeñó, pero aún sigue mirando allí la hora. Las diez y media, dice Reme, que sí conserva su pequeño reloj de pulsera. Regalo de boda. Uno de los pocos objetos que conserva de su matrimonio. Qué época tan lejana. Tan dura. Tan para olvidar.
¡Las diez y media! ¿Y ya se ha largado una cunda?, se escandaliza Luis. Rafita, al que llaman el Chatarra por los kilos de hierro que lleva encima, asiente con la cabeza. ¡Claro, coño! Lo que pasa es que tú te has dormido. ¡Leches, es que cada día hay que madrugar más para ir a las Barranquillas! ¡Esto es casi como ir a currar! Estábamos hablando de coger un taxi… recuerda Rafita ante la atenta mirada de Reme. ¿Un pelas? Estás tonto, Chatarra, hostias. Luis suda y tiene un pequeño tic en la nariz, que arruga sin parar. Está acelerado. Habla acelerado. Mueve las manos y retuerce los dedos. Nervioso. Yo estoy a punto de un monazo de la hostia. Me he retrasado, joder. Esta noche he estado con una piba. Necesito meterme algo. Pero ya. Pues cojamos un taxi, insiste Reme. De eso nada. Esto lo arreglo yo a mí manera. Venga, vamos hacia Neptuno. Esperadme allí, en el Paseo del Prado. En dirección Atocha. Luis echa a correr calle abajo. Reme y Rafita lo siguen andando. El minusválido, pese a las muletas y los hierros (o quizá gracias a ellos), se mueve rápido. Parece un engendro mecánico con movimientos de compás. Cruje y rechina. Cruje y rechina. Parece que se destartala, pero Reme ha de acelerar el paso para no quedarse atrás. Tardan un minuto en llegar al Paseo del Prado. A pleno sol ya hace calor. Un domingo de junio en Madrid que, pese a la canícula, sería agradable en otras circunstancias. Reme piensa en su hija.
Un coche se detiene de golpe junto a ellos con las dos ruedas de la derecha montadas sobre la acera. A punto de atropellarlos. ¡Venga, subid ya, que estáis dormidos! Es Luis. Conduce un coche de lujo. Negro. Enorme. ¿Hostia, de dónde lo has sacado?, pregunta admirado Rafita mientras abre la puerta del acompañante. ¡Me ha tocado en una rifa, no te jode el otro! Venga, Remedios, ¿subes? Urge Rafita. Reme duda. El coche es robado, no hace falta ser una lumbrera para entenderlo. ¡Venga, tía, que no tengo todo el día!, grita Luis ya medio histérico. ¿No querías ir a las Barranquillas?, pues sube, apremia el Chatarra con un autoritario gesto de la mano mientras acomoda sus muletas. Reme se decide y sube en la parte trasera del vehículo. La puerta pesa como un muerto. Más que las muletas de Rafita.
Con los tres dentro, Luis arranca a toda velocidad. En dirección a Atocha. No hace falta que le pregunten, él solo se explica: lo acabo de coger prestado en el surtidor de gasolina de la glorieta. El primo del conductor se ha bajado para echar gasolina y se ha dejado las llaves puestas. Fácil. No es la primera vez que lo hago cuando no pillo las cundas. ¡Joderrr, voy jodidooo!, ¡necesito un picooo!
Si te encuentras mal yo llevo algo de coca aquí, dice Reme. ¿Coca?, ¿no tienes caballo?, se gira Luis, sin soltar el volante, para ver la cara de Reme. No. Solo coca. ¿Y la chuta? Tampoco. Ya no me pincho, solo fumo. ¡Pues vaya una hostia! ¿Y cómo cojones esperas que me ponga un pico así? Reme no responde. El coche rueda a toda velocidad por Atocha y enfila por la avenida Ciudad de Barcelona. Hay poco tráfico.
¡Joder, mira lo que me he encontrado!, exclama Rafita, que registra la guantera del coche. ¡Una pipa!, grita emocionado Luis. ¡Es cojonuda!, oye, tío, ¿a quién le has robado el buga?, pregunta el minusválido un tanto mosqueado. ¡Y yo qué sé!, ¿crees que les pregunto por la familia? Pues tiene toda la pinta de ser un coche de la pasma o de mafiosos, dice Rafita. Por lo limpio que está será de mafiosos. Los maderos son muy guarros, puntualiza Luis. ¡Joder!
Las disquisiciones terminan cuando escuchan las sirenas. ¡Es de la pasma!, dicen los dos al unísono. Ya puedes correr, Luis. Pues debe de ser el coche del ministro por lo menos. Acelera y calla, hostias. Reme va aterrorizada en el asiento trasero. Deberíamos dejar el coche y largarnos, sugiere. ¡Qué no!, grita Rafita, acelera, venga.
El coche vuela por la avenida Ciudad de Barcelona. Se saltan todos los semáforos. Están a punto de colisionar con otro coche que cruza por Menéndez Pelayo en dirección a la calle Comercio. ¡Joder, para!, grita Reme, ¡nos vamos a matar! No le hacen caso. Sigue la frenética carrera. Las sirenas se escuchan cada vez más cerca. Y parecen venir de varios puntos al mismo tiempo. ¡Tira para la M-30!, Rafita está excitado. Agita la pistola y apunta a todos los lados. ¡No me señales con ese cacharro!, le advierte Luis, que los carga el diablo. En un semáforo, una pareja está cruzando. Luis discute con el Chatarra. Ninguno de los dos mira hacia delante. Reme grita: ¡cuidado! Al volver la vista a la carretera, Luis ve a los dos peatones con cara de terror en medio del asfalto. Él lleva el periódico y ella el suplemento dominical. De eso se da cuenta Reme perfectamente. Luis solo se fija en unos ojos desorbitados que se le clavan en la frente. Da un frenazo. Pisa el pedal hasta el fondo con violencia al tiempo que gira el volante. El coche hace un trompo. Se escucha un crujido como de huesos rotos. Se detiene. Ha girado completamente. Ciento ochenta grados. Reme aprovecha que el coche se detiene para apearse. Luis se repone del susto. No ve a los peatones por allí. Les dedica solo un segundo de sus pensamientos. Justo hasta que ve venir persiguiéndolos a dos coches de policía. Dos zetas que atruenan con sus sirenas la tranquilidad del domingo por la mañana. Luis arranca animado por Rafita. Reme se pierde a la carrera por una bocacalle. Antes de girar en la esquina ve a una persona tirada en el suelo y a otra arrodillada que llora, grita y se lamenta. Le ha parecido que la que yace inerte es la que llevaba el suplemento. No está segura pero tampoco quiere comprobarlo. Se escabulle. Huye con su maletilla entre los brazos.
Luis endereza el coche y arranca de nuevo. Camino de la M-30. ¡Venga, tío!, lo jalea Rafita, si llegamos a la M-30 esas lecheras no nos alcanzan ni de broma. ¡Menudo coche nos hemos apañado!
Pero no llegan muy lejos. La calle está cortada doscientos metros más adelante. Tres coches de policía bloquean el paso. Justo a la altura del cruce con Doctor Esquerdo. Al lado de la boca de metro de Pacífico. Los agentes con un megáfono les ordenan detenerse. Luis duda y suda. Le duele el estómago. La vista, nublada. Frena de golpe. Se baja del coche y echa a correr. ¡Cabrón, ven aquí, no huyas!, grita el Chatarra, atorado en el asiento con toda la ferralla. Luis no hace caso. Busca una calle por la que escapar. No hay. Da dos o tres vueltas al coche. Enloquecido. Una vecina sale de un portal. Muy cerca del vehículo. Luis corre hacia ella. Saca su navaja y se le echa encima. La coge por el pelo y con el filo del arma en el cuello, lleva a la mujer al interior del portal. Ella ni grita. El terror le impide articular palabra.
Rafita se caga en todos sus muertos y en todos sus vivos por dejarle abandonado en el coche, ¡joder, soy un minusválido! Trata de poner el coche en marcha, pero solo consigue que se cale. No tiene piernas para conducirlo. Unos policías corren hacia el coche. Otros hacia el portal. Rafita está aterrorizado y los recibe a tiros. Esconde la cabeza y dispara sobre los agentes. Tira a través del parabrisas del gran coche negro. Los plomos rebotan hacia adentro. Se astilla el cristal del gran coche negro. Es blindado. Los policías se arrojan al suelo. El intenso olor a pólvora se le incrusta en la nariz y en los ojos. Estornuda y llora. Alza la cabeza. Más para respirar que para ver. Abre la puerta. Se ahoga. Sale pistola en mano pero cae al suelo. Le faltan las muletas. Más disparos. De Rafita y de los policías. Le alcanzan en la cabeza y el pecho. Allí se queda. Tirado. Boqueando, tratando de respirar. Pero la sangre le inunda la nariz, la boca, los pulmones. Muere mirando al cielo, agarrado a la pistola y a una de sus muletas de cuatro kilos.
Luis arrastra a la mujer hasta su casa, en el primer piso. Entran y cierra. Los policías le siguen de cerca. Están al otro lado de la puerta. La aporrean. Lo instan a salir y dejar libre a la mujer. Tratan de convencerlo de que no agrave más su situación. Pero él no ve bien. No piensa bien. Y le duele el estómago. También le duelen las venas. Un escozor le recorre cada una de las venas y de las arterias. Como si su sangre fuera de fuego. De los pies a la cabeza, hasta incendiársela, y luego de la cabeza a los pies. Haciéndolo sentir que flota, que pesa menos de lo que en realidad pesa.
Jueves, 27 de marzo de 2003
Siete de la tarde, y llevo ya tres días en la cama con cuarenta de fiebre. El martes trabajé todo el día y luego la Gorda me mandó a por género. Cuando volví estaba hecho polvo. La Rosi me trajo unas aspirinas. Hay que ver qué atenta es cuando quiere. Me pidió que le cantara algo pero es que no me llega la voz al cuello y se marchó enfadada. Esta mañana, la Sole y la Feli, que son las mujeres del Ramón y del Rana, han venido con una televisión de dieciséis pulgadas. Es en blanco y negro pero funciona, aunque el Ramoncín casi la rompe de un pelotazo. Va a ser futbolista. Me han dejado quedarme en la cama y llevo todo el día viendo la tele. Lo mejor de esto es que me han dado un par de arrebujaítos sin dar un palo al agua. Da gusto estar malo. Os dejo que viene mi colega Tomás a verme y seguro que por lo menos me pasa un canuto.
No se puede dibujar estando malo. La Dama de Fuego me ha salido un poco sucia hoy. Espero que no se enfade y me castigue sin costo.