Los Ramones nunca se habían concertado para matar a nadie. Es verdad que habían hecho correr la sangre ajena otras veces, incluso con algún muerto en reyertas ocasionales. Pero nunca nada como lo de acabar con el Negro. Lo planearon bien. Se tomaron su tiempo para decidir cómo hacerlo y, sobre todo, dejaron pasar unas semanas desde lo de Valdemingómez para que los Gaditanos se confiaran y bajaran la guardia.

El incidente de Valdemingómez fue la gota que colmó el vaso del enfrentamiento entre ambas familias. La enemistad entre Ramones y Gaditanos, agudizada en las Barranquillas por disputas en el negocio de la droga, se fraguó, sin embargo, durante el periodo de convivencia de ambas familias en el poblado de Torregrosa, muchos años después de la llegada de los Ramones a Madrid.

El primer Ramón Cabrera fue un gitano de Úbeda al que en los años sesenta mató la Guardia Civil cuando todavía era muy joven. Cabrera, al que todo el mundo llamaba tío Canita porque ya en la adolescencia comenzó a blanqueársele el cabello, fue sorprendido cuando robaba herramientas y material de ferretería en una nave cerca de Linares. Huyó en una pequeña moto pero la Guardia Civil no tardó en alcanzarlo. Dejó en la cuneta la moto y el saco con las herramientas robadas y escapó campo a través. Fue ametrallado. Murió en el acto. En el saco había tres llaves inglesas, una gruesa cadena de acero de una grúa y treinta y siete metros de cable de cobre.

El tío Canita, el pequeño de una familia de diez hermanos, tenía apenas 22 años cuando murió. Dejó una viuda aún más joven y un hijo de tres años. Lola, la viuda, decidió regresar a casa de sus padres, en Plasencia, donde su familia sobrevivía modestamente de la venta ambulante de flores. En este ambiente creció el hijo del tío Canita, también llamado Ramón. Pero algo no debió de funcionar bien, o quizá fue la poderosa herencia genética del padre, el caso es que el chico se convirtió en un adolescente bronquista que no acababa de salir de una cuando se metía en otra. No había cumplido los quince cuando apuñaló a un barrendero al que trató de atracar una madrugada. Cumplió cinco años de internamiento en un correccional de Badajoz y al salir, ya maduro y resabiado, emigró a Madrid.

Pero no se fue solo a la capital. Se llevó a una prima suya, Piedad, a la que muy rápidamente hizo los cuatro primeros hijos: Ramón, Ricardo, Rosario y Raúl. Después vendría la Rosi, que tanto le gustó al Legi en su momento. El hijo del tío Canita apenas sabía de letras, pero le pareció de mucho prestigio para su familia que todos sus vástagos tuvieran nombres con la letra erre como inicial.

Los Ramones, como ya se les conocía en San Fermín, donde se instalaron, trataron de vivir de la venta ambulante de flores, igual que en Plasencia, pero como Piedad tenía unos embarazos malísimos, que se caía redonda en la calle, el negocio se fue al garete. Ramón padre trató de compensar las pérdidas haciendo lo único que sabía hacer: atracos en la vía pública. Y no le fue mal hasta que trató de sirlar la cartera a un municipal que vestía de paisano, porque era su día libre, y se encontró con una pistola en la barriga. Otros tres años en la trena le hicieron reflexionar. La vida que llevaba no era buena y estaba expuesto a acabar como su padre, con un tiro en cualquier esquina. En la prisión de Carabanchel conoció a alguna gente, unos gitanos, otros payos. Pero sobre todo, hizo gran amistad con un marroquí que lo animó a entrar en el negocio del hachís, la marihuana y demás hierbas medicinales. Eran tiempos de apertura política, de relajo moral. La gente quería vivir y divertirse a su modo. Sin complicaciones, después de años de amordazamiento. Al menos, eso le dijo Mustafá para convencerlo de que aunque su negocio era ilegal, no tenía excesivo rechazo social. Al contrario, la juventud, le decía el moro, se pone hasta el culo de fumar y te ruegan que les consigas unas chinas de chocolate o de cualquier otra cosa. Ramón Cabrera no entendió en su totalidad lo que Mustafá quería decirle sobre eso de la dictadura, pero comprendió meridianamente que vender droga era más cómodo y menos arriesgado que robar carteras a punta de navaja, y mucho más lucrativo que las flores.

Así comenzó con el menudeo de droga en su barrio. Actividad a la que se fueron sumando sus hijos a medida que iban creciendo, mientras Piedad, con mejor cabeza para los números, administraba el pujante negocio. Ampliaron su radio de acción a todo Villaverde y Usera hasta que se dieron cuenta de que la heroína dejaba mayor margen de beneficio y creaba clientes más fieles. De este modo llegaron a los poblados de Torregrosa y del Cerro de la Mica. Fueron de los primeros. Construyeron chabolas perfectamente equipadas para el negocio y comenzaron a prosperar de verdad, aunque nunca abandonaron el piso que habían ocupado por las bravas en el barrio de San Fermín.

Desde hace unos años, los Ramones invierten los beneficios obtenidos con la venta de droga, además de en coches y artículos de lujo de uso personal, en negocios inmobiliarios en Plasencia y en algunos pueblos de la zona de la Vera cacereña. Casas de campo, chalets, parcelas rústicas y cosas así. Adquisiciones que ponen a nombre de terceros pero siempre pertenecientes a su extensa familia donde el hijo del tío Canita está muy bien considerado. En estas operaciones, Ramón Cabrera siempre gratifica convenientemente a sus parientes para evitar reclamaciones posteriores. Algunos de ellos, principalmente de la familia extremeña, saben de dónde proceden los ingresos, pero la mayoría de los cuarenta primos de Ramón Cabrera y sus familias, diseminadas hoy día por las provincias de Jaén, Albacete y Murcia, desconocen la actividad de los Ramones en Madrid y creen que la venta de flores es un negocio floreciente, valga la redundancia.

Cuando llegaron los Gaditanos a Torregrosa comenzaron los problemas de los Ramones. Se instalaron poco después que ellos y se convirtieron en su competencia más directa. Hubo insultos, amenazas y tumultuosas peleas en las que participaron los miembros de las dos familias y un sinfín de parientes, amigos, vecinos, machacas y otros paniaguados que se alimentaban de la sopa boba del negocio de Ramones y Gaditanos. Por fortuna, las reyertas no pasaron entonces de simples coscorrones, cortes y algunas costillas rotas. Y muchas detenciones. El negocio daba para todos y no había necesidad de matarse, por el momento.

Pero Torregrosa y el Cerro de la Mica fueron desmantelados y el negocio se trasladó a las Barranquillas, donde los Gaditanos ya estaban convenientemente instalados quizá porque tuvieron mejor visión de futuro o por la casualidad y el empecinamiento de Marcelino Maya en tratar de vivir de un negocio honrado. La posición dominante que los Ramones tenían en Torregrosa la perdieron en las Barranquillas a favor de los Gaditanos. Esto no lo perdonaron nunca. Además, por dos veces, el Negro paró los pies a los dos hijos mayores de los Ramones: Ramón, el más parecido al tío Canita, y a Ricardo el Rana. Los dos hermanos trataron de comprar unas chabolas muy próximas a la de los Gaditanos en el mejor sitio del poblado y en ambos casos Rubén el Negro, al enterarse, logró que los propietarios se las vendieran a él. La segunda vez, incluso, el mayor de los Gaditanos tuvo que detener a punta de pistola la ira de los Ramones, que ya venían dispuestos a vengarse por arruinarles el trato. La Panita vendió después una de estas chabolas a una prima suya y la otra la cambió por una casucha cercana a la de los Ramones y metió allí a su hermana Tere, la Chota. Así, los Gaditanos dieron la vuelta al plan de sus principales enemigos y les colocaron a los Abantos a la puerta de su negocio.

Los Ramones aguantaron mecha, básicamente por temor al Negro, siempre muy bien secundando por su hermano Paco el Chirla, hoy en la trena. Pero en ese ambiente de tensión basta la más pequeña excusa para que se produzca un nuevo enfrentamiento, casi deseado por ambas familias. Y eso ocurrió por los terrenos de Valdemingómez.

Las Barranquillas se ha quedado pequeño para los traficantes con expectativas de mejora, por lo que los más ambiciosos han ocupado terrenos en Valdemingómez. Existen ciertas dudas sobre el futuro de las Barranquillas. Nadie sabe si será desmantelado como los otros poblados. Por eso, como decía el Negro, ante la duda, la más cojonuda. Es decir, hay que ser previsor y hacerse con terrenos en otro lugar. El mejor es Valdemingómez, donde ya están instalados algunos rumanos. De momento este asentamiento no se utiliza para vender droga, sino de almacén, por llamarlo de alguna manera. Allí se esconden armas y cantidades más grandes de droga. Incluso dinero. Lo normal es enterrarlo en pleno campo, en lugares determinados que solo los propietarios son capaces de reconocer después. También se entierra en el suelo mismo de las chabolas.

Los Gaditanos tienen allí una buena casa de ladrillo y chimenea francesa que poco a poco van terminando con obreros pagados a tocateja. Está acotada dentro de una gran parcela a medio vallar con alambre y maderos. Su idea es poner luego una buena tapia de ladrillo para salvar el patio interior de las miradas indiscretas. Está en el mejor lugar de Valdemingómez, cerca de la carretera, pero no demasiado para evitar que sus actividades se puedan espiar desde fuera. Otros traficantes, como los Abantos, siguiendo el ejemplo de los Gaditanos, han ido creando un incipiente poblado, listo para ocupar el lugar de las Barranquillas cuando sea preciso. Los Ramones, una vez más, llegaron tarde y se instalaron al lado de la finca de los Gaditanos. Invadieron incluso una parcela que el Negro y su padre tenían ya marcada. Este les advirtió de que ese terreno estaba ocupado, pero no hicieron caso y continuaron los trabajos de cercado y edificación de su chamizo. Una tarde, en un descanso en el que los Ramones se marcharon a merendar, la chabola ardió por completo. También la furgoneta que habían dejado allí cargada con material de construcción. Fue el Negro. Nunca lo reconoció ni nadie se atrevió a acusarlo, pero era fácil de imaginar. Los Ramones recogieron lo que pudieron salvar y se marcharon con el rabo entre las piernas. Pero iban rumiando su venganza. Dejaron pasar el tiempo, disimularon. Hicieron como que eran tan tontos como para no darse cuenta de lo que todo el mundo sabía: que el Negro les había quemado la chabola. Dejaron que los Gaditanos, alerta al principio, se confiaran y fueran bajando la guardia paulatinamente. Así fue como cocinaron el plato frío de su venganza.

Los Ramones aprovecharon la boda de una sobrina en Plasencia. Hicieron ver a todo el mundo que cerraban la chabola ese fin de semana y se marchaban todos juntos a la fiesta. Para que el mensaje les llegara nítido a los Gaditanos, pidieron al Legi que el domingo, a primera hora de la tarde, cuando ellos estuvieran ya de vuelta, fuese a su casa de San Fermín a hacer unas chapuzas de fontanería en el piso. Como ya no trabajaba para ellos, le prometieron cincuenta euros, una cantidad que el machaca no veía desde que estuvo en la mili.

Toda la familia se marchó hacia Plasencia el sábado muy temprano. Ramón Cabrera y su esposa Piedad la Gorda, acompañados por sus hijos y nietos. El hijo mayor, Ramón, con su mujer, la Sole, y sus dos niños, la Rosi, el Ramoncín, el que va para futbolista, y el Angelito. Ricardo el Rana, su mujer, Feli, y su hijo, Pepe. También se fue Rosario con su marido, Luis el Galgo, y las niñas de ambos, Bárbara y Andrea. Y los dos hijos solteros, Raúl el Ponche (que tiene algún hijo por ahí, pero que no sabe cómo ni dónde) y la Rosi, más virgen que la Virgen, y que acabará en el serrallo (según el Legi) de un traficante turco. Dieciséis en total. Hicieron mucho ruido para que el vecindario no perdiera cuenta de lo que ocurría. Tres furgonetas cargadas hasta arriba de gente y regalos para la familia extremeña. Lo que no dejaron ver fue que el día anterior Luis el Galgo se llevó su motocicleta hasta El Rebolúo, una finca de la familia, a nombre de unos primos, muy próxima al lugar de la boda. Lo acompañó su cuñado Ramón, que condujo una furgoneta. Dejaron la motocicleta y regresaron ambos inmediatamente en la furgona.

Previamente, un compinche de Selami Yildiz, el traficante turco que aspira a casarse con la Rosi, se puso en contacto con los Gaditanos. Este cebo dijo llamarse Turkú, aunque en realidad se llamaba Yunes Al Qabbani, y era sirio de origen libanés. Le pareció que ese nombre sonaba más a turco que Yunes. Aunque a los Gaditanos, el nombre de Yunes no les suena ni a sirio, ni a turco y, mucho menos, a libanés. El caso es que Turkú habló con Panita y la fue madurando. Le dijo que tenía un género muy bueno y barato. De Afganistán. Que una vez acabada la guerra y derribado el régimen talibán, el opio volvía a cultivarse casi en libertad en aquel país. Le enseñó algunas muestras de heroína purísima, le regaló otras y le ofreció la posibilidad de comprar un kilo (casi regalado, a ojos de la gitana), que debidamente cortada podría multiplicar su peso y, naturalmente, los beneficios. Acordaron una cita para probarla, y allí fue el Negro. El experto de la familia en reconocer el género. El probador. Lo acompañó el Loren, un primo que se iniciaba en el negocio. La cita fue a las dos de la madrugada del domingo en el parque Sur, junto a la glorieta Elíptica. Pero no se encontraron con Turkú o Yunes, sino con Ramón y Luis el Galgo, que les descerrajaron cuatro tiros con escopetas de caza sin mediar palabra. Al Negro, que siempre iba armado, le robaron la pistola. Después huyeron sin dejar rastro.

El lugar y la hora de la cita habían sido cuidadosamente pensados por los Ramones. Un lugar relativamente cerca de la vivienda de realojamiento de los Gaditanos, poco iluminado, desierto a esas horas y situado junto a la salida de Madrid por la carretera de Toledo. La hora, calculada para que ambos asesinos pudieran asistir a la boda de la prima, hacer que bebían más que nadie y fingir que se dormían en la furgoneta, vencidos por el alcohol. Después, sin que nadie lo advirtiera (aunque daría igual porque la familia apoyaría su coartada en cualquier caso), tomaron la moto y regresaron a Madrid para culminar su plan. Una vez muerto el Negro, regresaron a Plasencia a toda velocidad y se emborracharon de verdad. Durante el festejo, antes de partir, pegaron unos tiros con escopetas de caza en la finca, a la vista de todos. Probando las armas nuevas, dijeron. Lo hicieron por si tenían que pasar la prueba de la parafina. Naturalmente, las escopetas no eran las mismas que usaron para matar a los Gaditanos. Esas acabaron en el fondo del río Tajo en el viaje de vuelta.

Así cumplieron su venganza los Ramones y dejaron prácticamente descabezados a los Gaditanos en un mundo en el que el número de miembros de una familia es importante para sobrevivir y sacar adelante este negocio. Sin el Negro, la Panita, que no podía contar con su marido, solo dispondría del apoyo de la viuda de su hijo, la Juani, una mujer de solo veinte años, pero muy dispuesta; de su única hija, la Loli, de diecisiete años, y del marido de esta, Manolete, de veintiuno, inexperto aún pero ya con muy mal talante. Paco el Chirla, la mano derecha del Negro para todo, está en la cárcel por tráfico de droga, aunque le queda muy poco para salir en libertad condicional.

En esa situación, incluso con el apoyo de los Abantos, los Gaditanos no pueden hacer frente a los Ramones.

El Legi se despide de Tomás y del Peque. Tiene sueño de toda una noche en vela. Los tres han ido primero a buscar a los voluntarios de REMAR, una organización benéfica que ayuda a los toxicómanos, principalmente, dándoles algo de comer. Son como los traficantes, nunca faltan a la cita. Les han dado unas galletitas de chocolate que estaban deliciosas. Lo comentan los tres mientras vienen de vuelta. El Peque quiere encontrar algo que meterse cuanto antes y Tomás anda deprimido por su pelea con Esperanza y dice que se va a dar una vuelta para pensar. El Legi vuelve a la chabola. No hay nadie ahora pero no tardarán en aparecer el Negro o la Panita para seguir la venta. Este local no cierra los domingos. Dormirá un rato y cuando despierte seguro que podrá meterse algo para el cuerpo. Cierra los ojos pero no concilia el sueño. Está muy cansado, mucho, y es el propio agotamiento el que le impide descansar. Qué absurdo, pero es así. Lo mismo le pasaba en la Legión. Hacían marchas diarias de cincuenta kilómetros, cargados con el pesado equipo reglamentario. Llegaban baldados al cuartel. Literalmente rotos. Caían rendidos en las camas, pero no podían conciliar el sueño. El sargento les dio una explicación científica que no entendió entonces y mucho menos sabría repetir ahora.

Tendido en el catre de la chabola, el Legi se cubre la cara con los brazos para evitar el sol que entra por la ventana. Repara en su tatuaje del antebrazo izquierdo. Una Venus de Milo rudimentaria, mal trabajada, obra de un artista de segunda o tercera categoría.

¡Joder, con los tatuajes que hacen ahora y la mierda que nos hicieron en Ronda! Se lamenta. Pero le da igual. Lo peor no es la ínfima calidad artística del dibujo, sino el cachondeo de todos los que lo ven. Le preguntan que cómo pudo ser tan estúpido de tatuarse una mujer sin brazos. Con las tías que hay por ahí para copiar ¡y tú te pones a una manca! ¿Qué pasa, que no tenías dinero para que te la pintaran entera? Bromas y más bromas. Al principio, el Legi explicaba el significado profundo que tenía ese tatuaje, pero después desistió. Quizá aburrido porque no le entendían o quizá porque llegó un momento en que dejó de tener significado para él. Quedó olvidado en el fondo de su memoria. Enterrado. Voluntariamente apartado para evitar sufrimientos. Para eludir el dolor intenso que provoca rememorar una ilusión frustrada. La desazón que entra en el corazón al pensar que hoy ya no es más que un fantasma algo que fue grande, importante, vital, que ocupó durante años un lugar destacado de sus sueños, pero que murió antes de convertirse en realidad.

Llegó a odiar a esa Venus que ya lo acompañará de por vida. Simbolizó para él su enganche a la droga y la torturaba con las jeringas. La Venus y la Dama de Fuego. Juntas. Se ponía los picos con odio. Le pinchaba en la cara, el pecho, el estómago… por puta.

Alguna lágrima corre por la mejilla del Legi al rememorar aquellos tiempos. Pero él, muy hombre, muy duro, lo achaca a la irritación de los ojos por la falta de sueño y de droga que consumir. Menos mal que pronto vendrá alguien de la familia para darle una puntita. ¿Dónde estarán? ¿Dónde se habrán metido? No es normal que la chabola esté vacía tanto tiempo, que el negocio esté parado así, sin explicación ninguna. Los Gaditanos no son como los Ramones, que tienen una boda en Plasencia y lo abandonan todo para irse de juerga. Eso no se lo hubiera permitido la Panita ni de broma. ¡Menuda es! Si tuviera algún festejo fuera de Madrid ya se preocuparía de dejar a alguien pendiente para que no se detuviera la venta. Tengo demasiada gente a mi cargo, piensa el Legi que diría la Panita.

Recuerda que debe ir por la tarde a casa de los Ramones para hacer unas chapuzas. ¡Cincuenta euros! Si no fuera porque no están, me plantaba allí ahora mismo. Supone el Legi que algo le darían para calmar este mono que ya empieza a roerle los huesos. Pero no. Todos se marcharon a la fiesta. Hacen bien, joder. En la vida hay que disfrutar. No puedes estar todo el tiempo pendiente del negocio. Eso no es vida. Vivir para disfrutar. Vivire per godere. Joder, el semblante del Legi se nubla de nuevo. Esa frase le recuerda a alguien. A un camarada que fue muy importante en sus tiempos en la Legión. Un italiano. Bueno, en realidad era español, pero vivió mucho tiempo en Italia. Era su frase favorita. Vivire per godere. La repetía constantemente. Fue su mejor amigo. Él le llenó la cabeza de historias, de ilusiones. Se tatuaron ambos la misma figura como símbolo de su amistad y de sus anhelos comunes… Pero el Legi desea olvidar aquellos tiempos de esperanzas frustradas. Trata de dormirse pero no puede, joder. Mejor escribir algo en el diario. Así agoto la mente, se dice.

Jueves, 3 de abril de 2003
Estoy malo otra vez con fiebre. Ayer tenia 37,9. Me metí en la cama y a las seis de la mañana tuve que salir para hacer de vientre y se me salió la hernia. Pero a base de apretar, sudar y de dolor pude ponerla otra vez en su sitio. Y no veas como descansa todo el cuerpo, pero me quedo baldado, como si me dieran una paliza de muerte. Luego me quedé frito en dos segundos. Iré mañana a Parla para tratar de que me vea el médico del ambulatorio. Pasaré a ver a mi madre y a coger la cartilla. Hace la tira que no voy a verla y la bronca me caerá fijo. No me apetece nada escuchar a mi vieja pero debo ir y pedir cita otra vez para que me operen. Aquí han tirado la tele porque dicen que no se veía. La han sacado a la calle y los chicos la han destrozado a pedradas, de modo que estoy aburrido, aunque la Rosi me ha traído una cinta de Camarón para que la escuche en mi walkman. Esta niña me tiene loco y no sé si yo le gusto a ella o no. A veces me parece que sí, pero otras todo lo contrario. Cuando estoy malo, se vuelca. Me trae de todo. Pero después, ni caso. Lo mejor es cuando le canto algo de Camarón, que la vuelve loca y enseguida se le van los pies. Creo que un traficante turco anda detrás de ella y a los padres no les parece mal. Cualquier cosa menos yo. ¿Quién va a querer casar a su hija con un yonqui? Bueno, además yo ya estoy casado. Tengo una mujer y dos hijos que viven en Vallecas y a los que no veo desde ya ni me acuerdo. Algún día dejaré las drogas. Solo es pasar el mono con mucha voluntad y ya está. Pero el mono es duro y dicen que muchos se vuelven locos, por eso no se puede hacer sin ayuda. De momento, a seguir tirando. Ya no escribo más por hoy que estoy cansado y me sale todo triste.