Y, al decir esto, pienso —dijo el orador— en esos hombres que me enseñaron a venerar como instructores de la humanidad y que solo tienen una cosa en común: la cualidad de tener la confianza necesaria para dejarse matar. ¿Sócrates? Un hombre que se dejó matar. ¿Giordano Bruno? Un hombre que se dejó matar. ¿Gandhi? Un hombre que se dejó matar. ¿Y qué decir de la fascinación por el mito del Gólgota? ¿Qué decir de la eficacia de la propaganda cristiana, levantada en torno a la figura de un hombre que, en realidad, no hizo otro milagro en la Tierra que el de dejarse matar?

Te dejarás matar: esa es la única instrucción que se eleva por encima de toda moral, de todo poder, de todo mandamiento, de toda dominación, y ante la que cualquier Dios no puede hacer otra cosa que cerrar el pico.

KOSSI EFOUI, L’Ombre des choses à venir

Tras vomitar, Valentin volvió a desmayarse. Los golpes del hermano habían tenido que dañar seriamente su cerebro de roquero; debería vigilar de cerca las secuelas si no quería terminar de cantante de varietés; suponiendo que consiguiera salir de aquello.

Curiosamente, fue otro golpe en la cabeza lo que le sacó del coma. Un golpe en la derecha, contra una pared de metal, y después un golpe similar en la izquierda: su cuerpo rodaba en la parte trasera de una camioneta. Estaba atado como un salchichón. Todo indicaba que ascendían por una montaña.

Incluso con las ventanillas bajadas, el hedor del ambiente era el de una fosa común. Pero este emanaba directamente de él: una mezcla de cadáver de animal en descomposición y de vómito.

En la parte de delante, separada por una reja, iba sentado, con su sotana, el hermano Alexis. A un lado tenía al conductor, que llevaba un sombrero de cowboy, y al otro a un tercer tarado vestido con un traje de primera comunión.

¡Yiiipaaa!

—Date prisa, no creo que pueda soportar esta peste un minuto más —dijo el de la primera comunión.

—Ya llegamos, mira: los buitres nos han visto —respondió el cowboy.

—No entiendo por qué no lo hemos preparado directamente aquí.

—Porque los buitres no habrían esperado tranquilamente a que termináramos —respondió el cowboy.

—Si Malherbe lo dice, es que es verdad —aprobó Burger Hermano, dirigiéndose al comulgante—. Conoce muy bien a esas sucias bestias.

—Claro que las conozco —dijo Malherbe.

El comulgante exclamó pérfidamente:

—Pensaba que no debíamos levantarle la mano al prisionero…

—Mea culpa, en efecto, Roger. «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.»

A Valentin siempre le había gustado esa plegaria. Es de una eficacia maquiavélica para la redención de fieles. Hasta los más descarriados son recuperables gracias a este tipo de fórmula. Puedes esperar hasta el último momento, sea cual sea la gravedad de tus crímenes, que tus pecados serán perdonados con tal de que te conviertas, así, inmediatamente, pronunciando la fórmula mágica: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

El hombre llamado Roger se giró y constató:

—Está volviendo en sí.

—Mejor —dijo Burger Hermano—. Me habría disgustado tener su muerte sobre mi conciencia. Y encima que él no pudiera disfrutar de lo que le espera.

Valentin consiguió reunir energía suficiente para pronunciar la fórmula mágica por segunda vez, ahora en voz alta e inteligible.

—Creo que está rezando.

—Nunca es demasiado tarde para tomar el camino correcto. Pero eso no modifica el programa. Dios reconocerá a los suyos.

Valentin empezó a rebotar de un lado a otro. Habían abandonado la carretera, la camioneta daba tumbos sobre una pradera.

—¡Más despacio!

—Pierre-Yves no ha terminado de plantar las estacas —gruñó Malherbe—. Joder, le habíamos dicho que estuviese todo listo a las cuatro, llevamos media hora de retraso y ha encontrado el modo de no haber terminado el trabajo. ¿Es así en vuestra empresa?

—Sí, la puntualidad no es su fuerte —respondió Roger—. Nadie sabe el mérito que tengo: estoy asociado a un inútil.

El conductor echó el freno de mano. Un instante después, las puertas traseras se abrieron y apareció el hermano Alexis.

—¡Encantado de verlo en plena forma para su último gran espectáculo! —exclamó, más elocuente que nunca.

No responder nada. Sonreír.

Dejarse matar. Y sonreír.

Si lo conseguía.

—Puede adoptar esa expresión de perro apaleado, eso no cambiará nada. Está usted condenado. Es Dios quien lo condena. El castigo viene del Cielo.

Había dicho eso apuntando su dedo hacia las nubes.

Sobre todo, no levantar los ojos; de todas formas, había comprendido bien de qué iba el tema, prefería no pensar en ello.

Dejarse matar. No seguir la dirección indicada por el dedo.

Dejarse matar. No obedecer. Dejarse matar por desobediencia. Firme y definitivo.

Pensar en Gandhi, en Sócrates, hasta en Cristo.

Cerró los ojos. Debía prepararse no solo para morir, sino para morir así. Desgarrado por los buitres.

El hermano había entrado en el interior de la camioneta y había vuelto a cerrar las puertas tras él. Los demás se habían alejado.

—¿Sabe cuánto tiempo hace que conozco a Jon Ayaramandi? —preguntó Burger.

Aquella parte no venía en el programa: un confesionario improvisado y una enésima charla de ese asqueroso sosias de Burger.

Valentín volvió a abrir los ojos, los clavó en los del hermano y pronunció tan discretamente como pudo:

—Francamente, ¿qué coño me importa? Y tú, ¿a qué coño vienes a contarme todas esas historias de mierda?

(En ese momento se imponía el tuteo.)

—Quiero que conozca la verdad. Como hombre de Iglesia, me mantengo en ese principio. Abrir los ojos al pecador sobre la abominación que ha representado su vida. Si hubiese podido hacerlo con mi hermano, lo habría hecho. Pero usted no me dejó esa oportunidad.

—En efecto, cuando lo volé en pedazos, el cerebro de tu hermano no contenía nada parecido a una conciencia.

Valentin se dio cuenta entonces de que estaba cayendo en la trampa: responder a las provocaciones del hermano y dejar que se apoderara de sus últimos momentos. Decidió parar ahí.

¿Dejarse matar? Sí.

¿Dejarse manipular? No.

—Tengo una terrible revelación que hacerle, referente a Jon Ayaramandi.

Valentin dejó estallar la risa socarrona más intensa de su larga carrera de socarrón.

—¿Se ha negado a pagar el rescate por mi liberación?

—Creo que esta vez se le van a quitar las ganas de reírse. Lo hemos hipnotizado, y ahora mismo está bajo las órdenes de un poderoso médium, el mismo que lo tuvo a usted anoche bajo su control y al que vio marcharse esta mañana. Nunca adivinaría lo que le hemos pedido que haga.

No escuches, Valentin. No escuches.

—Le hemos pedido que asesine él mismo a su deleznable amante. Es una idea que se me ocurrió esta mañana. Tratar el mal con el mal. Me llegó la inspiración gracias a usted. Cuando llamé a mi socio, acababa de obligar a subir al coche a su amigo. Le dijo simplemente que debía matar a Victoire y…, ese médium es realmente impresionante…, aparentemente no le ha puesto ninguna pega.

Ella está en Córcega, no puede dar con ella. De todas formas, no escuches, Valentin. No pronuncies una sola palabra.

—Por supuesto, que usted había enviado a su puta a Córcega fue lo primero que Jon desveló a su mentor. Aquello nos contrarió en un primer momento. Pero hay vuelos regulares y a esta hora él debe de estar aterrizando en Ajaccio. No, de verdad, mi única frustración en este asunto es no poder dejarle vivir un poco más de tiempo para contarle cómo ha ocurrido todo.

No digas nada. Muere. Es demasiado tarde para cualquier otra cosa.

—Le voy a proponer un trato. Todavía puede salvar a su fulana, Valentin. No se puede salvar usted mismo, lo reconozco. Pero una simple llamada telefónica por mi parte y su Victoire estará salvada. No es ella la que me interesa. Usted sabe que en el fondo no le he dicho la verdad: nunca he tenido más objetivo que vengar a mi hermano. ¿Sabe que él y yo de pequeños nos hacíamos pasar a menudo el uno por el otro? ¿Es usted consciente de lo que pude sufrir cuando lo asesinó? Y Dios sabe, sin embargo, cómo le reprochaba que hiciese sufrir a nuestra madre… Pero cuando murió, cuando vinieron a contarme su terrible final, me sentí tan mal… He pasado la mayor parte de mi vida adulta rezando por él, soñando con abrirle los ojos sobre sus pecados y esperando su redención. Pero usted lo mató antes de que pudiera hablarle.

Ahora lloraba.

¿Estaba este tipo lo bastante loco como para creer que habría podido transformar a Burger el Malo en la oveja descarriada que vuelve al rebaño?

—No puede usted comprender lo que es un hermano gemelo. ¿Tiene usted hermanos?

No responder a nada. Ni siquiera a la pregunta más conmovedora o a la más anodina. El hermano prosiguió con una voz aún más grave:

—Quizás el amor que siente usted por esa mujer… Dígame el nombre de la persona a la que Jon Ayaramandi no soportaría matar, y su compañera no morirá.

Perle. Jean-Luc. Paco.

Valentin podía ofrecerle tres.

O cuatro, si también contaba a Luna.

Esta vez sí que iba a confesar:

—La persona a la que Jon más quiere…

Dibujó una inmensa sonrisa. Tan pura como la de un niño de cinco años y medio.

—… se prepara para morir ante usted.

Y se dedicó la más bella carcajada de su vida.