Paco siempre había conducido con una sola mano, sobre todo cuando hacía buen tiempo, con el brazo izquierdo colgando negligentemente por la ventanilla bajada. Pero esta vez era distinto, tenía las dos manos en el volante. Las circunstancias lo exigían.

¿No podría acelerar un poco?, se preguntó Mylène sin atreverse a comentarlo, porque aquel hombre de prominente vientre moreno —que su camisa apenas llegaba a contener— le impresionaba.

—No tengo costumbre de circular sin ir tirando de una caravana —explicó él, como si le hubiera leído el pensamiento.

Acto seguido, aceleró un poco, hasta llegar a arrastrarse a ciento diez por hora. En la autopista, aquello quedaba muy por debajo de las normas admitidas en una escena de persecución. Pero los demás pasajeros no parecían ofenderse por ello. No era el tema de su conversación.

—No deberías haber dado de beber al enterrador —dijo el Gato.

—Era necesario, no era capaz de pronunciar palabra.

—Además, sabemos dónde tenemos que ir gracias a él —añadió Mylène—, dado que Frida no responde ni a las llamadas ni a los sms. En cuanto a Jon, entra dentro de sus costumbres…

Paco se rio con ternura:

—¿No responde nunca?

—Nunca. Es capaz de enviar mensajes desde que Luna le enseñó a hacerlo, pero a veces hace una pregunta del tipo: «Hola, Mylène, ¿estás bien?», y después, cuando respondes: «Sí, ¿dónde estás?», ni se molesta en responder.

Paco rio aún más fuerte.

—Yo no tengo móvil, problema resuelto. Jon tampoco quería tenerlo, pero digamos que lo necesitó un día en circunstancias especiales, y en aquel momento juró que adoptaría uno en el futuro.

Adoptaría uno: hablaba como si fuese a elegir un animal de compañía.

—En todo caso, yo aguantaré aunque tenga que ser el último ser humano sin él.

—Eso: eres el último hombre sobre la Tierra que no tiene teléfono móvil —dijo el Gato.

—Os olvidáis de una buena parte de la población del planeta —dijo Mylène—. Según las últimas noticias, hay más humanos que no pueden saciar su hambre que humanos que pueden comprarse un iPhone.

—¿Has oído eso, Minino? ¡Tiene seso la chavala!, ¿eh?

El Gato odiaba que lo llamasen Minino, solo Paco y su propia madre se atrevían a hacerlo.

—¿Minino? Qué ricura —dijo Mylène.

No le disgustaba ese tipo grande de cuerpo atlético y rostro cuadrado. Y su pendiente, brillante, le daba ese airecillo de gánster que la volvía loca.

—¿De veras? —dijo el Gato con una sonrisa de blancura resplandeciente.

Por fin llegaron a la salida de Pau.

—La una y media —dijo Paco—, y no hemos comido.

—¿No coméis a la hora española? —se sorprendió Mylène.

—Paco come a la hora Paco —bromeó el Gato—. ¿Te has fijado en su barriga de embarazada? Es más o menos la de mi exmujer en su séptimo mes de embarazo.

—¿Tienes muchos hijos?

—No, uno solo, ¿por qué? Pensabas que tenía una docena, ¿verdad? Y que el último lo tenía con una prima de quince años, ¿eh?

Mylène enrojeció y miró por la ventana. Si la conversación versaba sobre los prejuicios de los que son víctimas los gitanos, empezaría a ir por mal camino. Era mejor callarse. O cambiar de tema:

—¿No creéis que el enterrador se va a morir sin agua, a pleno sol en el contenedor?

—Siempre habrá tiempo de avisar cuando volvamos —dijo Paco.

—Pero quedarse encerrado en ese baúl de metal, atado y amordazado como está, ¡no le deja ninguna posibilidad de sobrevivir para cuando volvamos!

—Si no le hubiésemos encerrado en el baúl, habría hecho ruido, y los niños le habrían descubierto. ¿Crees que es un espectáculo decente para los chiquillos?

De una lógica implacable.

—También le habéis roto los dos tobillos y una muñeca. Debe de estar sufriendo atrozmente.

¿Cómo se podían romper a sangre fría las articulaciones de un hombre a patadas? Y Paco, que había montado en cólera de una manera indescriptible, le habría aplastado ahí mismo las pelotas si aquel hombre no se hubiese decidido por fin a confesar.

—Si le hubieses visto ordenar a Jon matarnos, no lo defenderías —precisó el Gato.

—No me gusta que se metan con mis amigos —sentenció Paco.

Mylène sintió un escalofrío al pensar en la forma particularmente sanguinaria en la que habían muerto los miembros de los Fucking Puppets. Si el enterrador había dicho la verdad, Valentin corría un gran peligro en aquel momento.

Dijo, apretando los dientes:

—Tenéis razón: que se muera ese cabrón, deshidratado y desangrado, es lo que se merece… Pero Paco, ¡intenta acelerar un poco, por favor!

Paco apretó peligrosamente el pedal. Peligrosamente porque aquello hizo que se le crisparan las manos al volante y diera un bandazo a la derecha.

—¿Quieres que conduzca yo? —propuso Mylène.

El Gato contuvo su risa. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Susurró al oído de Mylène:

—Nunca deja conducir a nadie. Así que a una mujer…

—¡Pero es que conduce fatal! —susurró ella a su vez.

—Eso es poco decir. Si pudiese conducir yo, ganaríamos media hora en el trayecto. Pero deja de hacer comentarios sobre su forma de conducir, va a acabar enfadándose.

—Vamos por debajo del límite de velocidad, ¿te das cuenta de la tragedia?

—Con los gitanos hay siempre una dimensión trágica. Eso se debe a que nos negamos a situar la razón por encima de todo.

Mylène lo miró con ojos como platos.

—No me mires así —dijo el Gato.

Ella no hizo más que suspirar sin desviar la mirada.

—Esperemos que el cuervo no nos haya contado una bola. No es momento de equivocarnos de sitio. ¿No os parece un poco exagerada esa historia del Barranco de los Buitres?

—Créeme —dijo Paco—, cuando tengo agarrado a un payo por las criadillas, no le queda suficiente imaginación para inventar estupideces. Le cuesta hasta decir la verdad y se ciñe a ella.

—Es verdad que parecía sincero —dijo Mylène.

—Eso es, sincero —dijo Paco.

*

El muro de la propiedad era viejo. No lo había construido Malherbe. Sin duda sus antepasados, un largo linaje de tarados… ¿Cómo era posible que alguien, incluso de otro siglo, hubiese podido apropiarse de un trozo de los Pirineos como este, construir un muro de ochocientos metros de largo y decretar: «Esto de aquí es nuestro. Estos acantilados nos pertenecen»?

¿Hasta qué época había sobrevivido en este valle el sistema feudal?

—No pensaba que las queserías fuesen así —dijo Frida.

—Depende de la marca —respondí.

—No sabía que podía existir un lugar como este. Es como si el fin del mundo hubiese sido privatizado. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Lo entendía perfectamente.

Habíamos aparcado entre dos taludes, bastante antes de llegar a la granja, a la entrada de un pastizal (las ovejas se habían puesto a balar al ver nuestro platillo volante), y habíamos seguido a pie a través del bosque. Era una buena cuesta para un viejo imbécil que lleva una sandalia high-tech. Estaba enfadado y sin aliento.

—¿Qué probabilidad hay de que no nos hayan visto? —preguntó Frida.

—Un ciento por ciento si están torturando a Valentin en una cámara frigorífica.

—No sé si se puede calificar tu respuesta de optimista…

—Enseguida lo sabremos con precisión.

El único acceso a la vista era un portal lo bastante alto y ancho como para dejar pasar un camión, pero en aquel momento las puertas estaban cerradas. Delante de aquel portal había una vasta zona pavimentada, informe, que parecía simple despilfarro de asfalto, pero que podía ser también el paraíso de un francotirador.

Estábamos obligados a salir del sotobosque y atravesar el campo de tiro. Cincuenta metros que recorrer a descubierto. Pero correr con el pie lastimado resultaría tan práctico como patinar con un solo patín. Dije:

—¿Por dónde pasa el puto torrente?

Esperaba que los chicos hubiesen olvidado mencionar un pasaje a través del muro para el curso de agua. Hasta una tubería de difícil acceso me habría servido. Pero no, parecía claro que ese estúpido torrente procedía de otro valle.

—No comprendo.

—Olvídalo.

Saqué las dos pistolas —una en cada mano— y expuse mi idea.

—Llego cojeando hasta el portal. Lo abro. Me matan. Tú te vuelves a Largos y le pides a Paco que me vengue.

—Yo tengo un plan mejor.

Avanzó hacia el portal y pulsó un timbre. Era una estrategia sin imaginación, sin brillo y sin futuro, pero ¿cómo detenerla? Era demasiado lento para atraparla. Tuve que conformarme con seguirla como un idiota.

El timbre resultó ser tan potente como el de mi colegio de primaria, que me daba un susto cada vez que sonaba. Resonó en el patio de la granja y sin duda también en el interior de los edificios.

—Buah —dije—. Si con esto no nos capturan…

Me situé a un lado del portal para no ser visible cuando abriesen la puerta. Había adaptado mi estrategia: mato primero, muero después.

Frida me guiñó un ojo. Yo le hice ver con la palma de la mano que se merecía una azotaina. Me sacó la lengua.

Volvió a llamar, y lo repitió dos veces más.

La puerta se abrió por fin. Apareció una ancianita. Temblorosa y encorvada, apoyada en un bastón. La imagen misma de la vulnerabilidad. Le apunté con mi arma en el cráneo.

—¿Dónde están los otros?

No pareció más asustada que un ratón al descubrir una barra de plutonio. Se encogió de hombros y respondió:

—¿Qué otros?

Al menos no era sorda, ya era algo.

—Malherbe y su banda de curas.

Me introduje en la propiedad sin soltarla y la empujé hasta un rincón oscuro del porche. Frida nos había seguido.

—¿No te da vergüenza? ¡Suelta a esa anciana!

¿Vergüenza? Bien mirada, ni siquiera era tan venerable. Como mucho, sesenta y cinco años. Engañaba su vestimenta de otro tiempo. De todas formas:

—Los ancianos tenemos perfecto derecho a martirizar a otros ancianos —dije.

Bueno, la verdad es que no era un anciano sino una anciana, pero no era momento de galanterías.

—Le voy a hacer saltar los sesos si no me dice dónde están y dónde está mi amigo.

—¿Ese hombre de tan mala ralea? ¿Es su amigo? Lo vi en la televisión, burlándose de Cristo, de los santos e incluso de la Virgen María.

—Sí, ese mismo.

—Se marcharon con él hace por lo menos una hora. Le tuvieron encerrado en mi cámara frigorífica. Yo no estaba nada de acuerdo, pero hace mucho tiempo que no me piden opinión.

—Llévenos allí —dije, haciéndola pasar delante de mí.

Seguía apuntando con mi cañón a su cabeza, por si acaso, pero sin saber muy bien el valor de mi rehén. ¿Mantenía buenas relaciones con su retoño? La sensación de que nos podían llover tiros de un momento a otro desde cualquier ventana de esa maldita granja resultaba desagradable.

Pero al final no pasó nada por el estilo. La visita a la cámara frigorífica fue de lo más espectacular. Apenas abrió la puerta, la vieja lanzó un grito. Y se puso tan histérica como una gran burguesa al descubrir que alguien ha cagado sobre su sofá. Un hedor espantoso se nos agarró a la garganta. Me fijé en los quesos estampados contra el suelo, sí, pero lo que más me llamó la atención fue toda esa materia negra y viscosa derramada, y el olor a carroña que emanaba de ella.

¡Puaj! Observada con más atención, la materia oscura estaba todavía fresca y dibujaba aproximadamente, como una plantilla, la silueta de un hombre. (¿Un taller de body painting?)

—¡Miren todos estos quesos que ha tirado al suelo! Si este despilfarro de comida no es obra de un demonio… Y toda esta mierda negra y apestosa como la muerte. ¿Qué podrá ser? ¡Pus de diablo! Ya es hora de que lo exorcicen.

—No tienen previsto exorcizarlo, señora —dijo Frida—. Tienen previsto matarlo.

La vieja la miró con recelo. Parecía medir la credibilidad de esa predicción.

—Mi hijo ha hecho muchas tonterías en el pasado, pero no es un criminal. Y está con un sacerdote.

—¿No le ha parecido un tipo sospechoso? —dijo Frida.

—Un poco. Pero de ahí a…

—Debe creerme, señora. Esa gente no son ciudadanos honestos, ¡sino asesinos!

Se quedó como pasmada de estupor, mientras nos alejábamos con alivio del taller de creatividad artística donde había tenido lugar la sesión de body painting. Su cerebro estaba procesándolo todo de manera bastante lenta, pero al menos funcionaba. Había que ser paciente. Al cabo de un momento, me miró fijamente con un ojo casi avizor.

—En ese caso, hay que llamar a la policía.

—Es que nosotros somos de la policía, señora —dijo Frida, exhibiendo su pasaporte.

La anciana se persignó de nuevo.

—¡Jesús, María y José! ¿Por qué no lo han dicho antes?

El truco del pasaporte era atrevido. Fue mi turno de dedicarle un guiño a mi compañera.

Bonito binomio formábamos. Aquello parecía una serie americana.