¿Sería Burger el que había montado todo este berenjenal? Los auténticos tocapelotas resisten a todo, nada les gusta más que fastidiarte post mórtem. Pero agua pasada no mueve molino…
Al entrar en Bayona, me metí en un atasco. Los primeros juerguistas vestidos de blanco se dirigían a pie hacia el centro.
Me pareció sensato desviarme por la orilla derecha del Adur, por los muelles, pero acabé bloqueado detrás de una autocaravana con el carburador sucio, envuelto en una nube de diésel. Las bicicletas nos adelantaban por el carril bici por encima del río. Y también los peatones.
La luz del final de la tarde jugaba con el agua, mientras la marea remontaba la corriente del río. Grandes superficies en calma, parecidas a burbujas gigantes procedentes de las profundidades, marcaban los puntos donde las fuerzas contrarias encontraban su equilibrio y se anulaban. Allí, los barcos pesqueros, flotando en armonía, parecían no preocuparse de lo mundanal, de la furia que se había apoderado de las orillas y de la ciudad entera.
Tardamos un cuarto de hora largo en recorrer quinientos metros. Los primeros chiringuitos aparecieron a lo lejos, llenos ya de bebedores. El carril bici había sido invadido por el gentío. Los borrachos zigzagueaban entre los coches. Y los empujaban. Se ensañaron especialmente con el mío.
—¡Eh! ¡Más cuidado! ¡Aquí está el capitán Haddock en su barquito!
Me sacudieron cantando «Oh mon bateau!», la inmortal oda de Éric Morena.
Bienvenidos al maravilloso mundo de la alcoholización de masas. Un tipo de unos treinta años se tumbó sobre mi capó. Era alto, ancho de hombros, y llevaba una buena curda.
—¡Dos euros por una jacqueline! ¿No te parece escandaloso, abuelo? —gritó.
De golpe, me sentí un aguafiestas.
—¡Eh! —insistió dando un puñetazo en el capó.
Y después empezó a arrancarme los limpiaparabrisas.
Bajé del coche, le agarré del cuello y lo lancé contra una señal de prohibido aparcar.
Aparqué el coche en cuanto pude, sobre un terraplén al final de un parking lleno a rebosar. Por casualidad, el chaval que había intentado arrancarme los limpiaparabrisas se encontraba unos metros delante de mí, meando sobre una Harley-Davidson. Le di una buena colleja y le hundí la cabeza en un charco de barro hasta que se quedó sin respiración. Perdió la confianza en sí mismo durante un instante y así pude agarrarle por la camiseta.
—El vandalismo es cosa de niños mimados —le expliqué—. Deberías intentar enfrentarte de verdad con la gente.
Su polla colgaba de la bragueta como un pajarito caído del nido. Subí la cremallera de golpe y gritó de dolor.
Intentó zafarse.
—Espera un poco, todavía no he terminado.
Le quité la bandana procurando no estrangularle demasiado.
—Tu camiseta no huele nada bien y está empapada. Por cierto, ¿empapada de qué? No puedo ponerme algo así.
—No molas, tío —dijo.
—Claro que sí, hombre… —lo tranquilicé.
Eché un vistazo a su pantalón blanco. Quizás era de mi talla, pero…
¡Completamente meado!
Al final, me limité a robarle el pañuelo y su botella de jacqueline. La mezcla de vino blanco y granadina no es precisamente lo que bebería en casa, pero en las calles de Bayona… debía fundirme en el decorado. Si no, corría el riesgo de llamar la atención.
—Feliz fiesta —le dije—. Diviértete.
*
¿TE HAS VISTO CUANDO HAS BEBIDO?
Enumerar la lista de las diferentes bebidas que ingerí en las horas siguientes no sería tarea fácil: vino blanco con lima, sangría cargada de ron, champán tibio mezclado con vodka, cerveza y Picon… Renuncio. De todas formas, ninguna de esas pócimas merece ser servida en una velada entre amigos.
No había necesitado más de media hora para encontrar a Valentin en aquella agitada marea humana. O más bien fue él quien me encontró.
—Un tipo en camisa negra en las fiestas de Bayona destaca como un culo en medio de la cara.
Ya estaba bastante bebido. Añadió:
—He encontrado a mis colegas.
No reconocí a ninguno. Y sin embargo, no hacía mucho que había visto actuar a los Fucking Puppets. Hasta había pasado a saludarlos a los camerinos después del concierto, entre una multitud decadente en la que quien más quien menos hacía girar su lengua en la boca del primero que llegase, en total confusión de sexos, sin preocuparse siquiera de conservar la misma pareja de un polvo a otro. El tipo de comportamiento que hiere mi sensibilidad. En mis tiempos no pasaba esto, pueden creerme, sabíamos comprometernos.
No reconocí ni al guitarrista, ni al teclado, ni a nadie de los coros, ni siquiera al técnico de sonido —un tipo que me había caído bien al momento, cuadrado y desagradable como un contenedor de reciclaje de vidrio—, aunque debo reconocer que yo tampoco andaba ya muy sobrio.
—Creo que estos no son los que viniste a buscar, Valentin —le hice notar.
—Sí, pero ¿has visto toda la gente que hay? ¡Ya es un milagro haberte encontrado!
Menudo milagro: en las fiestas de Bayona hay tres bodegas a las que van todos los roqueros, ni una más. Acerté a la primera.
Lo conduje hasta la segunda.
—¿Alguien ha visto a mis músicos? —gritó Valentin a la concurrencia.
Unas chicas borrachas nos respondieron:
—¡Están por ahí!
—Visto lo visto, no creo que tus amigos estén realmente seguros en medio de este gentío —dije.
—No es fácil ser discreto cuando se es famoso —dijo quitándose la faja roja.
—Pero ¿qué coño haces?
—Me voy a hacer un turbante.
La pistola cayó al suelo. La recogí discretamente pero no tenía ningún bolsillo libre. Me la introduje en el pantalón. Tuve que hundirla bastante contra el muslo, dada la inusitada longitud del cañón. Molestaba mucho al caminar.
Antes de llegar al chiringuito, pregunté a Valentin a quemarropa:
—¿Sabes para quién trabajaban los ceilandeses antes de estar a tu servicio?
Respondió sin dudarlo:
—Para Marconi.
Error. Falta de información. Pero el efecto sorpresa y su avanzado estado de ebriedad garantizaban la sinceridad de la respuesta: in vino veritas, se dice.
Valentin no sabía que habían estado trabajando para Burger, nunca dispuso de esa información clave. Podíamos ver el tema de dos formas: o bien los guardeses ceilandeses eran unos malditos embusteros y en consecuencia personas susceptibles de maquinar tejemanejes, o bien, al contrario, habían demostrado su discreción.
Fuera como fuese, me costaba hacerme cargo de todas las implicaciones que resultaban de una u otra hipótesis. ¿Los guardeses de Valentin estaban relacionados con los asesinos de las hermanas M’Bow? Y si ese era el caso, ¿cuál era la relación con Burger? ¿Había permanecido él informado de cada uno de los movimientos de Valentin durante todos esos años? Y, de ser así, ¿por qué? ¿Porque sí? ¿Por curiosidad? Entraba dentro de lo posible que, al cabo del tiempo, los guardeses hubieran podido escuchar alguna conversación entre Valentin y su compañera y se hubiesen enterado de algunos aspectos de nuestra actividad pasada… Quizás se hubiesen puesto en contacto con Burger para venderle información. Pero aquello no explicaba cómo sabían mi dirección… Y, además, francamente, ¿por qué estallaría todo eso ahora, un año después de la muerte de Burger? ¡Nada de aquello se sostenía!
Un grupo de jóvenes empezó a lanzarnos comida a la cara. Disparos a base de patatas fritas y confit.
—Nos están bombardeando —dijo Valentin quitándose un trozo de carne grasienta del cráneo.
—¿Sabes si llegaron bien a su país? —dije evitando como podía los proyectiles.
—¿Eh?
Lo cogí del brazo y pegué la boca a su oreja. Había un ruido del demonio, tenía que hablar muy alto.
—Te pregunto si tus guardeses ceilandeses llegaron bien a su destino. Me preocupo por ellos.
Su rostro se ensombreció de repente.
—Me imagino que Victoire tendrá noticias suyas vía Facebook. Espera que la llame.
Me esforcé en sonreír cuando un joven intentó enchufarme en la boca el tubo de una sulfatadora que colgaba de su espalda.
—No tengo sed, chaval, ve a jugar a otro lado.
Accionó la bomba con un movimiento brusco del brazo.
Me llevé un buen chorro de rosado en plena cara.
Le di las gracias sin dejar de sonreír. En una fiesta habría que matar a todo el mundo, pero no se puede. A no ser que uno sea un déspota ilustrado y tenga a su disposición armas de destrucción masiva.
Avanzamos en medio de miles de personas que balbuceaban canciones incomprensibles, sin duda en holandés.
Valentin se tragó varios tubos de sulfatadoras por el camino, sin despegar su móvil de la oreja. Cuando terminó la operación, se volvió para gritar:
—¡No hay noticias!
Deduje que hablaba de los guardeses.
Una banda se arrancó con el famoso «Paquito el Chocolatero». Ese pasodoble, cuando lo interpreta una orquesta en plena forma, es decir, completamente borracha, te quita las ganas de hacerte el intelectual.
Me senté en el suelo detrás de Valentin, que a su vez estaba detrás de un desconocido, y doblé la cadera, con las manos arriba, al ritmo de los demás, en un movimiento supuestamente inspirado en el remo. Un desconocido se sentó a mi espalda. Esa especie de sentadilla en ciempiés (que por aquí llamamos un «paquito») tenía por lo menos cien metros de largo.
Nos habíamos metido de lleno. Tenía la impresión de pertenecer a una versión más simple y competente de la humanidad. Sabía que era malsano, pero, ¡joder!, qué bien sentaba.
—¿Continúas pensando que esto es fascismo? —dijo Valentin a voces.
Miré a mi alrededor.
—¡Cállate y rema!
*
Llegamos a un bar que no se había dejado llevar por el tiempo, o, para ser más exactos, al que el tiempo no había llevado al lugar adecuado. Clientes vestidos de negro, excepto algunas camisetas blancas desgarradas y pintarrajeadas con frases obscenas. Cabellos cortados a máquina como los de Richard Hell. Proliferación de imperdibles de bebé, uno de los cuales atravesaba una mejilla arrugada —el tío tenía por lo menos cuarenta y cinco años, joder—, y con Look Sharp!, de Joe Jackson, girando sobre un plato Telefunken. En cuanto terminó el tema «(Do The) Instant Mash», un barbudo de pelo grasiento quitó a Joe y lo reemplazó por Graham Parker.
Una pareja en la barra bebía tequila con sal y limón. Algo de otros tiempos: te frotas la mano con el limón, echas sal (sí, en la mano), la chupas y bebes de un trago (lo explico para los jóvenes).
«¡Oh, tiempo, suspende tu vuelo!» Poesía pura, tío. Solo una o dos yonquis más bien calladas que olían a viejo Camel desentonaban del poema.
Un círculo de resistentes, por llamarlos de alguna manera.
Un quincuagenario de look incierto (psychobilly sin tupé) intentó venderme un fanzine cuya primera página hablaba de la vuelta de los Cramps.
—Pregúntale si ha visto a mis músicos —me pidió Valentin.
Como si no dominase lo suficiente la lengua local.
—¿Has visto a los músicos de los Fucking Puppets?
—Los Fucking Puppets son una mierda. Yo solo escucho psycho. Aquí la música es una mierda.
No había duda, habíamos desembarcado en 1980.
—Bueno, ¿me compras el fanzine o no, joder?
Le di cincuenta céntimos de euro. Después Valentin y yo volvimos a la tarea de interrogar a los demás parroquianos uno por uno. El problema es que la mayoría parecía no conocer a los Fucking Puppets.
—Mejor escucha a Dr. Feelgood, tío.
—Mejor escucha a los Talking Heads, tío.
—Mejor escucha a los New York Dolls, tío.
—Mejor escucha música de verdad, tío.
Al salir del bar, teníamos la moral tan alta como la de un profesor que acabara de perder a sus alumnos bajo los escombros de un colegio bombardeado. Y, precisamente, un tipo acababa de poner «London Calling» de los Clash.
—Joder, eso sí que es buena música, tío.
Hicimos la ronda por varios bares, cada uno en su estilo. Me ahorraré los detalles. El último no tenía música.
Se cantaba.
Encima de las mesas.
Elle aime à rire, elle aime à boire,
elle aime à chanter comme nous![14]
«Fanchon». Siento tener que confesar que me gusta esa canción. La más poética de las fiestas, en mi opinión.
Aparte de eso, había bastantes pantalones bajados, chorras al aire, tíos meando contra la barra e incluso sobre chicas que se reían.
—¡Eh, oye! —dije—. No está bien mear sobre el prójimo.
Todo el mundo estaba completamente mamado.
El problema es que aquel sitio era grande y no se veía muy bien el fondo, y que era tan difícil moverse como en una fosa común en hora punta, y que además…
Yo ya no andaba muy bien.
Valentin abrió camino. Seguimos bebiendo de todo lo que nos ofrecían. Es la magia de las fiestas, cuando todo el mundo está tan borracho que beber se vuelve gratis. De pronto, le oí lanzar un grito de alegría y le vi levantar los brazos al aire:
—¡Están allí!
Tres coristas. De pie alrededor de un barril. Desafinando más que el resto de beodos. Mala imagen para unos profesionales.
Valentin necesitó un rato para darse cuenta de que faltaban tres músicos.
—¿Y los… tros?, ¿… béis visto los… tros?
—¿Eh?
Estaban tan borrachos (y nosotros también) que era imposible dialogar:
—¿… béis visto Brutus y Ri… Rigor Mortis? Y… y a Calavera.
—Sssí… los… losemosvisto.
—¿Dónde?
—¡En tu culo, tron…! ¡En tu culo!
Aquello les hacía partirse de risa.
No había nada que hacer.
*
Después de aquello, el alba. Las calles llenas como un sábado por la tarde. Una joven con el torso desnudo, balanceándose como un ballenero en una marejada. Sus senos eran tan grandes que uno no podía evitar mirarlos. Areolas grandes y oscuras. Se reía sin darse cuenta.
—Devuélvele su camiseta —me dijo Valentin—. ¡Es insoportable!
La camiseta me valía y olía bien.
—Creía que debía vestirme de blanco.
—El caso es que, ahora, es demasiado tarde. Hace mucho tiempo que todos se han fijado en ti.
La chica estaba graciosa. Hablaba con un rubito y se reía de él en su cara:
—La guerra fría, ¿es la que hubo entre lapones y esquimales?
¡Ja, ja!
Continuamos nuestro periplo hasta que llegó la mañana.
—Te invito a una cerveza con Picon —dije—, y luego vamos a echar la pota al puente.
—Vomitar es hacer trampas —respondió Valentin.
Muertos de risa.
Muertos.
En aquel momento, el sol se levantaba sobre el Adur. Valentin intentaba vomitar sobre un barco que pasaba bajo el puente de Saint-Esprit.
Lo consiguió. Oí cómo ascendía una salva de insultos. Reconocí la voz: ¡Al!
Y su amigo cirujano, el doctor Di Vica. A él necesité algunos segundos para reconocerlo. Hacía más de un año que no me lo cruzaba, desde que le había anunciado que su colega Al acababa de morir por segunda vez. Eso fue antes de su segunda resurrección. Algún día se lo contaré.[15]
Los dos pijos salían de pesca en su enorme y carísimo barco. Dos motores a popa y un casco de diseño perfecto.
—Un día lo pagaréis —gritó Valentin—. Y vuestro barco servirá para alojar pobres.
El grado cero de la reflexión política, es cierto. Pero:
—Empezaremos todo desde cero —añadí.
De todas formas, mis palabras eran demasiado pastosas como para ser comprensibles.
Nos hicieron señas para que bajásemos al muelle.
Sobre el puente de proa, una mujer en bañador se frotaba el vientre con una toalla. Belleza treintañera, lujosa y enfadada.
—Mi mujer —presentó Di Vica.
Valentin consiguió articular sus excusas con claridad:
—Perdón por lo del vómito —dijo, antes de precisar, apuntando con el dedo—, en su vientre.
La mujer corrió a refugiarse en la cabina.
—Vega está muy molesta —explicó el doctor.
Los más incómodos éramos nosotros.
—¿Te has hecho daño en el pie? —se inquietó Al.
Se había dado cuenta de que cojeaba.
—Sí. Hace dos días, pero es soportable.
—En tu estado actual, no me cabe duda, no estás lejos de la anestesia general, pero cuando se te haya pasado la borrachera… Déjame ver.
Apretó exactamente donde no había que apretar. Es algo típico de los matasanos, lo que demuestra su competencia.
—¡Ahhh!
—Hay que hacer una radiografía, amigo mío.
El doctor Di Vica manipuló también mi dedo gordo. Sus gestos eran más suaves pero, precisamente por eso, desconfiaba. Su esposa reapareció, con toda probabilidad para verme sufrir. No había duda de que habría deseado que su marido me hiciese pasar un rato desagradable.
—Yo no he hecho nada, señora, no fui yo el que vomitó desde el puente.
Volvió a la cabina: decididamente, éramos un caso perdido.
—Hum —dijo el doctor.
¡Eh! ¡Normalmente soy yo el que dice «hum»!
—Ya no siento el resto del pie —informé.
—¿En absoluto?
—En absoluto. Es como cuando el dentista te pone anestesia local, salvo que es en el pie.
—¿Ni siquiera hormigueo?
—Ni siquiera hormigueo, ni cosquillas de ningún otro insecto.
Me había convertido en un payaso. Un payaso borracho.
—No parece roto… Quizás haya una fisura. Esto no se va a curar solo. Además, si camina sin sentir el pie, se arriesga a darse otro golpe. Vendrá a la clínica en cuanto se le haya pasado la borrachera.
Todas esas alusiones empezaban a ser molestas.
—No creo, no.
—No era una pregunta. Verá como viene a vernos. O entonces será que prefiere esperar eternamente en las urgencias del hospital. Habrá bastante gente, con las fiestas.
—Sí, bueno. ¿Van ustedes hacia allá? —dije señalando el océano—. ¿Pueden dejarnos en Largos?
El trayecto duró apenas diez minutos. Nos dejaron en el muelle a la altura de los hangares abandonados, a trescientos metros del campamento gitano. Y se marcharon rumbo a alta mar.
—Llámame para pedir cita en cuanto estés en estado de telefonear —gritó Al.
La bella Vega subió a asegurarse de que habíamos dejado el barco.
Y los tres nos hicieron grandes gestos de adiós.
Toda esa gente se reía de nosotros.
—Parecías gilipollas con lo de tu pie —comentó Valentin.
Aparentemente, su vómito no contaba en absoluto.
—Mi coche está aparcado al otro lado del planeta, no hemos encontrado a tus músicos, tendremos que andar media hora (haciendo eses) antes de poder meternos en una cama y tenemos un cincuenta por ciento de probabilidades de darnos de bruces, por el camino, con los asesinos aerotransportados… Así que no es el momento de partirte la cara. Lástima.
Se dio por enterado.
—Apóyate en mi hombro, Jon. Caminaremos codo con codo.
—Sí, será lo mejor.
—Quizás nuestro trayecto en barco nos haya ahorrado encuentros desagradables. Porque, si nos estaban siguiendo, hay muchas probabilidades de que nos hayan perdido en ese momento, ¿verdad?
Sí. Salvo si esa gente nos esperaba en las cercanías del campamento.
Repitió su pregunta:
—¿Verdad?