Un murmullo procedente de la calle me indicó que el gentío seguía aumentando, pero no me molesté en comprobarlo por la ventana. En mi fila de casas soy el único que no ha instalado doble acristalamiento, así que el rumor de la calle era ensordecedor.

Uno debe reconocer sus propios límites. En general, basta con mirar alrededor para saber exactamente dónde nos encontramos. Estaba claro que yo no era más que un viejo perdedor poco equipado. Mi PC tenía más de cinco años. Tres estantes de formica soportaban una colección de novelas policiacas tan viejas que no las habría querido ni un trapero; y, sin embargo, recordaba haberlas comprado nuevas. Un póster de los Fucking Puppets amarilleado por el sol. Ninguna foto de familia o de mujer, ningún bibelot, ni florero, ni flores. Ningún frasco de perfume femenino abandonado en el cuarto de baño.

«Say Goodbye to Love» de Kenna empezó a sonar en mi cabeza, una canción aparentemente alegre y pegadiza pero tan maléfica como un árbol de Navidad.

Me dije que al menos poseía:

Algunas fotos de Perle y de Luna en mi habitación.

Libros infantiles comprados para la pequeña al cabo de los años.

Varias armas de fuego y una colección de puñales, bien escondidas.

¿Acaso no era un hombre feliz?

Bajé y me hice un té tras haber bebido uno tras otro cuatro vasos de agua llenos. Seguía doliéndome el dedo gordo, lo que me obligaba a caminar sobre el talón. Llamaron a la puerta. En segundo plano: polis/curiosos/periodistas/equipos de televisión… En primer plano, es decir, exactamente ante mis narices: un tipo de unos treinta años, con aparente prisa. En el límite de la mala educación.

—Buenas. Necesitamos electricidad para la emisión.

Algo más lejos, mi vecina disertando ante una cámara, con un micro debajo de la nariz. En plena forma.

—Soy cuáquero, no tengo electricidad.

Y le cerré la puerta en las narices.

Anduve cojeando hasta el sofá y puse el canal 3. Acababan de empezar las noticias locales.

Mi calle apareció en la pantalla. Aunque debía habérmelo imaginado, tuve un sobresalto al ver la ventana tras la que estaba mirando la tele. Era la primera vez en mi vida que podía participar de forma tan activa en una mise en abyme.

Mi vecina resumió los hechos con brillantez:

—La negra estaba en pelota picada, completamente desnuda, y mi marido iba en pijama, estaba sacando la basura. La sacamos por la mañana, antes de que pase el camión, eso evita que los perros la vuelquen, esto está lleno de perros callejeros, el Ayuntamiento no hace gran cosa para agarrarlos. Es un Ayuntamiento comunista: si se hubiesen preocupado de erradicar a los perros, mi marido seguiría con vida… El choque de las cabezas hizo un ruido espantoso.

¿No había nadie en ese canal público que censurase un testimonio tan pornográfico en horario de máxima audiencia?

Me asombraba lo irónico de la situación: una cámara grabando la casa de un peligroso asesino y nadie lo sabía…, o casi nadie. El teléfono empezó a sonar, me levanté para contestar:

—¿Ahora te hacen las entregas a domicilio?

Perle.

—Sí, es el nuevo crimen perfecto. Rezo y la víctima cae del cielo. Aparte de eso, ¿a qué debo el placer?

La voz de Perle se volvió lastimera:

—Tengo miedo, Jon. Tengo un mal presentimiento.

A veces me cuesta reconocer a Perle en esa cabeza hueca en la que se ha convertido desde que convive con un burgués.

—Estoy ocupado, Perle, tengo unas claras a punto de nieve que se me van a deshacer.

Se quejó de mis modales, pero acabó decidiéndose a despedirse.

—¡Eh, Jon! —dijo cuando me disponía a colgar—, lástima que la vieja no estuviese debajo también.

Al final, ya no estoy tan seguro de que pueda convertirse algún día en una auténtica burguesa.

*

Llegó la publicidad. Me quedé como un tonto viendo a un hombre en calzoncillos rociarse de after shave, pensando en el comentario tan premonitorio que había formulado Gandhi en 1942: «Querer crear un número ilimitado de necesidades para satisfacerlas de inmediato es igual que dedicarse a perseguir el viento. Este falso ideal no es más que una trampa».

Entonces la imagen de Carole Gaessler apareció sobre fondo azul:

—Buenas tardes y bienvenidos a las noticias de las siete.

Conseguí salir de mi sopor. Esa mujer con ojos de husky tiene el don de excitarme. Nada parece poder afectarle. Con ella, ver el telediario me parece un acto aún más inmoral.

Entonces aparecieron…

Vuelvo a empezar:

ENTONCES APARECIERON…

En primer plano.

¡LOS FUCKING PUPPETS!

La cámara permaneció un buen rato enfocando a Alison M’Bow, la increíble bajista que Valentin había contratado, junto con su hermana a la batería, para su último álbum, Dios el Hijo, y la gira que lo seguiría.

El comentario de Carole me llegó ligeramente en diferido, como el trueno tras el rayo.

—Acabamos de conocer en este momento la identidad de la joven caída del cielo. Se trata de Alison M’Bow, bajista del grupo de rock los Fucking Puppets…

¡Me cago en la puta!

—Llevaba desaparecida varios días, al igual que su hermana gemela Roxane M’Bow, batería del mismo grupo.

Conocía bien a esas fantásticas chicas. Destacaban tanto por sus extravagancias como por su negra belleza, y por la manía que tenían de tocar desnudas de cintura para arriba.

Había sido invitado por Valentin al espectáculo a puerta cerrada ofrecido con ocasión de la salida del disco, y había salido cachondo como un chaval de quince años.

—Valentin, has acertado de lleno con las nuevas adquisiciones.

Las nuevas adquisiciones, ¿eh?

—Los Fucking Puppets van a ser la repera. Un bombazo.

Valentin se divertía como un diablo desplumando a un ángel.

—Eso está claro, la repera, un bombazo.

Y ahora, Alison aparecía en los titulares del telediario, pero aquello no era la promoción del álbum o de la gira. Aunque, pensándolo bien…

Esperaba ver aparecer la diabólica jeta de mi amigo de un momento a otro, pero nada. Hasta que Carole acabó soltando este comentario inquietante:

—Hemos intentado ponernos en contacto con el líder de los Fucking Puppets, sin éxito. Parece ser que tampoco él ha sido visto en los últimos tiempos.

¿Qué quería decir?

¿Valentin había desaparecido?

Así de inquieto estaba cuando el teléfono sonó de nuevo. Pensé que Perle me volvía a llamar, como hace tan a menudo desde que se mudó. ¡Cinco o seis llamadas diarias!

Descolgué suspirando.

—¿Has olvidado decirme algo?

Pero no me respondió la voz de Perle.

—Jon.

Era una voz masculina, una voz conocida pero ligeramente deformada, como distorsionada.

—¿Valentin?

Su voz sonaba angustiada, un fenómeno inédito que la volvía irreconocible. Valentin me había acostumbrado a no flaquear nunca. Me disponía a enviarle una de esas pullas bien afiladas que dan encanto a nuestras conversaciones. Pero no me dejó tiempo.

—Acaba de pasar algo terrible.

—Lo sé, tengo tele —dije.

Decididamente ese timbre tembloroso le era del todo ajeno. Hasta dudaba de que de verdad se tratase de él.

—Lo que tú no sabes, porque la tele no ha podido mencionarlo, es que…

Las palabras que siguieron cayeron como un zarpazo.

—Esta mañana han arrojado a Roxane, la hermana de Alison, en mi jardín.

*

—Así que te encuentras en Saint-Léon.

Su segunda residencia, en las Landas; normalmente vivía en Bayona, en un loft contiguo a los estudios Abeille Rôde.

—Sí. He pasado toda la noche solo en el airial.[10] Prefiero no imaginarme qué habría pasado si hubiese habido más testigos…

Me puse a pensar lo más rápidamente posible, pero él fue más veloz.

—Cuando me enteré de que habían arrojado a Alison en tu calle, comprendí que no solo acababa de perder a mi bajista y a mi batería, sino también que tú y yo estamos de mierda hasta el cuello, Jon.

Masqué silenciosamente esa reflexión en mi cabeza.

—Joder, ¿te das cuenta? ¡Los he visto tirar el cuerpo!

—¡Los has visto! ¿Qué quieres decir? ¿Has visto el avión?

—Era un helicóptero. Me despertó. Salí de la casa y lo vi.

Podía imaginarme el estruendo que habría provocado un helicóptero en el silencio de la noche en las Landas.

—No comprendo la relación entre tú, yo y las dos hermanas —prosiguió Valentin.

Todavía no habíamos llegado a esa parte.

—¿Qué has visto exactamente?

—El helicóptero se detuvo justo encima de la casa. Me dio la impresión de que esa gente intentaba lanzar a Roxane para que cayese sobre el techo.

—¿Estaba viva? ¿Se resistía?

—Estaba viva, de pie, pero no se resistía. La sostenían por un brazo, me pareció que intentaban apuntar justo al pararrayos.

Traté de visualizar aquella escena incomprensible.

—¿Quieres decir que intentaban ensartarla en el pararrayos?, ¿como una salchicha de cóctel en un palillo?

—Yo diría que como una morcillita antillana. Afortunadamente los obligué a huir.

—¿Qué quieres decir?

—Fui a buscar mi escopeta y disparé. El helicóptero tomó altura y tiraron a Roxane. Sus brazos empezaron a girar, lo que prueba que estaba viva. Y ¿sabes qué? Estuvo a punto de caer en el pozo. Cayó de espaldas sobre el brocal. Fue horrible…

Esta vez, Valentin lloraba abiertamente.

Por muchas vueltas que le diera, todo aquello escapaba a mi comprensión.

—¿Y dónde está ahora esa pobre mujer?

—La he enterrado al fondo del jardín.

Sollozaba como un niño. Intenté consolarlo:

—Piensa que si se hubiese quedado clavada en el pararrayos, habría sido todavía más complicado.

—Roxane y Alison eran amigas mías, Jon.

«Lo sé —pensé—, no me jodas con eso». Cuando los monstruos han entrado en la habitación y la luz no quiere encenderse, no es el momento de flaquear. Y si tienes algo de ironía, es muy recomendable aferrarse a ella para este tipo de cosas.

—Lo de enterrarla en tu jardín ha sido una idea completamente estúpida.

—Lo sé. Por eso te llamo. Me entró el pánico…, pero ahora me doy cuenta de que la he cagado.

—Empieza a desenterrarla. Voy para allá.

*

Permanecí durante un buen rato tan atónito como un extraterrestre que acabase de descubrir la existencia del camello.

Hasta Carole Gaessler había perdido su atractivo.

Por primera vez, al imperturbable Valentin le costaba ocultar su inquietud. Yo, por el contrario, estaba lejos de perder mi propia flema. Cuanto más nervioso estoy, más despacio me muevo. De todas formas, mi pie me lo recordaba a cada instante. Estaba condenado a la lentitud. Pasase lo que pasase, me movía tan lento como un panda persiguiendo una rama de bambú, aunque me consolaba pensando que aquello daría impresión de calma aparente. Anciano hastiado que ha llegado al colmo de la indiferencia.

Apagué la tele y subí a buscar mis pistolas sin dejar de cojear, ya que me era imposible apoyarme en el dedo herido.

Al entrar en mi despacho me invadió una sensación extraña. No hubiese podido describir lo que me molestaba.

Mi ordenador se había quedado encendido y emitía su resplandor de acuario. ¿Qué era lo que tanto me intrigaba?

¡El silencio! Se había hecho de golpe. El rumor de la calle había durado todo el día, para culminar con la llegada de las televisiones, y ahora…

Cojeé hasta la ventana y eché un vistazo.

La calle estaba desierta.

Los periodistas, los curiosos, la poli…, toda esa gente se había marchado. Ya no había nada que ver, Largos había tenido su hora de gloria. Lancé un suspiro de alivio. Era poco probable que la policía volviese para interrogar a los habitantes de un suburbio cuya única culpa era haber recibido pasivamente y al azar una mujer caída del cielo. Largos y mi barrio podrían retomar su lánguida vida.

Me costó horrores embutirme el zapato derecho. Al final, opté por unas alpargatas.

Date prisa, Jon Ayaramandi. Tienes que plantarte en Saint-Léon.

Abrí la puerta de entrada y me di de bruces con mi vieja vecina.

Sola. Hablando con el perro.

¿Me sentí conmovido? No.

¿Me sentí sublevado porque nadie se había preocupado de que tuviese asistencia psicológica en un momento así? Quizás. Pero ¿para qué puede servir un psicólogo en general y ante un ser tan poco psicológico en particular?

¿Debía desearle una «feliz resiliencia»? Me daban más ganas de exclamar: «¡Eh, vieja! ¿A qué esperas para reunirte con el maleducado de tu marido?».

Pero, en lugar de eso, dije amablemente:

—¿Ha conseguido recuperar a su perro?

Me dedicó una sonrisa. La primera en los siete años que llevábamos siendo vecinos. No la más luminosa del mundo, pero una sonrisa al fin y al cabo.

—¿Vio en qué estado estaba?

Lo llamó con autoridad:

—¡Georges!

El chucho se lanzó a sus brazos (un perro obediente) y ella lo alzó para mostrármelo en su totalidad.

Era de una blancura resplandeciente.

—Ni una mancha —dije—, un auténtico perro de concurso.

*

El tema se titulaba sobriamente: «Dios es hijo de Papá Noel». Los riffs parecían sacados de los Sonics, la melodía tenía la textura gomosa de Devo, una bonita voz femenina se encargaba de soltar el estribillo como si nada:

Dios es machista,

Dios es fascista,

y encima es eterno.

Dios es un hortera,

Dios es un guaperas,

Dios es hijo de Papá Noel.

No era la mejor canción del álbum. Prefería sin dudarlo «Paga tus deudas y después ya veremos» —la historia de un desgraciado al que su mujer le impide suicidarse, pero que al final lo consigue en un musicalmente desenfrenado final feliz—, y sobre todo «No seas lerda, Lourdes», el magnífico éxito que había vuelto a poner de actualidad a los Fucking Puppets.

Subí el volumen del equipo de música y aproveché una larga recta a través del bosque de pinos para ponerme a ciento sesenta. La calzada era estrecha y abombada, pero estaba desierta, y la visibilidad era excelente. Aunque fuese una hora en la que la probabilidad de cruzarme con un ciervo podía alcanzar un quince por ciento, mi viejo Volvo, con su prominente parachoques, sabría devolver al animal a su entorno sin obligarme siquiera a agarrar el volante con más fuerza.

El único problema era que no podía pisar el acelerador con la punta del pie, sino con el talón —se perdían matices—, y no sabía qué pasaría en el caso de verme obligado a frenar.

Me vinieron a la cabeza las imágenes del vídeo de «No seas lerda, Lourdes». Pronto haría seis meses que lo retransmitían una y otra vez en todos los canales musicales, provocando la ira de las autoridades religiosas, de las que nadie parecía preocuparse en los comités de programación. El mismo Papa lo había mencionado en su homilía dominical, evocando «las irresponsables blasfemias de un artista de variedades francés que ni siquiera tenía la excusa de la juventud». Valentin, un poco molesto, había respondido en un plató de televisión que a los hombres de Iglesia les parece viejo cualquier chico mayor de doce años. Las autoridades eclesiásticas habían preferido abandonar la partida. Algunos conciertos en París habían sido perturbados por manifestaciones de católicos integristas, pero la marea de fans de los Fucking Puppets los había borrado del mapa.

En cualquier caso, el vídeo era desternillante. Recordaba haber visto a un Cristo sexy en plena orgía con los apóstoles, a Bernadette Soubirous contemplando un peep show de la Virgen María, mientras Dios padre se arrancaba el pelo desde lo alto de su nube y lanzaba sus plagas pasadas de moda.

Ni demasiado malvado, ni demasiado original, si no fuese porque los Fucking Puppets habían llegado a ser, como los Beatles en su época, más célebres que Jesucristo. La gran popularidad del clip explicaba la amplitud del escándalo. Sin contar con las pérfidas revelaciones de Valentin: el film había sido rodado en un auténtico club de intercambio de parejas de Lourdes, a menos de dos kilómetros del santuario.

—Podré comprarme una casa nueva —resumió sobriamente Valentin—. Estoy harto de mi cuchitril perdido en las Landas. Tengo ganas de Mediterráneo.

Pero por el momento estaba claro que no había tenido tiempo de ocuparse del tema. El cubil que le servía de segunda residencia seguía estando en lo más profundo del pinar. Al final de un largo camino de arena aparecía una pequeña granja de paredes encaladas, incluidas las vigas, en medio de una vasta pradera salpicada de robles y de todas las construcciones tradicionales: horno de pan, cercado para ovejas, gallinero elevado, pozo con polea…

Conocía el lugar pero solo había puesto el pie en él una vez, en 1999, cuando Valentin le acababa de comprar la granja a Marconi. Me costó un horror encontrarla en aquella época, a pesar de llevar un mapa militar.

—Casi media hora por un camino forestal, seguida de veinte minutos por un camino de arena… No te arriesgas a que vengan a molestarte.

—Y lo mismo por el otro lado hasta la carretera departamental. Y el vecino más cercano está a ocho kilómetros. Podríamos organizar combates de gladiadores y nadie se enteraría.

—He visto pocos airials tan hermosos. ¡Y la granja está maravillosamente reformada! —exclamé.

—Eso es cosa de mi nueva chica, hemos decidido compartir nuestras vidas. Fue ella la que se encargó de todo. Un día te la presentaré, pero por ahora está ocupada en el estudio, produce el último álbum de Kan.

—¿El grupo alemán?

—Qué va. Kan, no Can: el cantante de rap de Hénin-Beaumont.

—La piscina es inmensa —observé.

—Me gusta nadar sin tener que dar media vuelta cada treinta segundos.

No hice pregunta alguna sobre la razón por la que una casa que había pertenecido a un antiguo asesino —y de la más despreciable especie— había acabado en sus manos. El fallecimiento de aquel compañero de profesión se remontaba a más de diez años y me contenté con constatar con placer que Valentin no había reparado en gastos: la prosperidad de los Fucking Puppets había dado un nuevo salto tras el lanzamiento de «Como me hayas rayado el Mercedes».[11]

—Estoy forrado.

Debo decir que la canción trataba del importante problema de la gente que estropea los coches de los demás y las ganas que nos dan de eliminarla.

Voy a hacerte llorar lágrimas de sangre,

solo te queda rezar para que se borre.

Como me hayas rayado el Mercedes

me comportaré como un SS de mierda.

Sí.

Confieso que me gustaba Valentin, su estilo y sus canciones.

Eso sí, seguía sin encontrar su puta casa. Avancé por el camino sin ver la estaca de madera, sin pintar siquiera, clavada en la arena y de un ridículo medio metro de altura, que se suponía indicaba la entrada. Si no se conoce el lugar, no hay posibilidad alguna de encontrarlo.

Quise dar media vuelta, pero no me fiaba del arcén. La arena de las Landas posee más que ninguna otra una perversa tendencia al hundimiento. Y ni hablar de arriesgarme a tener que llamar a Valentin pidiendo ayuda.

Recorrí otros tres kilómetros para poder dar media vuelta en el siguiente villorrio. Quizás dispusiese de alumbrado público —nunca se sabe— para poder consultar mi viejo mapa de al menos treinta años.

Me había imaginado un pueblo desierto, pero en cuanto pasé la señal que indicaba la entrada a la comuna de Saint-Léon, tuve la impresión de desembarcar en el teatro de operaciones de una lejana batalla. ¿Había estallado la guerra con el pueblo vecino? Conociendo el pacifismo reinante en las Landas, era poco creíble. En Bearne sí; aquí, no.

Divisé un aparcamiento abarrotado de caravanas, delante de una pequeña iglesia de estilo local. Al verlos desde más cerca, reconocí los vehículos de producción de varios canales de televisión. Había un centenar de curiosos reunidos, sin duda la población de la localidad al completo.

Justo cuando iba a dar media vuelta, pude escuchar por la ventanilla bajada la voz de un famoso presentador —aunque no recuerdo su nombre—, estridente y bastante irritada:

—Pero, joder, ¿es que ni uno de estos paletos conoce a los Fucking Puppets?

Acabé encontrando la famosa estaca. Apagué los faros. El camino de arena blanca iluminaba lo suficiente bajo la luna como para rodar sin luces.

Esa pandilla de gilipollas tardaría todavía un rato en encontrarnos.

*

Me había parecido percibir una lágrima en el rabillo del ojo de Valentin, pero enseguida se había repuesto. No me habría gustado que se pusiera a llorar.

—Me llamaban viejo pervertido inapetente. Eran unas chicas muy inteligentes. Y, joder, qué desvergonzadas. La última vez que las vi con vida, estaban tirándose en su camerino a dos tíos felices como príncipes recién coronados.

Recordé el eslogan en letras amarillas que encabezaba la página de inicio de la web de los Fucking Puppets:

EL SEXO ES IRRACIONAL, FEO Y AGRESIVO.

Valentin siempre tuvo sentido de la comunicación. Su teórica pertenencia al movimiento No Sex es la intoxicación más grotesca que jamás se haya intentado hacer tragar a los fans de la música pop. Se suponía que «No seas lerda, Lourdes», por ejemplo, era una «denuncia del clima de hipocresía en el que se desarrollaba el actual frenesí sexual», o al menos eso es lo que Valentin creyó necesario explicar en la revista femenina Marie-Chantal. La lectura del artículo, reproducido en su web, me había procurado tanto placer que había reído hasta llorar.

—Siento no haber aceptado sus insinuaciones. Ahora es demasiado tarde.

Me sirvió un café y me llevó al jardín.

—No he acabado de desenterrar el cuerpo. Tuve que hablar por teléfono con Victoire durante media hora para calmarla. No comprende que le haya pedido que no diga a nadie dónde me encuentro. Me preguntó si había hecho alguna estupidez y…

—¿Y la has hecho?

—¡No irás a empezar tú también!

—La última vez que me ocultaste algo, podía considerarse una auténtica estupidez, ¿verdad?

—¿Me creerías si te dijera que mi integridad ha sido irreprochable desde hace un año?

—Puedes intentarlo.

Me miró directamente a los ojos y me dijo sin pestañear:

—Jon, no comprendo qué está pasando. No estoy implicado en nada turbio, te lo juro.

—Vale, te creo. No tenías por qué jurarlo.

Nos acercamos al cuerpo de Roxane.

—¿Cómo se te ocurrió enterrarla en tu propio jardín?

—Fue una reacción pésima. No me gusta la idea de verme metido hasta el cuello en un asesinato y que la policía venga a husmear en nuestro pasado.

—Te voy a decir lo que habría pasado si simplemente hubieses llamado a la policía: no habrían sospechado que hubieras arrojado a esa chica sobre tu propia casa, y como nunca hemos dejado ninguna huella de nuestros actos…

—Es imposible no dejar ninguna huella, Jon. Están los recuerdos, y los recuerdos no se borran, hay gente en el ajo que podría largar más de la cuenta…

—Vale. Pero en nuestras correrías pasadas no hiciste más que conducir, Valentin. Tú nunca has puesto la mano encima de una víctima u objeto de la escena de un crimen. Tu ADN, a diferencia del mío, no está por todas partes. No corres absolutamente ningún riesgo.

—Te olvidas de Burger.

La excepción que confirma la regla. Valentin había asesinado una sola vez y lo había hecho para salvarme la vida. Me había encontrado en la montaña en el momento en que nuestro antiguo compañero Burger se disponía a meterme una bala en la cabeza. En lugar de eso, Valentin había disparado primero.

Le puse la mano en el hombro.

—Me voy a ocupar de limpiar esta mierda.

La tumba destacaba tanto como un panteón antiguo. Tres metros cuadrados de tierra revuelta, que formaban una ligera protuberancia y que se convertirían en un agujero la próxima vez que lloviese.

Enterrar a la chica al final del jardín era un reflejo de cantante pop. Evidentemente, las drogas suaves y el éxito le habían desconectado de la realidad. La había transportado en la carretilla hasta la linde del bosque, hasta el lugar exacto donde la policía buscaría en primer lugar.

Empezamos a excavar.

—Victoire lo sabe. Sabe lo de Burger. Sabe que eres un asesino. Sabe que yo era tu chófer. Sabe hasta el nombre de Marconi.

Tal confesión le había dejado consternado.

Así que de ahí procedía su pánico.

Victoire podría derrumbarse y largarlo todo.

—No vamos a matarla por eso —bromeé—. Pero ¿por qué se lo contaste?

—Porque se lo merecía.

Vale. Incomprensible.

Mi pala tocó el cuerpo. Continué con suavidad para no dañarlo. En poco tiempo, Roxane M’Bow apareció en su totalidad.

Me sequé la frente con la manga.

—¿Por qué no me llamaste desde un principio? Nos habríamos evitado todo este trabajo.

—Es que…, francamente, sin ánimo de ofenderte, cuando temes haberte metido en un mal asunto, la primera idea que te viene a la cabeza no es llamar a un asesino.

Lógico.

—Y entonces, ¿por qué me llamaste después?

—Tras enterrarla, estaba tan cansado que me dormí en el sofá del salón. Cuando me desperté, puse la tele y ya era la hora del telediario. De golpe, me enteré de que a ti te habían lanzado a la hermana. Y pensé: «Jon está también hasta el cuello». El resto ya lo conoces.

—Venga —dije por fin—. Estoy deseando coger en mis brazos esta hermosa brizna de chica.