De interés general (I)
Ejecución de un funcionario pretencioso (abril de 1997)
Antes que nada debía buscar a su víctima cuidadosamente. Debía ser lo más rica y antipática posible.
Por ejemplo, un funcionario corrupto y manifiestamente desprovisto de conciencia. Agredir a un personaje como ese no podía afectar a los sentimientos de nadie.
KU LUNG, Los cuatro bandidos de Huabei
En aquella época, a Valentin todavía le quedaban unos meses como el chófer con más talento de Marconi, tan hábil a la hora de respetar los límites de velocidad como a la de atravesar un pueblo a ciento cincuenta con la poli en los talones.
Pero la primera maqueta de su nuevo grupo, con los diez temas que dispararían su carrera, estaba a punto de empezar a sonar en la radio. Recuerdo que estaba grabada en una casete Memorex.
Deja de reír, mi amor,
me gusta mucho más cuando lloras.
Me conquistó desde las primeras notas. Esa mezcla de punk y música disco me parecía condenadamente buena.
—Es condenadamente buena —dije.
Se echó a reír.
—Condenadamente buena, ¿eh?
Yo no sabía qué le hacía tanta gracia.
—No sé qué te hace tanta gracia.
Rio con más fuerza aún, se le saltaban las lágrimas.
—Todo un honor, Jon Ayaramandi.
Le di un buen puñetazo en las costillas para enseñarle respeto. Dio un peligroso bandazo.
—Será mejor que sujetes bien el volante. ¿Ya tienes nombre para el grupo?
—Los Fucking Puppets.
Subió el volumen aún más. Aquel tema era mortal.
—Pues bien, te garantizo que tus marionetas no van a dejar de follar. Y yo estaré encantado de ver cómo te libras para siempre de mi perniciosa compañía y de la de todos esos maleantes con los que nunca debiste codearte.
—¡Déjate de gilipolleces! Tengo más de treinta años, tengo chepa y soy calvo, ¿crees de verdad que doy el tipo de estrella del rock?
—Elvis Costello, Joe Jackson, Brian Eno… No serías el primer caso de calvicie prematura en la historia del rock ’n’ roll. El tupé y las patillas serían un extra, pero no una obligación. Estamos en 1997, Valentin, tengo cincuenta y seis años y he visto nacer la música pop. Si a finales del 98 no eres famoso, será que has hecho las cosas con los pies.
—¿Con los pies? Jon, deberías comprarte un diccionario de expresiones del siglo XX.
El tiempo me daría la razón. «Deja de reír» se convirtió en la canción del verano. La juventud francesa bailaría al ritmo de la voz desafinada y repelente de Valentin. En ese puto casete estaba grabado el pop más irónico jamás concebido.
Íbamos camino de Pau. El trayecto en coche no llevaba más de hora y media, pero Marconi había insistido en que pasáramos la noche allí.
—No quiero huella alguna. Por eso te mando con el chico, formáis un buen equipo. La víctima es un pez gordo, el más mínimo patinazo sería fatal. No os volváis inmediatamente: la A64 es demasiado solitaria por la noche, os haríais tanto de notar como dos salchichas en un cuscús.
Añadió:
—El tipo al que os vais a cargar no es peligroso, es un viejo funcionario achacoso, sería incapaz de defenderse si a su anciana madre se le metiera en la cabeza estrangularlo. Quince mil francos para ti. Ocho mil para el chófer.
Marconi es un tipo que nunca ha pensado que un asesinato es otra cosa que lo que es: un juego de niños. Siempre estás en el lado bueno. Matar a un tipo al que se ha cogido por sorpresa, cuando se sabe hasta qué punto es fácil mandar a un humano a la tumba…, no tiene nada de brillante. Pero, al fin y al cabo, ¿cuál es la proporción de trabajadores que pueden sentirse realmente orgullosos de su profesión?
Los honorarios eran correctos, no valía la pena negociarlos. Asentí con la cabeza.
—Aquí está su foto. Es el secretario general de la Prefectura de Pirineos Atlánticos. Le faltan dos años para retirarse. Normalmente sale de su oficina bastante tarde, pero tenéis que estar allí a las cinco porque nunca se sabe. Lo ideal sería terminar el asunto la primera noche.
Me dejó tiempo para digerir la información y prosiguió:
—Otra cosa. El cliente exige una puesta en escena bastante complicada. Se trata de hacer creer que ha sido asesinado por uno de sus colaboradores.
Dibujé una sonrisa estúpida y él sonrió a su vez. Marconi sabía con precisión el placer que yo sentía. Me entregó un sobre de papel y una bolsita hermética que contenía algunos objetos.
—Fotos del sujeto para poder identificarlo, una tarjeta magnética que permite acceder a la Prefectura y el palito de una piruleta para dejarlo cerca del cuerpo. El palito hay que manipularlo con guantes de látex, parece ser que lleva las huellas del futuro acusado.
—Bonito negocio —dije.
La foto mostraba a un hombre de unos sesenta años con pinta de sabueso, pero no de detective, sino de animal.
—Sabemos que va a organizar una reunión con su equipo a partir de las cinco de la tarde, pero no sabemos cuándo terminará, ni lo que hará después. No tiene demasiadas costumbres fijas tras la jornada laboral. No es raro que se quede en el despacho hasta las nueve o incluso más tarde, pero no es sistemático.
No había terminado. Consultó sus notas y dijo:
—Hay alguien que no nos gustaría que se presentase en la escena del crimen. Una secretaria a la que se tira de vez en cuando. Una joven madre soltera a la que tiene prometido un ascenso; parece ser que es muy sensible. El cliente ha insistido en que tu intervención no la deje impactada de ninguna manera, así que habrá que procurar que el cuerpo del funcionario sea descubierto con rapidez, para estar seguros de que no lo encuentre ella. Aquí tienes un número al que llamar desde la misma oficina de la víctima, ya se encargarán de enviar a alguien.
Deduje que una persona bienintencionada velaba por la oveja descarriada. En todo crimen siempre queda espacio para la sensibilidad.
—¿Y cuándo se presenta por allí el hada Campanilla?
—De improviso, cuando la convoca. A veces por la tarde, pero en la mayoría de los casos al empezar la jornada, antes de que lleguen los demás funcionarios. La llama y ella acude corriendo. Tarda exactamente once minutos en llegar desde su casa al despacho de su mentor.
—Tarda poco.
—Lo que pasa después lleva aún menos tiempo.
Me dedicó la mejor de sus sonrisas, la que significa algo así como: qué gratificante es nuestro trabajo, ¿verdad?
—¿Cómo se llama el paciente?
A veces, un asesino debe dirigirse a su víctima para discutir con ella los detalles de su ejecución.
—Señor secretario general.
—¿Cómo?
—Así le llama todo el mundo.
—Así que si digo «señor secretario general», ¿responde? Quiero decir, aunque no me conozca de nada.
—Sí.
—Ah.
Qué curioso.
Como ya me iba, Marconi me detuvo.
—Lo olvidaba —dijo tendiéndome otra bolsita hermética que contenía un objeto alargado—. Aquí tienes el arma del crimen. Un cuchillo de deshuesar Pradel.
—¿También tengo que trocear al paciente? —bromeé.
—Tiene las mismas huellas que el palito de la piruleta, las del «asesino»; no lo toques sin guantes.
Uno de los principios fundamentales de la profesión es que cuanto menos sabes mejor te va, pero Marconi parecía lanzado a dar explicaciones.
—El pobre tipo que hará de cabeza de turco es un agregado que también se tira a la secretaria.
—Pues sí que desea ese ascenso.
—Cuando se cría sola a un hijo, hay que hacer malabarismos para tener qué llevarse a la boca.
—Nunca mejor dicho.
Nuestras risas formaron un dúo extrañamente afinado.
—Arréglatelas para que parezca obra de un aficionado. Y recuerda que la secretaria no puede quedar «impactada». Ni siquiera en el plano emocional. No es ella la que…
—Vale, lo he entendido. No es necesario repetirlo. No soy Burger el Malo.
Se rio.
—¿Crees sinceramente que confiaría un asunto así a Burger?
*
Un agente de uniforme hacía guardia ante la entrada principal. Sus competencias policiales se limitaban a permanecer de pie mientras dormía profundamente, como los caballos.
A pesar de ello, no quise correr riesgos y me dirigí hacia la entrada trasera con la tarjeta que Marconi me había procurado.
Cuando entré en su despacho, el secretario general levantó la vista del ordenador. Tras un instante de sorpresa, clavó su mirada en la mía, por encima de sus gafas de leer. Adoptó de entrada un tono desagradable:
—El guardia no debió dejarle pasar, solo recibo con cita previa.
Me tomaba por un cincuentón inofensivo y extraviado.
—Precisamente —dije— tiene usted cita con la muerte.
Resultaba un poco pomposo, pero podía permitírmelo. Me miró con desdén, con expresión de sorpresa y un punto de incredulidad. Su ego estaba cubierto por una espesa capa de desprecio. Había rebasado la sesentena pero seguía siendo atractivo, con su traje oscuro y una condecoración en la solapa. Le colgaba un poco la papada. Se creía alguien de excepción, y se notaba.
—Muy divertido —dijo—, pero no puedo perder el tiempo. Salga de mi despacho.
Di un paso al frente.
—¿Qué está haciendo, señor? Le he pedido que salga.
Sin embargo, el terror se reflejó en su rostro en cuanto apunté a sus narices con mi .38. En el fondo del bolsillo sentía el mango del Pradel entre mis dedos enguantados. Se acercaba el desenlace. Me quedaba disponer la puesta en escena.
—Vamos a salir de aquí.
Obedeció sin dificultad, sin intentar comprender; ante la amenaza de un arma, la mayoría de la gente no consigue razonar. Cuando pasó ante mí, empuñé el Pradel y le asesté varias cuchilladas en la espalda. Para dar la impresión de que era obra de un aficionado, golpeé de forma desordenada, a los dos lados de la columna vertebral y sin apuntar a las zonas que aseguran una muerte inmediata de la víctima. Procuré también doblar las rodillas, porque Marconi me había avisado de que mi cabeza de turco medía un palmo menos que yo.
La hoja atravesó varias veces los pulmones del secretario general, que no emitió sonido alguno: el famoso neumotórax, que deja sin aliento y vuelve tan locuaz como un mejillón de Bouchot. Se dio con la frente contra la puerta, aunque se mantuvo de pie, ligeramente inclinado hacia delante. No hubiese podido pedir nada mejor, ni que se me hubiera tumbado en una camilla para facilitarme el trabajo. No me costó nada clavarle la hoja entre dos vértebras. Entonces pude estamparle la etiqueta de definitivamente muerto.
Ya había ocurrido en el pasado que la empresa Marconi sufriera el desagradable inconveniente de una resurrección imprevista, y créanme, no deja muy buenos recuerdos.[9]