Ossau-Iraty: Queso originario del País Vasco y del Bearne, la apelación Ossau-Iraty proviene del Pic du Midi d’Ossau, que domina el valle de Ossau y todo el Bearne, y la selva de Irati, el hayedo más grande de Europa, a caballo entre las montañas vascas, francesas y españolas.
En 2012, el Ossau-Iraty de la marca Agour fue elegido mejor queso del mundo.
Secuestrado en una cámara frigorífica.
Secuestrado, ¡mierda! ¿Cuántos individuos podrían presumir de haber sido secuestrados al menos una vez en su vida?
Seguro que Ian Curtis, el cantante de Joy Division, habría sabido apreciar la situación en su justa valía, y, por supuesto, venían a mi mente títulos como «Isolation» y «Ice Age».
Valentin pensó en Jon, su amigo jukebox. Había sido él quien le había contagiado esa manía de asociar un tema musical a cada emoción fuerte.
El secuestro en cámara frigorífica habría podido tener su toque chic, sobre todo por la cadena atada al tobillo y la luz de neón…
—Lástima que los quesos estropeen el decorado.
En cueros frente a las estanterías llenas de queso de oveja: so cheesy! Si se enterasen sus fans…
Valentin cogió un queso y lo tiró al suelo. Tiró otro y otro hasta que se calmó y entró un poco en calor.
—En todo caso, no moriré de hambre.
Pero quizás sí de frío.
Su angustia era tan intensa que no pudo evitar una risa nerviosa. Joder, estaba aterrado. Pero ni hablar de manifestarlo. Y mucho menos de confesarlo. Valentin prefería pensar que el nudo en la garganta y la sensación de adormecimiento se debían a la simple conjunción de hipotermia e hipoglucemia. Siempre había estado a la altura de los asesinos con los que se codeaba. Era famoso por su capacidad para burlarse de todo. No era el momento de flaquear.
Estrechó los brazos alrededor de sus caderas. En aquel momento sus tatuajes eran los únicos que libraban la batalla del glamour, y tiritaba como si hubiera abusado del éxtasis. Levantó la cadena atada a su tobillo izquierdo y tiró con todas sus fuerzas de la argolla clavada al muro. Estúpido. Completamente ineficaz.
—Ni lo pienses.
¿Cuánto hacía que había recobrado la consciencia? ¿Diez minutos? ¿Veinte? ¿Más? Imposible decirlo con precisión. Le habían quitado el reloj y el iPhone, y había perdido la noción del tiempo.
Sin embargo, una cosa estaba clara: cuantas más horas pasasen, más lo amenazaría la hipotermia. Era imposible sentarse o tumbarse. Al principio se había echado sobre el suelo, pero, tras haber congelado cada lado de su cuerpo, no había podido seguir soportando el contacto con el hormigón glacial. Tampoco le era posible permanecer sentado. Le dolía demasiado el trasero. Por no hablar de las pelotas, que se posaban invariablemente en el suelo, y eso era lo más doloroso.
Su primera idea fue que iba a morir de frío. Pero pensó en aquel obrero polaco que se había quedado encerrado en una cámara frigorífica y había permanecido allí una noche entera. Lo habían encontrado al alba, muerto, helado; hasta que se habían dado cuenta de que el refrigerador no funcionaba: había sido su cerebro el que le había traicionado. El tipo había muerto de frío a fuerza de autosugestión. Una cosa de locos.
Ya no recordaba dónde había leído aquella historia, pero por una vez las informaciones que se acumulan estúpidamente en la memoria podían serle útiles…
Debía controlar su imaginación. Permanecer racional. Atenerse a los hechos. No temer al frío si no había razones de peso para tenerle miedo. La presencia de los quesos indicaba que la temperatura debía situarse bastante por encima de cero, ¿no? Incluso por encima de los diez grados.
Simplemente era que estaba en cueros… Eso era lo que le hacía tiritar.
Se sintió algo aliviado, aunque no mucho. No le hubiese gustado morir de frío. Pero conocía muchas otras formas de morir nada reconfortantes. Como lanzado desde un helicóptero, por ejemplo —él, que sufría de vértigo—, o atado a un pararrayos esperando a ser alcanzado por un relámpago.
Sin embargo, pensándolo un poco, se dijo que aquellos retorcidos que lo habían secuestrado seguramente volverían a innovar.
Imaginar las modalidades de su muerte ocupó un momento su mente. Aquello le ahorraba pensar en la temperatura ambiente y en la de su cuerpo, que bajaba a buen ritmo.
¿Destripado vivo como en un harakiri? ¿Enterrado vivo como en El monje de M. G. Lewis? ¿Devorado por caníbales drogados, como pasó en Florida con ese indigente al que le arrancaron la nariz a dentelladas sin anestesia?
Hubiera pagado mucho por una conversación con Jon:
—Hola, tío, te llamo desde una cámara frigorífica. No sé qué coño hago aquí ni la hora que es, ni siquiera sé si es de día o de noche. Tengo los cojones azules, como los de los pitufos, y como no he llegado aquí siguiendo a Pitufina, estoy esperando a que aparezca Gargamel de un momento a otro.
Se rio de su propia gracia. La idea de que los pitufos pudiesen tener cojones —¿y por qué no Pitufina una vagina?— le parecía graciosa. Un poco más y hubiese sacado la letra de una canción… Aquel era su fuerte. Poder reírse de todo, y en particular de lo que no divierte a nadie. Pero ¿de qué serviría escribir esa canción que nadie oiría nunca?
No podía contar con ayuda alguna. No le quedaba más que ponerse a hablar en voz alta para intentar entrar en calor, a la espera de que los tarados que manejaban los hilos de su puta marioneta entraran a buscarlo.
Intentó concentrarse en sus recuerdos más recientes.
¿Cuál era su recuerdo más «fresco»?
La fiesta de cumpleaños. Una banda de admiradoras le había reconocido en el preciso momento en que salía del Lexus, a dos pasos de la casa de Perle. El tipo de cosas que le sucedían todos los días. Chiquillas sobreexcitadas, sin duda bajo los efectos de una droga presentada en forma de caramelos ácidos o piruletas; la clase de producto lúdico que no da miedo a los niños. Le habían pedido autógrafos escritos en el vientre, levantándose las camisetas, e incluso, una de ellas, en un seno. Había tenido que agarrarlo directamente para estabilizarlo y escribir: «Que te den por culo, putita del demonio». Vale, aquello había sido bastante demagógico, pero era todo lo que la chiquilla esperaba.
—¡Genial, gracias, muchas gracias!
Les había dado algunos morreos para que se quedaran completamente satisfechas: le gustaba agradar a sus fans, sobre todo cuando eran guapas y nada difíciles; Dios, qué decadente era —incluso convencional—, ahora que lo pensaba mejor.
Iba también con ellas aquel chaval de unos veinte años que llevaba una camisa pintada a mano. El tío le había dicho tendiéndole la tela:
—Es tu cara.
Llena de vómito.
—Quítate eso enseguida y lo tiras a la basura. Y si lo vuelves a hacer, te parto la cara.
Todo el mundo se había reído, Valentin había dado tres caladas a un porro y se había despedido educadamente.
¿Y después?
Hizo un esfuerzo para recordar.
Al entrar en la calle de Perle…
Un hombre extraño. Un rostro:
Demacrado.
Pálido.
Adusto.
Esa nariz aguileña.
Esos ojos pequeños y negros.
¿El equivalente humano del cuervo? Y esa mirada tan potente como un mal sueño.
Había bastantes «cuervos» entre los fans de los Fucking Puppets, pero este era uno de verdad; nada del niñato gótico que se disfraza, se maquilla y se pinta las uñas de negro, no, un auténtico cuervo emplumado, un pájaro.
De mal agüero.
Y, ahora que lo recordaba, lo había seguido hasta un Dacia blanco.
*
No llevábamos ni veinte minutos en el coche. El tipo conocía el lugar como la palma de su mano. Las carreteras sinuosas que atravesaban las colinas de Chalosse estaban tan desiertas como los bosques de las Landas más al norte. El paisaje, amplio y abombado, y el cielo, atravesado por enormes nubes, recordaban la Toscana.
Un coche nos adelantó en una recta, un Mercedes blanco. La carretera era tan estrecha que las carrocerías se rozaron. Mi conductor no dijo una palabra, pero examinó atentamente a los ocupantes del coche alemán durante el peligroso adelantamiento.
Reconocí a Frida, que le devolvió la mirada, fría y sin pestañear. Y al Gato, en el asiento de atrás.
Una vez delante, el Mercedes frenó brutalmente. A mi chófer no le quedó más opción que frenar a su vez.
Antes de que tuviese tiempo de meter la marcha atrás, el Gato y el conductor del Mercedes ya habían saltado del coche y le apuntaban con sus armas a través del parabrisas.
—Mátalos —me ordenó el testigo de Jehová en voz baja.
*
No tenía más arma que mi voluntad de matar; que además, y lo digo por experiencia, no siempre tiene el calibre apropiado.
Está de moda, en cierto tipo de literatura, considerar al personaje principal como invencible, sobre todo cuando lleva el peso de la narración. Se tiende a llamarlo «el héroe». Es humano: cuando uno relata, está tentado de adoptar el papel del bueno, sin contar con que si recibe un buen guantazo, así, en plena cara, y le dejan fuera de juego, ¿quién va a contar el puto final de la historia? Seamos realistas, ¿cómo quieren que en esas condiciones yo no haya vencido de nuevo?
Así que vayamos con el relato de los acontecimientos:
—Mátalos —había ordenado el testigo de Jehová.
Bajé del coche sonriendo a mis amigos gitanos.
¿Matar a los primos de Paco y a Frida?
Qué remedio, ya que era una orden…
Desobedecer a ese tipo era tan imposible como lamer mi propio ano. Cualquier perro puede hacerlo —desobedecer, lamerse el ano—, pero mi nivel de consciencia no llegaba ni al de un chihuahua.
Ya podía gritar con todas sus fuerzas esa parte de mí mismo que se rebelaba contra aquel horrible panorama desde lo más profundo de mis entrañas, que no era ella la que mandaba. El envoltorio carnal ahora vacío de sentido al que Frida llamó…
—¿Jon?
… estaba a las órdenes del representante de Jehová en la Tierra.
—¡Jon! Pero…
Fingí primero que estaba de su parte. Respondieron a mi sonrisa. La carretera era un antiguo camino rural con taludes de dos a tres metros a ambos lados. Me acerqué al Gato —a priori el más peligroso—, que me había hecho una señal con la mano para que me refugiase a su espalda. Si hubiese tenido una segunda pistola, sin duda me la habría entregado.
Frida se me aproximó y quiso ponerme la mano sobre el hombro. La rechacé de una patada y fallé por poco un golpe al esternón que la hubiera dejado fuera de juego definitivamente. Fue en ese momento cuando exclamó, tocándose el costado:
—¿Jon? ¡Jon! Pero…
Me abalancé rápidamente sobre el Gato. A pesar del efecto sorpresa, tuvo tiempo de bajar el mentón para protegerse la nuez, y solo conseguí encajarle un gancho bajo la nariz. Pero estaba claro que le había golpeado con la suficiente fuerza como para dejarlo inconsciente.
Todo aquello pasó en apenas unos segundos.
El otro gitano no se había dado cuenta de nada. Estaba ocupado apuntando al señor Abuso-de-mis-dotes-de-médium, que había tenido la estúpida idea de unir sus esfuerzos a los míos. En el momento en que yo había pasado a la acción, aquel cretino había desenfundado sin miramientos una Magnum, lo que había provocado la respuesta del gitano.
La detonación resonó al tiempo que me giraba hacia mi mentor, y entonces solo me dio tiempo de contemplar cómo una ojiva de nueve milímetros se clavaba en sus carnes, justo a la altura del hombro derecho, obligándole a soltar el arma y provocándole un horrible rictus. La desolación de su rostro no hizo sino multiplicarse.
En cierta manera, aquella distracción me venía bien. Más teniendo en cuenta que antes de ocuparme de la suerte del tirador debía repeler el ataque de Frida, que acababa de saltar sobre mis hombros y me había clavado las uñas entre las cejas y los párpados, fallando mis ojos por poco. La empujé hacia delante. Ella consiguió caer de pie y se giró para enfrentarse a mí. Ahora eran sus ojos los que se clavaban en los míos. Su mirada ardiente me dejó estupefacto.
Azul.
AZUL.
AZUL.
Louise.
¿Por qué pensaba en Louise?
—¡Despierta, Jon!
Louise estaba en la mirada y en la voz de Frida.
No había otra explicación.
—¡Despierta, Jon!
Me dispuse a lanzarle un puñetazo en plena mandíbula.
Pero el eco de la voz de Louise resonó otra vez y oí:
—¡Despierta, Jon!
Era como si fuese a despertarme en la cama, al lado de la última mujer que había amado.
Después, la verdadera voz de Frida gritó:
—¡No, Calypso, no dispares!
El joven gitano apuntaba su arma contra mí.
Me volví levantando las manos.
—Está bien —dije—, estoy despierto.
Él temblaba como si estuviese helado. Debo decir que el ambiente se había enfriado bastante entre los gitanos y yo.
*
Haber herido a un amigo. No existe sentimiento de culpa más horrible.
Pides perdón como un miserable.
—¿Estás bien?
Y yo ostentaba el triste récord de haber lesionado a dos, uno de ellos una mujer de apenas cincuenta kilos.
Frida se tocaba las costillas mientras sollozaba de dolor. Habría preferido que me hubieran dejado fuera de combate al principio de las hostilidades antes que haber hecho eso.
Aunque lo peor era el Gato. Se había levantado. Pero se tambaleaba. Y el dolor era tal que él también sollozaba. Por supuesto, sangraba como un cerdo.
—Joder, te has empleado bien, cabronazo. Seguro que está rota.
—No lo creo. Ese tipo de golpe no rompe la nariz. En ese caso significaría que se ha hundido en el cráneo, pero entonces no estarías hablando con nosotros —dije para tranquilizarlo.
Encontré algodón en el botiquín de primeros auxilios del señor Abuso-de-mis-superpoderes y se lo tendí a nuestro amigo herido.
De paso aproveché para interesarme por el médium. Su herida en el hombro era impresionante. Acababa de confiscarle su Magnum —en este momento me permito precisar que esa arma no tenía nada de espiritual— y tenía muchas ganas de meterle una bala entre sus dos ojos de mierda.
—Déjame ver —dije hundiendo el cañón en la herida.
Lanzó un grito. Me sentí bien.
—Pareces en plena forma —dije—, si lo comparamos con lo que te espera.
—¡Para! —gritó Frida—, ¿no crees que ya has tenido suficiente por hoy?
Aquello estaba en el límite de lo humillante, pero bueno, es verdad que no era el momento de insistir. No me interesaba pasar por un tipo impulsivo y violento. Nunca se sabe.
Fuera de bromas, no estaba dando mi mejor imagen, debía mostrar un ángulo más pacífico. Ya saben, ese lado niño bueno de abuelito Jon que Frida siempre había conocido.
De hecho:
—No sabía que fueses así —dijo.
Y eso quizás quería decir que se sentía decepcionada.
Ayudé al Gato a llenarse la nariz de algodón. Le enrollaba los pequeños tapones que él introducía en los orificios. Pero inmediatamente rebosaban de sangre que caía sobre su torso, y había que volver a empezar.
Demostré una paciencia infinita y al final llegamos a un resultado bastante satisfactorio. El algodón aguantaba. Había detenido la hemorragia. Dos matas blancas sobresalían de su nariz. Tenía aspecto de chico travieso que se ha peleado en el recreo.
Nos metimos los cuatro en el Mercedes, mientras el joven Calypso nos seguía en el Dacia.
La mañana terminaba mejor de lo que había empezado.
—¿Era necesario encerrarlo en el maletero? —preguntó Frida.
—No podemos correr ningún riesgo —me justifiqué.
El Gato añadió con una voz que recordaba la del Pato Donald:
—Y además, no olía muy bien.
¡Paco había considerado buena idea vigilarme a mí también!
Tenía claro que le iba a echar una bronca por la forma en cuanto lo tuviese delante. Sin contar con el hecho de que se suponía que el Gato en persona debía proteger a Perle y a Luna, es decir, las niñas de mis ojos. Es más, podría perder los ojos que seguiría queriendo a Perle y a Luna.
—Si no hubiésemos montado guardia delante de tu casa, estarías camino de la muerte —dijo sobriamente el Gato.
Era verdad. Había que reconocerlo.
—Así que no puedo reprocharle su falta de intuición, ¿verdad?
Frida me dedicó una ligera sonrisa.
—¿Me creerás si te digo que había visto al tipo que llevamos en el maletero en mi bola de cristal?
Tendría que terminar reconociendo sus dotes.
—En todo caso —añadió—, ¡no había previsto que te enfrentarías a nosotros!
—Lo siento en el alma —dije.
—Está bien —dijo el Gato—. No tienes la culpa, estabas embrujado. Si no hubieses tenido esa excusa, a estas horas estarías muerto.
Y, por cierto, ¿qué hora era?
Las diez y veinticinco de la mañana. Lo digo porque con los flashbacks que vienen, les vendrá bien saberlo.
*
Paco no estaba en el campamento, pero sí Jean-Luc. Se podría decir que estaba en una forma olímpica si imaginamos que algún día se introducirán la pereza y la afición al sexo en el programa de los Juegos.
A esa hora tendría que haber estado en el bar, pero no iba a ser yo precisamente quien se lo echara en cara.
—¿No has abierto hoy? —dije.
—Estamos en temporada alta, por allí no pasan más que estúpidos turistas.
Buena excusa.
—¿Y Paco? ¿Dónde está?
—No se separa ni un palmo de Mylène.
Amparo, que estaba ocupada vendando el hombro del herido, me miró con malicia y añadió:
—Se ha llevado unos prismáticos.
Hice una señal a Jean-Luc para que se acercase y le dije al oído:
—¿Podrías ir a mi casa discretamente y traerme las pistolas?
—¿Qué pasó con la época en que intentabas pasar por un tranquilo jubilado?
Le indiqué los distintos escondites. Debía traerme mis dos 9 mm preferidas, sus silenciadores y munición. Sin olvidar los prismáticos.
Se fue en la moto sin decir palabra a Amparo.
Esta última se encogió de hombros, mientras refunfuñaba y empezaba a hablar en tercera persona:
—Amparo repara al enterrador, pero ni siquiera se dignan explicarle lo que se cuece.
—Lo he enviado a comprar helados a Picard.
Hacía un calor de mil demonios en el contenedor vacío donde instalamos al herido, sin duda más de cuarenta grados. Salimos rápidamente.
Le expliqué la situación al Gato y a Frida: mi colega Valentin corría mucho peligro. Quizás todavía estuviese con vida, pero sin duda era cuestión de horas.
—No os voy a pedir nada. Yo me encargo de hacer cantar a este santito.
El Gato levantó una mano, al más puro estilo Poncio Pilato, y anunció que iba a tumbarse a su caravana, pero Frida puso objeciones:
—¡No puedes torturarlo!
Aunque vi que no todo estaba perdido cuando añadió:
—Incluso si no es más que un cabrón.
—Tengo que conseguir que hable. El hecho de que ese tipo tuviese previsto asesinarme después de haberme hecho sufrir Dios sabe qué suplicios debería ayudarme. Y que Valentin pueda correr la misma suerte si no encuentro enseguida a sus acólitos, todavía más.
Su rostro volvió a ensombrecerse.
—Si le levantas la mano a ese hombre herido, no te volveré a mirar como antes.
—Cada minuto que pasa, las probabilidades de que Valentin sobreviva disminuyen. Imagino que no puedes consultar tu bola de cristal y decirme dónde lo tienen prisionero, ¿verdad? Así que voy a interrogar a ese siniestro personaje y, créeme, le voy a tirar de la lengua.
—Vale —dijo—, pero asistiré a la operación, y procura no pasarte.
En cuanto entramos en el contenedor, pudimos constatar que el paciente ya no estaba lo que se dice en plena forma. La herida no sangraba debajo de la venda que Amparo le había colocado, pero no soportaba el calor. Quince minutos de cocción y estaba tan congestionado como una langosta en agua hirviendo.
—El Señor te ha abandonado —dije—, el diablo toma el relevo.
Un comentario genial, ¿no?
Frida levantó la mirada al cielo.
Se arrodilló y le pasó la mano por la frente.
—Hay que darle de beber.
Y salió trotando del contenedor. Aproveché para cerrar la puerta. La sesión de tortura podía comenzar. Y mejor no retrasarse.
—¿Qué habéis hecho con mi amigo? —dije.
Mientras, acompañaba la pregunta con dos buenos guantazos. El primero se estampó en la mejilla derecha y el segundo en la izquierda. Después le pellizqué el labio superior y tiré con todas mis fuerzas. Necesité unos segundos para que empezasen a rodar por sus mejillas lágrimas de dolor.
Frida entró con agua y terrones de azúcar. También había traído una cucharita, sin duda para disolver el azúcar. Se la quité y dije:
—Te voy a arrancar los dos ojos y a obligarte a comértelos si en treinta segundos no me has dicho los nombres de tus cómplices y dónde tienen prisionero a Valentin.
Frida estaba petrificada. Acerqué la cuchara a la córnea del ojo derecho del señor Y-cómo-podré-hipnotizar-cuando-no-tenga-ojos y tuve la impresión de que iba a confesar. Pero en lugar de eso se contentó con pronunciar una frase extraña, con voz monocorde:
—Ya no perteneces a este mundo, Christian.
Y la repitió dos veces, con un tono cada vez más lento:
—Ya no perteneces a este mundo, Christian. (bis)
Se quedó con la mirada fija, los labios dormidos y el cuerpo completamente inerte.
—Catalepsia —diagnosticó Frida—, se ha autohipnotizado.
Nunca había oído hablar de algo parecido.
—Ya no puedes hacer nada contra él —me aseguró.
—Ya lo veremos —dije, e intenté meter la cuchara bajo su párpado.
Frida me agarró el brazo.
—¡Para, es atroz! ¿Cómo puedes hacer eso?
Estaba llorando ante el monstruo Jon Ayaramandi.
El prisionero no reaccionó en absoluto. Estaba como fuera de su cuerpo.
Devolví la cuchara a Frida.
—Deja de llorar… No irás a creer que era capaz de hacerlo de verdad, ¿no?
Según los jesuitas, mentir no es un pecado si se hace por buenas razones.
Por el contrario, torturar y matar siempre es pecado.
Moraleja: cuando uno no cree en Dios, es ilógico prestar atención a los jesuitas. De hecho, cuando uno no cree en Dios, los pecados dan igual.