Me pasé mucho tiempo en Internet consultando la web de Notre-Dame-de-Saint-Amour, la institución en la que, según Marconi, servía el hermano de Burger.
A pesar del esfuerzo de sus programadores, las imágenes que desfilaban ante mis ojos no evocaban precisamente el paraíso terrenal: austeros muros de granito, edificios con aspecto de cuartel, un calvario, varias capillas. Una vieja piscina decrépita no conseguía engañar a nadie, como tampoco las pistas de tenis de asfalto gris con sus redes caídas o el «hogar cultural» que habían colocado en un ruinoso barracón prefabricado.
Una montaña sombría como fondo de un «albergue de retiro para religiosos» terminaba de echar por tierra la supuesta modernidad y «apertura al mundo» de la institución.
Alguna foto de clase pero ninguna con profesor, todas con sacerdotes más o menos tópicos: pelo corto, camisa gris o negra con alzacuellos, rostro serio e inexpresivo, de benevolencia firme sin dejarse llevar.
Había que introducirse en la sección «Vida espiritual» para ver túnicas, casullas y sotanas, y saber algo más sobre los fundamentos históricos e ideológicos del centro.
Tanta cursilería me produjo escalofríos.
En cuanto a los orígenes, algunas estampas relataban varios milagros que habían justificado la fundación del santuario. Todo sucedía, invariablemente, al borde del torrente que brotaba a los pies del colegio. La actriz principal, una pastora, había visto allí a la Virgen, exactamente como en Lourdes. Pero además se relataban varios fenómenos paranormales que habían tenido lugar en diferentes épocas: una rama tendida para salvar a una primera pastora que había caído en las aguas del torrente, un árbol paseándose de una a otra orilla ante los ojos de una segunda y la corriente secándose de golpe para salvar a la tercera de morir ahogada.
¿No hubiese sido más sencillo enseñar a nadar a las chicas del lugar?
La aparición de la Virgen, en policromía chillona, era una y otra vez técnicamente pésima, espiritualmente pésima, estéticamente pésima. Ni siquiera daba miedo, y tampoco podía aportar el menor consuelo. En resumen, era:
Boba y antiestética. Catholic vintage, nada más.
Que una hagiografía tan lamentable hubiese podido suscitar el entusiasmo de las masas y asegurar la prosperidad de los mercaderes de objetos de culto desde el siglo XIX hasta nuestros días: eso sí que era un auténtico milagro.
Intenté leer un artículo que relataba la fundación de la institución por San Marcelo Cruz-sin-Mancha, y después otro sobre su fundamento en el mismísimo Sagrado Corazón.
«Abrevemos en la fuente de absoluta limpidez de nuestro San Marcelo bien amado, pidamos al Sagrado Corazón, que concibió y fundó nuestra familia espiritual, la gracia de nuevas vocaciones para continuar compartiendo su ofrenda de alegría en el gozo del Dios vivo y transmitirla a las nuevas generaciones.»
¿Cómo? ¿Era un problema de traducción —el texto estaba firmado por un reverendo padre español: P. Eduardo López Gómez— o era yo definitivamente hermético al lenguaje del Sagrado Corazón?
Navegué por las distintas secciones y descubrí algunos anuncios apasionantes. Por ejemplo, el de un picnic espiritual junto a los seminaristas guatemaltecos del priorato de Macaron, a la altura de Jurançon.
En el programa: «Eucaristía, vísperas, partido de fútbol y comida con sabores latinoamericanos…». ¡Qué bellos «momentos compartidos» a la vista! Sin contar con el «guiño» de la Providencia, ya que al mismo tiempo la diócesis de Ciudad de Guatemala se disponía precisamente a…
¡Socorro!
Estaba a punto de abandonar cuando me vino a la mente el comentario de Mylène acerca de la complicidad del cielo.
En su momento, cuando ella se había referido a esta complicidad, no había prestado atención, pero tras las revelaciones de Marconi su intuición me pareció perfectamente acertada: mujeres caídas del cielo, hombres fulminados, el hermano eclesiástico de Burger y toda aquella comunidad religiosa que se presentaba en mi pantalla.
Aquello merecía al menos ser verificado.
Tecleé la expresión de Mylène complicidad del cielo en la ventana de búsqueda de Google. Y no obtuve nada convincente.
Extendí la búsqueda a todos los elementos en mi posesión:
mujeres caídas del cielo + fulminados + la complicidad del cielo + burger + saint-amour
El resultado fueron millones de referencias a comida rápida.
Puse la mayúscula que me había tragado y activé la opción «palabra por palabra». Me quedaban miles de «Burger» dispersos por todo el mundo, asociados más o menos a las palabras «mujeres», «amor», «cielo», «complicidad» y más raramente «fulminados», sin mencionar «Burger King», siempre en primera posición.
Podía perder uno la cabeza, y sobre todo el tiempo.
Volví a la página de Saint-Amour, buscando, esta vez, el organigrama del establecimiento. Me costó encontrarlo. No brillaba por su claridad.
No figuraba ningún Burger.
Sin embargo, había dos religiosos citados únicamente por sus nombres —hermano Alexis, tutor de primaria, y hermano Rodolphe, tutor de secundaria—. ¿Y si…?
¿Hermano Rodolphe Burger? ¿Como el cantante de Kat Onoma?
Altamente improbable. Así que tecleé la otra asociación en la ventana de búsqueda de Google: «Alexis Burger».
¡Bingo!
Tenía dedicadas un buen número de entradas.
Se referían todas a la hermandad de los Soldados de Jesús de los Pirineos Atlánticos, de la que el hermano Alexis Burger, «religioso, directivo en la enseñanza privada», era tesorero desde el 11 de febrero de 2003.
Tras haber pasado unos segundos en la página de inicio y descubierto que se trataba de una «sociedad de religiosos cuyo programa es el mismo que el del Corazón de Jesús: devoción y obediencia absolutas, simplicidad perfecta, dulzura inalterable», leí un texto más explícito y más antiguo de los fundadores, que precisaba: «Estos religiosos serán un auténtico ejército itinerante de soldados de élite, dispuestos a acudir a la primera señal a cualquier sitio donde sean requeridos».
Estaban también los estatutos de la asociación y el conjunto de actas de las reuniones del consejo de administración desde su creación. Empecé a imprimir la más reciente.
Pero la conexión se interrumpió y no pude volver a la página de inicio para continuar mi visita.
En Largos, cuando no se corta directamente la luz, es Internet lo que no funciona.
Subí a mi habitación con el taco de hojas impresas. La lectura era tan soporífera que cuando llegué a la parte inferior de la primera página empecé a releer varias veces el mismo párrafo, y luego la misma frase, sin comprender nada.
Sospechaba que estaba a punto de quedarme frito.
Y mis sospechas se confirmaron cuando un monje con capucha, armadura de cruzado y montado a caballo se dirigió a mí gritando:
—¡Con la complicidad del Cielo llevaremos a la victoria al Occidente cristiano!
Sin duda, su rostro era el de Burger.
Pero su vestimenta era demasiado cercana a la de Los caballeros de la mesa cuadrada de los Monty Python como para hundirme en una verdadera pesadilla.
*
—¿Y bien?
—No existe una maldita manera prudente de despertarme.
—Pues la próxima vez te lanzaré una piedra a la cabeza.
Sí, es el único método seguro, pensó Hayduke.
EDWARD ABBEY, La banda de la tenaza
Llevaba un buen rato despierto.
Había dormido de un tirón: seis horas, al final sin sueños, sin caballero cristiano, sin mujeres caídas del cielo, sin hombres fulminados, sin hada rubia y desnuda… Un auténtico sueño reparador con el que recuperar la forma.
Acababa de recorrer en diagonal el acta de los Soldados de Jesús de los Pirineos Atlánticos que había impreso la víspera.
Aquella gente era una pandilla de tarados.
Pero una vuelta por enlaces que dirigían a páginas similares me mostró que no se trataba de casos aislados. Y que más bien eran del tipo socialmente integrado.
Pocos de ellos dejaban que su foto anduviese errando por Internet.
El hermano Alexis no lo había hecho. Lástima, quizás me habría hecho gracia ver a Burger vestido de monje.
Sí estaba la foto del presidente de la hermandad.
Se llamaba Marc-Aurèle Cassou y era laico; la página de los Soldados de Jesús precisaba que la hermandad estaba abierta a seglares desde hacía años.
Su expresión afable, su rostro rubicundo y su traje y su corbata eran los típicos de un político rural, sin nada más de particular.
Busqué su nombre y me enteré de que era consejero general, vicepresidente, delegado de desarrollo sostenible.
Tuve una iluminación, un momento de pura inspiración: entré en la página del Consejo del Departamento. ¿Estaría el nombre de aquel hombre asociado a…?
Tecleé en la ventana de búsqueda la palabra «helicóptero», y obtuve: «Prima para transporte de madera a caballo o en helicóptero».
El texto era un reglamento que preveía una prima para el transporte de madera en helicóptero igual al cincuenta por ciento del total de gastos de la explotación forestal, con un máximo de quince mil euros.
El objetivo era favorecer la explotación de maderas valiosas en la montaña sin dañar el bosque ni utilizar camiones.
El promotor de la iniciativa era el delegado de desarrollo sostenible, Marc-Aurèle Cassou.
Las beneficiarias de esas ayudas eran tres empresas. Entré en la página de todas ellas, en busca de nombres que hubiese podido mencionar el acta de los Soldados de Jesús.
Nada. Pero, siempre buscando alguna relación entre esos guerreros místicos y nuestro asunto, tuve la idea de asociarle las palabras «Bearne + explotación forestal + helicóptero». Ni que decir tiene que mis dedos volaban sobre el teclado. Y el resultado fue: «SPAAVMEF: Sociedad Pirenaico-Atlántica de Alquiler de Vehículos y Maquinaria de Explotación Forestal».
Una empresa en apariencia floreciente. La página exhibía fotos de camiones y maquinaria terrestre magníficos. Pero también incluía un apartado de «Transporte en helicóptero».
Vi las imágenes. Producían vértigo. Cuatro aparatos en alquiler. Fotografiados en plena acción en la montaña. Tuve la convicción de que uno de ellos había servido para asesinar a las hermanas M’Bow. No me quedaba más que encontrar cuál de las tres empresas beneficiarias de las subvenciones había alquilado a la SPAAVMEF el aparato con el que habían transportado a las dos. A menos que el implicado fuese el mismo arrendador…
Hacerme con las actas de las reuniones de la hermandad, el conjunto de patronímicos citados en ellas, y cotejarlos con los organigramas de las tres empresas de explotación forestal y con el de la SPAAVMEF me llevaría quizás horas, pero estaba decidido. Si un miembro de la hermandad a la que pertenecían Marc-Aurèle Cassou y el hermano de Burger estaba asociado a una de las empresas que habían alquilado los helicópteros, correría gustoso a interrogarlo.
Tenía una pista y no estaba dispuesto a abandonarla. Pero antes bajé a la cocina.
Llené de agua la base de la cafetera italiana, de café molido el filtro, atornillé la parte superior. Iba a poner al fin la cafetera sobre el fuego cuando…
Llamaron a la puerta.
¿Paco, Jean-Luc, Perle o Mylène?
Abrí haciéndome esta deliciosa pregunta: ¿a cuál de esas personas a las que tanto me gustaría recibir en otras circunstancias iba a cerrar la puerta en las narices?
En el umbral había un tipo.
Alto, delgado, llevaba camiseta blanca y pantalón negro.
Me eché ligeramente hacia atrás.
Llevaba un portafolios en la mano.
Me relajé pensando que contendría ejemplares de La Atalaya:
Testigo de Jehová.
Siempre me ha encantado aterrorizarlos. Odio a esa gente, siempre educada y complaciente, persuadidos de que vas a acabar en el infierno por lujurioso, perezoso o incluso simplemente egoísta.
Pero, esta vez, me reconocerán que tenía mejores cosas que hacer.
—Disculpe —dije—, pero no creo ni en Dios ni en el diablo. Y no tengo tiempo que perder.
Esperó a que lo mirase para responderme.
—No estoy aquí para convencerlo. Porque sé que ya está convencido.
Sus ojos eran de un negro intenso. Hundidos en un rostro pálido, tan pálido que la sangre se heló en mis venas.
—Está convencido de la existencia de Dios y del diablo —repitió—, y espera, como todo ser humano, la hora del juicio final.
Quise protestar, pero me sentí desprovisto de voluntad.
—Se siente feliz de que yo esté frente a usted. Se siente colmado. Tiene ganas de seguirme y se viene conmigo.
Lo seguí sin conseguir dejar expresarse a la voz que en el fondo de mí sentía ganas de exclamar: «¡Basta! ¡Déjeme en paz! ¡No tengo ninguna gana de escuchar sus tonterías!».
Se dio la vuelta y se dirigió hacia un Dacia blanco, un vehículo tan desprovisto de prestigio que deduje que, por muy dotado que estuviese de magnetismo sobrenatural, ese triste caballero debía su aflicción a dificultades financieras y, así pues, solo podía tratarse de un perdedor, en ningún caso de un tipo que pudiera imponerme su voluntad… En eso estaban perdidos mis pensamientos.
A pesar de eso, continué obedeciéndole, sin que le fuese necesario alzar el tono.
Abrí la puerta por iniciativa propia, diciéndome en el fondo de mí mismo: «Joder, ¿qué coño estás haciendo? ¡Reacciona, hostia!».
Me senté y me puse el cinturón de seguridad, como acababa de ordenarme.
Antes de arrancar, me asestó:
—Va a descubrir todo lo que se puede conseguir con la complicidad del Cielo.
Y, como permanecía con la boca abierta, añadió:
—Cierre la boca, parece tan estúpido que vamos a llamar la atención.
Todavía tuve tiempo de vislumbrar a mi vecina haciéndome un corte de mangas, antes de que el tipo me dijese:
—Ahora, duerma.