Capítulo V
El crimen no tenía por qué estar relacionado con la supuesta homosexualidad de Sixto, pero merecía la pena visitar el Bovary, comprobar la coartada del muchacho e investigar algo más acerca de sus amistades. Hay que tener en
cuenta que en los ochenta los gais aún estaban bastante marginados, y la sociedad en su conjunto —incluida la policía — solía relacionar de forma injusta esos locales con la prostitución, la pederastia y demás delitos sexuales. Pensaba en eso, en echar un vistazo al Bovary, cuando Yáñez me anunció la llegada del siguiente declarante.
Carmelo Bautista, el portero, era un hombre de 55 años, de pelo canoso y con la coronilla tan vacía como la de un fraile. Ceñudo y de mirada huidiza, era menos grueso que su esposa, que era de la proporción de la mesa camilla, y algo más alto que ella. La habitual postura encorvada de Carmelo los igualaba hasta una altura que no llegaba al metro cincuenta. Se diría que su porte doblado era consecuencia directa de vivir en el bajo, de estar sometido a la presión del vetusto edificio. Lo cierto es que la talla de ambos ayudaba a que se asemejaran aún más. La pareja tenía un aire familiar, como si fueran hermanos en vez de marido y mujer. Un caso curioso puesto que era un matrimonio sin hijos, que suelen ser el nexo común que hace que los padres terminen pareciéndose. Aquí se aplicaba perfectamente lo de que la mujer viene de la costilla del hombre, si bien en este caso, ella parecía haberse comido el costillar entero.
Aunque llamé sólo al marido, se presentaron los dos para ser interrogados. Yo quería retrasar todo lo posible el turno de Remedios —definitivamente no la soportaba—, así que le rogué amablemente que se fuera, que Carmelo debía estar solo a la hora de responder a nuestras preguntas. A regañadientes, Reme nos dejó con su marido y se fue a sus quehaceres, que eran limpiar la escalera, la planta baja y el zaguán, además de cotillear todo lo que pudiera.
Carmelo también protestó con un gesto de desaprobación cuando despedimos a la portera, no estaba en absoluto cómodo ante nuestra presencia sin el apoyo de su mujer. Se le notaba inquieto. No quiso sentarse para dar la impresión de que estaba de paso, una táctica destinada a conseguir acortar el interrogatorio.
El aspecto montaraz de Carmelo se debía a la forma de vestir: iba sin corbata y con una chaqueta ajada de tweed gris con coderas negras, tan elegante como un saco de patatas. Unas manchas de sudor asomaban por las axilas y un tufillo acre confirmaba que el portero se había saltado la ducha esa mañana. Mientras Yáñez no tenía más remedio que permanecer sentado para poder escribir —y eso le situaba al alcance de la fragancia del portero—, yo preferí retroceder un par de pasos para evitar el desagradable olor.
—Entiendo que se relacionaba bastante con Ginés Bárbulo… —dije desde un lugar más seguro, al otro lado de la mesa.
—Igual que con los demás, ni más ni menos.Carmelo comenzaba el interrogatorio de lo más cortante, pero yo ya estaba acostumbrado a los sujetos que incluían la aversión a la policía entre sus fobias. La mayoría de ellos no tenían la conciencia demasiado tranquila.
—Don Ginés era el más viejo del lugar —prosiguió el portero—. Cuando me contrataron, ya vivía aquí. —¿Cómo era? ¿Cómo se llevaba con los vecinos? —No sé cómo se llevaba con ellos, yo sólo me preocupo de hacer mi trabajo —dijo Carmelo lacónico y susceptible. —Pero se habrá formado alguna opinión acerca de él… Carmelo se encogió de hombros y se estiró la chaqueta, como si aquella prenda pudiera tener algún arreglo: —Lo que yo opine no importa, y desde luego no tiene nada que ver con la labor que desempeño en el edificio. Yáñez y yo nos miramos. La cosa se ponía difícil. —Lo que le pido es un comentario personal, no se preocupe que no va a salir de esta investigación… —Mire, yo sólo trabajo aquí. —Carmelo fruncía aún más el ceño, tanto que las cejas casi se llegaron a tocar.—Precisamente por eso —exclamó Yáñez.
—No sé qué es lo que piensan de los porteros, pero conmigo se equivocan. Ya se lo he dicho: me dedico a mis obligaciones y no me meto en los asuntos de nadie. Con don Ginés sólo trataba temas relacionados con el bloque.
—¿Era el presidente de la comunidad?
—Desde primeros de año.
—Sí, lo compró hace unos meses. La otra propietaria es la señora Expósito, la del segundo.
—Al tener dos de los tres pisos, supongo que eso le daba a Bárbulo la mayoría a la hora de tomar decisiones —inferí para ver si soltaba algo más la lengua. Tuve suerte:
—Así es. En la última reunión, prácticamente se autonombró presidente.—¿Y eso hacía que se llevara mal con Lara? —Aún no sé por qué me referí a la señora Expósito por su nombre de pila; ¿por qué me tomé esas confianzas cuando ni siquiera la conocía?
—No he dicho que nadie se llevara mal con él. ¿O lo he dicho?—No, no lo ha dicho —confirmó Yáñez con desagrado, quizás por el mal olor.
—Pues eso.
—De acuerdo, tranquilo —quise cambiar de tercio—: ¿Nos puede decir dónde estaba la noche del pasado dos de abril?
—¿Es que soy sospechoso? —El portero seguía en sus trece y cada vez se mostraba más desconfiado.—En absoluto —contesté lo más rápido y sincero que pude para relajar la actitud de Carmelo—, es la misma pregunta que les estamos haciendo al resto de vecinos. Intentamos situar a todo los inquilinos del inmueble en el momento del crimen.
—Estaba aquí, en mi casa. Durmiendo. ¿Qué otra cosa iba a hacer?—No lo sabemos, ¿nos lo dice usted? —Yáñez perdió la paciencia.
—¿No oyó ningún ruido de madrugada? —atajé con velocidad para diluir el comentario de mi subordinado.
—No, no creo… —¿No cree? —repetí.
—Tengo problemas de próstata y suelo levantarme varias veces para ir al cuarto de baño, en una de esas ocasiones me pareció oír algo, pero no estoy seguro…
—Cualquier cosa puede ser importante…—Eran las cuatro más o menos cuando fui al servicio. Ya en el aseo, me pareció oír sonido de puertas que se abrían y cerraban en el piso de arriba.
—¿En la primera planta?
—Sí.
—Continúe.
—No hay mucho más que contar: fui a la cocina a beber un vaso de agua y me asomé a la ventana del patio. Miré hacia arriba y vi que la luz del segundo piso estaba encendida. Luego se apagó. Nada más. Me volví a la cama.
—A ver si me aclaro —intervino Yáñez—: Oyó ruidos en el piso de Bárbulo, pero la luz que estaba encendida era la de la señora Expósito.
—Eso es.—Un poco raro ¿no? —opinó Yáñez.
Carmelo se volvió a encoger de hombros, pero no abrió la boca.
—¿Algo más que destacar esa noche? —inquirí. Carmelo negó.
—Con respecto a lo que se oye desde su vivienda, desde aquí, ha declarado a mis compañeros que solían oír discutir a Bárbulo…
—Yo no he dicho nada de eso.—Bueno entonces habrá sido su mujer. Ya hablaremos con ella… —mascullé resignado— ¿Qué opina de Sixto, el nieto del fallecido?
—No tengo nada contra esa gente, si es eso lo que me quiere preguntar. —Los recelos de Carmelo le jugaron una mala pasada.
—¿Qué gente? —se adelantó Yáñez.
—Ya saben a qué me refiero, no intenten jugar conmigo…
—¿Los homosexuales? —exclamé—. ¿Los maricas? — aclaré dada la expresión de ignorancia que asomó por el rostro de Carmelo cuando pronuncié la primera palabra.
—No tengo nada contra ellos. Mientras me dejen en paz… El muchacho me parece una buena persona que no se mete con nadie y que cuidaba de su abuelo lo mejor que podía.
Me sorprendió que la condición de invertido de Sixto, que al parecer era suficientemente conocida en el bloque, no estuviese reflejada en el informe preliminar. Un dato que se le había escapado al inspector de la policía judicial, o que no lo vio importante, y que le daba al caso un giro inesperado.
De Carmelo no sacamos nada más. Todo parecía indicar, para mi desgracia, que la verdadera fuente de información en la portería era Remedios. A pesar de ello, decidí llamar primero a Lara, quería saber qué estaba haciendo despierta a las cuatro de la madrugada, precisamente la hora que el forense había acotado para el homicidio. Aunque me intrigaba esa cuestión, realmente lo que quería, lo que deseaba, era hablar con ella, conocerla mejor. ¿Qué me estaba ocurriendo con aquella mujer a la que apenas había visto unos segundos?