Capítulo II

El crimen tenía pinta de ser pura rutina, eso me dijo Castillo con desdén cuando me despedí de él en la comisaría. Un comentario que pronto advertí era de lo más irónico, dado lo estancado del caso. El inspector que se había encargado de las diligencias previas me puso al día cuando ya comenzaba la segunda semana desde el hallazgo de la víctima. Me dijo que las investigaciones se encontraban en un

punto tan muerto como el finado. Al parecer el viejo —el fallecido era un hombre mayor, ya jubilado— vivía con la persona que descubrió el cadáver, su nieto de dieciocho años. Todo parecía indicar que el chaval se lo había cargado dadas las continuas peleas que se oían desde el piso de abajo, el del portero. Esas fueron las conclusiones que el comisario extrajo de dichas diligencias. Mi misión era “muy sencilla”: conseguir las pruebas necesarias para que el juez no tuviera más remedio que encerrar al joven. Para Castillo, la culpabilidad del único sospechoso era clara, sólo había que demostrarlo; pan comido.

De camino a la escena del crimen, intenté memorizar todos los datos que había leído en el dossier que me largó el comisario:

La víctima se llamaba Ginés Bárbulo, un inválido de sesenta y siete años de edad, viudo, funcionario de Hacienda y jubilado. Bárbulo vivía con su nieto, Sixto, desde hacía dos años. El abuelo lo acogió cuando Sixto se quedó huérfano al morir sus padres atrapados entre los hierros retorcidos de su automóvil, en el fondo de un precipicio, al salirse de una carretera sinuosa de vuelta de una cena con amigos.

Bárbulo y Sixto ocupaban el primer piso de un inmueble sito en el número 27 de la calle Felipe II, en pleno barrio del Porvenir de Sevilla. La vivienda era propiedad del difunto, igual que el piso tercero del mismo bloque. Ambos apartamentos eran los únicos activos conocidos de Bárbulo que vivía de su pensión. Algo a tener en cuenta como posible móvil económico del nieto, si bien, las casas eran demasiado antiguas, sin ascensor, necesitadas de reformas y, por tanto, con poco valor en el mercado inmobiliario.

La distribución del bloque era de un piso por planta: en el bajo vivía el portero, Carmelo Bautista, junto a su mujer; el segundo, justo encima de donde vivían Bárbulo y Sixto, era propiedad de Lara Expósito, una madre soltera con una niña pequeña de tres años; por último, en el tercero, se alojaban tres estudiantes universitarios cuyo arriendo se sumaba a la exigua pensión de Bárbulo para conformar los únicos haberes del viejo.

Los hechos: el cadáver fue encontrado por el nieto a eso de las nueve de la mañana del miércoles 2 de abril. La versión del joven era que acababa de llegar de la calle tras pasar la noche fuera, que llamó a la policía cuando después de prepararle el desayuno a su abuelo vio que el anciano yacía sin vida encima de la cama. El informe del inspector que atendió las diligencias previas, junto al de la policía científica y el forense, dictaminaron que Bárbulo fue asesinado alrededor de las cuatro de la madrugada del mismo día, con un arma corta de nueve milímetros, de un disparo en la frente y a través de un cojín que se usó para amortiguar el ruido. El hombre fue hallado en pijama, dentro de su cama, entre sábanas. Aunque la silla de ruedas se encontraba cerca, la escena del crimen daba a entender que lo sorprendieron durmiendo.

La casa había sido registrada de cabo a rabo sin ningún resultado. No había rastro del arma del crimen y las huellas encontradas eran todas de la víctima y su nieto. La última consideración era la más importante: la puerta de la entrada al domicilio no había sido forzada, por lo que se infería que, o bien el asesino tenía llave, o bien alguien le había abierto desde dentro.

Esos eran los datos conocidos, poca cosa.

Yáñez, como de costumbre, se convirtió en mi sombra en cuanto me asignaron el trabajo. Me acompañó a todas partes, y por supuesto también fue conmigo ese día. Lo encontré más nervioso de lo normal, seguro que era consciente de que se iba a enfrentar a su primer caso de importancia. El aprendiz de sabueso estaba más inquieto que un torero el día de la alternativa: yo conducía y él no paraba de anotar cosas en una libreta verde, tamaño cuartilla, mientras comentaba aspectos relativos al caso, suposiciones aventuradas cuando aún no habíamos interrogado a nadie. Él también había leído el informe y, lógicamente, se estaba haciendo una composición de lugar.

La verdad es que me gustaba la buena actitud del alumno, pero lo veía demasiado entusiasmado. Ya tendría tiempo de darse cuenta de que su trabajo no era como el que posiblemente imaginaba, el que seguramente habría leído en las novelas policíacas o visto en las series de televisión de detectives que inundaban la pantalla. Pronto descubriría que las persecuciones, tiroteos y demás acciones espectaculares iban a ser sustituidas por aburridas y largas sesiones de interrogatorios que, generalmente, no conducían a nada, o lo que era peor, lo enredaban todo aún más. Eso pensaba yo cuando ni por asomo se me habría pasado por la cabeza que el bisoño policía, finalmente, me fuera a salvar la vida en una de esas operaciones más propias de las películas que de la realidad.

Lo que sí teníamos en común con la ficción era que ambos íbamos de paisano. Yo usaba la ropa que Conchita me regalaba continuamente. Casi siempre iba de estreno, de ahí que mis envidiosos compañeros se metieran conmigo cuando decían que me había convertido en un pijo. A mí me daba igual, prefería ponerme ropa de Lacoste nueva que tener que lavar el fárrago de camisas y pantalones usados que se amontonaban en mi pequeña habitación de la residencia. Yáñez, sin embargo, se tomó al pie de la letra lo de “detective de la secreta” y vestía como si fuera un nuevo Serpico, con unos vaqueros gastados y una camiseta de los Rolling Stones que se burlaba del personal al mostrar su característica y enorme lengua roja. También le encantaba colgarse del cuello una gruesa cadena dorada, como las que usan de adorno los camellos de Harlem, y prender de ella la placa de identificación a juego con el metal del collar. Sólo le faltaba el pelo a lo afro. Precisamente, eso era lo que no cuadraba: su rapado, estilo soldado de operaciones especiales, cantaba tanto con la vestimenta y complementos blaxploitation como Humphrey Bogart en una del oeste.

La animosa charla con Yáñez —en realidad, un monólogo — hizo que, a pesar de las veces que me perdí, se me pasara el viaje en un suspiro. Después de unas cuantas vueltas, conseguimos llegar a Felipe II.

Había un hueco precisamente en el número 27 como si estuviera reservado para nosotros. Aparcamos.

Sentí un escalofrío al observar el edificio desde dentro del coche, al mirar hacia arriba. Por alguna razón, me imaginaba que el bloque de pisos aún guardaba el cadáver de Bárbulo en su interior, como si fuera un enorme mausoleo que se erigía solitario flanqueado por dos construcciones mucho más bajas, una farmacia y una frutería.

Yáñez, que también parecía contemplar el edificio, tomó algunas notas más antes de salir del automóvil. La escena del crimen era una construcción antigua —hoy ya no existe— en una calle que por aquel entonces era más residencial que comercial. Al obsoleto edificio le faltaba una mano, o dos, de pintura blanca sobre el revoque. Sus ventanas de triste mirada observaban con envidia la lujosa urbanización que se levantaba ufana al otro lado de la calle, detrás de la hilera de plátanos de sombra. Era una comunidad de vecinos de clase media alta, toda vallada y rodeada de cipreses recién plantados. El jardín interior parecía un parque botánico donde predominaban tilos, acacias y jacarandas que circunvalaban a una piscina en forma de judía. La colonia aún en construcción mostraba con orgullo su primera fase: un flamante edificio de ladrillo visto cuyo bajo había sido alquilado a la Caja de Ahorros del Aljarafe. El escaparate de la sucursal de la entidad financiera ofrecía hipotecas oportunistas a muy bajos intereses. La invitación a endeudarse de por vida y pertenecer a tan lujosa comunidad era al menos elegante: letras ocres sobre un fondo donde predominaba el tono verde del logotipo de la empresa. A la derecha de la entrada acristalada del banco, había un cajero automático donde tres personas en fila india esperaban su turno para sacar dinero, justo enfrente de donde habíamos dejado aparcado el coche.

Bajé del vehículo y vi cómo nos miraban los de la cola de la caja de ahorros. Se nos debía notar a la legua que éramos policías, que veníamos a investigar el crimen. Les lancé una mirada desafiante, aún no sé por qué, supongo que me molestaba dar pábulo a comentarios con mi presencia. Siempre he sido bastante reservado, pero en mi profesión es imposible no ser el centro de los chismorreos de barrio cuando, además, mi manera de actuar ha sido siempre la misma: interrogar a los testigos o sospechosos en la escena del crimen o en sus inmediaciones. Digamos que trasladaba mi despacho desde la comisaría a otro lugar lo más cerca posible de los hechos. Estar allí, hablando con las personas implicadas, me ayudaba en la resolución del caso, me acercaba a la víctima; y a su verdugo.

—¿A quién vamos a interrogar primero? —El remedo de enfrentamiento con los clientes del banco había quedado en nada cuando Yáñez me lanzó la pregunta después de levantar, por fin, las narices de su libreta.

—Al nieto —respondí.