Capítulo III
Situé mi particular cuartel general en el bajo, en la vivienda del portero. El encargado no parecía muy feliz con mi decisión, pero su mujer, una cotilla a todas luces, se mostraba encantada con tenernos allí para interrogar a los vecinos del inmueble. Supongo que ella se creía partícipe en la investigación; no podía estar más errada. Remedios Pacheco, que así se llamaba, era una persona menuda y
gruesa, atada a un eterno delantal como de pescadera, que no dejaba ver si se había cambiado de ropa o siempre llevaba la misma. Tenía cara de cerdito, voz atiplada y llevaba unas gafas que parecían formar parte de su rostro, siempre apoyadas en la nariz. Unos anteojos inútiles, pues jamás miraba a través de ellos. Se diría que los utilizaba a modo de parapeto para observar a escondidas, para espiar protegida tras las lentes.
Establecimos el “despacho” en la salita de estar de los porteros: una pequeña habitación con una mesa camilla, una mecedora y dos sillas. Los únicos adornos en una pared empapelada con un horroroso diseño de flores eran un par de cuadros amarillentos de escenas de caza y un bodegón tan castigado por los años como los anteriores. No había librería, ni aparador, ni armario, nada; sólo una mesita abatible negra ligeramente labrada en el borde, con patas que recordaban a las columnas salomónicas por lo retorcido de su diseño, y que servía de apoyo a un televisor vetusto con antenas de cuerno. Un lugar, por tanto, poco apetecible, en el que estuvimos el tiempo justo para interrogar a los vecinos.
Mientras Yáñez fue a buscar a Sixto —desde el día del asesinato, el nieto de Bárbulo vivía en un hostal de la misma calle, unos números más arriba—, yo aproveché para visitar la escena del crimen. El portero me dio la llave y subí sin compañía los gastados escalones de la escalera. Para llegar al primer piso, al de Bárbulo, había que superar dos tramos de unos doce peldaños cada uno que ascendían paralelos y en sentido contrario. A la derecha de la escalera, el muro tapaba un hueco vacío que se utilizaba como patio interior, como tendedero me dijo Remedios —«Llámame Reme.», insistió; no le hice caso, no solía tomarme confianzas con nadie y menos con aquella chismosa—, mientras, a la izquierda, se encontraba la parte habitable del edificio que rodeaba parcialmente el patio por la zona norte. Los dos tramos de escalera se repetían idénticos de planta en planta.
Tuve que insistir dos veces en que quería subir
solo para poder quitarme de encima a “Reme” que ya me estaba
cansando. Cuando por fin lo conseguí, oí las pisadas de alguien que
bajaba.
Era ella.
La vi como si fuera una aparición de un universo paralelo, o de algún sueño pretérito del que apenas recordaba nada más que su imagen cautivadora. La luz se colaba a baja altura por el zaguán y provocó un extraño efecto en ella cuando la alcanzó directamente, como si estuviera presenciando el rodaje de una película y alguien hubiera encendido un foco sobre la estrella del filme. Tenía el pelo encendido, y no era el sol que la anunciaba sino el color de su cabello. Era de un tono cercano al de los girasoles en el famoso cuadro de Van Gogh, una especie de ocre rojizo difícil de describir que me tuvo hipnotizado un buen rato.
—Buenos días —saludó.Yo no dije nada, le debí parecer un estúpido o un maleducado, el caso es que me quedé petrificado como Edith cuando se dio la vuelta para observar la destrucción de Sodoma; yo también debí sufrir un castigo divino por mi lujuria contenida ante la visión de la mujer más bella que jamás haya visto ser humano. No era excesivamente joven, diría que frisaba la treintena, pero su cuerpo era el de un ángel: esbelto, delicado y firme. Vestía de blanco, como le corresponde a un ser que vive en el Paraíso. Su rostro parecía cincelado para la más bella de las cariátides del Partenón, así de distante me parecía. No era más alta que yo, pero recuerdo que la miraba en contrapicado, desde el ser insignificante que era en comparación con ella. Cuando pasó a mi lado, un ligero aroma a colonia fresca me dejó un recuerdo que los años no han conseguido borrar; al revés, el tiempo ha hecho que idealizara su imagen y que dicho olor lo asociase para siempre al lunar de su mejilla izquierda cuando se cruzó conmigo.
Estaba tan afectado por su presencia que no me di cuenta de que no iba sola hasta un instante antes de que abandonase el portal: llevaba de la mano a una niña pequeña, también pelirroja, con un vestido rosa rematado por detrás con un gracioso lazo. Entonces deduje que, según el informe que me entregó el comisario, debía tratarse de la mujer que habitaba en el segundo piso: Lara Expósito.
Aún aturdido por el encuentro, comencé a subir las escaleras. Recuerdo que pensé por un momento en la canción de Led Zeppelin, “Stairway to Heaven”, muy adecuada por la procedencia celestial que le asignaba a Lara, pero enseguida se esfumó la metáfora divina cuando, superado el primer recodo, también se extinguió la claridad procedente del sol de la mañana y me quedé a oscuras.
Como no llegué a ver dónde se encontraba el interruptor de la luz, subí casi a tientas hasta alcanzar por fin la puerta del primer piso. Ya había pasado más de una semana desde el asesinato, pero la entrada seguía precintada. Rompí el sello y accedí a un apartamento cuyo olor a cerrado asocié con la muerte. Descorrí las cortinas del salón y abrí la ventana de la terraza algo desesperado porque sentía que me faltaba el aire. El soplo de una brisa fresca con olor a azahar fue como una bendición, nunca agradecí tanto la presencia de los naranjos amargos, abajo, en la calle.
La distribución de la entrada de la vivienda era clásica: el hall daba a la cocina y al salón. La cocina tenía una planta irregular por el hecho de bordear el patio interior; allí, una pequeña ventana, como una tronera, dejaba la posibilidad de tender la ropa.
La sala de estar era deprimente; con muebles antiguos de pino donde una escribanía abierta y un aparador, ambos barnizados de marrón oscuro, flanqueaban una librería con escasos volúmenes en sus anaqueles, la mayoría de contabilidad. Del resto de enseres, sólo un bargueño labrado aparentaba cierto valor, mientras la mesa con carcoma del comedor, las sillas de piel sintética y ajada, la alfombra desportillada, la araña de vidrio deteriorado y los cuadros de láminas de motivos religiosos vivían sus últimos años al servicio del hombre.
Encima del bargueño había dos candelabros de plata (algo muy apetecible para un ladrón —pensé— o para alguien que quisiera simular un robo) que custodiaban a un marco de alpaca con una Polaroid en color en su interior. La fotografía era de Bárbulo y su nieto. Abrí el marco y me guardé la instantánea que, por la fecha escrita al dorso, era bastante moderna. En ella, el anciano estaba en una silla de ruedas con gesto adusto. Sixto, detrás, intentaba sonreír. Bárbulo vestía un abrigo negro y se protegía con unos mitones grises las nudosas manos, como si estuviera en el Polo Norte. Los dos posaban en el parque de Maria Luisa delante del paso de palio de la Virgen de la Hermandad de La Paz, en la procesión del Domingo de Ramos. Me imaginé que los había abordado algún fotógrafo ambulante y no tuvieron más remedio que acceder a ser retratados.
Recuerdo bien la fotografía porque me desagradó el aspecto del inválido que daba la impresión de adelantarse a su propia muerte, tan sólo unos días después: la tez, de un sutil tono oliva, como si la imagen estuviera afectada por la pátina del tiempo, y la afilada nariz aquilina y el pelo y las cejas teñidas de un negro irreal, eran los propios de un cadáver después de una sesión de maquillaje para el velatorio.
Del salón se llegaba, a través de una puerta corredera, a un pasillo con tres puertas. La de la izquierda daba acceso al dormitorio principal, que a su vez contenía un aseo en el interior; las de la derecha eran un cuarto de baño y otro dormitorio más pequeño. La portera me había explicado que todos los pisos tenían la misma distribución, si bien, el tercero, el de los estudiantes, había sufrido una reforma para sacar un cuarto más del dormitorio principal.
La habitación de Bárbulo se mantenía como el día de autos. Era una alcoba grande que parecía haberse edificado en torno a la cama de matrimonio: solemne y con dosel de hierro, se erigía advenediza en el centro del dormitorio. En la pared de la derecha, junto a la puerta del cuarto de baño, se recogía un plegatín cubierto con arpillera y coronado por una jofaina de otros tiempos. Una colgadura de terciopelo bermellón, a la izquierda de la cama, quería darle mayor categoría al cuarto, pero sólo conseguía envolver de melancolía el cuadro tenebrista de algún antepasado que parecía flotar en el aire. La cama desecha, el cojín destrozado por el disparo, las manchas de sangre en almohada, sábanas y colcha, anunciaban la tragedia de la semana anterior. La silla de ruedas estaba girada hacia el lecho, como un testigo silencioso de lo ocurrido el dos de abril.
Con la misma aprensión de asfixia de la entrada, descorrí con fuerza la cortina de lino y abrí el ventanal que ocupaba buena parte del muro frontal, y que descubría una pequeña terraza. Me asomé para respirar hondo, pero gestioné mal la entrada de aire. La tos debió ser bastante escandalosa porque Yáñez y un joven clavado al de la fotografía miraron con sorpresa hacia arriba, justo en el momento que accedían al bloque.