Epílogo

Hacía tan buena tarde que decidieron comer y pasar la larga sobremesa en la terraza. Rosique no solía perdonar la siesta, pero aquel día había sido muy especial. Se encontraba tan excitado que le habría resultado imposible pegar ojo.

Primero fue la sorpresa en el trabajo. Era su última jornada en la comisaría, el día en el que se jubilaba después de cuarenta años de servicio y, aunque se esperaba una copa de despedida, unas palabras cariñosas y una metopa dedicada, no se imaginaba lo que le aguardaba. Aquello sobrepasó todas las expectativas: desde el comisario hasta el último funcionario, allí estaban todos sus compañeros, toda la gente de la brigada, pero también algunos de sus mejores amigos ahora destinados en otras dependencias de la capital e, incluso, en otras ciudades. La verdadera conmoción sobrevino cuando una autoridad apareció en mitad de la celebración: nada menos que el comisario jefe don Pedro Yáñez.

«¿Cómo estás, patrón?», fueron las primeras palabras de Yáñez; las dijo sonriendo y guiñando un ojo cómplice que nadie entendió. A Rosique se le saltaban las lágrimas. El abrazo fue de los que hacen época. Estuvieron así más de un minuto, se miraban incrédulos y se volvían a abrazar. No se veían desde los tiempos en los que trabajaron juntos en Sevilla. Rosique no le había perdido la pista, sabía de los éxitos de su antiguo pupilo y los compartía como si fueran suyos. Al fin y al cabo, todo lo que sabía se lo había enseñado él; «bueno, seguramente todo no, pero sí lo más importante», solía decirse entre sonrisas.

Yáñez había cambiado, apenas le quedaba pelo y disfrutaba de una barriga cervecera que había alimentado con los años, pero la mirada era la misma desde esos ojos negros como el carbón. Seguía hablando por los dos y no paraba de preguntarle a su antiguo jefe cómo le había tratado la vida. Sabía que Rosique se había estancado en su empleo de inspector, seguramente a causa de los informes negativos que Castillo le “regaló” cuando Rosique pidió el traslado a Madrid. Pero también conocía la trayectoria del inspector, el número record de casos resueltos y el prestigio que tenía en el cuerpo. Cuando Rosique le comentó que le habían llamado de la Academia para dar una conferencia, no le extrañó en absoluto. «¿Quién mejor que tú, patrón?», exclamó Yáñez al tiempo que le propinaba una fuerte palmada en la espalda.

Después de unos minutos de charla, Rosique se dio cuenta de que su amigo no estaba tan cambiado. Reconoció al Yáñez de siempre, a aquel muchacho cuya fortaleza procedía del campesino que llevaba dentro, el que llegó a trabajar de sol a sol cultivando girasoles y que un día decidió cambiar los aperos del campo por la placa de policía. Aquella extraordinaria persona que le salvó la vida.

Precisamente, Rosique le comentó a Yáñez que su conferencia iba a centrarse en aquel caso, que lo iba a poner como ejemplo, aunque sin dar los nombres verdaderos de los implicados, ni las múltiples ocasiones en las que el inspector se saltó los procedimientos. Se centraría en recalcar lo importante que son todas las pruebas. Que cualquier dato aparentemente sin trascendencia, insignificante, como la hora en el reloj de un peatón, podía ser determinante para dar con el culpable de un crimen. Un asesinato, el del 86, que tenía todas las posibilidades de haber quedado impune, o de haberse resuelto de forma equivocada, sino llega a ser porque no pasaron por alto ningún detalle.

Yáñez no pudo quedarse mucho más tiempo debido a sus múltiples obligaciones, pero acordaron en verse más a menudo. Después de mandarle recuerdos a su esposa, el eximio comisario abandonó la sala con un «Cuídate, patrón». Rosique agradeció enormemente el gesto de su amigo y se prometió a sí mismo que no dejaría que pasara tanto tiempo sin volver a ver a Yáñez. Ahora que Rosique estaba jubilado podría ir a verle a Sevilla y recordar los viejos tiempos. Además, aún tenía un asunto pendiente con él. Algo de lo que no habían hablado desde que en aquella primavera del 86 le ordenó a Yáñez no tocar nunca más el tema.

El inspector le prohibió que siguiera investigando a Lara; y Yáñez obedeció. Sin embargo, Rosique nunca se quedó del todo tranquilo después de haber escuchado las extrañas circunstancias que subvertían la muerte de Rodrigo Canales. Cuando Castillo le apartó del caso, tras el fallecimiento de Cardoná, Rosique aprovechó su inactividad para hacerle una visita al notario de Lara. Algo que a Yáñez le faltó por hacer en su día.

—Estaba seguro de que tarde o temprano esto iba a suceder —le confesó el notario a Rosique cuando el inspector le preguntó por los detalles legales de la operación con Lara. Quería saber cómo se orquestó el oportuno cambio de titularidad del piso, justo antes del incendio en el que perdió la vida Canales.

—¿Se ha enamorado usted alguna vez de alguien? —fue lo siguiente que dijo el notario.
—¿Cómo? —La pregunta le cogió totalmente desprevenido al inspector

—Me refiero a enamorarse de verdad. Sentir por otra persona algo tan fuerte que dar la vida por ella se convierta en una nimiedad.

—Sí, pero no sé que tiene que ver…
—¿Sí? ¿Seguro? —El notario no parecía muy convencido. Guardó silencio unos segundos, como si estuviera sopesando la certeza de la afirmación de Rosique, después, manifestó con gravedad—: He decidido dimitir del puesto de notario, pero si quiere detenerme está en su derecho.

—¿Dimitir? ¿Por qué? ¿Quiere, por favor, explicarse desde el principio?

—Sí, claro que quiero, estoy deseando soltar esta carga que no me deja vivir. No duermo por las noches y estoy siempre de mal humor en la oficina... —El notario era un hombre derrotado por el remordimiento. Transido de dolor, hundió su cabeza entre los brazos como si estuviera a punto de llorar —. Descargo mis malas pulgas en el trabajo y la tomo con mis empleados, con mi familia… Así no puedo seguir…

—Tranquilícese. ¿Tiene algo para beber?

Si tenía. De una cómoda extrajo una botella de Ballantines y dos vasos. Rosique pasó, pero el notario se sirvió un buen vaso de whisky.

Después de dos tragos, el notario respiró hondo y se sinceró con Rosique. Le contó que antes de conseguir la plaza de notario había sido el abogado del orfanato y, por tanto, de Lara desde que era una niña. Siempre que visitaba el hospicio le traía regalos a la pequeña. La vio crecer y, con el tiempo, aunque lo mantenía en secreto, se había enamorado de ella. Cualquier cosa que Lara le hubiera pedido, la habría hecho sin dudar, sin pararse a pensar en las consecuencias. Incluso saltarse la ley si era necesario con tal de ayudar a la mujer que amaba. Precisamente eso fue lo que Lara le pidió cuando Rodrigo Canales murió en el incendio: al día siguiente del siniestro, fue a visitar al notario. Estaba desesperada. Realmente sólo fue a consultar con su amigo si había algún medio legal de evitar quedarse en la calle después del fallecimiento de su pareja. El notario lo tenía claro: no había solución. Al menos no la había legal.

—Así que falsificaron el poder notarial —concluyó Rosique de forma sucinta.

—Y la fecha del cambio de titularidad del piso para que constase que se firmó dos días antes del incendio — reconoció el notario.

La siguiente cuestión era obvia, pero le costó formularla a Rosique. Le preguntó si Lara había asesinado a su pareja. El notario no lo sabía, ni quería saberlo, lo único que añadió fue lo que ya había adelantado: que pensaba dimitir de su cargo por motivos personales. Rosique no lo detuvo. El inspector lo comprendía perfectamente: ambos estaban enamorados de la misma persona. Él habría hecho lo mismo.

Todo lo que ocurrió en el despacho del notario lo tenía grabado Rosique en su memoria como si hubiese sucedido tan sólo unas horas antes. Con los años, había conseguido dejar de atormentarse, pero el volver a ver a Yáñez le había transportado de nuevo a aquellos días en los que su vida era un verdadero caos.

En ello pensaba cuando recibió la llamada de su mujer. «Gracias, mi amor, se me había olvidado por completo.», admitió Rosique cuando su esposa le recordó que tenía que ir al aeropuerto a recoger a las gemelas. El inspector, expolicía a partir de ese momento, se despidió de sus compañeros y se fue a por sus hijas. Otra de las sorpresas agradables del día.

María y Teresa eran la versión femenina de Rosique. Ambas con el pelo castaño y los ojos azules. Altas y estilizadas, para su padre eran las más guapas de toda la galaxia, si bien, eran igual de despistadas. Al introducir las maletas en el coche, se dieron cuenta de que llevaban un equipaje equivocado. Tuvieron que volver a la terminal para recoger las suyas y calmar a los verdaderos dueños que ya se encontraban en el mostrador de reclamaciones.

—Todas estas maletas pequeñas son iguales —se excusó María.
—Es imposible distinguirlas —añadió Teresa.

Entre risas, por fin llegaron a su casa donde les esperaba su madre con la comida preparada. La velada fue deliciosa y todos estaban encantados, y eso que Rosique no sabía que aún quedaba una tercera sorpresa para completar el día.

Llegó con el crepúsculo.
Era ella.

La luz se colaba a baja altura por la terraza y provocó un extraño efecto cuando la alcanzó directamente. Tenía el pelo tan encendido como el horizonte, del mismo color ocre rojizo difícil de describir. Ya no era tan joven, acababa de cumplir treinta y un años, pero su cuerpo era el de un ángel: esbelto, delicado y firme. Vestía de blanco, como le corresponde a un ser que vive en el Paraíso.

—Cada vez te pareces más a tu madre —alcanzó a decir Rosique que se levantó para abrazar a su hija y darle dos sonoros besos en las mejillas—. Gracias por venir, Blanca. Menuda paliza ¿no?

—No me lo podía perder, papá. Tampoco ha sido para tanto, en AVE son menos de dos horas.
—Ya, pero sé que estás muy atareada con la mudanza y todo eso.

Blanca se había casado hacía tan sólo dos meses y por razones del trabajo de su marido se habían ido a vivir a Córdoba. Estaban montando la casa.

—Bah, no te preocupes. Por cierto, Martín no ha podido venir, si hubiera sido un fin de semana…

A Rosique no le importaba demasiado que su yerno no estuviera en casa, de hecho, lo prefería, así estaba la familia reunida de nuevo; como antes de la boda.

Después de saludar a sus hermanas, se sentó al lado de su madre.

Rosique se quedó mirándolas, como hipnotizado. —¿Qué? —preguntó Lara con un mohín.

—Nada. —Rosique seguía enamorado de su mujer, como el primer día que la vio en las escaleras de aquel edificio que se caía a pedazos. Las arrugas de su rostro tan sólo indicaban que los años habían pasado por ella, pero seguía siendo la mujer más bella que jamás haya visto ser humano. El pelo rojo ya no era su color natural, aunque había procurado siempre teñirlo lo más parecido posible al de su juventud; al de Blanca—. Esta noche cenamos fuera, ¿os apetece?

El plan fue aprobado por unanimidad.

—De acuerdo, pero no tenemos nada que ponernos, ¿verdad chicas? —la pregunta de Lara era un ofrecimiento velado para salir de compras con sus hijas. Todas comprendieron en seguida; Rosique también.

—Vale, vale. Pero no os gastéis mucho.
—Noooooo —dijeron las cuatro a la vez.

—Ya. Bueno, iros, dejarme solo. Así aprovecho y le doy un repaso a la conferencia.

—Mucho estás escribiendo para una charla de una hora ¿no? —opinó Lara que no quiso confesar que lo había leído todo.

—Es sólo un borrador. He estado anotando todo lo que recordaba, hasta el mínimo detalle. Ahora lo que voy a hacer es un resumen de unas pocas páginas, para dejar sólo lo que interesa…

—Muy bien, pero recuerda que ahora ya estás de vacaciones y me prometiste que nada de trabajo, que empezase a hacer las maletas.

—Sí, de vacaciones perpetuas.
Todos rieron. Las mujeres se fueron de compras y Rosique se quedó unos minutos más en la terraza.

Cuando se asomó para ver salir del bloque a las mujeres de su vida, se felicitó por las buenas decisiones que había tomado al final de aquel año 86. No fueron debidas a un impulso, sino a una meditada reflexión, casi a una cuestión de supervivencia: llevaba varios meses, desde la primavera, al borde de la depresión, con la misma existencia que la de un zombi, sin dar un palo al agua, con mil asuntos pendientes de resolver y con la cabeza siempre en otra parte, pensando en ella. Sencillamente, no podía vivir sin Lara.

Se agarraba con fuerza a cada minuto, a cada segundo de aquella noche en el piso de Lara. Recordaba cada mueble y rincón de la habitación en la que hicieron el amor hasta la madrugada. Jamás olvidó los pósteres que adornaban las paredes y el armario. Las películas. De ahí vino su afición al cine: quería ver todas y cada una de las cintas que tanto le gustaban a Lara. De esta forma se sentía más cerca de ella.

Dejar a Conchita, pedir el traslado a Madrid y volver con Lara. Las únicas opciones posibles.

Sabía que dejar a Conchita le iba a afectar a su carrera, como de hecho así fue, pero no le importó. Sólo le preocupaba una cosa: se preguntaba si Lara querría vivir con él. La volvió a ver en el juicio, pero no se atrevió a hablar con ella. Allí, en el juzgado, consiguió su nueva dirección en Madrid. Se armó de valor y le hizo una visita. Los nervios se le pasaron cuando Lara abrió la puerta. Vio cómo le miraba y eso lo tranquilizó. Estaba descalza. Sin decir una palabra se subió en los pies de Rosique, le rodeó con los brazos y lo besó en la boca.

El matrimonio, Blanca, las gemelas, una vida en común, todo eso se tradujo en los mejores años de sus vidas.

No hablaron nunca del caso que los unió para siempre. Rosique tampoco le comentó lo que había averiguado en su visita al notario. Lo sucedido en el pasado quedó atrapado en la memoria, en los recuerdos que ambos tenían, pero que nunca compartían por temor a que pudieran estropear su felicidad.

Para Rosique fue inevitable que, de vez en cuando, le asaltaran las dudas. No dejaba de ser una terrible paradoja que un inspector de policía como él, finalmente se hubiera casado con una asesina. Eran momentos de incertidumbre que, si bien, no le ocurrían con mucha frecuencia, cuando lo hacían, siempre eran rechazados de la misma forma: Rosique amaba a Lara desde el primer instante en el que la vio, lo que ella hubiera hecho antes no era importante si se tenía en cuenta que dar la vida por Lara era una nimiedad.