Capítulo XI

Estaba a punto de abandonar el despacho de Castillo, tras los pasos de Yáñez, cuando el comisario me agarró por el hombro para detenerme en seco.

—Espera, que tengo que hablar contigo —dijo en un tono grave que no me gustó nada—. Cierra la puerta y siéntate. Volví a mi asiento con la seguridad del reo que observa desde su celda cómo construyen el patíbulo..
—¿Cuándo te vas a decidir?

De nuevo la pregunta. Esta vez no piqué el anzuelo, ni siquiera le eché un vistazo rápido al remedo del test de Roschach. Opté por encoger ligeramente los hombros, poner cara de tonto y callar como un muerto.

—No podemos esperar toda la vida a que te animes a casarte con mi hija —aclaró Castillo.
—«Ah, era eso» —me dije sorprendido—. Precisamente hoy pensaba comentarlo con ella —mentí con voz trémula. —Pues ya es hora, la pobre se creé que vais a seguir así toda la vida.

—No, por supuesto que no. —La negativa valía para cualquiera de las preguntas: si íbamos a estar así siempre, si me iba a casar con ella o si le iba a pedir la mano a su padre. “Por supuesto que no”.

—Tú indecisión le está haciendo mucho daño. Parece mentira que un hombre serio, un inspector de policía, se porte como tú lo estás haciendo —subrayó el comisario mientras me acusaba apuntándome con la boquilla de la pipa —. No es justo para ella y ya me estoy cansando de este noviazgo eterno. La gente empieza a murmurar, y eso sí que no.

—Claro que no. —Era incapaz de pronunciar otras palabras.

—Menudo día me dio ayer la niña. Me decía, entre suspiros, que se va a quedar para vestir santos. Se pasó toda la tarde lloriqueando. Puedo soportarlo casi todo, pero el llanto de Conchita me saca de quicio, y lo que más me molesta es que es gratuito. Todo culpa tuya, así que ya estás espabilando…

—De hoy no pasa —acerté a decir.
—Eso espero.

La conversación fue corta, pero intensa. Castillo dio dos golpes en el cenicero con la cachimba, como un juez cuando dicta sentencia, después se levantó con brusquedad y me abrió la puerta. Lo hizo tan rápido que me quedé unos segundos sentado, como si la cosa no fuera conmigo. Enseguida reaccioné y salí del despacho todo lo deprisa que pude. Cuando la puerta se cerró tras de mí, sentí la misma presión sobre mi cabeza que la que siente un buceador a doscientos metros de profundidad.

«Debería estar contento —pensé—, tantos años esperando esta oportunidad y me la sirven en bandeja.» Ya no tendría que pasar por la terrible prueba de pedirle la mano de Conchita a mi jefe. Únicamente debía hablar con ella y fijar el día de la boda. Facilísimo. Muy sencillo.

Tan sólo había una pega: ya no estaba seguro de estar enamorado de Conchita.

Esa noche, en efecto, quedé con mi novia. Como llovía a cántaros, la llevé al cine. Amparándome en un supuesto despiste mío —algo muy normal—, fuimos al Avenida para soportar una de amor y lujo que tanto le gustaban a Conchita, pero, ¡oh torpeza!, la que queríamos ver la echaban en el Rialto. Cuando nos dimos cuenta ya era demasiado tarde, ya no llegábamos, lo mejor era quedarnos allí. Tan sólo teníamos tiempo para comprar las entradas y dar un pequeño paseo bajo la lluvia antes de entrar en la sala. Eso me permitió ver la zona de “ambiente”, tal como la llamaba Yáñez, e identificar al Bovary y a otros bares del estilo.

Mi treta para salir por la zona de la estación de Córdoba funcionó, pero tuvimos que tragarnos una película de los años cincuenta: “El Hombre Tranquilo” de John Ford. Para más inri, se trataba de una versión original subtitulada dentro de un ciclo sobre el cineasta estadounidense. Aunque no me libré de más preguntas acerca del futuro matrimonio — estaba claro que padre e hija habían hecho ya planes como consecuencia de la pequeña charla que tuve con el comisario por la mañana—, las pude eludir con facilidad gracias a los letreros que “había que leer, si no pierdes el hilo”.

Al final, la velada resultó mucho mejor de lo que esperábamos: Conchita no paró de llorar o de reír, según la escena, mientras yo me transportaba directamente a Inisfree, igual que el protagonista de la película. La culpa la tenía una historia romántica en la que el héroe (John Wayne) se enamora de una pelirroja (Maureen O’Hara) desde el primer momento en el que la ve en aquellos verdes prados irlandeses de su tierra natal. La comparación con lo que yo estaba experimentando en la vida real fue inevitable. Así, al tiempo que visionaba la secuencia en la que el personaje masculino besa a su amada en medio de un temporal, yo me veía a la carrera en busca de Lara. Imaginaba ese beso bajo la lluvia (la que realmente caía en el exterior de la sala), y casi sentía el tacto del deseable cuerpo de Lara a través del empapado vestido de lino blanco.

La realidad me golpeó con fuerza cuando encendieron las luces de la sala y vi que no era Lara la que se encontraba a mi lado.

—No te ha gustado, seguro —exclamó Conchita al ver el gesto de decepción.

—¿Cómo?
—La película, que no te ha gustado.

—Ah, no, digo sí…, ha estado muy bien, pero es que me encuentro algo cansado.
—Ese nuevo asunto os está quitando el sueño; mi padre parece agotado.

—La verdad es que el caso se ha complicado más de lo esperado; y es cierto que no me vendría mal dormir un poco más.

La excusa me vino al pelo porque mi novia no volvió a referirse al tema del matrimonio y, por otro lado, me permitió llevarla enseguida a su domicilio sin más historias. Después, hice una llamada desde la cabina más cercana y volví de nuevo a la estación de Córdoba.

Llovía a cántaros, pero allí me esperaba Yáñez, en la puerta del Bovary.