Capítulo XVI
Noté que no había sido un sueño por la molestia que sufrí al abrir los párpados: la ventana sin cortinas protectoras dejaba que la luz del sol de la mañana me golpease directamente en los ojos. También sentí cierta presión en el pecho. Era Lara, su cabeza reposaba en mí. Dormía profundamente. Intenté no moverme para no despertarla. Tampoco oía ruidos en el cuarto de al lado: Blanca debía
dormir tan placidamente como su madre. La sensación de tranquilidad y bienestar que experimenté fue total. Nunca me había encontrado así de bien. Sentirse parte de aquella familia que despertaba en una soleada mañana de primavera, debía ser lo más cerca que había estado nunca de la felicidad absoluta.
Hasta ese instante no me había percatado en cómo era el dormitorio. Contemplé la habitación, quería memorizar el lugar donde había pasado la primera noche con Lara para recordarlo siempre. La amplia cama de matrimonio llenaba el espacio. En el colchón de plumas te hundías irremediablemente. La ausencia de cabecero permitía acceder con facilidad a un anaquel repleto de libros y peligrosamente combado justo encima de las almohadas. No había mesillas de noche, sólo a la altura de Lara una pinza situada en el estante sujetaba un pequeño flexo que hacía las veces de lámpara de mesa. De las paredes blancas, a ambos lados de la cama, colgaban láminas con paspartú de famosas películas clásicas. En un rincón de la habitación aún permanecía una cuna, que supongo ya no era el lugar de descanso de Blanca. En el tabique de enfrente de la cama se había construido un armario empotrado. Estaba empapelado con gusto con tiras que simulaban cintas de celuloide. Eran fotogramas de un hipotético filme donde los protagonistas eran las estrellas más rutilantes de la época dorada de Hollywood. Así, iconos como James Dean, Marilyn Monroe o Humphrey Bogart se intercalaban entre famosas secuencias como las de King Kong en lo alto del Empire State Building, o las de Chaplin entre los engranajes de “Tiempos Modernos”. La afición de Lara por el cine era más que evidente.
Después del recorrido visual por el dormitorio, volví a la realidad a regañadientes, como el niño que se aferra a las sábanas, que se inventa cualquier excusa para no tener que ir a la escuela. No me había olvidado del caso, pero hacía esfuerzos para no pensar en él, para disfrutar de esos minutos únicos junto a Lara. Luchaba contra mi cerebro que me enviaba oleadas de pensamientos negativos con el objetivo de recordarme por qué me encontraba allí. Como en un flash me vinieron a la mente, primero, el oscuro salón de Bárbulo; después, la siniestra fotografía del parque; y más tarde, el Bovary y otra instantánea: la de Sixto y sus amigos en la fiesta de la primavera. Los nombres de Darío, Carmelo, Reme, Castillo, Yáñez y hasta Conchita —en especial Conchita—, me asaltaban sin piedad. Me paré en ella. Era la primera vez que engañaba a la que se suponía era mi novia; en ese momento decidí que también sería la última: jamás me casaría con ella. A la primera oportunidad que tuviera debía armarme de valor y romper nuestra relación antes de que fuera demasiado tarde. En realidad ya era demasiado tarde: la mujer que deseaba yacía junto a mí. Acabábamos de hacer el amor varias veces a lo largo de esa noche.
El problema era que Lara era la principal sospechosa en un caso de asesinato. Reconozco que deseé lo peor para Bárbulo, donde quiera que estuviese. Aquel maldito usurero se merecía padecer eternamente en el más horrible de los infiernos. Pero eso no arreglaba nada. Tenía algo más de veinticuatro horas para demostrar la inocencia de Lara. ¿Y si era culpable? Las dudas asaltaban mi mente. De nuevo luché contra ellas de la mejor manera que sabía: mirando la carita de Lara, su precioso pelo encarnado, ahora ocre por la luz del sol, sus ojos cerrados y su gesto de placidez con una media sonrisa que reflejaba lo relajada que se encontraba junto a mí. Se debía sentir protegida y amada por el policía que en teoría debía arrestarla.
No podía ser culpable. No lo era. No.
Debía actuar ya, así que la desperté. Ella abrió los ojos, pero se
acurrucó aún más en posición fetal colocando su pierna izquierda
encima de las mías.
—Buenos días, mi amor —dijo al tiempo que bostezaba. Me armé de valor para hacerle una pregunta directa, había que ir al grano, no podía perder más tiempo:
—¿Por qué me mentiste?Mis palabras debieron activar algún resorte en el cuerpo de Lara porque se apartó de mí con rapidez, como si yo tuviera electricidad estática y el contacto con mi cuerpo le hubiese dado un calambrazo. Se separó hasta el otro extremo de la cama, levantó el brazo y, a tientas, buscó un paquete de tabaco que se hallaba en el filo de la balda. De la cajetilla extrajo un mechero Bic naranja y el último cigarrillo. Después arrugó el paquete y lo volvió a dejar en el estante, entre “La casa verde” y “Cien años de soledad”. Encendió el Ducados y dio dos caladas antes de responder con sequedad:
—No sé a qué te refieres.—Lo sabes perfectamente. El otro día, en casa de los porteros, me dijiste que no tenías ninguna relación con Bárbulo, que tu pareja te había abandonado y se había largado a Venezuela… ¿Algo de lo que me contaste era verdad?
—Todo era verdad, simplemente oculté algunas cosas, pero no te mentí. No me apetecía hablar de nada de eso. Sabía que posiblemente investigarías y lo terminarías descubriendo…
—…pero a lo mejor no, y ante la duda, mejor no decir nada —terminé la frase.—Si tú lo dices… —Lara se levantó de la cama, ya no quería compartir sábanas conmigo. Dejó el cigarrillo en el borde de la estantería y se puso un camisón que había colgado de la cuna. Luego se volvió para hacerme el más cáustico de los reproches—: Vale, te oculté la verdad, pero no te engañé, algo que tú sí has hecho acostándote conmigo esta noche…
—Eso no es verdad. Yo te quiero. Te amo desde el primer momento que te vi. Estoy seguro de que lo sabes. Te quiero y quiero ayudarte. Ayer tenía que haberte llevado detenida a comisaría y me estoy jugando mi carrera por no haberlo hecho. Sólo quiero un poco de sinceridad, la necesito para demostrar tu inocencia.
—De acuerdo. ¿Qué quieres saber? Todo lo que te dije, lo relacionado con el crimen es la verdad: subí a la habitación de los estudiantes y les pedí que se callaran, nada más.
—Ya. Háblame de la deuda que habías contraído con Bárbulo.Lara se quedó pensativa, de pie, fumando como una locomotora. Cuando decidió contestar, comenzó a dar vueltas alrededor de la cama como un felino enjaulado.
—No podía pagar la hipoteca y le pedí dos meses de adelanto. Me prestó el dinero con intereses y se los estaba pagando con puntualidad. No tenía ninguna relación más con él.
—Bien. ¿Y tu ex? Dijiste que se fue a Sudamérica.—Después de nacer Blanca, nos abandonó. Yo al menos me sentí abandonada: frecuentaba otras mujeres y nos trataba como basura. No quería revivir todo aquello por eso no quise contar nada más. Después sufrió un accidente, se incendió la casa donde estaba pasando un fin de semana con una de sus amantes. Los dos fallecieron. La noticia me afectó, pero si soy sincera también me alivió, más que nada por Blanca. A la niña le evitó muchos disgustos y posibles traumas. Era muy pequeña, un bebé, y apenas recuerda nada de su padre: podrá vivir su vida sin tener que arrastrar esa carga.
Lara hizo una pausa, dio otro par de caladas y terminó: —Luego se llevaron el cuerpo a Venezuela. Eso es todo.
—¿Cómo es que unos días antes del incendio decidiste ejercer un poder notarial para cambiar la titularidad del piso?—Una casualidad. Puedes creerme o no, pero eso fue así. Rodrigo viajaba mucho por su trabajo y años atrás, cuando aún estábamos bien entre nosotros, decidió autorizarme ante el notario para que fuera su representante legal, por si en alguna ocasión hacía falta su firma mientras él estaba fuera. Cuando me cansé de sus infidelidades, y ante el temor de que nos dejara en la calle en cualquier momento, decidí ejercer el poder para asegurarme un techo para mi hija y para mí.
—¿Algo más que quieras decirme?
—No.
—Necesito saber que no me ocultas nada. Es importante para ayudarte. Yo te creo, pero necesito que los demás te crean también. ¿Lo comprendes?
No sé si Lara lo comprendía, pero ya no dijo ni una sola palabra más. Nuestra relación finalizaba cuando apenas estaba comenzando. La ruptura se confirmó cuando Lara apagó el cigarrillo con cierta saña en un cenicero de cerámica que había al final de la balda. Luego se fue a la ducha.
—Por favor, no salgas de casa —le grité desde la puerta del cuarto de baño.No sé si me oyó.
Cuando terminó de ducharse, yo ya no estaba.