Capítulo XXII

La lluvia era persistente, pero fina. Caía un chirimiri que calaba, pero no molestaba demasiado; el viento casi había desaparecido. Era como si hubiéramos pasado de una tormenta de verano levantina, a una llovizna gallega. Esteban Cardoná no podía andar muy lejos. Apenas habíamos permanecido un par de minutos en el drugstore y, según el empleado, teníamos que habernos cruzado con él. Como

mucho, nos sacaba esos dos minutos de ventaja. Se dirigía a la estación, así que teníamos que desandar lo andado. Dejamos de correr, pero caminábamos con rapidez, como los deportistas de marcha atlética: por nada del mundo queríamos sobrepasarlo. Lo que pretendíamos era controlar a todos los peatones que nos encontrábamos mientras bajábamos por Marqués de Paradas.

Conocíamos la cara de Cardoná, pero no teníamos ni idea de cómo iba vestido —me maldije por no habérselo preguntado al del Bovary ni al de las fotos, tan acelerados estábamos que no caímos en lo más evidente—, cualquier peatón de espaldas podía ser él. Llegamos otra vez a las inmediaciones del Avenida. Cardoná no podía haber avanzado tanto. En el cine, la cola improvisada de espectadores descontentos se había convertido en una melé descontrolada. Así era imposible reconocer a los que circulaban, entonces a Yáñez se le ocurrió una idea.

—¡Esteban Cardoná! —gritó con todas sus fuerzas.

La treta de Yáñez dio resultado: muchas personas reaccionaron mirándonos, pero sólo una de ellas salió corriendo.

Cardoná llevaba una cazadora oscura y unos pantalones marrones, parecía un piloto de aviación o uno de automóviles. De hecho, corría como si formase parte de un rally. Nada más vernos, cruzó la calle para quitarse de en medio la multitud. Su intención era bajar por la acera de enfrente, mucho más libre de peatones, en dirección a la estación de Plaza de Armas. Le seguimos sin vacilar, sin fijarnos en el tráfico, algo que casi me cuesta un disgusto porque un taxi paró cuando se agotaban los centímetros entre mis piernas y su parachoques.

Yáñez iba más rápido que yo: no tuvo ningún percance al cruzar la avenida y su juventud le daba una ventaja añadida. Lo malo es que no conseguía reducir distancias con Cardoná que, con toda seguridad, estaba más descansado que nosotros.

Con una separación parecida entre cada uno de los tres, perseguido y perseguidores, llegamos a la plaza de la Legión. Al borde del agotamiento, vi cómo Cardoná se introducía a empujones en la estación, en el cuerpo lateral derecho del edificio neomudéjar. Yáñez lo siguió. Yo opté por entrar por la estructura principal, la de la gran vidriera de cristal, cuyos arcos polilobulados dicen que se fabricaron inspirados en la mezquita de Tánger. Lo hice para cubrir una posible maniobra de salida de Cardoná por el vestíbulo. Una operación inútil porque cuando entré, me topé con Yáñez que giraba sobre sí mismo para dirigir su mirada hacia todos los lados. Mi compañero había perdido la presa.

Por más que nos esforzábamos, no lográbamos ver al fugitivo. Íbamos de un lado a otro del vestíbulo, parándonos en los andenes para observar al personal, pero era imposible distinguir a Cardoná entre tantos pasajeros. Se cumplía lo del bosque y los árboles: la frondosidad de la gente no dejaba ver, uno por uno, a los individuos que se desplazaban por todas partes. Cabía la posibilidad de que, antes de mezclarse con el público, para confundirnos más, Cardoná se hubiera desecho de la cazadora negra que era nuestra principal referencia. O que simplemente se dejó engullir por el gentío. El caso es que no lo veíamos por ningún lado.

La estación de Plaza de Armas, o de Córdoba, llamada así por el sentido septentrional de la mayoría de los destinos de llegada y salida, en esos momentos se me antojaba enorme. Tenía una estructura semicircular de hierro y cristal que se mantenía abierta por la parte norte y cerrada por la sur para proteger del viento a los pasajeros. Pasado el vestíbulo, tres andenes interiores daban acceso a cuatro vías: dos en el andén central, y una más en cada uno de los andenes laterales. A otro par de vías más se podía acceder fuera de la montera del edificio central; se encontraban éstas a ambos lados de los andenes laterales.

Más allá de las últimas vías de la estación se levantaba una hilera de arrayán y enebro que separaba los raíles, digamos operativos, con otros de mantenimiento. Eran los que conducían a las cocheras; o los que formaban parte de algunas vías muertas donde yacían furgones jubilados. Trenes sin vida que esperaban el despiece para servir de chatarra antes de ser reciclados. Un remedo de reencarnación metálica donde lo que antes eran vagones del ferrocarril más tarde serían electrodomésticos o material de construcción.

Mientras esa zona del exterior permanecía a oscuras, la estación sí que disponía de alumbrado de emergencia; si bien, la luz de los andenes, y las de las tiendas y cafeterías de los edificios adyacentes al central, era escasa. Seguramente los generadores auxiliares sólo proporcionaban energía a los puntos más importantes, a los servicios mínimos que garantizasen un suficiente funcionamiento del ferrocarril.

Un reloj circular de gran diámetro presidía el frontal de la estación, tanto por fuera, de cara a la plaza de la Legión, como por dentro, en el enorme hall. Estaban a punto de dar las 22:30 y la afluencia de público era masiva. El vestíbulo y los andenes eran un constante movimiento de personas que iban o venían. Entre ellas, las que acababan de bajarse del tren procedente de Huelva. Pasajeros que, por la forma de ir vestidos y lo animada de su actitud, tenían como destino el recinto ferial a pesar de las adversas condiciones meteorológicas.

Los altavoces no dejaban de sonar: avisaban de la inminente llegada del TALGO procedente de Madrid; de la maniobra de una locomotora en una de las vías centrales; y de la salida del expreso con destino Irún a las 22:45.

Yáñez y yo nos miramos al oír ese último aviso, estábamos pensando lo mismo y echamos a correr también a la vez. El respiro que nos habíamos tomado buscando a Cardoná nos dio nuevas fuerzas para recorrer, en tiempo record, toda la estación hasta salir de debajo de la cubierta. En el aviso habían anunciado que el expreso de Irún se encontraba estacionado en la vía 6, es decir, en uno de los andenes laterales, ya fuera del edificio central. Hacía allí corríamos.

Redujimos la marcha al llegar al inicio del andén para no alertar a Cardoná. Un expreso con vagones de primera, segunda y coches cama, aguardaba en la vía como una enorme serpiente dormida. A pesar de que el tren estaba a punto de salir, aún quedaban pasajeros en el andén. Unos corrían por fuera para alcanzar el vagón asignado, otros lo hacían por dentro para asegurarse de que no se iban a quedar en tierra. El tren era extremadamente largo. Se extendía más allá de la acera y casi alcanzaba un sistema de cambio de agujas. La maquina locomotora, y un par de furgones de correos y mercancías enganchados al último wagon-lit, se hallaban estacionados en las vías desnudas, ya sin que los viajeros tuvieran posibilidad de acceso a ellos.

El andén parecía el de una pedanía. Tenía una cubierta en uve para proteger a los pasajeros de las inclemencias del tiempo. Otro reloj circular blanco colgaba de una de las vigas de hierro que, a modo de cuadernas de un barco, sustentaban la estructura del techado. La esfera del reloj era de mucho menor tamaño que el que presidía el vestíbulo, y seguramente se trataba de un repetidor de aquél porque sus manecillas también daban las 22:43.

Apenas dos minutos para la salida del tren nocturno y sin señales de Cardoná. ¿Nos habíamos precipitado? Nos situamos a la altura del primer coche cama para observar mejor, de atrás hacia delante, todos y cada una de los vagones en los que había público agolpado a las escalerillas. Tuvimos suerte: vimos cómo el banquero subía a trompicones a uno de los vagones de literas, a unos cincuenta metros de donde estábamos. Tal como imaginaba, Cardoná se había desecho de la cazadora y ahora mostraba una camisa burdeos de manga larga.

El fugitivo nos había visto. Sin pensarlo dos veces, se arrojó dentro del coche.
—Síguelo por el interior, pero ten cuidado, no sabemos si va armado —le ordené a Yánez—. Yo voy por fuera.

Así lo hicimos. A medida que avanzaba por la acera, veía a Yáñez a través de las ventanillas cómo se abría paso entre los pasajeros por dentro del vagón, cómo sorteaba con dificultad, pero sin parar, gente y maletas. Yo adelantaba mucho más por fuera. Mi intención era sacar suficiente ventaja para acorralar a nuestro objetivo entre dos fuegos, para esperarle cuando saliera del tren.

Cuando Cardoná agotó su recorrido por el coche cama, se asomó por la puerta para bajar al andén, pero me vio correr hacia él. No debió tener muy clara la maniobra de escape porque decidió volver a entrar para acceder al siguiente tramo por el interior. La misma situación se repitió tantas veces como vagones había hasta llegar al último. Yo lo esperaba atento y Yáñez le pisaba los talones. El tren no terminaba de salir, debía estar a la espera de la llegada del TALGO de Madrid. Al final, Cardoná no tuvo más remedio que saltar, pero lo hizo por la parte de la vía y no por el andén. Subí al tren y bajé por el otro lado lo más rápido que pude. Cardoná ya había atravesado las vías. Yo intenté hacer lo mismo, pero cuando estaba entre los dos primeros raíles, un potente foco me iluminó y me quedé tan petrificado como un conejo ante los faros de un coche. Era la locomotora que estaba efectuando maniobras. Recuerdo que me dio tiempo a pensar que allí terminaba mi corta existencia. Cerré los párpados para ver el “The End” de la película de mi vida. Cuando estaban a punto de salir los créditos, recibí el mayor empujón que me hayan dado nunca: era Yáñez que de forma providencial se había echado encima de mí. Tuvimos suerte, salimos despedidos justo a tiempo de evitar ser atropellados por la locomotora cuyos frenos, si bien protestaban como una hiena en celo, no fueron capaces de hacer parar las doscientas toneladas de la máquina diesel.

Aún aturdidos por el golpe, desde el suelo, vimos a Cardoná saltando de una vía a otra sin dejar de mirarnos. Volvía a sacarnos ventaja y ya sólo un par de raíles le separaban de la línea de arbustos que anunciaban el final de la estación propiamente dicha.

Entonces, el TALGO hizo su entrada.

Como si estuviera al tanto del problema y hubiera acudido presto en nuestra ayuda, el ferrocarril articulado acabó de golpe, nunca mejor dicho, con la persecución:

Cardoná se fue de esta vida a la misma velocidad con la que fue alcanzado por el tren.