El Mar de la Imaginación
El cielo estaba encapotado y caía una tormenta de mil demonios sobre Venezia.
Natsuko se protegía de la lluvia con un pequeño paraguas japonés y Ozú usaba la capa del bandolero que se escabulló con el rabo entre las piernas al ver a Akira desenfundando un sable de samurái para depilarle las cejas.
Los rayos destrozaban las farolas del alumbrado público con una puntería asombrosa y reventaron en pedazos la luna de una zapatería. El parabrisas de un camión mercancías saltó por los aires.
-La cosa se ha puesto fea –dijo Ozú, mascando tabaco como un cowboy del Oeste.
Natsuko estornudó.
Los truenos eran ensordecedores. Su onda expansiva arrastraba a los viandantes menos pesados; un anciano a duras penas se mantenía de pie apoyándose en su bastón.
Al ver el cielo cubierto de murciélagos sedientos de sangre que amenazaban con abalanzarse sobre la ciudad, Akira tuvo la tentación de tomar un rifle para practicar el tiro al blanco con ellos, pero pensó que debían ir cuanto antes a la Plaza de San Marcos para proteger a los caracoles gigantes que se dirigían a Vladivostok, y al tiranosaurio y el dragón mensajero que dormían en la escalinata de la catedral.
-Hoy no es un día apropiado para salir a jugar –dijo Natsuko, y estornudó tres veces.
Estaba muy guapa con su vestido rosa con volantes. Tenía un lazo en la cabeza y zapatitos rojos de charol. Los gatos callejeros la rodeaban, mirándola por encima de sus gafas de sol que ahora no les servían para nada.
-Soy la princesa Natsuko –dijo ella, divertida, y añadió, antes de estornudar otra vez-: ¡El rey ha prometido mi mano a quien me traiga la luna y el sol!
Los gatos callejeros salieron corriendo, empujándose unos a otros. ¡Se creían capaces de atrapar la luna y el sol para ponerlos a los pies de su princesa!
-Son unos ilusos –dijo Natsuko riendo con malicia.
-No deberías burlarte de sus sentimientos –dijo Ozú, que se había enredado con la capa del bandolero.
-Subamos a esa carroza del Oeste que se dirige a la Plaza de San Marcos –dijo Akira, y tuvieron que disparar con sus escopetas a los feroces indios apaches que intentaban asaltarlos.
-¿Por qué tienen tanto interés en abordar la diligencia? –dijo Ozú, arrancándose la flecha que se había clavado en una de sus púas.
-Quieren secuestrar a la hija del Gobernador –dijo Akira, sentándose junto a una preciosa niña de trenzas rubias y ojos azules.
-Mi padre, el Gobernador, os dará una recompensa si me salváis –dijo la niña.
-¿Qué recompensa?
La niña se encogió de hombros, sonriendo, coqueta.
Akira pensó que era increíblemente guapa y encantadora.
-Un saco de oro, imagino –dijo ella, entre suspiros.
-Yo aspiro a conquistar tu corazón –dijo Akira besando su mano como un caballero andante.
La niña se sonrojó. Akira deseaba raptarla para ir al fin del mundo, pero habían llegado a la Plaza de San Marcos y tuvieron que apearse de la carroza. La hija del Gobernador se despidió sacando por la ventanilla un enorme pañuelo que casi se engancha en las ruedas de la carroza.
-Ha sido un paseo muy agradable –dijo Natsuko tirando en una papelera su pequeño paraguas japonés; había dejado de llover y lucía un sol espléndido.
Ozú arrojó a la papelera la capa del bandolero.
-Los apaches son unos borrachos –dijo, viendo que los indios se bajaban de sus caballos para entrar en las tabernas de la Plaza de San Marcos.
Akira respiró a pleno pulmón, con los brazos extendidos, rodeado de las palomas que picoteaban migas de pan del suelo.
-¡Hoy será un gran día! –dijo mirando el cielo mientras los tibios rayos de sol caldeaban su cara.
Los caracoles gigantes que se dirigían a Vladivostok habían avanzado cuarenta y dos centímetros. El que ocupaba el primer lugar de la fila les sonrió, deteniéndose, y los trescientos caracoles que había detrás de él se aplastaron contra su espalda.
-¿Qué tal vais? –preguntó Akira.
-¡Sin novedad en el frente! –contestó el caracol gigante guiñando una de las antenas.
-Ya os falta un poco menos para llegar a Vladivostok.
Akira saludó al tiranosaurio y al dragón mensajero, que hacían una ciudad de hormigas en la escalinata de la catedral, y se subió a un puente para contemplar el Gran Canal.
-¡Allí está Aldo! –exclamó, corriendo a su encuentro.
Aldo era un anciano lobo de mar con la cara surcada de arrugas y la barba blanca.
Aun siendo el gondolero más famoso de Venezia, Akira, Natsuko y Ozú eran sus únicos pasajeros…
-Hoy rescataremos a una niña que naufragó en el Mar de la Imaginación y está perdida en una isla, sola y triste –dijo Aldo mientras fumaba la pipa que le había robado a Calico Jack, el pirata más famoso del Caribe, y empuñó el largo remo de su góndola, la más grande y lujosa de Venezia.
Había muchas gaviotas en el cielo. El aire olía a sal y pimienta.
En cuanto dejaron atrás Venezia, vieron tiburones asomándose a la superficie del agua. Luego se cruzaron con un viejo barco ballenero donde había forzudos pescadores que cazaban una ballena blanca con sus arpones.
-¡Me encanta surcar el Mar de la Imaginación en tu góndola, Aldo! –exclamó Akira.
-Me alegra oír eso, hijo.
La brisa les acariciaba la cara y los tibios rayos de sol se colaban por sus ropas. Como tenían hambre, pescaron salmones, los cocinaron a la parrilla y se los comieron en un abrir y cerrar de ojos.
-¡Esto es vida! –exclamó Natsuko, despanzurrada en mitad de la góndola.
-No hay nada como comer pescado fresco cuando estás rodeado de gaviotas y tiburones –convino Ozú.
Luego Akira y sus amigos se quedaron dormidos.
-¡Hemos llegado! –los despertó la voz de Aldo al cabo de un rato.
La góndola había atracado en la playa de una isla desierta.
Salió a recibirlos una niña.
-¿Cómo te llamas? –le preguntó Akira.
-Gina –contestó ella con voz dulce y aflautada.
Al verla sonreír y mirarla a los ojos, Akira recibió un flechazo de Cupido en el corazón…