CAPITULO XI

Butterfly Saloon era una auténtica sucursal del infierno. Con la particularidad de que allí, hasta Satanás se hubiese sentido incómodo.

Mariposas, había más de una. Y volaban de un lado a otro muy ligeritas de ropa.

La concurrencia podía juzgarse a través de sus cataduras. Rostros cetrinos, sin afeitar la mayoría, se agrupaban en torno de las mesas, siguiendo con brillantes ojos el ir y venir de los naipes.

De vez en cuando se acercaba una mariposa para coquetear con uno de los jugadores. Pero éste, tras propinarle un cachete cariñoso en la parte más carnosa, le hacía ver la urgente conveniencia de volar rápidamente a otro lugar.

Los que no sentían interés por las cartas, sentábanse en la mesa de la izquierda o se apelotonaban en el mostrador, gritando, bebiendo y fumando.

Eso sí, cuando llegaba la hora de que la «Bella Scarlett» saltara al tablado, se acaban los gritos, las partidas de naipes, las amenazas y los insultos.

Todos se amontonaban alrededor del pequeño escenario que había al fondo, en la derecha para seguir con ojos brillantes las evoluciones de la morenaza de busto prominente y carnes turgentes.

Cuando Frankie Cooper dejó atrás los batientes del saloon, el espectáculo estaba a punto de comenzar.

Eso pude constatarlo por la batalla que unos y otros libraban con el afán de tomar posiciones.

Entonces, el centro del local quedaba vacío y era fácil acercarse al mostrador.

Cuando Cooper se acodó en él, sólo un viejo permanecía allí, paseando de un extremo a otro de la boca un bolo de tabaco.

Frankie se acercó a él indiferente.

—¿Toma un whisky, viejo?

—¿Cómo no? —exclamó con una sonrisa en la que mostró en toda su extensión una dentadura negra y amarilla—. Mi padre, que vivió un montón de años, jamás despreció una invitación cuando de beber se trataba. Yo, que fui su mejor hijo, perduró en sus costumbres. ¿Es usted forastero?

—Sí.

—¿Va a quedarse mucho tiempo en Boulder City?

Frankie se encogió de hombros.

—Depende del tiempo que tarde en localizar a Bob Dean y darle el encargo que le traigo de un amigo de Texas.

El cantinero les sirvió los vasos en aquel instante.

—¿Dean, dice?

—Eso he dicho. Bob Dean.

—Pues no le va a ser difícil encontrarlo —habló el viejo llevándose el vaso a los labios—, Ha llegado al anochecer en la diligencia y ahí lo tiene —extendió el índice hacia los primeros que se agolpaban cerca del tablado—. Es aquel tipo alto que lleva la camisa roja y el pañuelo negro. Se pone siempre muy elegante para ver a Scarlett.

—¿Es... su «amigo»?

—¡Ca, hombre! —exclamó el viejo con un significativo ademán—. Ella tiene muchos amigos. Claro que, como Bob maneja dinero, es uno más de la pandilla.

—¿En qué trabaja Bob?

—Pues... —hizo un gesto ambiguo—, con exactitud no sabría decirlo. Bob sale al primer parador a recibir a todas las diligencias de Carson City para relevar al mayoral. Pero... —se acercó al viejo hasta casi chocar con Frankie—, es en realidad un gun-man. De los que protegen los intereses del señor Stone. ¡No doy un centavo por la piel de Donald Fraley!

—¿El socio de Stone?

—El mismo. Lo arruinarán o lo matarán.

—¿De veras?

—Seguro.

—¿No sabe una cosa, viejo?

—¿Cuál cosa?

—Richard Stone está muerto.

Al sucio viejo barbudo de amarillentos dientes se le atragantó el whisky.

—¿Muerto?

—Del todo.

Frankie dejó unas monedas en el mostrador, palmeó la espalda del viejo y fue acercándose lentamente al nutrido enjambre de admiradores que tenía la «Belle Scarlett».

La verdad es que la chica no estaba nada mal. Y que sabía bailar y moverse con agilidad y gracia, sacando mayor provecho a su bien dotado físico.

El silencio era absoluto.

Roto, en algunos instantes, para corear los estribillos populares de la canción que ella interpretaba.

A Cooper poco podía interesarle la morenaza que a todos cautivaba.

Sólo Ruth Melfort tenía vida dentro de su pensamiento. Y con esa vida, la angustia de encontrarla pronto.

Pero se veía obligado a esperar. Y a confiar en que su plan tuviera éxito. ¿Exito? Un brusco pensamiento desalentador asaltó de improviso su cerebro.

¿Y si Bob no sabía...?

No. Los pistoleros de Stone eran los mismos que trabajaban para «El Misterioso». Y un hombre solo no habría podido llevarse a la muchacha.

Esperar..., tenía que esperar.

A que la morenaza terminara su actuación. A que Bob Dean decidiera abandonar el Butterfly Saloon.

 

* * *

A que Bob Dean decidiera abandonar el Butterfly Saloon.

Y caminar por las calles de Boulder City.

Hasta torcer por una transversal en la que no brillaba una sola luz. En la que todo eran tinieblas.

Fue un golpe seco.

Dean sintió de repente que, además de su flamante pañuelo negro, algo áspero rodeaba su cuello.

Y apretaba con fuerza.

—¡Agg!

Aumentó la presión, aflojándose de repente.

—Mantengo un revólver apoyado contra tus riñones, Bob. Si tratas de moverte, estás muerto.

—¿Quién...?

—¡Cállate! ¿Dónde está la muchacha?

—¿Qué... muchacha?

El antebrazo de Frankie se cerró peligrosamente sobre el cuello del pistolero.

—La que sacasteis del despacho de Stone.

—No sé...

Se vaciaban sus pulmones y el aire ya no llegaba hasta ellos.

—¡Agg!

—¿Hablarás?

—Sí..., sí... Se lo diré...

—¿Dónde habéis llevado a la chica?

—Al parador viejo..., al que ya no se usa. Está como a dos millas de aquí, por la carretera de Carson City.

—¿Quién está con ella?

—El... jefe.

—¿Quién es el jefe?

—Donald Fraley.

¡Donald Fraley!

Aquella revelación inesperada, sorprendente, asombrosa, dejó a Frankie estupefacto.

Atónito.

¿Cómo era posible?

¡Donald Fraley! El hombre honrado, según le habían dicho. Aquel a quien Stone pretendía arruinar.

Bob Dean, impuesto de que el otro estaba evidentemente confundido y había aflojado por completo la asfixiante presa, le propinó al momento un tremendo codazo a la boca del estómago.

Se revolvió entonces, dispuesto a machacarle la cabeza.

Pero Frankie, que había esquivado en parte el violento impacto, se hizo atrás en el momento en que el otro giraba, alzando la culata de su revólver.

Fue un chasquido espeluznante. De huesos rotos y machacados.

Eso, cuando la culata de Cooper mantenida en alto se empotró materialmente en el rostro de Bob Dean.

Cayó a plomo, exhalando un ronco gemido.

Frankie Cooper aún se mantuvo indeciso unos segundos.

¡Donald Fraley... David Melfort... «El Misterioso»...!

Ahora. Ahora llegaba el final.

¿Para quién?

 

* * *

—No..., no te alejes, pequeña. Eres muy hermosa. La última vez que nos vimos tenías cinco o seis años. ¿Quién iba a pensar...?

Ruth, convertido su rostro en una viva mueca de terror, desgarradas sus ropas, desorbitados los ojos, fue retrocediendo ante el avance del hombre.

David Melfort.

El que durante tantos años había creído su hermano.

Qué cruel era el destino.

—No huyas, Ruth. Solo quiero acariciarte. Luego..., luego te mataré. Para que cuando tu vaquero enamorado te encuentre, se acuerde de que a su hermana... ¿No te ha contado lo que le sucedió a su hermana?

—¡Monstruo! ¡Eres el diablo...! ¡La encarnación de Satanás...! ¡Asesino!

Brillaban.

Los ojos del hombre brillaban entre sádico y lujurioso.

Torcía.

Los labios, los torcía con un rictus malévolo siniestro escalofriante.

Y seguía avanzando.

Hasta que Ruth chocó contra la pared de la cabaña y no pudo seguir retrocediendo.

Entonces extendió él sus brazos.

La aferró por los hombros de un salto violento y la apretó contra sí, tratando de besarla.

Luego, en un arranque de rabia, puesto que Ruth se defendía a patadas y también tratando de arañarle, desgarró más de lo que estaba el vestido de ella.

Y se dispuso...

—¡Noooo...!

Se abrió la puerta con sonoro estrépito.

—¡Defiéndete, cobarde asesino...!

Se revolvió «El Misterioso» con un brillo homicida en su mirada.

Vio la silueta de Frankie Cooper. En el umbral. Caídos los brazos a lo largo de su estirado cuerpo.

Fríos los ojos azules. Inexpresivos.

—Ha sonado la hora de mi venganza, «M». Te voy a matar. Por las tierras que me robaste, por lo que tus hombres hicieron con Joan, por lo que ahora tratabas de hacer con Ruth..., por todo eso, por ladrón y por asesino. ¡Te he dicho que te defiendas!

—¡Y yo te dije que ese hombre colgaría de un árbol! —exclamó una voz a espaldas de Frankie.

La voz del mayor «Cáñamo».

Fue entonces cuando la quieta figura de «M» cobró velocidad centelleante en su movimiento desesperado.

«Sacó» como lo hubiera hecho el mejor de sus pistoleros.

Con ambos «Colt» en las manos, «El Misterioso», el hombre que había escrito páginas de horror y sangre en la historia del Oeste, cayó de rodillas.

Con el estómago perforado por el plomo que había brotado del «44».

Frankie Cooper, lentamente, apretó de nuevo el gatillo.

Un agujerito negro se dibujó en la frente del que estaba arrodillado. Y al instante, se desplomó de bruces.

—No, mayor Worth, no va a colgarlo —recitó con voz pausada Cooper, sin volverse.

—Lo sabía, amigo Cooper, lo sabía.

Frankie no lo oía.

Estaba sordo.

Mirándola como si el mundo fuera ella y no hubiera en el mundo nada más que ella.

—¡Frankie!

—Ruth..., pequeña muñeca de cabellos dorados... Ruth...

El mayor salió al punto, dando un portazo que estuvo a punto de derribar la vieja casa de postas.

Pero ellos no se enteraron.

Unidos en estrecho abrazo. Juntas sus bocas en un beso embriagador.

—¿Nos vamos, mayor? —preguntó el cabo, al otro lado de la puerta.

—¿A ti qué te parece?

—Pensaba que íbamos a esperarlos.

—¿Esperarlos? Merecerías que te arrancara esos galones. ¿De qué te sirven tantos años en el ejército?

—¿Pasarán la noche aquí?

—Y todas las que quieran.

Se abrió la puerta en aquel momento.

—Primero, tenemos que casarnos..., mayor —dijo suavemente, la voz de Ruth.

Charles Worth abrió los ojos.

¿Casarse?

—Me ha dicho que sí, mayor —añadió Cooper.

—Peor para ti, hijo. Peor para ti..., ¡en marcha!

Y los dejó allí, a la entrada del viejo parador.

—Mañana, antes de que muera el sol, nos casaremos.

—Sí, Frankie.

Y rodeó el cuello del hombre, ofreciéndole los rojos labios.

«Cuando muere el sol, brilla la hierba...»

Y se unían dos seres para toda una vida.

Aquellos que a la muerte del sol habían encontrado la desgracia, el infortunio..., la senda maravillosa de un sentimiento imperecedero.

El amor.

Que hacían patente con aquel nuevo beso apasionado que fundía sus corazones.

Un beso...

 

F I N