CAPITULO III

Frankie Cooper sabía que le estaban siguiendo.

Y pudo constatarlo al coronar la cumbre de una loma y mirar atrás, recorriendo un tramo extenso del sendero.

Un jinete tras cuyo caballo caminaba penosamente un mulo, entorpeciendo la velocidad que aquél deseaba imprimir a su marcha.

Porque estaba claro que trataba de alcanzarlo.

Desde allí arriba, le era imposible a Cooper identificar al jinete. Y, aunque no lo creyó peligroso, de serlo no se hubiera acercado tan abiertamente, se salió del camino y fue a ocultarse entre la arboleda.

Allí esperó la llegada de su seguidor.

Pudo distinguirlo con claridad en el momento que rebasaba la loma y empezaba a descender por la contrapendiente.

¡Era la muchacha rubia que se sentara a su mesa en el As de Trébol!

La veía en lo alto de su majestuosa cabalgadura color azabache, moviendo los verdes ojos de un lado a otro, nerviosa al parecer por la contrariedad que le producía no encontrar lo que buscaba.

Frankie salió de su escondrijo en el instante que ella tiraba de las riendas, deteniendo el avance del animal.

—¿Vienes a llorar sobre mi cadáver, rubia?

Dio la mujer un rápido giro en busca de la voz.

—Me llamo Ruth Melfort.

Cooper ensayó una burlona reverencia.

—Es un placer; señorita Melfort. ¿Debo entender que has abandonado tu empleo de Winslow? ¡Ah!, ya comprendo. Muerto Eddie Murdock, ¿quién va a proporcionarles dinero a sus pistoleros para que lo gasten en el As de Trébol? Y..., ¿dónde piensas hacer fortuna ahora?

Ruth desmontó ágilmente. Con una elasticidad de miembros impropia de una animadora de saloon.

Frankie, no pudo por menos que recorrer admirativamente su figura sugestiva y llena de encantos.

Vestida con las sencillas ropas de cow-boy, Ruth estaba mucho más encantadora que con su profesional atuendo de color verde

Desde la azulada camisa que contorneaba su busto firme y prieto, hasta los pantalones vaqueros que ceñían sus rotundas caderas.

Del cinto pendía la única nota material visible en aquella muñeca con rostro de porcelana.

Las fundas de dos contundentes «Colt» calibre 45.

Impropios, como su agilidad, de una cantante.

—Creía que eras otra clase de hombre —le dijo a Cooper con desprecio—. Pero me doy cuenta que nada te hace diferente a los pistoleros de Murdock.

—¿Adónde vas, Ruth? —preguntó él, sin mirarla, mientras acariciaba el húmedo hocico de su caballo.

—¡Qué te importa a ti!

—Diríase que has cabalgado toda la noche tras de mí.

Soltó Ruth una irónica carcajada.

—¿Detrás tuyo? No seas iluso, Frankie. No te muestres como el pobre diablo que eres ¿Detrás tuyo? ¡El hombre importante, el único, el matador de Eddie Murdock! Los historiadores escribirán tu nombre con letras de oro, ¿eh, Frankie? ¿Detrás tuyo? Jamás he caminado detrás de un hombre, si acaso, por el mismo sendero.

Frankie Cooper parecía no escucharla. Pero había dejado de acariciar al animal.

Y caminaba lentamente hacia la mujer.

—Es poner a prueba el dominio que un hombre puede ejercer sobre sus instintos, el hecho de encontrarse en estos parajes con una mujer como tú..., tan endiabladamente hermosa como tú, Ruth Melfort.

—De eso andas huyendo, Frankie Cooper. Por tu propia cobardía tratas de mostrarte duro, ofensivo, grosero si es preciso. Huyes de una mujer como sí se tratara del diablo. Por eso me insultaste en el As de Trébol, por eso has vuelto a ofenderme ahora..., ¡porque me ternes. Y la única forma de vencer tu miedo es hacer que te crean hosco y desabrido...

Frankie se había detenido a menos de un paso. Y Ruth seguía hablando, y Ruth seguía poniendo aquella vehemencia en sus palabras, y Ruth seguía mirando a sus ojos con los suyos...

Hasta que la tensión que dominaba a los dos seres, estalló.

En un abrazo violento y apasionado. En una fusión de sus cuerpos, estrechamente apretados el uno contra el otro.

En el ansia incontenible de buscar los labios a los labios. De unirse en un beso de fuego.

En un beso que ambos necesitaban para desahogar los sentimientos que, tan oprimidos, rugían ya dentro de su corazón.

Fue interminable. Extenuante. Les dejó sin resuello.

Y el jadeo de sus respiraciones pareció poner una nota de ardor en la vida silenciosa de la pradera.

Luego, transcurrieron varios minutos en los que sólo hablaron sus miradas. Con una elocuencia superior a las palabras, a las frases hermosas y gratas al oído.

Fue el canto mudo de dos almas afines, que, en la soledad de sus mundos, deseaban encontrar la fiel compañía de un silencio sonoro.

De una palabra. De un beso. De un jadeo.

De todo aquello que es vida, porque la vida es amor. Porque el amor es la esencia que une las almas solitarias.

Cómo las de Ruth y Frankie.

—Perdóname...—dijo él.

—¿Por qué?

—No he debido besarte.

—¿Lo deseabas?

—Tanto como matar a Murdock.

—Voy detrás de ti, Frankie. Desde el momento en que aprovechando las explosiones de júbilo de los habitantes de Winslow, escapaste del pueblo.

—No es verdad, Ruth. Mintiéndome no me haces ser mejor.

—Lo eres. Sólo faltaba que te atrevieras a demostrarlo.

—Soy un pistolero.

—Eres un hombre honrado, noble y justo.

—No es cierto,

—Lo es. Y seguiré tu camino.

Una sombra de tristeza empañó los ojos azules de aquel hombre alto, delgado, de piel curtida y manos duras.

—Mi camino... no tiene fin. Es largo. Es el camino de la muerte.

—De la venganza, Frankie. Dos hombres son ahora la causa de tu vida errante, el motivo de que para ti no exista la paz en ningún rincón de la tierra. Murdock ha sido el principio de un final que se llama «el Misterioso». Con ese nombre sobre una sepultura, empieza el fin de tu camino y el principio de tu verdadera existencia.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Porque mi desgracia nació como la tuya. Y como tú, busco a los hombres que la causaron.

—¿También... tú?

—Sí, Frankie. También mi padre formó parte de aquella caravana conducida por Jim Bridger, que descendió por la vieja ruta de Oregon hasta las fértiles llanuras de Colorado. Yo los vi morir, a ellos y a un hombre honrado con quien iba a unirme en matrimonio. No me quedó nada, Frankie. Ni las tierras que habían sembrado tan siquiera, en las que perdurar su recuerdo imperecedero. Sin cariño, sin amor, sin nadie que me tendiera una mano. Así vagué por el mundo, lamentando una y mil veces no ser un hombre, no poder empuñar un par de revólveres con decisión para acabar con los causantes de mis desgracias. Fui de un lado a otro como una nave sin rumbo, humillada, despreciada y mirada por encima del hombro de quienes se consideraban sin mácula. Nadie quiso escuchar mi historia, la triste historia de una mujer que rodaba de saloon en saloon como una cualquiera. La vida me enseñó a esgrimir las únicas armas que a su alcance tiene una mujer bonita. Con ellas estaba dispuesta a luchar contra Murdock y sus pistoleros cuando tú llegastes a Winslow.

—¿Por qué no me dijiste eso antes?

—¿Hubo tiempo para ello, Frankie? Me echaste de tu lado como lo habían hecho otros. ¿Para qué sirve una mujer cuando no se la apetece? No, no somos seres humanos. Sólo bestias de otro sexo, que se buscan a la hora de calmar los insanos apetitos. Luego..., ¿para qué se quiere a una mujer? ¡Por eso creí que tú eras diferente. Por eso supuse que tú j verías en mí a un ser humano y que escucharías mis palabras.

—Debí haberlas escuchado.

—Todavía es tiempo, Frankie. No hemos hecho más que empezar. Es ahora que nuestras vidas deben unirse..., si tú lo deseas.

—Temo no saber distinguir, Ruth.

—¿Distinguir?

—Entre el amor y la pasión. Entre el deber y la necesidad. Y yo no quiero humillarte con mis ojos ni con mis manos. Quizá... sería mejor recordar lo bueno que en ti encontré. Como un sueño. Como algo espiritual que pudo... y no llegó a ser.

—Frankie... —e! tono de Ruth se tiñó con viva inflexión de súplica—, fue al verte cuando supe que te necesitaba cuando comprendí que te amaría..., que era para ti como tú para mí. ¿Vas... a dejarme?

—Empiezo a dudarlo, Ruth. Tu voz despierta en mi alma algo que siempre debió estar dormido. Sentimientos ignorados que nunca creí llegar a conocer.

—Llevas el amor en ti, Frankie. Pero no quieras condenarlo al sufrimiento de una opresión silenciosa. ¡Dale vida, dale el calor que necesita para que él te dé vida a ti también!

—Podemos acampar aquí, Ruth —habló el hombre, tratando de desterrar aquel instinto que de nuevo le invadía.

Queriendo pensar que nada había sucedido. Haciéndose a la idea de que cuando el sol muriese, todo habría terminado.

 

* * *

 

Cuando muere el sol...

Las luces grises del atardecer acuchillaron de improviso la pradera. Las verdes hojas de los árboles enrojecían bajo el resplandor que tamizaba el crepúsculo.

Frankie, usando una manta, frotó vigorosamente la piel sudada de los caballos, mientras Ruth, brotando de sus labios un tenue canturreo, extendía utensilios y provisiones en el lugar que él había señalado para acampar.

—¿Te preparo el café?

Giró para mirarla.

—Sí, Ruth. Aún es pronto para cenar

De nuevo, devolvió su atención a los animales. Porque no quería mirarla. Porque Frankie Cooper no tenía miedo de ella, sino de sí mismo.

Jamás una mujer había hecho entrega tan limpia y desinteresada hacia él como lo estaba haciendo aquélla.

Y, Frankie, no quería manchar lo poco bueno que la vida le estaba ofreciendo. Era como un sacrificio más...

Pero, ¿por cuánto tiempo podría imponerse aquel sacrificio?

La voz de Ruth se filtró en su pensamiento para decirle que antes de la cena apetecía tomar un baño.

Cooper se limitó a inclinar la cabeza en señal de asentimiento.

Y al cabo de unos segundos, del centro de unos arbustos enormes que formaban con sus copas un tupido velo de hojas, ramas y troncos, llegó el cálido matiz de aquella voz suave, mullida y esponjosa, al desgranar:

«Cuando muere el sol,

brilla la hierba con su húmedo matiz y el cow-boy que por ella está muriendo...»

No era igual a como la cantaba Rosty.

Pero aquel timbre lánguido, la vida que ella le daba a las palabras...

Una tortura. Como una tortura que se clavaba en el corazón del hombre hasta hacerlo sangrar.

Cesó la voz.

Y, acto seguido, el chapoteo de un cuerpo al hundirse en el agua, fue para Frankie como un baño espiritual de lasitud.

Lió un cigarrillo. Y otro. Hasta tres.

Y consumiendo la hoja del tabaco, dejó que su cerebro diera vida y muerte a muchas ideas y pensamientos.

Hasta que, de repente, sonó aquel grito de aguda desesperación.

—¡Socorro! ¡Frankie...!

Una nube roja empañó la mirada del hombre. Tiró el cigarrillo, pisoteándolo rabiosamente y corrió como una exhalación hacia el lugar donde había sonado la voz.

Vio a la mujer, apretando sobre su busto desnudo las ropas que no había tenido tiempo de ponerse.

Y al tipo barbudo. Grande como un gigante. Brillándole los ojos y pasándose la lengua por sus repulsivos labios.

De un salto, Frankie cayó sobre él y rodaron ambos sobre las ramas secas, que crujieron lastimeras bajo el peso de sus cuerpos.

—¡Ah, maldito! —rugió el de las barbas.

Frankie fue el primero en incorporarse, justo a tiempo de esquivar la patada que el otro le lanzaba al bajo vientre.

Pudo atrapar la pierna y se la retorció violentamente.

Gruñó como una bestia herida, pero pudo disparar la otra pierna, haciendo que Cooper perdiera el equilibrio y soltara su dolorosa presa.

De un salto, se incorporó el gigante.

—¡Ahora verás!

Dio un paso adelante, al mismo tiempo que disparaba su puño derecho con igual contundencia que una maza. Frankie, si bien ladeó la cabeza, no pudo evitar que le alcanzara de lleno en el hombro y lo derribara en tierra.

Entonces, el tipo saltó sobre él, con sordo jadeo.

Cooper encogió las rodillas y disparó sus pies hacia adelante, frenando en seco la bestial acometida.

El barbudo, tras recibir el golpe en mitad del estómago, se contorsionó, vacíos de aire los pulmones.

Pero su achaparrada naturaleza era de lo más resistente que pudiera imaginarse. Volvió a enderezarse en unos segundos y evitó el derechazo que Frankie enviaba a su barbilla.

Se lanzó como una flecha, tratando de atenazar la cintura del muchacho, pero éste, intuyendo la acción, le recibió con la rodilla por delante.

Un chasquido de huesos anunció que la nariz del gigante se había roto. Y no tardó en brotar de ella un chorro de sangre.

Ruth, que contemplaba angustiada la pelea, lanzó de repente un grito de aviso.

—¡Frankie! ¡A tu espalda!

Cooper se revolvió en un palmo de terreno a la vez que desenfundaba el 44. Su veloz acción y el fenomenal alarde de reflejos de que acababa de hacer gala, salvaron su vida.

Porque un individuo oculto entre la arboleda, compañero del gigante, sin duda, y convencido de que éste vencería en la pelea, viendo las cosas mal para su amigo, saltaba ahora sobre Cooper, enarbolando un largo cuchillo.

Frankie oprimió dos veces el gatillo.

El cobarde agresor se detuvo unos instantes. Luego, como si tratara de completar su acción asesina, movió la mano. Para abrirla y dejar escapar el cuchillo. Con una mueca de estupor en las contraídas facciones de su rostro, se desplomó sobre la hierba con sonoro chasquido.

Frankie ya estaba nuevamente de cara al gigante que, en aquel momento, se limpiaba el caudal de sangre que chorreaba de su nariz.

—¡Te despedazaré! —gritó sañudamente.

Y trató de abrazar el cuerpo de Cooper con sus zarpas poderosas. Fintó el muchacho ante la mortal caricia, al mismo tiempo que proyectaba el puño izquierdo hacia el abdomen del tipo con toda la potencia de que era capaz.

Acusó el otro tan violento impacto, frenando su pesado avance. Y Frankie, decidido a no desperdiciar aquel momento de flaqueza de su adversario, se plantó a un palmo para castigarle, con respiro, con sus puños.

Le machacó el rostro hasta hacerle sangrar copiosamente los partidos labios, y, acto seguido, tomando aire y haciéndose hacia atrás, disparó ambos puños unidos contra la boca del estómago.

Al fin, viose vencida la anormal resistencia de la mole. Con ahogado gemido, se desplomó encima de los troncos completamente inmóvil.

Frankie Cooper, jadeante, sudoroso, inseguro su andar, vacilantes sus pies al arrastrarse por la hierba, trató de acercarse a la mujer.

Ruth salió a su encuentro. Sin darse cuenta de lo que hacía, extendió sus brazos hacia el hombre, dejando caer las prendas.

Cooper la vio como en sueños.

Desnuda.

Y en un arranque de valor y decisión, giró sobre sí mismo, caminando hacia el lugar en que habían acampado.

Esperó allí el regreso de la mujer.

Liando un nuevo cigarrillo y aspirando el humo con fruición. Tendido sobre aquella húmeda hierba que brillaba al morir el sol.

Minutos después, apareció Ruth.

—Ha sido por mi culpa, Frankie —se lamentó con tono sincero—. No debí ir al río.

—No es culpa tuya ser hermosa —repuso él, fijos los ojos en el cielo inmenso, que ya se tachonaba de estrellas—. Ni quizá sea la de los hombres desearte.

—Quisiera ser horrible, Frankie. Que ningún hombre se atreviera a mirarme..., que ninguno deseara mi amor, mi cuerpo, por unos instantes. Quisiera...

De repente, rompió en ruidoso llanto.

Se incorporó el hombre, la refugió entre sus brazos vigorosos, acarició las doradas hebras, besándolas suavemente:

Y dijo:

—Te quiero, Ruth.

Un silencio.

—¿Me habría enamorado de ti, si fueras esa mujer horrible que desearías ser?

—El amor... está en la belleza que los ojos quieren ver. No en aquella que todos pueden ver.

—Quizá tenga razón, Ruth.

—¿Preparo la cena? —inquirió ella, secándose las lagrimas.

—Sí, Ruth.