CAPITULO V
Boulder City.
La noche tenía vida en aquel pueblo que empezaba a ser una de las ciudades de más nombre dentro del territorio de Nevada, después de Carson City.
A la entrada del lugar, brillaban con alegría las luces de cantinas y tabernas que se hallaban rebosantes de jocosos clientes.
El griterío llegaba en ocasiones a resultar ensordecedor. Y cuando las voces se apagaban de repente, no tardaban en ladrar los revólveres, imponiendo la ley brutal de su código de muerte.
Cabalgaban al trote los jinetes por unas y otras calles, vaciando al aire los tambores de sus armas, cuando la cantidad excesiva de alcohol que llevaban en sus estómagos hacía arder de esa forma la expansión de sus instintos.
A veces, no era sólo al cielo a quien tomaban como blanco.
Y, entonces, los más borrachos, aquellos que ni a montar se atrevían, no llegaban a enterarse de que el plomo ardiente desgarraba sus carnes.
Tras un instante de agorero silencio, se escuchaba el trallazo de una voz dura, profiriendo obscenos insultos y groseras amenazas.
Oscilaban las batientes de cualquier saloon y dos hombres saltaban en mitad de la calle polvorienta a dirimir sus diferencias, fiando en la agilidad de las manos.
Alguien abofeteaba el rostro de una mujer, mientras oíros a su alrededor reían con salvajes carcajadas.
Luego, trataba de desnudarla en mitad de la acera. Y cuando ella conseguía escapar a la vergüenza, desenfundaba sus armas el malvado y marcaba, a ritmo de plomo, la danza macabra que la mujer imprimía a sus pies para no ser herida.
Boulder City.
Donde se temía poco a la ley y se la respetaba menos.
Los dos jinetes que acababan de penetrar en el pueblo, no pasaron desapercibidos por mucho tiempo.
Hasta que los tres fulanos salieron gritando del saloon y se detuvieron bajo la marquesina contemplando a la muchacha con ojos insultantes.
Ruth, fingiendo ignorar las repulsivas miradas y procurando que Frankie no se apercibiera de ello, fustigó su montura azabache, tratando de avivar el paso.
—¿Qué te sucede, Ruth?
—¿Por qué, Frankie? Estoy agotada y tengo deseos de que hallemos un lugar donde descansar.
La mujer había respondido a media voz.
Aun así, los tipos que empezaban a caminar por el entarimado, siguiendo el paso de los caballos, captaron con claridad sus palabras.
Y el más alto, que iba en el centro, gritó ofensivamente:
—¡Tengo una cama para compartir contigo!
—¡Eh, Max! —se burló otro—. ¿No ves que va acompañada?
—¡Pues no veo de quién, Buck! —intervino el tercero.
—¿Estás ciego, Kit? —tronó Buck, dirigiéndose al último que hablara—. La acompaña un hombre.
—¡Ah! —exclamó Max—, ¿A eso llamas tú un hombre, Buck?
Ninguno de los tres matones se dio apenas cuenta de cómo Frankie Cooper saltaba de su montura.
Ruth, sí. Pero no pudo impedirlo.
—Seguro que soy más hombre que tu padre, ¿eh, cobarde?
Max, con el que se había encarado Cooper, quedó serio, quieto y muy tieso.
Lamentando en su interior, al ver la decidida figura del muchacho y sus maneras, el estúpido acto de fanfarronería.
—¿No vas a seguir con tus baladronadas, hijo de perra?
Max rugió algo ininteligible, a la vez que se echaba hacia atrás e iniciaba un veloz «saque».
Se quedó con las manos sobre las culatas y el pecho atravesado por una bala. Tambaleándose unos segundos, para terminar besando el polvo de la calle.
Frankie miró fríamente a los dos restantes.
—¡El siguiente! —les gritó—. ¡Otro que tenga agallas! bien alejadas de sus revólveres.
—¡Bien, muchacho, bien! —aplaudió alguien detrás de Cooper.
Se volvió éste, tropezando con un individuo que vestía el uniforme de mayor del Ejército de la Unión.
—¿Quién es usted?
Era un tipo menudo, cuyos ojos parecían sonreír de continuo.
—Me llaman mayor «Cáñamo». Soy militar, juez, guía y muchas cosas más. He llegado esta mañana a Boulder City para ejercer como juez. Las personas importantes y respetables de este pueblo se han cansado de soportar la presencia de pistoleros y asesinos; le han pedido protección al Gobierno, ya que para ello pertenece Nevada a la Unión desde 1864, y aquí estoy yo. En vista del panorama he pedido al comandante de las fuerzas de Carson City que me envíe unos cuantos hombres. Creo que mañana al atardecer llegarán doscientos de ellos.
—¿Doscientos? —se sorprendió Frankie, desentendiéndose de los dos bravucones, que aprovecharon para esfumarse.
Sí, forastero. Doscientos. Yo soy un juez muy especial. Dicto las sentencias al momento y todos suelen cumplirse de igual forma: utilizando un pedazo de cáñamo... Me molesta enormemente que alguien trate de interrumpir la acción de la justicia, por eso, con la ayuda de esos doscientos simpáticos soldaditos que llegarán mañana, me propongo apaciguar los ánimos de Boulder City en menos de una semana. ¿Sabe la de hombres que pueden ahorcarse en veinticuatro horas?
—¿Me está haciendo una advertencia, mayor?
—Nada de eso, amigo. Usted ha matado a ese hombre, porque ha molestado a la mujer que lo acompaña y le ha ofendido también a usted. Es un acto de defensa propia muy dentro de la ley. Pero yo le garantizo que pasado mañana habrá, en Boulder City, muy pocos tipos con narices suficientes para molestar a una dama. ¿Van a quedarse ustedes aquí?
—Eso pensamos, mayor.
—¡Maravilloso! —exclamó el hombrecillo con su sempiterna sonrisa—. Podrán constatar cuanto de verdad hay en mis palabras, ¿Es usted vaquero, muchacho?
—No.
—Ya, ya —sonrió, ahora con los labios—. ¿Sabe cómo lo imagino, amigo?
—No.
—Como uno de esos hombres que cabalgan por todos los caminos del Oeste para hacer «su justicia». ¡Oh!, quizá me equivoque. ¿Por qué no... una venganza?
—Posee usted una gran intuición, mayor. Y un profundo conocimiento de la especie humana.
—Usted me adula, señor...
—Cooper. Frankie Cooper, mayor.
—Como le decía, señor Cooper, sus elogios hacia mi persona son inmerecidos. Sólo sé lo que la vida ha querido enseñarme. Que no es poco, ni mucho. ¡A propósito!, ¿tienen dónde alojarse?
—No conocemos la ciudad.
—Entonces, permítanme que les acompañe al único lugar digno de que una dama lo distinga con su presencia.
Frankie, que sin saber por qué empezaba a sentir una creciente simpatía hacia el hombre menudo a quien llamaban mayor «Cáñamo», tomó las riendas de su caballo.
Y caminando a la altura del militar, se dejó guiar por éste.
—¡Ahí lo tienen! —exclamó el mayor, señalando un edificio de dos pisos que se veía construido recientemente—. Reno Hotel es lo mejor de Boulder City.
El mayor en persona, dando muestras de una actividad casi febril, se encargó de que les dieran habitaciones y de que dispusieran el alojamiento de sus monturas en la caballeriza del establecimiento.
Luego, cuando Ruth se hubo retirado a su aposento, el militar se encaró con Frankie.
—Mi verdadero nombre, es Charles Worth —dijo.
—Ya le di el mío, mayor.
Enarcó las cejas el militar.
—¡Ah, sí! Mi memoria es fatal... Cooper, ¿dijo usted Frankie Cooper?
Asintió su interlocutor en silencio.
—Recuerdo que una vez —musitó el mayor, mordiéndose el labio inferior—, ¿dónde fue? ¡Ya recuerdo! Nebraska..., eso fue en Nebraska. Y sería capaz de asegurar que en 1868. Sí, eso es, pocos meses después de que aquel territorio se anexionara a la Unión. Yo estaba acampado con mis hombres cerca de la divisoria que separa los Estados de Wyoming, Colorado y Nebraska, cuando aparecieron tres o cuatro jinetes que parecían proceder de Colorado. De Sterling exactamente, me dijo el jefe del grupo. Un tipo alto que traía en el pecho una estrella de sheriff. Vamos a ver, vamos a ver... ¡qué memoria la mía!
—¿Quiere que le ayude a recordar, mayor Worth?
—¿De veras?
Una fría sonrisa se extendió por los labios del muchacho.
—El hombre que traía la estrella de sheriff se llamaba Dick Riley. El y los que le acompañaban, seguían las huellas de un individuo apellidado Cooper, al que se le buscaba por asesinato. Por matar en una calle oscura de Sterling, a un viejo minero desarmado.
—¡Asombroso! —exclamó Charles Worth—. ¿También usted se tropezó con ellos?
—No. Yo hice lo posible porque ellos no se tropezaran conmigo. No era justo que me ahorcaran por culpa de quienes me habían convertido en un asesino, después de ultrajar a mi hermana y robarme las tierras que fueron de mis padres.
Charles Worth —mayor «Cáñamo»—, dejó vagar sus ojos sonrientes por el vestíbulo del Reno Hotel.
Y, de repente, disparó una pregunta:
—¿A quién ha venido a matar en Boulder City?
—A Richard Stone.
—¿Stone? —se sorprendió muy de veras el militar—. El copropietario de la Continental, ¿no?
—El mismo.
—¿Por qué?
—Porque él es uno de los tres hombres que me hundieron en la desgracia.
—¿Por qué?
—Por unas malditas minas de cobre.
—Explíqueme eso con amplitud de detalles, Cooper.
—¿Nos sentamos, mayor?
—¿Por qué no? Si la historia es larga, pongámonos cómodos.
Lo era.
Y el mayor Charles Worth la escuchó con la misma atención que la escucharan, en un saloon de Winslow, llamado As de Trébol, dos muchachos valerosos.
Sin interrumpirle una sola vez.
Sólo cuando Frankie hubo terminado, dijo el militar pausadamente:
—Voy a darle un consejo, Cooper.
—¿Y es?
—Que no provoque a Stone y lo «balee» en mitad de la calle, porque me veré en la penosa obligación de rodearle a usted el cuello con un pedazo de cáñamo.
Frankie Cooper contuvo la respiración. Cuadró las mandíbulas con dureza, mirando al militar con rigidez.
—O sea —murmuró con ronco acento—, que he de permitir que ese canalla asesino, ese ladrón, ese buitre que recorre el Oeste atropellando a la gente honrada, esa alimaña venenosa... siga viviendo. ¿Es ése su consejo, mayor?
Charles Worth permaneció callado por espacio de unos instantes. Luego, con pereza, fue distendiendo sus labios en una extraña mueca.
Una sonrisa enigmática que producía escalofríos.
—Es usted muy joven, Cooper. En ocasiones, se dice sin palabras lo que con ellas no se dice. Lo que es igual; encierran un significado opuesto a lo que por sí mismas significan.
—Soy joven, mayor. No le entiendo.
—Podría citarle un proverbio chino que dice: «Dile a tu amigo lo que no debe hacer y a tu enemigo lo que debe hacer..., para que haga cada uno lo que tú deseas». Le he dicho, Cooper, que «no "balee" a Stone en mitad de la calle». Pero no le he dicho que no lo harte de plomo en cualquier rincón donde no hayan testigos para gritar a los cuatro vientos que usted lo ha asesinado. ¿Está más claro ahora, muchacho?
—Lo está, mayor.
—Aunque, de todas formas —habló Worth con tono negligente—, sabiendo, como usted sabe, que Dick Riley está en Boulder City...
—¡Dick Riley! —exclamó Cooper con los ojos encendidos.
—¡Oh! —se sorprendió falsamente el militar—, ¿no lo sabía? Pues uno, a veces se pasa de listo. ¿Por qué había de suponer yo...? Bueno, ya lo he dicho. Siguiendo con lo mío, Cooper, si yo me llamara Frankie Cooper y supiera que un tipo llamado Dick Riley, que fue sheriff de Sterling, está en Boulder City, le daría gracias al cielo... y empezaría a pensar en la posibilidad de que él y Richard Stone no estarían del todo mal bailando de una soga.
—¿Cómo conseguir eso?
—No es difícil, Cooper, no es difícil.
—Usted me desconcierta, mayor.
—Es mi personalidad. ¿Decía...? ¡Ah, sí! Que no es descabellado pensar que Riley y Stone se balanceen al extremo de una cuerda de cáñamo. ¿Que cómo conseguirlo? Supongamos que esa chica que le acompaña a usted es una muchacha valerosa, que lo ama a usted y que está dispuesta a ayudarlo...
—¡Eso no! —saltó Frankie, excitado.
—Serénese, Cooper, serénese. Estoy tratando de evitar que sea usted quien cuelgue de la soga, porque estoy plenamente convencido de que a ella no le gustaría..., ¿o estoy equivocado?
Frankie guardó silencio.
—Hemos dicho —siguió el mayor con su tono neutro—, que la chica es decidida y valerosa. Pero con una ambición demasiado grande. Por eso se va a ver a Stone y le dice que ella estaba, casualmente, en aquel callejón de Sterling. Que vio cómo sus hombres sujetaban al viejo y lo lanzaban contra usted en el momento que respondía con plomo a los insultos del pistolero. Que les oyó decir, luego: «Vamos a comunicarle a Stone que todo ha salido bien». La chica..., ¿cómo se llama ella, Cooper?
—Ruth Melfort.
—¿Melfort? —se sorprendió el mayor, visiblemente.
—¿Tan extraño suena el apellido?
—No, amigo. Al contrario. Me suena demasiado familiar. Oí hablar de un David Melfort, agente del Gobierno, que había interpretado erróneamente las enseñanzas recibidas. Lamento que sea pariente...
—Hermano.
—Aún lo lamento más. Porque el día que dé con él, lo colgaré del árbol más alto y hermoso que encuentre por los alrededores. No me molestaré en alzar un cadalso, ¡de veras que no! Bueno, nos estamos desviando de la cuestión. Volvamos a la valerosa Ruth Melfort. Ella le dice a Stone que quiere quince mil dólares por su silencio o, de lo contrario, se irá al mayor «Cáñamo» con la historia. Y como Richard Stone sabe que el mayor «Cáñamo» lo colgará sin mayores preámbulos, decide enviar a Dick Riley y algún otro a silenciar la boca de la chica, ya que, como es lógico, tampoco piensa entregarle los quince grandes.
—¡Magnífico! —aplaudió Frankie Cooper con una sonrisa extraña. Para agregar de inmediato—: Pero sería más magnífico si en lugar de hacerle correr ese riesgo a Ruth, usted aceptara su propia historia de labios de ella.
—¡Ah, ya! —exclamó el mayor—. Yo se lo cuento a ella en secreto. Y, luego ella me lo cuenta a mí oficialmente.
—Exacto, mayor «Cáñamo».
—O sea... —murmuró el militar, oscureciendo sus sonrientes ojillos—, que está usted tratando de sobornarme. Quiere que acepte el testimonio falso de un testigo inexistente, para colgar a un hombre. ¿Se da cuenta de lo que está diciendo?
Frankie Cooper estaba total y absolutamente desconcertado. Los cambios de tono y expresión de su interlocutor así como su extraña personalidad, le tenían en constante jaque.
No supo qué responder.
Y cuando vio la extensa sonrisa que cubría los labios del mayor, empezó a creer que aquel hombre menudo se estaba burlando de él.
Frankie Cooper estuvo tentado, sólo unos instantes, de echar mano a su 44 y poner fin a la «terrible» fama del mayor «Cáñamo».
—Voy a ser sincero con usted —anunció Charles Worth con una seriedad que hasta entonces Frankie desconocía en él—, Cooper. Creo en sus palabras y estoy en la plena convicción de que cuanto me ha contado, es cierto. Pero, yo debo aplicar la ley como está escrita, no como me la dicten mis sentimientos. Sí mañana podría contarme Ruth la historia que yo mismo he inventado y el mayor «Cáñamo» podría colgar tranquilamente a Richard Stone. De acuerdo. Pero..., ¿sería eso justo? No. Porque todos sabemos que Ruth Melfort no presenció los sucesos de aquella noche en Sterling. Sin embargo, Cooper, si a través de un engaño podemos conseguir que la sucia conciencia de Stone le obligue a intentar cometer un delito, tendré suficientes argumentos legales para colgarlo del cuello hasta que muera.
Reinó un silencio entre ambos hombres que se hizo extensivo al solitario vestíbulo del Reno Hotel.
—Mi padre —dijo Frankie Cooper como si hablara consigo mismo— me enseñó a ser honrado, a distinguir entre lo justo y lo injusto. Solía decir, que nunca debíamos dejarnos influenciar por la maldad de los demás, que no cayéramos en el grave error de perder la propia estima, descendiendo a su nivel, aunque fuera para castigar malas acciones. Hace mucho tiempo de eso, mayor. Y creo que en su transcurso, la vida me ha hecho perder mi propia estima. Sí, es posible que usted tenga razón.
—No se menosprecie, Cooper. Usted obra como le parece justo. Pero existen mejores maneras de hacerlo. Todo saldrá bien de acuerdo con mis proyectos, no lo dude. No es la primera vez que ayudo a un hombre en las circunstancias de usted.
Pero Charles Worth —mayor «Cáñamo»—, subestimaba la crueldad de hombres como Richard Stone.
Y «El Misterioso».
Porque ignoraba que en un lugar de Boulder City había...
CAPITULO VI
...Una mesa.
Y sobre su brillante y pulida superficie tamborileaban los dedos largos de una mano velluda.
Y uno de aquellos dedos mostraba un anillo. Y en él, veíase grabada una «M» mayúscula.
«M». ¿De «Misterioso»?
Alrededor de la mesa había tres hombres sentados.
Se mantenían en silencio.
—Meawod Pregale —anunció la voz de uno de los reunidos, señalando con el índice al que se hallaba a su izquierda—. Has sido una nulidad toda tu asquerosa vida. ¡Cobarde indecente! Así que caminaste hacia él como un corderito hasta poner en su mano tu estrella de sheriff, ¿eh?
—Tuve que hacerlo, Stone, no me quedaba otro remedio.
—Di que eres un cobarde, que no sirves de nada sin cinco o seis matones que cubran tu espalda. ¿También les pidió Cooper sus estrellas?
—No fue necesario. Cuando los hombres de Murdock soltaron sus cintos, dejando caer los revólveres, comprendimos que todo había terminado. Mis comisarios hicieron lo propio. Aquel par de fulanos manejaban el «Winchester» como diablos. No hubieran dejado a nadie en pie.
—¿Qué pasó con los hombres de Murdock?
—Rosty, el nuevo sheriff, los hizo ahorcar a todos.
—¡Vaya! Qué chico tan expeditivo. Y tú, Meawod, ¿cómo lograste escapar a la soga?
—Me escondí aquella misma noche. Luego, imaginando que Cooper vendría en busca vuestra, quise venir a preveniros.
Richard Stone, sonrió torcidamente.
—¿Oíste eso, «M»?
El aludido, único del terceto cuyo rostro quedaba en las tinieblas, fuera de los rayos luminosos que brotaban del quinqué situado en el centro de la mesa, soltó una breve y seca risa.
—Siempre te lo dije, Stone. Siempre te dije que Pregale era un gran tipo. A galopado horas y horas, hasta extenuarse, por el solo hecho de venir a prevenirnos. ¿Qué recompensa crees tú que podemos ofrecerle?
Stone se acarició la barbilla. Al fin, sonrió ampliamente, mostrando unos dientes sucios y desiguales.
Jugueteó con la cadenita de oro que colgaba del bolsillo de su chaleco bordado, exclamando de repente:
—¡Ya lo sé, «M»!
—¿Qué sabes, Stone? Me das miedo cuando tú sabes o piensas. Eres tan... violento. Tan cruel. Tan despiadado, a veces. Lo que sea, dilo despacio. Ya sabes que me molestan las impresiones..., ¡y me siento tan afectado por la muerte de nuestro gran amigo, Eddie Murdock!
Las palabras brotaban de sus labios con sádica e irónica morbosidad. Con una inflexión que producía escalofríos.
—Verás, «M» —empezó Stone, pausadamente—. Yo he pensado, que como Pregale está aquí, que como Cooper también está aquí; que como Pregale no puede apenas contener sus deseos de venganza..., pues, podríamos permitirle que matara a Cooper. Aquí, en Boulder City.
De nuevo, brotó aquella risita seca en labios del hombre que ocultaba su faz en las tinieblas.
—¡Oh, Stone! Siempre he dicho que eras un hombre llamado a mayores empresas por lo brillante de tus ideas. ¿Cómo no habré pensado en eso? No hay más que mirar el rostro de Pregale para leer en él sus deseos de terminar con Frankie Cooper, ¡Sí, Stone, es la tuya una idea maravillosa! Porque en el supuesto caso de que Cooper... «liquide» a nuestro querido amigo, Meawod Pregale, ¡pero ca!, no lo creo.
—De todas formas —apuntó Richard Stone con morbosa curiosidad—. ¿Qué sucederá en el supuesto de que Cooper «balee» a Meawod?
Un silencio.
—Pues, verás. Yo he pensado, que como Dick Riley está aquí, que como él fue sheriff de Sterling y encargado de perseguir a Cooper por el asesinato de un viejo minero indefenso, que corno Cooper también está en Boulder City... y que la ciudad se ha visto distinguida desde hoy con la presencia de un hombre a quien llaman mayor «Cáñamo».
—¡Ya comprendo! —exclamó Stone, que seguía la farsa iniciada con su jefe—. Quieres decir que si Meawod Pregale muere, aunque estás seguro de que no, Riley puede acudir al mayor «Cáñamo» e imponerle de quién es Cooper. Y, claro, Boulder City es tan buen lugar como otro cualquiera para colgar a un fugitivo de la justicia.
—¡Magnifico, Richard, magnífico! Qué clarividencia la tuya. ¿Te das cuenta, Meawod Pregale? Stone tiene el privilegio de adivinar los pensamientos de otras personas. ¿Qué opinas tú, ex sheriff?
Meawod Pregale se estaba maldiciendo, una y mil veces, por su estupidez. El querer congraciarse con los jefes de la organización, a la que junto con Murdock había pertenecido, el tratar de obtener su apoyo de nuevo, le iba a costar muy caro.
¿Por qué diablos no se había largado a Kansas o Texas?
—No oigo tus palabras, Meawod —insistió la voz pausada de «M».
—Es que...
—¿No irás a decirnos que tienes miedo de Cooper? —apuntó Richard Stone con notorio sarcasmo.
—¡No! No es eso..., ¡os lo juro!
—¿Oyes, Richard? Meawod nos jura que no es tan cobarde como nosotros le creemos.
Pregale, humedeciéndose los labios, empezó:
—Se trata de que..
—¡Meawod! —tralló la voz de «M», sin ironías ni mordacidad—. Tienes veinticuatro horas de tiempo ¿Me oyes, imbécil de los demonios? Si mañana, cuando muera el sol, Frankie Cooper no está muerto..., será porque lo estás tú. ¡Largo de aquí!
—Sí..., «M».